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El Maestro de Pociones

—Me alegro de que hayas vuelto, Severus.

Sus ojos se detuvieron en ella por apenas un segundo, de cierta manera aliviado de verla de pie, con un mejor color y con su eterna sonrisa dibujada en el rostro. Por un momento sintió como sus propios labios intentaron curvarse en un imperceptible gesto de satisfacción al escuchar su nombre siendo pronunciado por la suave voz de la mujer, pero se frenó en seco al ver a Enoby haciendo su debida reverencia ante él.

—¿Desea el amo que le prepare la cena?

Severus negó con la cabeza.

—Trae sólo la de ella —le dijo, señalando a Laurel.

—Ya he comido, Severus.

Él se encogió de hombros y despachó a la elfina. Su mirada se desvió de inmediato hacia los fragmentados restos del precinto mágico que él había invocado y que sólo él era capaz de ver.

—¿Quién ha entrado? —preguntó.

—¿Has ido a Hogwarts?

Severus se volvió hacia ella levantando una ceja, sorprendido de oírla hablar acerca del colegio.

—¿Quién ha entrado? —repitió y esta vez se esmeró más en usar su acostumbrado tono frío y amenazador.

—Draco. —contestó ella. —Pero no buscaba hacerme daño.

—Por supuesto que no quería hacerte daño. De otra forma los guardas mágicos jamás lo hubieran dejado pasar. Pero sigues desobedeciéndome, Laurel.

Un breve rubor apareció en sus mejillas y masculló una disculpa que Severus ignoró. Dirigiéndose a sus baúles y ayudado con su varita empezó a instalar su laboratorio, teniendo especial cuidado con su suministro de valiosos ingredientes mágicos. Laurel se acercó hacia uno de los baúles y miró adentro descubriendo que sus dimensiones internas estaban totalmente alteradas para lograr contener al menos medio centenar de pesados libros colocados uno sobre otro.

Tomó uno de ellos con curiosidad, pero al abrirlo se dio cuenta que estaba escrito en una lengua antigua que era incapaz de reconocer. El siguiente contenía ilustraciones de cuerpos humanos en distintos grados de descomposición que hicieron que se le revolviera el estómago. Un tercer manuscrito parecía tan viejo que Laurel pensó que había sido escrito durante los años de Matusalén, sus páginas todas manchadas con lo que a Laurel le pareció ser sangre. Estaba a punto de abrir el cuarto libro, un enorme volumen encuadernado en negro y plateado, cuando Severus, enfocado aún en la instalación de un delicado embudo de goteo le dijo sin mirarla:

—Yo tendría mucho cuidado al abrir ése.

Laurel se detuvo de inmediato y con manos temblorosas volvió a poner el libro en el baúl. Se puso de pie y se aproximó hacia Severus, admirando los distintos matraces y alambiques de cristal que flotaban sin soporte alguno esperando por la diestra mano de su amo el ser colocados en su debido sitio.

—¿Has ido a Hogwarts? —preguntó ella nuevamente en voz baja.

Severus no le contestó, parecía dispuesto a pretender que Laurel era invisible. Ella incluso dudó si su pregunta había sido escuchada, pero la expresión taciturna en el rostro del hombre fue suficiente para hacerla abandonar sus esfuerzos de obtener información alguna.

Volvió sus ojos hacia un enorme armario que había aparecido en uno de los rincones de la suite: Innumerables frascos todos ellos conteniendo distintos animales y plantas flotando en líquidos de diversos colores, cajitas llenas de diversos polvos y cristales de distintos tamaños, todos debidamente catalogados y etiquetados con una letra estrecha y pequeña.

—Cuerno de unicornio —leyó Laurel en voz alta sorprendida. —No lo puedo creer.

Al no ver reacción alguna por parte de Severus, decidió seguir fisgoneando en el armario. Él volvió su cabeza hacia ella con disimulo, sobrecogido por la naturalidad con la que Laurel había aceptado su destino, con una curiosidad inocente que le recordaba a Lily durante su primer año en Hogwarts. Durante aquel tiempo había disfrutado el explicarle los funcionamientos del mundo mágico, los secretos del castillo; había compartido su conocimiento con total entusiasmo con la nacida de muggles, había sido feliz al ser él el guía de aquella hermosa pelirroja que lo trataba como si él fuera la persona más sabia del mundo, que le daba la atención que jamás había obtenido de sus padres, ni de sus pares en Hogwarts, hasta que poco a poco la ilusión se fue esfumando y la luz de Lily se apartó por completo de la creciente oscuridad que terminó por envolver a Severus Snape.

Sin proponérselo, había dejado los ojos clavados en la figura de la Akardos y no pudo evitar compararla con su amada. Notó que era mucho más baja que Lily al verla ponerse de puntillas y estirar su brazo para poder alcanzar la repisa más alta del armario. Su cabello lacio y oscuro era mucho más largo y su figura de reloj de arena más curvilínea. Una fuerza sobrenatural le empujó a ponerse de pie y a acercarse con pasos silenciosos hasta ella, deseando desesperadamente ver en el rostro redondo y lastimado, la mirada esmeralda de Lily.

Laurel estaba aún mirando sin ver los distintos ingredientes mágicos. En su mente, la imagen del rostro de Severus al entrar en la habitación. Había algo en sus ojos oscuros que la hacía sentirse contenta, segura. Por eso le había dolido la forma en que Severus insistía en ignorarla. Quizás era mejor así, debía asumir su lugar de Akardos, debía asumir su rol de prisionera y aceptar que quizás para Severus, ella no era más que una molestia, un problema que se había cruzado en su camino con el que debía lidiar, arriesgando su propia vida en el proceso. Tenía aún muchísimas preguntas en su cabeza, pero no quiso fastidiar ni causar ningún problema adicional al mago que ya estaba sobrecargado de trabajo.

Se mordió los labios y se tragó su creciente desconsuelo, centrando su atención de nuevo en los objetos mágicos. Entonces algo llamó su atención en la repisa más alta del armario. Un lindo vial de vidrio tallado conteniendo un líquido más rojo que el carmín. Laurel estiró su brazo para alcanzarlo y al tomarlo pudo ver cómo el líquido cambiaba de color al girarlo entre sus dedos, como un caleidoscopio tornasolado, el espeso líquido cambiaba del rojo al verde y luego a un azul profundo. Curiosa, intentó leer la etiqueta, pero la letra era tan diminuta que le resultó muy difícil discernir una palabra de otra.

—Es sangre de dragón subterráneo de Tarso. Es extremadamente rara e increíblemente valiosa.

La suave voz de Severus hizo que los vellos en su cuello se pusieran de punta. Su respiración le hacía cosquillas en el oído y Laurel se quedó paralizada. No había notado en qué momento el mago se había acercado tanto hasta ella.

—Lo... lo siento. —dijo mientras intentaba poner el vial nuevamente en su sitio.

Él estiró su brazo ayudándola a alcanzar la última repisa, rozando su mano en el proceso.

—Te disculpas demasiado, ¿no crees?

—Me intimidas demasiado, ¿no te das cuenta?

Severus miró sus cálidos y dóciles ojos, el brillo marrón rojizo resplandecía de la misma forma en que él recordaba los ojos de Lily mirándole durante las tardes de juego en Cokeworth. Sus dedos pálidos se movieron inconscientemente, apartando un mechón de cabello del rostro de Laurel y acomodándolo detrás de su oreja.

—No es mi intención intimidarte...

Laurel tembló un poco ante la repentina suavidad del roce de Severus, y éste debió darse cuenta de su desconcierto porque se alejó de ella rápidamente, dándole la espalda y dirigiéndose nuevamente a la larga mesa donde le esperaban sus calderos y crisoles.

Respiró profundamente intentando detener el leve temblor de sus manos que le impedía continuar su trabajo. Se había sobrepasado, estaba seguro. Laurel estaría espantada de él, de su atrevimiento. ¿Cómo podía haberse dejado llevar de impulsos tan básicos e inmaduros? Era una pobre Muggle, atrapada en una casa de horrores junto a un grasiento hijo de puta que pretendía salvar su vida al tiempo que la condenaba a pasar por maltratos y torturas que la inocente mujer no merecía.

—Está bien, Severus.

Ella estaba de pie junto a él, su mano apretando su brazo suavemente.

—Perdóname, no quise hacerte sentir incómoda.

—No lo hiciste —dijo ella sonriendo. —No tienes que disculparte. Es mi costumbre, no la tuya.

Laurel volvió sus ojos hacia los instrumentos de laboratorio y empezó a preguntar por cada uno de ellos, distrayendo a Severus mientras éste reanudaba su labor. Él hacía lo posible por explicarle el funcionamiento de cada uno con palabras que una muggle pudiera entender. Se daba cuenta que Laurel no era para nada como los cabezas de alcornoque de sus alumnos, era en realidad mucho más inteligente de lo que él esperaba y parecía muy entusiasmada de aprender acerca del arte de preparar pociones, una rama de la magia tan pragmática y exacta que incluso una Akardos podía llegar a ejecutar.

—Pues mira tú —dijo Laurel cuando finalmente fue capaz de diferenciar la centinodia de la raíz de la ruda común. —No eres tan mal profesor como pareces.

—Te lo ha dicho Draco, ¿no? —preguntó Severus mientras encendía una llama bajo un caldero de peltre y lo llenaba con distintos ingredientes. —Te ha hablado de Hogwarts.

—Sí— contestó ella eligiendo cuidadosamente sus palabras. — Pero lo de Hogwarts lo he escuchado primero de tu padre.

La mano de Severus quedó suspendida sobre el caldero, sus ojos se dirigieron hacia Laurel de un modo interrogante.

—Aún no puedo creer que el viejo bastardo haya podido sobreponerse al encantamiento desmemorizante.

Laurel frunció el ceño al oírlo insultar a Tobías, pero no se lo reprochó.

—Bueno, parecía recordar casi todo lo relacionado contigo. Hablaba también de Eileen, pero no tan frecuentemente. Recordaba cosas de forma esporádica. Siempre me rompía el corazón cada vez que empezaba a lamentarse —decía mientras cortaba las raíces de ruda como Severus le había indicado.

—Pero a veces eran recuerdos felices, cómo cuando me contó del día que recibiste la carta de Hogwarts. Tú y otra niña de Cokeworth, tal vez ustedes dos fueran los únicos aprendices de brujos de todo el pueblo. Sí, Tobías mencionó aquella niña varias veces. Es una pena que nunca pudo recordar su nombre, porque buscamos por cielo y tierra información de alguna persona que pudiera conocer el paradero de su familia —. Laurel había dejado de cortar las raíces y se quedó mirando el cuchillo de plata pensativa. —Bueno, daba igual si recordaba el nombre de la niña, somos muggles. Nunca encontraríamos nada.

—Lily.

Levantó la cabeza y observó a Severus. Éste tenía una expresión en el rostro que Laurel nunca había visto antes. Su mirada vidriosa estaba fija en el vacío, su mano rozando sus labios curvos de forma nerviosa.

—¿Lily? ¿Su nombre es Lily? —preguntó Laurel un poco preocupada por la expresión de aturdimiento de Severus. —¿Aun vive en Cokeworth?

Severus volvió sus ojos vidriosos a ella y con voz firme contestó:

—No.

—Debo asumir que no debo volver a repetir ese nombre frente a nadie más, ¿correcto?

—Correcto.

—Y también debo asumir que nunca debo preguntar sobre tu trabajo como espía de Dumbledore o la razón por la que estás cooperando con un grupo terrorista supremacista.

Severus tragó saliva, pero mantuvo su voz firme y fría:

—Mientras menos sepas, mejor.

Laurel tuvo el impulso de restregarse la cara con las manos con exasperación, pero se contuvo a tiempo. No quería agregar más suplicio a su ya golpeado rostro. Tomó nuevamente el cuchillo y reanudó su tediosa tarea, poniendo toda su irritación en obtener las raíces de ruda más perfectamente cortadas de todo el mundo mágico.

—Es por tu propio bien. No quiero mentirte, por eso prefiero guardarme cierta información. Debes entender que eres muy vulnerable y si alguno de los mortífagos quisiera...

—Me torturarían hasta sacarme cualquier cosa, sea real o no —le cortó ella. —Creo que tengo derecho a saber qué está pasando.

Severus la sopesó por un momento, no deseaba que Laurel se sintiera subestimada o menospreciada, al menos no cuando estaba a solas con él. Sin embargo, había sido muy imprudente al desobedecerlo y entablar una conversación con Draco Malfoy. No es que no se fiara del chico, Severus sabía muy bien que Draco era apenas un bravucón en el colegio con estudiantes más débiles que él, pero que se encogía de miedo en presencia de los demás mortífagos. Sin embargo, sería muy peligroso para él que se enterara de sus planes por medio de Laurel.

—Espero que no seas lo suficientemente atolondrada para hablar con Draco de nuevo, ¿cierto?

—Seré lo suficientemente atolondrada para olvidarme de cualquier avance que hagas con tus experimentos y lo suficientemente astuta para sacarle información acerca de su brillante plan para el Señor Tenebroso.

—Has hablado como una verdadera Slytherin —dijo Severus con una sonrisa afectada. —Sólo no olvides que él también es un Slytherin.

Laurel rio y negó con la cabeza.

—No creo pertenecer a tu casa, creo que soy más Hufflepuff.

Severus no pudo evitar soltar su habitual risa despectiva, aunque esta vez no estaba acompañada de su respectivo gesto de desaprobación. Realmente, Laurel estaba hecha para pertenecer a Hufflepuff.

—Te lo diré todo a su debido tiempo —dijo, repitiendo las palabras que tantas veces había escuchado de Dumbledore. —Te lo prometo.

—Te creo, Severus.

Dirigieron su atención a sus respectivos trabajos. Él le mostró cómo quitar con cuidado las delicadas alas del caballito de mar volador seco con unas pinzas y ponerlas aparte en un recipiente de vidrio.

—Tengo noticias de tus amigos —dijo después de observarla un rato y tras terminar de mezclar la poción que hervía en el caldero.

—¡¿En serio?! ¿Esperaste hasta ahora para decírmelo?

—Escaparon ilesos del club —continuó diciendo mientras sacaba un cucharón de líquido espeso y oscuro y lo servía en una taza de cerámica. —Ellos están bien. Las autoridades muggles han culpado a un escape de gas por el incendio. Desafortunadamente fueron varios los heridos de gravedad, dos fallecidos... y una mujer desaparecida.

Laurel lo miraba con ojos desorbitados, sus labios temblorosos no la dejaron decir palabra. Severus le alcanzó un periódico muggle de aquella misma mañana. La fotografía del edificio en llamas ocupaba la primera página, y en la parte inferior de ésta, su rostro en blanco y negro con el rótulo:

Desaparecida

—Entonces, mi familia... mis amigos... Todos pensarán que estoy...

—Muerta —susurró Severus al tiempo que agregaba un polvo con olor dulzón a la taza humeante. —Lo siento.

Sus ojos se humedecieron al pensar en el dolor que su pobre madre debía estar sintiendo en ese momento. Sentía que su pecho iba a estallar de angustia. Desaparecida, aquello era un destino peor que estar muerta. Al menos estando muerta su familia tendría algún tipo de cierre, ¿pero desaparecida? Unas cuantas lagrimas cayeron sobre los caballitos alados y Laurel intentó secarlos de inmediato. No quería mostrar más debilidad, no podía soportar un golpe más a su espíritu. Tenía que ser fuerte. Tenía que salir de aquella pesadilla con vida. Tenía que ver a su familia de nuevo.

—Bebe, Laurel. Te hará sentir mejor —. Severus empujó la taza con la poción humeante hacia ella.

Ella tomó un sorbo sin importarle que ingredientes mágicos contenía o si la magia surtía efecto en ella. Severus había dicho que la ayudaría y ella no dudó de sus palabras. Al primer trago se dio cuenta de lo que era.

—Es chocolate caliente.

Severus asintió y se atrevió a secarle las húmedas mejillas con su mano.

—Chocolate mezclado con tinturas de hierbas para calmar los nervios. Brujería muggle.


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