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Nunca

Advertencia:

El siguiente capítulo contiene escenas de contenido sexual explícito. Se recomienda la discreción del lector.

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—... y no olvides que esta escalera desaparece los días martes y viernes.

—Martes y viernes — repitió Laurel con voz nerviosa, sus ojos fijos en el cuadro de una vieja arpía que le sonreía de forma siniestra y desdentada. —Aún no sé cómo podré recordar todo esto.

Severus estaba guiando a la mujer por el castillo, enseñándole los distintos pasadizos y las torres, la biblioteca y los terrenos del colegio; el Gran comedor y el campo de Quidditch. Entre las escaleras que cambiaban de sitio, los peldaños que desaparecían y las puertas que no llevaban a ninguna parte, Laurel sentía un miedo atroz de perderse.

—Para cuando las vacaciones de Navidad terminen ya sabrás encontrar tu camino hasta las mazmorras —respondió Severus. — Sé que puede ser un laberinto, pero si llega a ser muy complicado puedes preguntar a uno de los fantasmas.

—¿Fantasmas?

Severus detuvo su marcha y se volvió a verla, sorprendido.

—Sí, nos hemos cruzado con unos cuantos — dijo, arqueando una ceja. —Te han saludado. ¿No te has dado cuenta?

Laurel, completamente perpleja sólo atinó a repetir:

—¿Fa...fantasmas?

—Debí suponerlo. Sólo unos pocos Muggles son capaces de verlos. No debes tener miedo, son inofensivos. Excepto por Peeves, el poltergeist... —Severus se quedó pensativo un momento. —Creo que será mejor que te acompañe la mayor parte del tiempo. Peeves estaría muy contento de tomar posesión del cuerpo de una Muggle.

Laurel asintió, su rostro más pálido de lo normal. Dió un ligero respingo al ver como la vieja arpia la había seguido, saltando cuadro por cuadro y ahora le ofrecía una copa humeante de vapores tóxicos. Aunque era maravilloso encontrarse fuera de la clausura de su prisión, era demasiada información para procesar en un solo día y sentía que su cabeza estaba apunto de explotar.

—¿Cómo es que los muggles nunca han encontrado Hogwarts? Debe ser muy difícil esconder un sitio de este tamaño.

—Encantamientos anti-muggles —respondió él, encaminándose nuevamente hacia los calabozos con paso rápido, su capa ondeando detrás de él. Laurel tuvo que apresurarse para alcanzarlo. —Si hay algún Muggle merodeando cerca de Hogwarts, tan sólo verá un montón de ruinas con un cartel que indica un peligro de muerte, o recordará de repente que tiene que hacer algo urgente y debe irse. Es sencillo, pero bastante efectivo. Hasta ahora.

Laurel asintió en silencio, en su mente aún estaba aquel constante recordatorio: Ella realmente no pertenecía a aquel mundo, era una forastera y la mayoría de los magos la veían como un simple fenómeno; otros, los más reaccionarios, la veían como una amenaza. Y era por eso por lo que ahora buscaba un gesto de aliento en la mirada de Severus, el mago que estuvo con ella desde el principio, el hombre que la había protegido y guiado por ese nuevo mundo. Sin embargo, se daba cuenta de que desde la visita de Lupin, él se estaba comportando de forma más distante que de costumbre, evitaba acercarse demasiado a ella y le hablaba con un tono frío y formal. Laurel estuvo a punto de preguntarle que le sucedía, pero entonces él se detuvo y le indicó que entrase en una habitación.

—Éste es mi despacho. He encantado la puerta para que sea más fácil para ti entrar y salir cuando quieras.

Laurel miró a alrededor. La oficina de Severus no tenía ventanas que dejaran entrar luz natural, algo bastante entendible si se tenía en cuenta la enorme cantidad de anaqueles repletos de frascos de vidrio con contenidos raros y exóticos que eran necesarios conservar en un sitio fresco y apartado de la luz solar. Y que mejor sitio que aquel, que más que una oficina, parecía ser un frigorífico durante el invierno.

—Encenderé el fuego —musitó él, al darse cuenta de que Laurel empezaba a tiritar y a restregar sus manos, intentando calentarlas.

Laurel se dirigió a su escritorio y algo le llamó la atención enseguida, algo que estaba completamente fuera de lugar en las mazmorras:

Una bonita maceta con una planta de brillantes hojas verdes florecía ante sus ojos, llenándose de pequeñísimas flores blanquecinas que luego caían como copos de nieve, desvaneciéndose en el aire, sólo para volver a retoñar nuevamente un instante después. La dulce fragancia que desprendía y su continuo florecimiento producía en ella una tranquilidad hipnótica.

—Es tuyo, esperaba regalártelo antes.

Laurel dio un respingo al sentir su suave voz haciéndole cosquillas en el oído. Severus tenía la facultad de moverse como un gato, siempre sigiloso, siempre furtivo.

—Gracias —susurró ella. —Es precioso. No sabía que los laureles pudieran ser tan pequeños.

—No lo son. Éste ha sido hechizado.

—Claramente —dijo mientras acariciaba las fragantes hojas.

Laurel se volvió y le dio un pequeño beso en los labios. Severus hizo el amago de abrazarla, pero apenas tensó su cuerpo y débiles manchas rojas aparecieron en su rostro.

—¿Hay algo que te esté molestando?

—No —contestó él secamente, dando un paso hacia atrás, alejándose de ella.

—Estás usando Oclumancia, Severus —. Laurel dio un paso hacia él, mirando en sus ojos vacíos, acortando la distancia. —No es común que la uses estando a solas conmigo.

Las manchas rojas se acrecentaron aún más.

—No quiero incomodarte.

—Sinceramente, preferiría que lo hicieras —. Laurel se cruzó de brazos. —Dolería mucho menos que ahora que estás tan distante.

—¿Distante?

Las emociones que tanto se estaba esforzando por controlar empezaban a agitarse violentamente bajo la capa de Oclumancia. Puede que se haya convertido en un adulto, puede que haya aprendido a parecer maduro y en control, pero debajo de sus ropajes oscuros, debajo de su comportamiento frío y cínico, los mismos temores, necesidades y sentimientos de insuficiencia de su adolescencia permanecían alarmantemente constantes.

—Creo que te estás confundiendo, Laurel —dijo entre dientes. —Creo que te has olvidado de que no me he despegado de tu lado en días, que no he podido dormir desde que fuiste atacada, que no he tenido una comida decente, ni he tenido tiempo de asearme... Pero tienes el descaro de decir que soy distante.

Laurel se puso roja también, aquel arrebato la había tomado por sorpresa.

—No quise decir... ¡Por supuesto que aprecio todo lo que haces!

—Tal vez Lupin haya sido mucho más cariñoso contigo —. Severus estaba alzando la voz, dejando de lado la Oclumancia. —Tal vez Lunático te ha dicho lo despreciable que soy...

—Severus, cálmate y escúchame — Laurel le había tomado del brazo, susurrando suavemente, intentando apaciguar el claro sentimiento de celos que desbordaba al mago. —Aún no entiendo por qué sientes tanta antipatía por Lupin; pero sólo quiero que quede claro que tú eres la única persona que me interesa, la única persona a quien quiero.

—¿Entonces porque has dejado que se acercara tanto? —gruñó entre dientes, las manchas rojas tornándose a un escarlata intenso. —Los vi al entrar en la enfermería, él tenía su hocico pegado a tí.

—Te doy la razón, sí que se pudo ver bastante mal —. Laurel retorció sus manos, su rubor extendiéndose por todo su rostro y cuello. —Yo se lo pedí... le pregunté si podía oler el hedor de Greyback en mí.

—¿Y?

—Me ha dicho que no.

—¿Por qué se lo pediste? ¿No era suficiente cuando yo te lo aseguraba una y otra vez?

—No es por ofender... pero estoy segura de que Lupin tiene un mejor olfato.

Laurel le sonrió tímidamente, acercándose un poco más a él, tanteándolo con cuidado. Alcanzó sus labios, besándolo con lentitud y el no tardó en responder, reviviendo los besos de aquella noche en Hackleton. Un placentero cosquilleo se esparció por todo el cuerpo, acrecentándose aún más, al sentir las manos de Severus deambulando por su espalda, hasta alcanzar su cintura. Se dio cuenta cómo el mago se resistía a ir más abajo, cómo si una línea invisible se lo impidiera. Laurel dejó salir una risita que se ahogó contra los labios de Severus, quien abrió sus ojos y la miró tiernamente, las manchas rojas habían desaparecido por completo.

—Aún si apestaras a él, Laurel, ¿en verdad crees que me dejarías de importar?

—Pero a mí sí me importaría. Ya es suficiente pena tener que ser Muggle, que ser Akardos. Te mereces a alguien que no sea un lastre, alguien que no hubiese sido... — El murmullo de Laurel se ahogó en su garganta antes de poder terminar su frase.

—No hace falta ser un genio para saber que Greyback te hizo algo mucho peor que sólo morderte —. Severus la abrazó por su cintura, hablándole pausadamente al oído, intentando que el odio que sentía por ese monstruo no rezumara en sus palabras. —Quise asesinarlo esa misma noche, entré a hurtadillas al sótano y estuve a punto de matarlo. Pero me di cuenta de que tan sólo lo hacía por mi propia satisfacción, sabía que su muerte no te haría sentir mejor, sabía que no te ayudaría en nada. Mi prioridad debía ser volver a tu lado, estar seguro de que estuvieras a salvo. No podía dejarte sola.

Laurel respiraba con dificultad, su rostro enterrado en su cuello, intentando controlar los sollozos que no quería dejar salir.

—Primero necesito saber, Severus, ¿Pensarías lo mismo de mí si te lo contara?

—La respuesta es obvia, nada podría hacer cambiar la forma en que siento o pienso en ti. Puedes decirme tanto o tan poco cómo quieras, Laurel —contestó. —O nada, sí eso te hace sentir más cómoda.

Laurel sintió que sus piernas temblaban y el ardor en su garganta la abrasaba por dentro. Debía contárselo, debía deshacerse de aquel secreto que le quemaba el alma, que le oprimía el cuerpo. Confiaba en Severus.

—El me tocó... de una manera terrible... no quiero siquiera recordarlo... —farfulló ella, sus ojos enrojeciéndose. —No quiero llorar, quiero ser fuerte... fuerte.

Sus piernas cedieron, pero Severus la sostuvo, llevándola hasta una de las sillas de su despacho, sentándose con ella en su regazo.

—Puedes llorar, cada vez que lloras un poco de dolor desaparece. —le susurró. —Lo que te ha hecho esa bestia no fue tu culpa, no cambia en nada lo valiosa que eres.

Severus dejó que desahogara su llanto, abrazando su cuerpo firmemente por varios minutos. Cuando sintió que su lamento ya había amainado un poco, le limpió las húmedas mejillas y señaló al pequeño árbol de laurel.

—Llevas el nombre de un árbol perenne, Laurel. Nunca se marchita, nunca pierde sus hojas, es un símbolo de triunfo, de inmortalidad. Tu eres igual, fuerte, amable, noble. Puedes enfrentarte a lo que sea que la vida te depare, y estoy seguro de que siempre saldrás victoriosa...

Laurel rio por lo bajo, limpiándose la nariz con el dorso de la mano, su voz quebradiza dijo con suavidad:

—Supongo que a la mayoría de las mujeres nos gusta que nos comparen con delicadas flores, pero creo que prefiero tu comparación.

Un destello de desazón le cruzó el rostro al pensar por un momento en Lily, su amado lirio. ¿Estaría dejando que la hermosa flor se marchitara en su corazón? ¿Estaría buscando ahora refugiarse bajo la sombra de un árbol de denso follaje?

Salió de su ensoñamiento cuando sintió que Laurel se estaba poniendo de pie.

—Creo que debo dejarte descansar, Severus —dijo plantándole un besito en su mejilla y tomando la maceta en sus manos. —Muchas gracias por escucharme, ahora debes tomar tu tiempo para reponerte. Encontraré el camino de regreso a mi habitación, no te preocupes.

—Espera —la detuvo, su voz balbuceando torpemente. —¿Te gustaría cenar conmigo? No tengo ganas de hablar con el personal o ver a los estudiantes, preferiría cenar en mi oficina... Pero tal vez prefieras asistir al banquete en el gran salón...

—Me encantaría cenar contigo —. Laurel le dio una sonrisa alentadora, dándose cuenta de que el hombre no estaba acostumbrado a hacer ese tipo de invitaciones. —¿A las siete, está bien?

—A las siete es perfecto. —contestó él rápidamente, una sonrisa le iluminó el rostro.

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Laurel estaba recostada en la pequeña cama de su recámara, su cabeza hundida en la suave almohada de plumas, mirando hacia el pequeño árbol de laurel, su mente reproduciendo cada momento de las últimas horas.

Aquella noche, Laurel volvió del despacho de Severus tras haber cenado. Su conversación centrándose en sus investigaciones, ella contándole acerca de sus progresos en la realización de algunas pociones. Cotillearon acerca de los demás profesores, del currículo que tenía planeado para el segundo trimestre que empezaría en una semana. Laurel estaba bastante risueña al recordar sus años en el colegio y sus asignaturas favoritas, así cómo también a los profesores que odiaba y su grupo de amigos de los que no había tenido noticias en mucho tiempo. Ninguno de los dos notó que ya era pasada la medianoche, hasta que ella dio el primer bostezo.

Severus insistió en acompañarla hasta su dormitorio, y una vez allí, se despidieron frente a la puerta con un leve beso en los labios que se tornó bastante fogoso en cuestión de segundos. Severus estiró su mano para abrir la puerta, pero se detuvo al sentir la tensión en el cuerpo de la mujer.

—Duerme bien —. Le había susurrado con un ronroneo de deseo en su voz, antes de darse media vuelta y volver a sus aposentos.

Laurel se revolvió en la cama, golpeando la almohada con frustración. Le habían ganado los nervios, en verdad quería estar con él, sentir su cuerpo junto al de ella. Respiró hondo y se decidió a llevar a cabo lo que nunca se hubiese atrevido a hacer. Se levantó de la cama y se revisó en el espejo, acomodándose el escote del camisón de satín gris que había tomado de casa, se atusó el cabello y volvió a respirar hondo, calmando sus nervios. Calzándose de una vez y cubriéndose con una bata, emprendió el camino hacia las mazmorras.

Laurel cerró la puerta del despacho detrás de sí, tragando saliva, calmando su respiración agitada. El fuego crepitaba en la chimenea, iluminando el reloj sobre el escritorio. Era ya bastante tarde y Severus debía estar en cama. Su mirada se dirigió rápidamente a la puerta de madera oscura que, sabía, comunicaba su oficina con su recámara. Laurel apretó los puños, sintiendo cómo sus manos se ponían húmedas. Tenía miedo de ser rechazada por Severus, tras tantos meses conviviendo tan cerca, sabía que era un hombre extremadamente complejo. Pero ya había ido hasta allí, no pensaba devolverse sobre sus pasos.

Abrió la puerta lentamente, intentando no hacer mucho ruido. Por un momento sintió que se había transportado a un sitio que no era Hogwarts. Una suave luz verdeazulada inundaba el recinto, reflejándose en ondulaciones contra las oscuras paredes, dando la impresión de que la habitación estaba sumergida bajo el agua. Y no tardó en darse cuenta de que era ese exactamente el caso al ver a lo que le pareció ser un calamar gigantesco, cruzando rápidamente a través de los angostos ventanales.

Sus ojos se volvieron hacia la cama de postes y se fijaron en Severus, su cabello negro, desparramado sobre la almohada era lo único que se alcanzaba a ver de la figura del hombre dormitando bajo un pesado edredón de lana.

Laurel se dirigió hasta él, quitándose la bata, levantó el edredón y se acomodó con cuidado a su lado, arropándose junto a él.

—Severus —susurró acariciando su rostro.

—Laurel.

Él abrió sus ojos tan tranquilamente que Laurel se dio cuenta de que nunca había estado dormido. Riendo susurró:

—Ya sabías que vendría.

—Esperaba que lo hicieras, no sería muy honorable de mi parte que fuera yo quien se colara en tu habitación.

Severus le acarició el cabello y no pudo evitar fijarse en el pronunciado escote que lucía, el deseo empezó a surtir efectos en su cuerpo y se acomodó disimuladamente para que Laurel no lo notase. Una tarea bastante difícil, al sentir el calor del cuerpo de la mujer, acercándose cada vez más. Sus piernas desnudas enredándose con las de él.

Había algo distinto en su mirada, un brillo de deseo irreprimible que Severus no había visto nunca en la mirada de ninguna mujer. Dios, cómo la quería, cómo la deseaba. Quería con toda su alma abrazarla, hundirse en ella y morir ahogado entre sus brazos. No había sentido una sensación semejante antes, nunca había ansiado tocar un cuerpo con tanta pasión.

Sin embargo, en el fondo sabía que estaba caminando en una cuerda floja, su destino atado al de Dumbledore, al del Señor Oscuro. Sabía que iba a herirla, siempre lo hacía, era un bastardo que lastimaba a todo aquel que tuviera cerca, no era merecedor de aquella luz, de aquella mujer que le miraba con ansia y ternura y que nunca dudó de él.

Laurel pareció sentir su vacilación, porque súbitamente se acercó a él, besándolo profundamente, mordiendo sus rizados labios y disfrutando del delicioso sabor de su boca. Severus olvidó de inmediato sus temores, devolviéndole el beso con lasciva impulsividad.

—¿Estás segura de que esto es lo que realmente deseas?

—Eres todo lo que podría desear.

Fue Laurel quien se incorporó primero, quitándole el suéter de su pijama, besándole el cuello, bajando poco a poco por su pecho lampiño, dejando tras de sí un camino de besos y mordisquitos; su largo cabello, haciéndole cosquillas en el vientre. Continuó hasta llegar a su ombligo y allí acarició con su nariz el tenue rastro de vellos que se perdían dentro de sus pantalones de franela.

Mirándole con una sonrisita de suficiencia, los haló, dejando al descubierto su bóxer negro y sus pálidas piernas. Severus le acarició el rostro, trazó sus labios con su dedo pulgar y ella lo tomó entre su boca, chupándolo lentamente, cómo un preámbulo a lo que venía. De repente el frío de las mazmorras se desvaneció, Laurel parecía irradiar un calor excepcional, un ardor que surgía de su cuerpo y que parecía quemarle completamente, haciendo que su rostro cetrino cobrara un mejor color.

—Te lo mereces, cariño —ronroneó ella al quitarle la ropa interior y plantarle pequeños besos de mariposa que hicieron que su miembro se engrosara aún más.

Con su lengua trazó una línea desde la base de su pene hasta la punta, saboreando con delicadeza la brillante gotita que había aparecido allí. Besó con dulzura el glande para luego introducirlo en su boca, chupando, moviendo su lengua de un lado a otro, provocándole espasmos de placer.

Su boca era tierna y cálida y aunque Severus tuvo el impulso de cerrar los ojos ante semejante placer, no quería perderse el espectáculo de ver como su miembro entraba y salía dentro de la boca de aquella ninfa que había aparecido de milagro en su miserable vida. Le apartó el cabello con una mano, sosteniéndoselo, al tiempo que empujaba delicadamente su cabeza hacia su pene, su orgasmo acercándose cada vez más.

Laurel tomó aire y lo miró a los ojos: sus mandíbulas apretadas, su respiración entrecortada, sus ojos medio cerrados. Faltaba poco. Laurel se detuvo para lamer sus testículos, al tiempo que acariciaba la delicada piel del perineo, masajeando lentamente con la punta de sus dedos. Severus soltó un gemido de sorpresa y su polla se estremeció. Laurel dejó salir una risita de satisfacción y tomó aire, preparándose para introducir aquel precioso falo hasta su garganta.

Severus dejó salir un gruñido al ver como los ojos de la mujer se abrillantaban con lágrimas y su respiración se agitaba, tratando de controlar las arcadas que le producían tener semejante miembro en lo profundo de su garganta. Aquella visión, aquel ruido que hacía con su boca, fue suficiente para hacerlo venir. Intentó apartarla un poco, cohibido de venirse en su boca, pero ella lo apartó con un certero manotazo. Su líquido, caliente y espeso salió con fuerza y ella lo sostuvo en su boca por un momento, saboreando su simiente, consumiéndola con devoción para luego limpiarlo debidamente con su lengua.

Era una preciosidad, una adorable y dócil monada. La adoraba, la adoraba como nunca antes había venerado a algo o alguien. Adoraba a Laurel, la diosa de piel dorada como el trigo. No perdió el tiempo, se sentó en la cama, tomándola por su estrecha cintura, besando esa boca del cielo, acariciando sus duros pezones a través del lustroso y suave satín, descendiendo con sus grandes manos hasta alcanzar su culo, dándose cuenta entonces de que la muy inocente y tierna Laurel se había metido en su cama sin llevar ninguna ropa interior puesta.

—Eres fuego, Laurel —rio él, maliciosamente mientras le quitaba el camisón, admirando sus pechos redondeados, moviéndose al ritmo de su respiración. Sus pezones color ciruela, duros y atentos a los roces de sus dedos, a las caricias de su lengua.

Severus posicionó sus piernas abiertas alrededor de su cadera. Su sensible falo todavía estaba firme, parado contra la raja de su glorioso culo, listo para más. Su coño mojado contra su pubis, moviéndose rítmicamente, dejando un rastro de fluido reluciente.

Severus acarició su clítoris hinchado, al tiempo que mordisqueaba sus pezones. Laurel gimió de placer y sintió como sus entrañas suplicaban por recibirlo. Lo apartó de su pecho suavemente.

—Permíteme. —le susurró, su leve risita haciéndole cosquillas en el oído antes de empujarlo de espaldas a la cama.

Ella tomó su polla con su mano y la acomodó en su lugar. Comenzó a montarlo, primero lentamente, luego más rápido, arriba y abajo, sus caderas ondulando delicadamente de lado a lado, haciendo que él sintiera su estrechez con más intensidad. Severus la tomó firmemente por las caderas, su dedo pulgar frotando su clítoris vigorosamente. Laurel no tardó en gemir su nombre, en dejar salir pequeños gorgoritos al sentir como su coño empezaba a contraerse, su orgasmo casi a punto. Severus pudo sentir también sus contracciones, sosteniéndola, empezó a penetrarla, su polla entrando y saliendo de ella con rapidez.

—¡Joder, por Dios!

Los espasmos en el cuerpo de Laurel, hicieron que Severus estuviera a punto de venirse por segunda vez, pero antes de cerrar los ojos y dejarse llevar, admiró el cuerpo de aquella mujer que le estaba ofreciendo un placer inmensurable. Su largo cabello le cubría parte de su torso y sobre su pecho aquel medallón que la hacía suya. Los brillantes ojos esmeraldas de la serpiente le recordaron algo, pero no sabía muy bien que, y en realidad, en aquel momento le importaba un carajo.

Apretó su clítoris entre sus dedos, masajeando y embistiendo al tiempo que eyaculaba dentro de su cálido coño, gruñendo obscenidades inentendibles. Laurel echó su cabeza hacia atrás, sintiendo como su cuerpo se sacudía en espasmos de placer, cerró los ojos, viendo tan sólo pequeños puntitos de colores que bailaban con frenesí, su cuerpo totalmente anestesiado por el éxtasis del clímax.

Antes de dejarse caer, Severus la tomó en sus brazos, recostándola sobre su pecho, estrechando su cuerpo contra el suyo, cómo si no pretendiera dejarla ir nunca.

Enterró su nariz en su cabello y aún con la respiración agitada susurró:

—No me dejes.

—¿Qué? — Laurel alzó su mirada hacia él, sin entender.

—Dejarme. No lo hagas. Nunca. — Severus aún mantenía su rostro enterrado en su cabello, con sus ojos cerrados. Laurel hubiese pensado que estaba hablando dormido, pero la claridad de su voz no dejaba dudas de que estaba plenamente consciente.

—No lo haré —respondió. —Nunca.

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Severus despertó de repente sin tener idea de que hora era. Lo había recordado, lo había visitado en sus sueños y ella misma se lo había recordado. Los ojos esmeraldas de la serpiente eran del mismo color de los de Lily.

Cerró los ojos con fuerza, y por primera vez deseó no volver a pensar en ella, no quería atormentarse más durante las noches, no quería seguir rumiando su culpa.

Se volvió hacia el cuerpo de la mujer desnuda que aún se encontraba junto a él, profundamente dormida, ambos protegidos del frío glacial de las mazmorras por el pesado edredón y por el mutuo calor de sus cuerpos.

La abrazó con fuerza, ahogándose en el olor de su cuerpo, intentando imitar su respiración lenta y plácida, hasta que en sólo unos cuantos minutos volvió a sumergirse en sueños.

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