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Invierno

El aliento de Severus sobre sus labios aliviaba aquel frío glacial de esa noche de diciembre. En aquel momento nada le importaba, nada en el mundo era tan importante que sentir las caricias de sus manos en sus mejillas.

—¿Como podré dejarte libre ahora?

El tono de amargura en su voz baja la tomó por sorpresa.

—¿Libre? —repitió ella, separándose de él, sus ojos asustados escanearon su rostro afligido.

—Pensé... pensé que podría desaparecerme, dejarte aquí, en tu hogar, dónde perteneces.

—No...-—susurró con voz quebradiza. —Ya no pertenezco del todo aquí.

—Perteneces aquí, Laurel. El asunto del dinero se puede solucionar.

—No estoy hablando del dinero —dijo mientras volvía a apoyar su cabeza contra su frente y cerraba los ojos. —Ahora sé que mi familia está bien, mi madre está sana, Fern puede ver por sí misma y por la familia... La única persona que me queda por cuidar, eres tú ... Severus, por favor... Déjame quedarme contigo.

Su pecho dio un vuelco al escuchar esas palabras. No era alegría, ni pasión, era un sentimiento más allá de eso; toda su vida se había sentido como un barco a la deriva, navegando a través de océanos de soledad y resentimiento, sin tierra a la vista. Por primera vez, sintió que había llegado a puerto seguro.

La besó de nuevo, esta vez más lento, su lengua trazó sus labios dulcemente, su mano inclinó su mentón a un lado para profundizar el beso y en ese momento se dio cuenta que aquella terrible experiencia de su juventud parecía desaparecer lentamente de sus pensamientos, siendo reemplazaba por aquel momento, por aquellos besos en esa noche de invierno. Preservaría aquel nuevo recuerdo para siempre en su mente, lo mantendría a salvo de miradas indiscretas bajo miles de capas oclumánticas; se alimentaría de él a diario, le serviría de consuelo una vez se entregase a los mortífagos y sería su abrigo al sentir el frío impacto de la maldición asesina de su Amo. Aún sabiendo que se enfrentaría a su ejecución, ya no se sentiría sólo.

—No puedo hacerte eso —susurró él sin poder mirarla a los ojos.

—Me necesitas. —insistió ella. —Me necesitas para permanecer vivo. ¿Crees que no sé lo que pasará contigo cuando se den cuenta que me has liberado? El Señor Oscuro no perdona a los traidores, Severus.

—Yo...

—Quiero ir —dijo cerrando el álbum de fotografías con gesto decidido. —Permítame tomar esa decisión. Permíteme la libertad de elegir.

—¿Elegir seguir siendo prisionera de los mortífagos? ¿Elegir poner en riesgo la vida?

—Elegir estar contigo —respondió Laurel y con una leve sonrisa, añadió —Sé que piensas que soy una tonta, pero hice la promesa de ayudarte y no te daré la espalda ahora.

Severus le apartó el cabello del rostro, acomodándoselo detrás de las orejas.

—El tonto soy yo, sé que me voy a arrepentir de permitir esto.

—Quizás tú te arrepientas. Yo no —dijo, levantándose y mirando a su alrededor, viendo el jardín estéril, el fuego crepitante, las luces de colores del árbol de navidad en la sala de estar. Los iba a extrañar, pero tenía fe en que los volvería a ver, tarde o temprano volvería a estar con su familia. —Es hora de irse.

Severus asintió y se puso de pie también. Tomando la cartera de cuero, metió las pertenencias de su padre adentro a pedido de Laurel y con un ligero movimiento de su mano, las llamas se apagaron, consumiéndose poco a poco hasta no quedar más que rescoldos. La oscuridad los envolvió y ambos se abrazaron. Quería decirle lo equivocado que era todo aquello, lo peligroso que era; más que nada, quería pedirle que repitiera esas palabras que había dicho después de su beso. "Te amo, Severus". No obstante, la realidad de tener que entregarla a los Mortífagos nuevamente le había dejado la garganta seca. Tragó saliva y apretó su cuerpo con fuerza antes de elevarse hacia el cielo nublado.

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El vuelo de vuelta a Wiltshire fue mucho más rápido de lo esperado. La temperatura en las alturas había descendido dramáticamente y los ventarrones helados traían consigo la primera nevada de aquel invierno. Severus había decidido aterrizar en un desolado campo de cultivos al notar como el cuerpo de Laurel había dejado de tiritar y ella empezaba a adormecerse.

—Caminaremos desde aquí—dijo mientras la cubría con la capa de invisibilidad y él se envolvía con sus acostumbrados ropajes negros y larga capa. —Quédate cerca de mí.

El tiempo iba empeorando con el pasar de los minutos y el camino se iba tornando cada vez más tortuoso. El frío, como animal carroñero, masticaba con sevicia cada milímetro de piel expuesta, entumeciendo dedos de pies y manos. La nieve se iba acumulando y Severus, al tiempo que intentaba guiarse en la oscuridad, debía ocuparse de remover las huellas de las pisadas en la nieve con su varita.

La momentánea sensación de alivio que Laurel sintió al atravesar la verja de hierro se desvaneció al instante al alzar sus ojos hacia la mansión y darse cuenta de que algunas habitaciones aún estaban iluminadas. Sus nervios no disminuyeron al notar que no había nadie de guardia en el vestíbulo, la mirada aprehensiva de Severus terminó por convencerla de que algo andaba mal.

Subieron despacio la amplia escalinata y Laurel pudo oír algunas voces que salían de un salón. Severus no se detuvo y apresuró el paso hasta llegar al rellano del tercer piso. El pasillo estaba completamente iluminado, el ruido de golpes sobre una puerta le puso la piel de gallina. Sabía a quien se encontraría allí, justo en frente de las puertas de su prisión.

Severus sacó su varita y haciéndole una señal para que permaneciera detrás de él, continuó subiendo la escalera hasta alcanzar el pasillo. Greyback estaba de pie, sus hombros encorvados, su frente apoyada contra la puerta al igual que sus manos. Con una cadencia un tanto letárgica, daba fuertes golpes con su cabeza contra la madera, aspirando profundamente. Laurel pensó por un momento que no se había percatado de la oscura presencia de Severus en el pasillo hasta que, sin apartar la vista de la puerta, Greyback dijo con su voz gutural:

—No está aquí, Snape.

—Pensé que ya habíamos acordado que no volverías a acercarte a ella, licántropo —respondió Severus. —Apártate ahora mismo.

—No puedo sentir su olor —continuó diciendo Greyback con parsimonia, cerrando los ojos y golpeando su cabeza una vez más.

—Aléjate de la puerta —. La voz de Severus se tornó más amenazante al tiempo que levantaba su varita en contra del hombre lobo. —Es mi última advertencia.

Dejó salir un gruñido y muy lentamente se apartó de la puerta, volviéndose hacia Snape con las manos levantadas. Laurel notó con horror el terrible estado en que se encontraba su rostro: Uno de sus ojos estaba atravesado por un enorme corte que aún no cicatrizaba y estaba bastante hinchado y ennegrecido. La parte superior de su oreja izquierda había desaparecido, pero la laceración más grave y la más horrorosa era la de su mandíbula. Claramente había recibido una puñalada en el rostro, la herida, aún abierta y con claros signos de infección dejaba caer un líquido fétido y amarillento sobre su cuello, manchado de sangre seca y surcado también de cortes menos profundos. Debía estar sufriendo de un dolor agónico, pero aún así parecía no demostrarlo.

Se acercó hasta Severus con lentitud, sus manos en el aire, su mano derecha vendada muy burdamente con un trapo mugriento; Laurel aguanto la respiración y se quedó tan quieta como sus nervios se lo permitían.

—¿Qué has hecho con ella, Snape? —preguntó en un susurro. —¿La has matado? ¿Te has deshecho de ella? A Bellatrix no le gustará...

Greyback se detuvo de repente, su aguda nariz olfateando aquel conocido olor. Era ella: la portadora de esa dulce sangre, una presencia casi palpable, no podía verla, ni escucharla, pero allí estaba; su aroma había regresado y estaba junto a él, a su alcance... pero, ¿dónde? Su mirada surcó por el pasillo con desespero. Debía encontrarla, estaba tan cerca de él, la necesitaba para saciar aquella sed delirante... dio un paso más hacia Snape y notó como aquel olor incrementaba, fijó sus ojos en él, en la punta de su amenazante varita.

—¿Dónde está?

El cuerpo de Snape se puso rígido, se irguió cuan alto era, posicionándose lo mejor que pudo para proteger a Laurel. Sus agudos ojos se clavaron en Greyback.

—En la habitación, cómo siempre —siseó Severus. —He sido indulgente contigo, Fenrir. Es mejor que no retes mi paciencia. Lárgate de aquí.

Laurel soltó un suspiro al ver como Fenrir agachaba la cabeza y se apartaba de ellos, a paso lento. Fue entonces cuando el hombre lobo no pudo resistirse más. Fenrir Greyback no era un hombre precisamente racional, el lobo que llevaba se lo impedía y esta vez, aun sabiendo que pagaría el enfrentarse abiertamente al lugarteniente del Señor Oscuro, la rabia y la humillación, mezcladas con la terrible tentación de aquel olor le hicieron perder el control.

Se volvió de repente, atacando a Severus, su voz gutural entremezclada con gruñidos feroces:

—Hueles como ella, tienes todo su olor impregnado en el cuerpo ¿Te la has estado tirando todos estos días? ¿Tendré que contentarme con mercancía ya usada?"

Todo sucedió en cuestión de segundos. Severus blandió su varita, al tiempo que Greyback se abalanzaba sobre él, lanzándole contra la pared. Laurel se movió a un lado asustada, pero al ver cómo la mano de Greyback aplastaba el cuello de Severus, no pudo evitar el impulso de defenderlo; golpeó con fuerza el herido rostro del hombre lobo, empujándolo e intentando apartarlo de Severus, que vio alarmado como Greyback abría sus ojos de par en par al ver frente a él a la Akardos, la capa de invisibilidad caída en el suelo. Aquel segundo de confusión fue suficiente para que Severus aturdiera a Greyback antes de que pudiera atacarla.

—Tú... no debiste... fue una locura...

Severus saltó sobre el cuerpo desmayado del hombre lobo y tomó a Laurel del brazo, empujándola con brusquedad hacia las puertas de la suite que se habían abierto súbitamente a su mando. La empujó adentro sin decirle una palabra más y cerró las puertas rápidamente, encerrándola una vez más para luego volverse hacia el hombre lobo. Las voces que habían escuchado en el piso inferior se estaban acercando. Recogió la capa de invisibilidad antes de que los pasos pudieran llegar al pasillo.

—Severus... —Narcissa se quedó sorprendida al ver la escena. Giró su cabeza hacia su hermana que sonreía divertida.

—No tengo nada que ver con esto —dijo Bellatrix. —Greyback debía estar abajo, de guardia.

Ambas hermanas empezaron a discutir, pero Severus no las escuchaba, se había fijado en el hombre que las acompañaba, reconoció su aspecto encorvado y su rostro pálido y duro. ¿Qué estaba haciendo el dueño de Borgin y Burkes en la mansión a esa hora?

—¿Alguna nueva adquisición, Narcissa? —preguntó sin apartar la vista del Señor Borgin, que miraba a Greyback con una sonrisa perversa.

Reparando en que Severus se estaba refiriendo a él, su sonrisa desapareció, encogiendo su ya encorvado cuerpo, tal vez dándose cuenta de que no había sido prudente en seguir a las hermanas fuera del salón al escuchar la conmoción en el piso superior.

—No es un tema que te concierna, Snape. Son negocios míos. Ahora si no te importa, debemos continuar con nuestra conversación.

Bellatrix indicó a Borgin que la siguiera con un movimiento de cabeza, al tiempo que empujaba suavemente a Narcissa, invitándola a irse con ella. Pero Narcissa tenía la mirada clavada en Severus, un solo pensamiento en su cabeza, límpido y claro, reluciente como un faro en la oscuridad:

"Draco".

Bellatrix notó aquel contacto visual.

—Cissy. —dijo, sacudiendo su hombro con insistencia. —Muévete.

Luego se volvió hacia Severus con expresión burlona:

—Asegúrate de limpiar todo este desastre, y no olvides sacar a ese perro antes de irte.

Severus los vio mientras descendían en silencio. Debía informar a Dumbledore. Draco estaba poniendo en ejecución un plan y debía estar relacionado con algún objeto encantado. Tenía que regresar a Hogwarts.

Moviendo su varita hizo levitar el cuerpo de Greyback, llevándoselo consigo. Planeaba dejarlo en un sitio alejado, esperando que tardara un poco en localizar nuevamente la mansión.

Antes de abandonar el pasillo, volvió sus ojos hacia la puerta de la suite. El recuerdo de aquellos besos aún vivos, sus labios ardiendo de deseo al pensar en Laurel. La tentación de abrir aquellas puertas y hundirse en sus brazos lo poseyó por un par de segundos, pero la razón no tardó en abofetearlo en la cara. Un hombre común se habría rendido a sus pasiones, al deseo, pero no él. Severus Snape no era una persona normal. Era un actor que ejecutaba diferentes roles, y los ejecutaba a la perfección. Y ahora era hora de adoptar su rol de informante de Dumbledore.

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Laurel estaba sentada en el piso, su cuerpo apoyado contra la puerta. Había oído la conversación entre Bellatrix y Severus, había escuchado los pasos alejándose y luego el leve sonido de un hechizo y el inconfundible siseo de la larga capa de Severus, abandonando el pasillo.

Se quedó en la misma posición hasta que el frio la obligó a ponerse de pie. Se dirigió hasta la cama sin preocuparse de cambiarse de ropa o de limpiar la sangre y el pus que habían ensuciado sus manos al golpear a Greyback en la cara. Afuera todo era oscuridad, Laurel cerró los ojos y se hundió en las mantas mientras oía como la mansión chirriaba y gemía, el helado viento del invierno colándose por los resquicios de las paredes y por debajo de las puertas; oía el ruido de las ramas de los árboles crujiendo bajo el peso de la nieve y el hielo. Deseó que Severus estuviera junto a ella; que atravesara las puertas y se subiera a la cama y se apretara contra ella, robándole el calor, reclamando su cuerpo, como un sueño hecho realidad.

Severus no volvería aquella noche, ni la siguiente.

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