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La Espada de Gryffindor

Aberforth dejó salir un suspiro casi imperceptible, el antiguo y constante dolor en el corazón se avivaba cada vez que posaba los ojos en el retrato de su hermana pequeña. Ariana le devolvió la mirada; sus labios difuminados con suaves pinceladas se curvaron en una cálida sonrisa. De repente le dio la espalda, alejándose por el camino rural que servía como fondo de su cuadro.

La superficie del retrato empezó a ondularse levemente como si fuese agua y un ruido distante de pasos apresurados sacó a Aberforth de su melancólico estado. Su hermana estaba de vuelta, pero esta vez no estaba sola.

El anciano arrugó el rostro con una expresión severa al ver cómo el retrato se abría por tercera vez durante la última semana.

—¡Hola, Ab!

—Aquí tienes, Longbottom —refunfuñó Aberforth, entregándole bruscamente el saco con los suministros. —Ahora vete, o esas ratas de los Carrows empezarán a sospechar de tus continuas desapariciones... ¡¿Qué... ¡¿Qué...?! ¿Por qué traéis más estudiantes? ¿Adónde crees que vas jovencita? ¡Regresad!

Neville Longbottom observó como el bólido pelirrojo saltaba del túnel del retrato y pasaba corriendo junto a ellos. Se encogió de hombros y miró a Aberforth con tono de disculpa.

—Debemos hablar con la pocionista, Ab —dijo Neville mientras seguía a Ginny Weasley escaleras arriba.

—Ya te dije que no quiere saber nada. Debes contentarte con los brebajes y ungüentos que te da... ¡Ella no quiere tener nada que ver con Hogwarts!

Pero Neville ya había desaparecido. El chico subió la escalera rápidamente hasta llegar al ático, deteniéndose al ver a Ginny llamando a la puerta. Una voz ronca se escuchó desde dentro:

—¡Ahora no, Aberforth!

Neville arqueó las cejas, y miró a los brillantes ojos marrones de Ginny. Ella se mordió el labio, indecisa sobre qué hacer a continuación.

—Quizás podamos intentarlo más tarde — articuló el joven.

Ginny negó con la cabeza:

—La necesitamos, Neville—y sin pensarlo más, abrió la puerta.

El olor acre les golpeó la nariz primero, luego se estremecieron, pero no precisamente por la temperatura helada de la habitación, que había sido deliberadamente encantada para mantener fresca la cantidad cada vez mayor de ingredientes mágicos, sino por el vestigio de mujer en la que Laurel se había convertido desde la última vez que la vieron.

Estaba delgada. Enfermizamente delgada. Piel cetrina y amarillenta. Círculos oscuros alrededor de ojos enrojecidos. Estaba de pie junto a la ventana, la tenue luz del día brillaba sobre su rostro triste y su cabello opaco caía en cascada sobre su espalda. Se estaba mirando en un pequeño espejo colgado en un armario decrépito, sus manos huesudas sostenían un par de tijeras.

—Váyanse, por favor —la voz ronca los sobresaltó. —Estoy ocupada.

Laurel no los miraba, seguía mirando al espejo. Lentamente, levantó las tijeras y comenzó a cortar su cabello a la altura de las orejas. El susurro de las cuchillas apaciguaba el leve sollozo que se escaba de la garganta de la mujer. Tras cortar un puñado de cabello, lo miró fijamente por un segundo, luego se aproximó a la mesa, dejándolo caer sobre una balanza. Ésta apenas si se movió. Laurel suspiró trémula y volvió a levantar las tijeras con manos temblorosas.

—Señorita Noel —Ginny dio un paso hacia la mujer que volvió su vista hacia ellos por primera vez. —Déjeme ayudarla.

Laurel ahogó otro sollozo y asintió levemente, entregándole las tijeras a Ginny.

La balanza fue moviéndose poco a poco y al mismo tiempo que el peso del cabello iba aumentando el rostro de la mujer se iba iluminando. Cuando ya no hubo más mechones que cortar, Laurel se puso de pie y tomó una página de papel periódico con el que envolvió el cabello cuidadosamente, atándolo con un cordel. Tuvo el impulso de verse al espejo, pero se contuvo. ¿Qué más le daba su apariencia? Se volvió hacia Ginny:

—Gracias —dijo Laurel en un rápido susurro. —Es una pequeña fortuna, o eso prometió Slughorn. La Orden lo necesita. Aberforth lo necesita, aunque no quiera admitirlo, la posada se está cayendo a pedazos... Y los ingredientes de las pociones son muy caros y difíciles de conseguir hoy en día... —pero entonces se detuvo en seco, percatándose del pelo rojo fuego de la muchacha:

—Eres una Weasley.

—Ginny. Soy la hermana menor de Bill y Ron —dijo ella, asintiendo enérgicamente.

—Escuché que Bill se ha casado.

—Sí —contestó la chica, intentando que su voz no se quebrara. —Pero después de que el Ministerio cayó ha tenido que esconderse. Aún trabaja para la Orden por supuesto, pero rara vez tenemos noticias de él.

Ginny miró alrededor y la fotografía de Harry llamó su atención inmediatamente. Laurel se dio cuenta que la mirada de la joven había quedado clavada en el poster.

—Supongo que Ronald debe estar con Harry —dijo, sacando a Ginny de su ensoñación.

La chica la miró con ojos brillantes.

—Ron, Harry y Hermione. El trío dorado —replicó la pelirroja y Laurel no pudo evitar captar un atisbo de rencor en su voz. —Se infiltraron en el Ministerio no hace mucho. Supongo que lo habrá leído en los periódicos.

—Leí algo, sí. Pero casi no creo nada de lo que aparece en El Profeta.

Laurel suspiró de nuevo, bajando su mirada hacia el envoltorio de papel periódico que estaba sobre la mesa. Se pasó una mano por su cabeza, jugando con el pelo corto distraídamente.

—La admiro, señorita Noel. De verdad. —Ginny se aproximó a ella. —Y sé que a pesar de que al principio yo misma pensaba que era cómplice de ese maldito hijo de... —Neville sacudió su cabeza en señal de advertencia —Bueno, sus acciones me han demostrado todo lo contrario. No sé qué sería de los estudiantes de Hogwarts sin sus ungüentos mágicos. Madam Pomfrey no da abasto con todos los estudiantes que han sido castigados con torturas y muchos menos puede atender a los miembros del Ejército de Dumbledore que se encuentran en la clandestinidad...

—Es suficiente, Ginny. —Laurel levantó su mano, acallando el discurso de la muchacha. —Aprecio tus palabras, pero conozco tus intenciones. Sé a qué has venido. Neville ya lo había pedido antes y ya le di mi respuesta. Y será la misma que te daré a ti: No voy a pisar Hogwarts.

—Pero...

—No. — Laurel se sentó cruzándose de brazos. —Estoy tratando de ayudar a la causa tanto como pueda y haría todo lo posible para derrotar al Señor Oscuro, pero no esto.

—Usted es la única que puede ayudarnos, señorita Noel. Hemos trazado un plan...

—Ya lo escuché de Neville. Quieren la espada de Godric. Eso significa entrar a la oficina del director. No voy a hacer eso...

Ginny miró fijamente a Neville pidiendo ayuda y él se aclaró la garganta.

—Le digo la verdad, señorita Noel. Hemos intentado romper los hechizos de protección, fue imposible acceder a la oficina, y lo peor, se activó una alarma, esos cabrones de los Carrow estaban ahí enseguida. Pero a usted, creemos que le permitirá el paso libre.

—Ser una Desalmada no significa que pueda eludir las barreras mágicas—. Los ojos de Laurel se dirigieron a la ventana desde la cual se podía ver la cima de la Torre de Astronomía —Él sabrá que estoy allí.

—Nunca dije que esperaba que pasara desapercibida —Neville se acercó a Laurel. — Pero sí creo que su presencia no activará la alarma para advertir a los Carrow. No creo que Snape quiera que los Mortífagos sepan que usted está allí.

Laurel dirigió su atención a Neville, con un nudo formándose en su garganta:

—¿Qué se supone que significa eso?

—Creemos que podría estar inclinado a mantener su presencia en secreto... —Neville se esforzó por decir las siguientes palabras: — Puede que sea tolerante con usted. Tal vez hasta indulgente.

—¿Crees que puedo convencerlo de que me dé la espada? —se burló Laurel. — ¿Crees que después de todo lo que ha hecho, yo podría... engatusarlo?

—Ese sería el último recurso — dijo Neville, sonrojándose levemente. — El plan es mantenerlo alejado de la oficina mientras usted está dentro. Si todo va bien, sus caminos nunca se cruzarán.

—Hay mayores posibilidades de que todo salga mal, Neville.

—Ustedes dos eran cercanos, él será clemente con usted, la dejará ir...

—Eso no lo sabes —. Laurel lo interrumpió — No sabes de lo que es capaz...

La mujer sacudió la cabeza e intentó levantarse, pero Ginny se agachó frente a ella y clavó los ojos en los de Laurel.

—Señorita Noel, no le pediríamos que hiciera esto si hubiera otra manera. Dumbledore le dejó la espada de Gryffindor a Harry en su testamento. Debe haber una razón importante para ello. Estoy segura de que debe usted debe querer cumplir los últimos deseos de Dumbledore y dejar que Harry tenga la espada. Piense en lo que Dumbledore vio en usted. Él confió en usted para ser parte de esta lucha, para tomar decisiones difíciles. Todos debemos hacer sacrificios, y este es el suyo. Debe hacerlo por Dumbledore, por Harry, por todos nosotros.

Laurel respiró hondo y se le llenaron los ojos de lágrimas. Recordó la Marca Oscura dibujada en el cielo, la impotencia en esa celda en las mazmorras, los túneles oscuros que eran los ojos de Severus. Se estremeció al pensar en tener esos ojos frente a ella.

Miró de Ginny a Neville, viendo la seria determinación en sus rostros, luego miró su cabello, envuelto en el periódico. Se levantó lentamente y le entregó el envoltorio a Neville.

—Dale esto al profesor Slughorn y asegúrate de que los galeones se entreguen a Aberforth en caso de que yo ya no esté aquí — dijo, su voz firme a pesar del miedo en sus ojos. —Ahora dime cuándo debo infiltrarme en Hogwarts.

Neville tomó la envoltura con expresión seria.

—Volverá sana y salva. Se lo prometemos.


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"Laurel"

El mero pensamiento de su nombre le provocó una punzada aguda en el pecho. La extrañaba más de lo que podía expresar y, a veces, el dolor físico, crudo y cáustico era demasiado para soportar.

Severus Snape miró hacia el cielo encapotado, las nubes grises y pesadas caían sobre las montañas y a lo lejos Hogsmeade se veía como un pueblo abandonado, oscuro y lúgubre. El mago parpadeó un par de veces, al darse cuenta de que sus ojos se habían empañado. No había dormido más que un par de horas, y todavía llevaba metido en el cuerpo el pavor de sus constantes pesadillas.

Se preguntó dónde estaba Laurel, si la Orden había logrado protegerla. Ella no estaba en Azkaban, eso era seguro. McGonagall se negaba a hablarle y todos parecieron olvidar que alguna vez una Akardos había vivido en el castillo.

Todos menos él.

Una noche en que no pudo más con su desasosiego había ido hasta Hackleton, esperando ver al menos un atisbo de su cuerpo, de su mirada, pero apenas si había revivido los recuerdos de aquél pasado invierno. Había entrado a hurtadillas y había visto a la familia dormida en sus camas: Fern, Hazel, David, pero ni rastro de la mujer que amaba.

La había perdido. La había perdido para siempre y le había causado la peor humillación.

Era un monstruo.

Cerró los ojos.

Viento frío.

Escalofríos.

Rocío de la mañana sobre piedra lisa.

Podría dejarse llevar.

Podía deslizar sus brillantes zapatos sobre el alféizar de la ventana donde estaba parado.

Unos metros más abajo y ya no sentiría más dolor.

"Laurel"

Lágrimas calientes se deslizaron por sus mejillas y Severus abrió sus ojos nuevamente.

Su mirada se alejó del horizonte y volvió a los terrenos de abajo. La visión de los estudiantes de Hogwarts entrando al castillo en estricta formación lo sacó de su macabra ensoñación.

La carga de su responsabilidad pesaba toneladas sobre sus hombros. Tenía un deber que cumplir, uno que Dumbledore le había confiado. No podía permitirse el lujo de sentirse abatido. Los estudiantes lo necesitaban. Necesitaba protegerlos, mantenerlos a salvo de los horrores que aguardaban fuera de los muros del castillo, contener las prácticas despiadadas de los Carrow. Y luego estaba Harry. El niño que vivió, el niño que debía morir. Snape sabía lo que tenía que hacer. Necesitaba decirle a Harry la verdad, prepararlo para el sacrificio final. ¿Pero cómo?

Con un profundo y tembloroso suspiro, Snape se alejó de la ventana, los oscuros pensamientos de escape se desvanecieron en su mente. Tenía una misión que no podía abandonar. Se arregló la túnica y caminó con determinación hacia la oficina del director.

—Una mañana espantosa, Severus —declaró el retrato de Dumbledore al ver su rostro mojado. — ¿Ya está lloviendo?


≫ ──── ≪•◦ ❈ ◦•≫ ──── ≪


La escuela que recordaba estaba irreconocible. Los estudiantes caminaban arrastrando los pies por los pasillos, con la mirada fija en el suelo, el miedo y la desesperación grabados en sus jóvenes rostros. Los pasillos que alguna vez fueron vibrantes estaban silenciosos y sucios.

Laurel caminaba lo más relajada que podía, vestida con el uniforme escolar que Ginny le había prestado, trataba de mimetizarse con el resto de los estudiantes. Nadie parecía prestarle atención a la extraña y Laurel avanzó lentamente hacia la torre del director.

De repente, el silencio fue roto por una serie de explosiones. Una estalló en el patio, otra en los jardines y una tercera en la biblioteca. Los ensordecedores estallidos enviaron ondas de choque a través del castillo y el caos estalló a su alrededor. Los estudiantes gritaban y corrían en todas direcciones, pero Laurel empujó contra la corriente, decidida a llegar a su destino. Aceleró, abriéndose paso entre la multitud aterrorizada.

Su corazón estaba acelerado. Finalmente estuvo frente a la gárgola de piedra que custodiaba la entrada a la oficina y entonces se quedó helada.

—¿Contraseña? —preguntó la gárgola con voz chirriante.

El plan infalible, el maldito plan perfecto, estaba defectuoso. ¿Cómo podía ser tan estúpida como para olvidar un paso tan importante? Ginny y Neville lo pasaron por alto. Quizás era algo obvio...

La desesperación se apoderó de ella y miró por encima del hombro, consciente de que cada segundo contaba.

—Por favor —susurró con voz temblorosa. — Necesito entrar. Me dejaste entrar la última vez...

La gárgola permaneció inmóvil, sin dejarse impresionar por su súplica. Se devanó el cerebro buscando la frase correcta, pero el pánico estaba comenzando a invadirla y justo cuando estaba a punto de darse por vencida, recordó la noche en que entró a la sala común de Slytherin.

—¡Slytherin! —soltó, incapaz de recordar la contraseña exacta que Severus usó esa noche, pero diciendo lo primero que le vino a la mente.

Por un momento, no pasó nada. Luego, con un chirrido, la gárgola se hizo a un lado, revelando la escalera de caracol detrás de ella. Laurel respiró hondo y subió las escaleras móviles, ascendiendo hacia la oficina del director. La conmoción y los gritos de abajo parecieron desvanecerse. Lo estaba haciendo, había llegado hasta allí y ya no podía dar marcha atrás.

La escalera se detuvo; estaba frente a las imponentes puertas de roble. Un sudor frío la cubrió cuando se dio cuenta de que seguramente había una barrera mágica protegiendo la entrada. Se quedó quieta, escuchando atentamente, asegurándose de que no hubiera movimiento al otro lado de las puertas. Metió la mano dentro de su túnica para sacar una navaja, pero no hubo necesidad de forzar la cerradura. Cuando Laurel extendió su brazo para empujar la puerta, ésta se abrió suavemente.

Laurel no entró. Sus ojos recorrieron la habitación, esperando ver la figura alta y oscura de Snape, pero la oficina estaba vacía. Pasaron unos segundos y no se oyó ningún sonido de pasos apresurados subiendo las escaleras. Entró con cautela, sus ojos se posaron en el retrato de Albus Dumbledore, quien parecía estar dormitando en su marco.

El sol de media mañana bañaba de luz toda la habitación. La oficina estaba en silencio, la habitual colección de instrumentos que zumbaban y emitían pequeñas bocanadas de humo había desaparecido. En cambio, parecía haber más estanterías llenas de libros encuadernados en cuero oscuro.

El corazón de Laurel dio un vuelco. Allí estaba. La Espada de Gryffindor estaba guardada en una vitrina encima de una de las estanterías detrás del escritorio. Se acercó rápidamente, pero fue entonces cuando notó el pequeño árbol de laurel, floreciendo ante sus ojos.

Aquel era el árbol que Severus le había regalado y que ella había abandonado cuando dejó Hogwarts atrás. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué Severus tendría algún interés en mantenerlo en su oficina? Laurel sintió un calor intenso en sus mejillas de repente y no pudo evitar acariciar una de las diminutas hojas, tomándola entre sus dedos y llevándola a sus labios. Tuvo deseos de llorar en aquel momento, pero acalló el tropel de emociones que se le echaba encima. Quería huir de ese lugar de inmediato.

Respiró hondo y centró su atención en la espada. Tuvo que mover la silla de cuero para poder alcanzar la caja de cristal. Maldijo en voz baja cuando vio que la vitrina estaba herméticamente cerrada, sin ningún tipo de cerradura ni tapa. Intentó levantarla, pero estaba adherida a la estantería.

—Mierda... mierda —susurró Laurel, sabiendo que se le estaba acabando el tiempo. —No tengo más opción.

Apretando la navaja en su puño, golpeó el cristal con todas sus fuerzas. Pasaron unos minutos hasta que el vidrio cedió, pero finalmente la vitrina se rompió en pequeños pedazos y la Espada de Gryffindor cayó al suelo. Laurel saltó detrás de ella y la recogió con manos temblorosas. La Espada brillaba a la luz del sol y su empuñadura con incrustaciones de rubí brillaba maravillosamente. Agarró la espada, sintió su peso y miró fijamente su reflejo en la hoja pulida. Estaba hecho. Estaría de regreso en el Cabeza de Puerco en un par de minutos.

—No deberías estar aquí —dijo una voz tranquila pero severa.

Laurel se giró para ver a Severus Snape cerrando las puertas de roble detrás de él.

—Sev...Severus —susurró ella, palideciendo.

Un destello de emoción pasó por el rostro de Snape cuando escuchó su nombre en los labios de Laurel.

El mago la miró fijamente y entrecerró los ojos. Laurel podía sentir el ardiente escrutinio en su mirada. Ella no se atrevió a moverse.

—Es demasiado peligroso, Laurel —dijo después de una larga pausa, su fría voz resonando en las paredes de la oficina.

Caminó hacia ella, su capa ondeando detrás de él. Mientras se acercaba, un ceño frunció su frente.

—Estás muy delgada. 

—Y tu pareces que no has dormido en meses. —espetó ella con desprecio. — Mi salud no es asunto tuyo.

Snape sonrió y Laurel apretó con más fuerza la espada, apuntándola al mago.

—No hay necesidad de eso. —dijo él bajando la espada con una mano. —No te haré daño.

—¿Por qué debería confiar en ti?

—Es cierto, Laurel. No merezco tu confianza. Tendré que recuperarla de alguna manera.

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