Melancolía
El fuego crepitaba en la chimenea del despacho de Albus Dumbledore. Severus Snape estaba sentado frente al escritorio con los ojos fijos en la ennegrecida mano del director, su varita de ébano apuntada directamente a su mano, proyectando una luz blanquecina.
Dumbledore mantenía los ojos cerrados, respiraba lentamente tratando de controlar el dolor punzante que le producía la contra-maldición de Snape, a su lado una copa con una espesa poción dorada esperaba ser bebida.
Debía someterse con regularidad a aquel tratamiento tras haber caído en la tentación de usar el anillo de Sorvolo Gaunt. Aquella osadía le costaría muy caro, como le había explicado Snape, pero ahora sus propios padecimientos no importaban. La noticia de que Severus había realizado el Juramento Inquebrantable con Narcissa Malfoy en presencia de Bellatrix Lestrange calzaba perfectamente en sus planes. Sonrió ligeramente a pesar del dolor y tomó un trago de la poción.
—¿Aun no va a decirme por qué se puso el anillo cuando claramente traía una maldición? —preguntó Snape con voz recelosa sin levantar la vista. —¿Aun cuando le he prometido que llevaría a cabo el descabellado deseo de ser yo quien acabe con su vida?
Severus no había acabo de entender como había terminado en aquel enredo. Hacía unas cuantas noches que Dumbledore lo había llamado de forma urgente para detener una potentísima maldición oscura. Pensaba que tal vez se trataría de algún objeto encantado, pero Severus no daba crédito a sus ojos al ver al anciano director torciéndose de dolor en el suelo de su despacho, sujetando su mano ennegrecida y putrefacta. Hizo todo lo posible por detener la maldición, pero aquella era magia oscura muy antigua. Se dio cuenta que solo podía ser algo relacionado con Lord Voldemort y a pesar de sus esfuerzos sería imposible detenerla. Dumbledore moriría lenta y dolorosamente al cabo de un año.
Y luego estaba Draco Malfoy, su ahijado, que había sido marcado como mortífago y asignado la tarea de asesinar al director en represalia contra Lucius por el fiasco en el Ministerio de Magia. Tarea que claramente sería incapaz de completar como bien lo sabía el Señor Tenebroso. La misión recaería por supuesto en su mano derecha, Severus Snape.
Snape dudaba en ser capaz de completar dicha tarea. Dumbledore era la única persona que conocía su secreta adoración por Lily Evans y sentía una gran estima hacia el director. Sin embargo, Dumbledore le había pedido que fuera precisamente él, quien lanzara la maldición asesina en vez de Draco.
Severus, trataba de convencerse de que ser el ejecutor de su muerte sería en realidad un acto de benevolencia y le evitaría a Dumbledore un enorme sufrimiento, pero, aun así no se sentía capaz de alzar su varita contra el director.
No podía ni siquiera imaginar el dolor que le causaría que Albus Dumbledore yaciera muerto por un movimiento de su varita.
Sin embargo, cualquier duda fue disipada la tarde en que Narcissa había ido a rogar por ayuda a su casa en La calle de la Hilandera. Su llanto y desespero le habían enternecido. Conocía muy bien lo que le pasaría a Draco si fallaba en su plan. Lord Voldemort torturaba con sevicia a los mortífagos que fallaban en sus misiones antes de asesinarlos. Severus tenía aun marcadas varias cicatrices por errores pasados. Accedió a ayudar a Draco y el Juramento Inquebrantable fue la firma final del contrato.
A merced de sus dos amos, Severus no tenía más opción que seguir el plan, confiaba ciegamente en Dumbledore y no tenía más opción que seguir las instrucciones de Voldemort si quería seguir con vida.
Dumbledore se puso de pie y caminó lentamente hasta la percha donde estaba Fawkes, dándole unas palmaditas en su hermosa cabeza de plumas escarlatas dijo:
—Todo a su debido tiempo Severus. Ahora debemos enfocarnos en asuntos más urgentes. El ataque al puente en Londres; el Ministerio está haciendo hasta lo imposible por hacerlo pasar por un accidente fortuito y la cifra de muertes sigue creciendo. No podemos permitir que algo como esto vuelva a suceder. ¿Que otro ataque están planeando lo mortífagos?
—El siguiente ataque sucederá muy pronto. En los próximos días. —dijo Snape —Carrow está a la cabeza y es muy receloso con sus planes, pero sé que involucra a su hermana Alecto, a Selwyn, Goyle y a Greyback.
—Es necesario que te unas a ellos. Averigua dónde y cómo será el atentado. Mantén a la Orden al tanto y nos ocuparemos de evitar más muertes muggles.
—Me tomará un par de días. Enviaré la información con mi patronus tan pronto como sea posible.
Snape se levantó de la silla y dando una leve inclinación de cabeza se dirigió hacia la escalinata de mármol para salir del despacho.
—Una cosa más, Severus.
Snape volvió su cabeza hacia Dumbledore esperando escuchar más instrucciones.
—Este año serás tú el encargado de dar las clases de Defensa contra las Artes Oscuras. Estoy seguro de que sabrás ser un excelente mentor en ese campo para nuestros estudiantes, especialmente durante estos años difíciles que se avecinan. Confío plenamente en ti, Severus.
Snape estaba estupefacto, con voz seca dijo:
—Se lo agradezco, director.
Dumbledore le sonrió.
—Soy yo el que tiene que agradecerte. Buenas noches Severus.
Severus caminó por los largos pasillos del castillo completamente ensimismado. Finalmente, su deseo de obtener la plaza como profesor de Defensa contra las Artes Oscuras se había cumplido.
Estaba tentado de ir directamente a su despacho en las mazmorras y empezar a trabajar en su currículum de clases de inmediato, pero no le convencía la idea de dejar a Peter Pettigrew solo en su casa por tan largo tiempo, la pequeña rata empezaría a sospechar algo. Con desgana se dirigió hasta las enormes puertas del castillo y divisó al horizonte la débil luz del amanecer. Los jardines de Hogwarts extrañamente silenciosos durante las vacaciones de verano hacían que sus pensamientos volaran nuevamente hacia Lily.
La recordaba a sus once años, con su uniforme nuevo y su mirada atónita al ver por primera vez el castillo. La recordaba también tendida en el pasto a su lado, redactando ensayos o jugando Gobstones. Estaba histérica la primera vez que terminó cubierta del líquido maloliente al perder el primer round contra él. Severus se preguntó a donde habría ido a parar el juego de Gobstones que había heredado de su madre. Supuso que aún debía estar en su casa en la Calle de la Hilandera junto a otros tantos trastos que su madre había ido acumulando durante sus últimos años.
Sintió gran melancolía al recordar a su madre Eileen, dando tumbos entre los montículos de cachivaches de su habitación, enferma y encorvada y negándose rotundamente a realizar ningún tipo de magia; culpándose así misma por la partida de su esposo y esperando volverlo a ver algún día. Una punzada de culpa se le clavó en el pecho al nunca haber sido capaz de confesarle que fue el mismo, a la edad de quince años, quien había puesto un encantamiento desmemorizante a su padre y enviado a vivir por el resto de sus días como un vagabundo.
Una ligera llovizna empezó a caer empapando sus ropajes negros, pero Severus siguió caminando sin siquiera apresurar el paso, dejándose llevar por aquel raro momento en que dejaba fluir sus pensamientos y emociones. Su mente viajaba entre los tiernos recuerdos de infancia, el día en que vio por primera vez a Lily, los gritos de su padre culpándolo de poner en su mente visiones y voces infernales, su madre llorando amargamente en la cocina, el búho real en su ventana trayendo la carta de Hogwarts, los constantes insultos de James Potter cada vez se cruzaban por los pasillos, el día en que apartó a su padre de su madre golpeándolo en el rostro, el terrible día en que Lily fue asesinada...
De repente se encontró frente a las rejas que separaban los terrenos de Hogwarts de Hogsmeade. Sus ojos negros se detuvieron por varios segundos en las enormes cadenas que aseguraban la entrada y como si de una alegoría se tratara, a la vez que usaba su varita para removerlas, usaba su oclumancia para encadenar su mente una vez más.
Ahora solo un pensamiento ocupaba su cabeza, el de reunirse con Amycus Carrow lo más pronto posible.
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Las gotas de lluvia repicaban contra el cristal de la ventana. Laurel se levantó, tomó una ducha y se vistió con su uniforme medico mientras se tomaba un café. En sólo media hora estuvo lista para salir de casa.
Antes de atravesar la puerta se dio cuenta de que la habitación de Rebecca estaba abierta y su cama perfectamente tendida. Claramente aún no había regresado del asilo. Laurel se preocupó, su amiga debía haber vuelto desde hace un par de horas. Maldijo por lo bajo y salió rápidamente del apartamento dispuesta a averiguar por qué Rebecca no había vuelto a casa y a llamar a la Policía desde el hogar de ancianos si era necesario.
Corrió como un bólido las seis calles que separaban su hogar del asilo y cuando finalmente llegó a la recepción su rostro estaba rojo y sudoroso.
—¡Edward! —dijo casi gritando —¡Rebecca no ha llegado a casa! ¿Puedes ver en el registro a qué hora salió de aquí?
Edward la miró sorprendido detrás del mostrador de recepción.
—Laurel, tranquila. Rebecca está aquí.
—¿Aquí? ¿Aún? ¿Por qué estaría...?
Pero no pudo completar la frase, una figura alta apareció de repente desde el salón de empleados y abrazó a Laurel con fuerza. Era Rebecca, su rostro moreno tenía una mueca compungida.
—Sigues aquí! ¡Pero que susto me has pegado! ¡Pensé que te había pasado algo!
—Laurel, escucha. Hay algo que debes saber. El señor Snape, Tobías..."
Su voz se apagó al mirar a Laurel directamente a los ojos. Edward se acercó a ellas y tomó a Laurel de la mano. Hablando en voz baja dijo:
—Tobías Snape ha fallecido Laurel. Anoche tuvo un derrame cerebral mientras dormía. No fue posible revivirlo. Lo siento.
—¿Qué?
Edward y Rebecca se miraron el uno al otro sin saber que decir. Edward se aclaró la garganta.
—Sé que eran muy cercanos y es la primera vez que un paciente a tu cargo fallece. Yo entiendo eso perfectamente, la primera vez que me pasó fue bastante duro. Rebecca te llevará a casa, tómate un par de días libres, yo lo arreglaré con el gerente.
Laurel no podía creer lo que escuchaba. La noche anterior se había despedido de Tobías como tantas veces. Le había arropado y había dejado la lámpara encendida como a él le gustaba. No había manera de que hubiese muerto. No hubo señal alguna... No era posible... Su mente estaba en blanco, no podía comprender como algo así podía suceder tan de repente, tantas tardes de lectura, tantas historias fantásticas, los ojos ambarinos de Tobías Snape no brillarían nunca más... Antes incluso de que pudiera empezar a sentir la aflicción que deja la muerte de un ser querido, Laurel debía aludir un asunto sumamente importante.
—¿Dónde está? —preguntó de manera brusca a Edward y él pareció no entender.
—¿Quien?
—¡Tobías!
—Ah, le han llevado abajo a la morgue. Pondrán un anuncio en el periódico y esperarán por si alguien aparece.
—No aparecerá nadie Edward. ¿Puedo firmar yo?
Aquella firma era primordial para Laurel, establecía quién se haría cargo del funeral del difunto y en caso de que nadie acudiera por él, el gobierno estaría a cargo. Un final triste y anónimo para los vagabundos y marginados.
—¿Qué? ¿Tu? Pues no veo porque no —dijo Edward mientras se dirigía atrás del mostrador y tomaba una caja de cartón del piso —. Pero dale un par de días por si acaso, los familiares deben saberlo. Ve con Rebecca. Ella ha recogido todas las pertenencias del señor Snape. Él había dejado claro que quería que tú las tuvieras."
Rebecca tomó la caja y con su mano libre agarró a Laurel del brazo.
—Vamos cariño, te prepararé un té.
Laurel no se daba cuenta de lo que decía Rebecca mientras bajaban los escalones de piedra. Sus dulces palabras de aliento se convertían en un murmullo ininteligible cuando alcanzaban sus oídos, los autos que pasaban por la calle eran apenas rápidos borrones en sus ojos.
Al llegar a su apartamento, la pequeñísima salita de estar parecía colapsarse sobre sí misma y Laurel sentía como un extraño peso le aprisionaba el pecho. Sólo al dejar salir su llanto sentía cierto alivio. Pasó el día entero junto a Rebecca y su mágico té de ruibarbo.
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Laurel estaba sentada en el mesón de la cocina, la ventana abierta dejaba salir el humo del cigarrillo que tenía entre los dedos. A su lado la caja de cartón contenía los diarios, fotografías y recortes de periódico que Tobías había ido acumulando por años. Laurel rebuscaba y releía tratando de hallar alguna pista del paradero de algún conocido, pero los diarios estaban llenos de apuntes sin importancia, pensamientos delirantes y descripciones de otros vagabundos que Tobías había encontrado a lo largo de su vida.
Dio otra calada a su cigarrillo y puso el diario nuevamente dentro de su caja. Habían pasado cinco días desde el fallecimiento y Edward había telefoneado el día anterior para confirmar que ningún familiar se había presentado. Ese mismo día, Laurel se encargó de recibir las cenizas de Tobías y llevarlas en una bonita urna hasta el cementerio. Allí pagó con casi todo su salario y con donaciones de Rebecca, Edward y otros miembros del personal el espacio donde sería enterrado y una sencilla lápida de granito.
—¡Cariño, he traído la cena! —exclamó Rebecca al abrir la puerta principal.
Laurel apagó rápidamente el cigarrillo en el fregadero y fingió inocencia cuando su amiga entró a la cocina.
—Te he pillado, pensé que lo habías dejado —dijo con una sonrisa cómplice. —Será mejor que Annika no se entere, dice que el humo desalinea sus chakras o algo por el estilo.
—Lo que Annika necesita es darse un buen revolcón de vez en cuando. —contestó Laurel mientras tomaba uno de los rollos de kebab que Rebecca le ofrecía —. Seguro que así se alinearía toda.
Rebecca soltó una risita y mirando de soslayo la caja de cartón preguntó:
—¿Ya te sientes mejor Laurie?
—Sí, ya estoy mejor. Gracias a ti por supuesto. Estoy lista para empezar a trabajar el lunes.
El rostro de Rebecca se iluminó y Laurel conociéndola ya sabía lo que le pediría.
—¡Que bien! ¡Entonces tienes que acompañarme esta noche al Velvet Underground, hoy inaugurarán su tercera pista de baile!
—No estoy de humor para ir a un club, Rebecca.
—¡Por favor! —rogó ella haciendo pucheros—. ¡Debes salir de casa, mover el cuerpo! Va a estar repleto, seguro que hasta encuentras a tu príncipe azul allí.
—Sólo encontraré sapos, Rebecca y de esos ya he besado bastantes.
—¿Y qué? ¡Sólo sigue besando hasta que lo encuentres! Además, te necesito. Edward me ha invitado y tú debes asegurarte de no dejarme ir con él al final de la noche. Serás mi chaperona por así decirlo.
—¿En serio me vas a llevar de sujeta-velas? No creo que a Edward le guste.
—Vamos es nuestro amigo, el estará encantado de que vayas. Necesitas un poco de diversión, Laurie.
Laurel miró por la ventana, el atardecer le daba paso lentamente a la noche y teñía la calle de sombras. Su amiga tenía razón, había pasado la última semana encerrada en casa y no le caería mal salir a tomar un trago.
—Está bien. Iré contigo.
Rebecca dejó salir un chillido de entusiasmo.
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El taxi se detuvo y sus tres ocupantes se bajaron y se unieron a la larga fila de personas que esperaban entrar al club nocturno.
Aquel viernes el Velvet Underground esperaba recibir a más de dos mil personas. Les tomó cerca de media hora hasta que finalmente Laurel, Rebecca y Edward pudieron acceder al antiguo edificio, iluminado con luces de neón futurísticas y donde la música electrónica resonaba a todo volumen.
Tras pedir sus bebidas, Rebecca y Edward decidieron ir de inmediato a bailar. Laurel quería esperar un rato más sentada en el bar. Aún no se sentía totalmente cómoda en aquel ambiente y esperaba que el cóctel de tónico y ginebra empezara a surtir efecto.
—¿Segura que estarás bien? —preguntó Rebecca con inquietud.
—Segura. —respondió Laurel sonriendo.
—Si hubiese sabido que vendrías con nosotros habría llamado a un amigo, Laurel —se disculpó Edward—. Pide lo que quieras y ponlo en mi cuenta.
Y así, Laurel se sentó en el bar mientras sus compañeros bailaban. Su mirada se perdía entre la gente a su alrededor, hombres y mujeres vestidos a la última moda iban de aquí para allá siguiendo el ritmo de la música. Ya iba a la mitad de su vaso de ginebra cuando lo vio. No entendía cómo no lo había reconocido antes ya que estaba sentado casi frente a ella.
Tal vez porque iba vestido con un suéter cuello de tortuga negro y su largo cabello, también negro, hacía que su presencia se confundiera con la oscuridad del antro. Un sudor frío le empapó la espalda, no daba crédito a sus ojos. ¿Severus Snape? ¿Será posible?
El hombre en cuestión hablaba rápidamente en susurros con un hombre rechoncho y con cara de cerdo que estaba sentado a su lado, parecía darle instrucciones y no se veían para nada amigables. Laurel se levantó y caminó disimuladamente junto a ellos esperando poder oír parte de la conversación.
—Greyback está listo para entrar. Está esperando en el callejón con Goyle, no sé porque quieres demorar más el plan.
—Aún es muy temprano, Amycus. Los muggles empezarán a llegar en más cantidad a la media noche. Pensé que al menos sabías eso.
Laurel se quedó de piedra. ¿Había escuchado lo que había escuchado? ¿Dijo muggles?
Pretendió querer llamar la atención del barman y se quedó de pie junto a ellos, de inmediato sintió la intensa mirada de aquel hombre de piel cetrina. No pudo evitarlo y ambos cruzaron miradas por apenas un instante. Era él, estaba segura.
—Dile a Greyback que mandaré a buscarlo en su debido momento...
—¡No te atrevas a darme órdenes, Severus! Yo idee este plan, no tú.
Laurel dio un respingo y su mano temblaba tanto que el vaso se le resbaló y se hizo añicos en el suelo.
Ambos hombres se voltearon a mirarla sorprendidos.
—¿Qué diablos le pasa a esa muggle? —dijo el hombre de cara de cerdo con una pizca de disgusto en su voz.
Laurel no le prestó atención y con voz aguda y temblorosa le preguntó directamente al pelinegro:
—Severus... ¿Eres Severus Snape?
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