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El Asilo

Eran casi las 8 de la mañana, Laurel caminaba rápido, intentando evitar los charcos de agua que se habían formado en la acera tras la tormenta la noche anterior. Aquel verano había sido inusitadamente frío y nublado y esa mañana de finales de Julio traía consigo un viento especialmente húmedo.

En una mano empuñaba un paraguas y en la otra una pequeña bolsa con su almuerzo que ese día incluía también un trozo de pastel de chocolate que intentaría pasar de contrabando en el asilo de ancianos donde trabajaba. Su más querido paciente cumplía hoy 68 años y quería darle una pequeña razón para sonreír, así fuera en contra de las estrictas reglas del asilo (nada de azúcares, ni comida chatarra) También llevaba una copia del libro Los Doce Césares que había empezado a leerle hace unos días.

Laurel nunca fue muy buena en clase de historia en el colegio; tenía dificultades para recordar fechas y los nombres de imperios y emperadores se le confundían siempre en la cabeza. Sin embargo, nunca pensó en que tras conocer a el viejo Tobías Snape iba a pasar las horas muertas del día leyéndole tratados de historia sobre el Imperio Romano. Estaba obsesionado con la historia romana y Laurel quería complacerlo.

A veces dudaba en que el pobre anciano se diera cuenta de que vivía en el siglo XX, la Dr. Rosen le había diagnosticado principios de Alzheimer y teniendo en cuenta su historial de depresión y esquizofrenia, Laurel creía que Tobías realmente no se daba cuenta que había ido a parar a un asilo del gobierno desde hacía más de un año.

Pesadas gotas empezaron a humedecer nuevamente la calle y Laurel se protegió con su paraguas justo cuando empezaba a subir la larga escalinata que llevaba a la enorme casona de paredes grises situada en lo alto de una colina. A pesar de su sombrío aspecto, el asilo Guildhall Care Home contaba con amplios ventanales que ofrecían una vista maravillosa de la ciudad y del río Támesis además de dejar entrar durante climas más benevolentes una brisa fresca y limpia, perfecta para la salud de los ancianos que pasaban el fin de sus días al cuidado de jóvenes idealistas y cándidas como Laurel.

Había empezado a trabajar allí dos años antes, tras graduarse como asistente de enfermería y mudarse a Londres desde su natal pueblo de Hackleton. Extrañaba mucho a su madre y a la humilde casa en donde había crecido junto a su hermana menor Fern, pero su trabajo y la inmensa necesidad de enviar dinero a su familia no le dejaba mucho tiempo de ir de visita. Enviaba la mitad de su salario a su madre enferma de artritis y a su hermana que a estas alturas debía estar ya en su sexto mes de embarazo. El resto se le iba en rentar un pequeño departamento junto con otras dos chicas. Una de ellas, Rebecca, trabajaba con ella en el asilo. Laurel sonrió al imaginar a su amiga roncando en cama tras finalizar su turno nocturno. Su trabajo era duro y extenuante, pero Laurel siempre se encontraba sonriente al final del día y siempre conciliaba un sueño profundo y tranquilo.

Sacudió el paraguas al cruzar por las inmensas puertas de roble y lo dejó en el paragüero que había en el recibidor donde se acumulaban ya media docena de ellos. Saludó alegremente a Edward, el enfermero jefe a cargo de su turno y tomó su ficha de trabajo, estudiándola mientras dejaba sus cosas en su casillero.

Miró su reflejo por un instante en el espejo, sus ojos oscuros escanearon rápidamente su rostro redondo y color oliva mientras se acomodaba nuevamente los rebeldes mechones de pelo que se escapaban de su apretado moño. Siempre llevaba su largo pelo castaño recogido en una trenza que luego intentaba por todos los medios de mantener recogida en un simple moño, sin embargo, no podía evitar el constante regaño de la señora Caster acerca de la importancia de mantener un peinado acorde a lo que debía ser el de una enfermera, inmaculado y debidamente pagado al cuero cabelludo. Laurel apenas rezongaba entre dientes que ella no era una enfermera y solo estaba allí para hacer el trabajo que la inmaculada Señora Caster no se dignaba a hacer: alimentar, bañar y acompañar a los pobres ancianos que habían sido abandonados por sus familias.

Todo esto lo decía de boca para adentro ya que Laurel era el tipo de persona que evitaba cualquier tipo de enfrentamiento y prefería siempre mantenerse callada y con la cabeza baja. Rebecca siempre reía cada vez que esto ocurría.

"Un día estallarás y te saldrá todo el veneno que llevas acumulando."

La verdad era que Laurel había aprendido desde muy temprano a controlar sus impulsos y guardarse sus resentimientos. Siendo la hermana mayor había asumido la responsabilidad de cuidar de su hermana Fern mientras su madre trabajaba y en poco tiempo se dio cuenta que rezongar y amargarse por pequeñas cosas no le iban a facilitar en nada su vida. Su vía de escape era el trabajo físico y el tener la sensación de ser útil para todos a su alrededor. Se esforzaba por agradar y muchas veces, como decía Rebecca, se olvidaba de anteponer sus necesidades a las de los demás.

Soltó un suspiro de resignación al ver que su cabello se oponía con firmeza a sus esfuerzos por apartarlo de su rostro, así que salió sigilosamente al pasillo vigilando en no encontrarse con el rostro de desaprobación de la señora Caster.


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Los tímidos rayos del sol de la tarde inundaban la habitación número 14. En la mesita junto a la cama reposaba un plato con los restos de un trozo de pastel y una joven mujer leía en voz alta.

Y su adorada Agripina le dio un hijo, llamado Druso y él le profesaba hondo cariño pero a pesar de ello, se vio obligado a repudiarla...

—Severus... — susurró Tobías abriendo los ojos de repente.

Laurel detuvo su lectura y miró preocupada el rostro crispado de Tobías. Conocía aquella mirada nítida que a veces le hacía pensar que el anciano estaba mucho más consciente de la realidad de lo que admitían los doctores. Sus ojos se humedecieron y unas cuantas lagrimas fueron a parar a su almohada. Laurel dejó el libro a un lado y tomó su mano como tantas veces lo hacía, reconfortando al pobre viejo cuando este recordaba aquel hijo que había abandonado hacía tanto tiempo.

—Shhh —susurró ella de vuelta dándole palmaditas en el hombro y apretando sus manos callosas —. Soy yo, Laurel. Severus no está, pero si quieres podemos ver las fotos del álbum juntos.

Varias veces por semana ocurría aquello, un despertar repentino en la memoria de Tobías le hacía llorar desconsoladamente la pérdida de su familia. Sentía pena por él, fue encontrado durmiendo junto a unos contenedores de basura en pleno invierno y llevado al asilo donde a pesar de muchos intentos fue imposible encontrar el paradero de algún familiar.

Laurel se había acostumbrado ya a escuchar la historia de la familia Snape, de cómo Tobías un día había conocido a una joven dulce y tímida que había accedido a fugarse con él y dejar atrás a su adinerada familia; de cómo trabajó hasta el cansancio para mantener a su esposa y a su hijo a flote en un mar de pobreza hasta que finalmente la esquizofrenia y el alcoholismo lo llevaron a cometer actos violentos en contra de quienes más amaba.

Laurel se dirigió al armario blanco que guardaba las pocas pertenencias de Tobías, buscando entre las cajas de zapatos que como cofres antiguos guardaban cartas, diarios y fotografías, todas ellas vestigios de la vida de Tobias Snape. Gracias a ellas sus memorias se mantenían vivas aun cuando ya su mente se iba desvaneciendo poco a poco por el tiempo y la enfermedad. Encontró lo que buscaba: un álbum de fotos de cuero negro y desgastado. Lo llevó junto a su dueño y abrió la primera página. Allí en blanco y negro una fotografía de una pareja: un hombre alto y de espaldas anchas junto a una mujer muy delgada, con enormes ojos negros enmarcados en cejas pobladas. Estaban de pie sonrientes junto a un rio, saludando a la cámara.

—Eileen, ¡Que joven! ¿Qué edad tendría allí, Tobías? ¿Veinte años?

Él miraba la foto como si la viera por primera vez, con su pulgar regordete acarició el rostro de su joven esposa.

—Cokeworth.

—Sí, Cokeworth. Algún fin de semana debemos ir. Hablaré con el director para que organice un día de campo —dijo Laurel con un dejo de tristeza.

Si de ella dependiera, no dudaría en llevarlo a visitar su antiguo pueblo, pero entendía muy bien que Tobías probablemente nunca volvería a poner un pie fuera del asilo.

La siguiente fotografía era también en blanco y negro. La joven Eileen estaba sentada enfrente de una humilde casa de ladrillos. Esta vez su sonrisa parecía más lánguida; apoyaba su mano en el vientre. Aun no se discernía embarazo alguno, pero Laurel suponía que ya estaba embarazada de su pequeño hijo.

—¿Está tu Severus ahí? — preguntó sonriendo a Tobías.

Este si apenas despegaba sus ojos de la foto.

—Verano. Eileen.

—La querías mucho, ¿verdad Tobías?

La habilidad de Tobías para mantener conversaciones largas se había ido diluyendo con el tiempo, sin embargo, la intensidad de su mirada dejaba claro que reconocía y extrañaba a su esposa.

Con lentitud pasó a la siguiente página, en ella aparecía él, sonriente y cargando un bebé envuelto en mantas. A Laurel siempre le había causado gracia aquella foto ya que el pequeño Severus, de no más de un año, lucía una tupida melena de pelo oscuro.

—¡Míralo que lindo! La misma cabellera de su madre. Esperemos que tenga más suerte que tú en eso —dijo riendo mientras frotaba juguetonamente su incipiente calva.

—Es un mago. Severus puede hacer magia, igual que su madre.

Laurel estudió con detenimiento el rostro de Tobías, sorprendida al oírlo decir una frase articulada. Sus ojos ambarinos seguían clavados en la fotografía. Aquella había sido la misma historia desde el principio: su esposa e hijo eran brujos, podían transformar o desaparecer objetos con varitas mágicas y eran capaces de volar sobre escobas. La Dr. Rosen había concluido que aquella narrativa fantástica hacía parte de sus alucinaciones y a pesar de la terapia y los medicamentos que tomaba a diario parecía imposible devolverlo a un estado mental estable.

Aun cuando estaba tentada a preguntarle por qué creía que su hijo podía hacer magia, Laurel siguió las recomendaciones médicas y pasó por alto aquel comentario delirante de Tobías. Pasó la siguiente página en donde aparecía la primera foto a color y curiosamente la primera en la que se veían indicios de que algo empezaba a ir mal en la familia.

Los tres Snapes estaban de pie en su salón, atrás de ellos estaba un sofá viejo y descolorido y una pared bastante deteriorada. Laurel se fijó en la persona del medio: Severus tendría alrededor de 10 años, con su piel pálida y expresión taciturna era la viva imagen de su madre; de su padre había heredado apenas la nariz ganchuda.

Iba vestido con una camisa vieja que claramente pertenecía a su padre ya que le iba bastante grande y unos pantalones llenos de remiendos. Eileen parecía más delgada que nunca y su pelo negro ya no tenía el brillo de antes. Su sonrisa había desaparecido por completo y sus ojos apenas reflejaban una expresión triste y huraña. Tobías ni siquiera miraba a la cámara, su mano descansaba sobre el hombro de Severus de una forma amenazante.

Laurel se quedó observando aquella foto absorta. Siempre encontraba diferentes detalles cada vez que la veía. Esperaba encontrar alguna respuesta al repentino despertar de la esquizofrenia de Tobías. Podía sentir la triste amargura en Eileen y en Severus.

Severus.

Sus ojos negros y fríos le devolvían la mirada y Laurel notó como crecía en ella una sensación de impotencia. Aquella mirada le transmitía desconsuelo, el mismo que ella sintió el día que su padre las abandonó cuando ella tenía siete años.

La mano de Tobias acarició su mejilla apartando la solitaria lágrima que se le había escapado sin darse cuenta. Laurel sonrió con dulzura y se disculpó con Tobías mientras buscaba un pañuelo.

—Lo siento, no sé de dónde salió eso.

Tobías le sonrió de vuelta y volvió a fijarse en la foto.

—No veré a Severus. No lo merezco. Tu no podrías encontrarlos tampoco. Somos muggles, Laurel.

—¿Muggles?¿Los no magos? —preguntó ella mientras se sonaba la nariz.

Le había parecido sumamente raro que incluso buscando en archivos policiales fuera imposible localizar a Eileen o a Severus pero las directivas habían concluido que probablemente se habían cambiado de nombre y emigrado o tal vez, simplemente, Tobías había inventado aquellos nombres.

Laurel sabía que había sido el propio Tobías quien había bautizado a su hijo con el nombre Severus, como el Emperador Romano.

"Eileen quería llamarlo Vespertilius, ¿puedes creerlo?" Le había dicho una vez.

—Sí, nos llaman muggles.

—Cuéntame acerca de la escuela de magia, Tobías. — Laurel había decidido que ya que Tobías se encontraba con muy buena disposición para conversar sería mucho mejor llevarle la corriente.

—¡Hogwarts! Un castillo dónde van cada año a estudiar. No sé muy bien dónde queda, nunca lo he visto, pero Eileen decía que era gigantesco... Severus fue por primera vez a los 11 años junto con una vecina... no recuerdo su nombre...

Tobías buscó entre las restantes páginas vacías del álbum sin éxito.

—Aquí estaba. La fotografíe yo el verano antes de que se marcharan a Hogwarts. ¿La has tomado tú?

—No. Tal vez se extravió, Tobías. Ha pasado mucho tiempo — contestó Laurel.

—Sí. Mucho, muchísimo tiempo. No quiero perder nada más Laurel. Tan sólo me queda esto —dijo señalando el armario.

—Tranquilo, Tobías. Te prometo que cuidaré de todas tus cosas —respondió ella mientras tomaba el álbum con delicadeza y lo llevaba de vuelta a su respectiva caja de zapatos—. ¿Y que enseñan en la escuela? Yo me decantaría por aprender a volar en escoba...

Dio un respingo al darse cuenta de que Tobías se había levantado de la cama y se había acercado hasta ella. Sus rodillas nudosas hicieron mucho ruido al arrodillarse a su lado. Con sus manos temblorosas empezó a buscar entre las cajas hasta dar con un par de calcetines enrollados. Cuidadosamente sacó de ellos una pequeña bolsa de terciopelo. Laurel se quedó boquiabierta al ver que de adentro surgía un colgante plateado. El medallón parecía muy antiguo y estaba grabado con un emblema familiar. Tobías se lo acomodó con delicadeza en su cuello sonriendo.

—Es el emblema de la familia Prince. Era de Eileen. Ahora es tuyo.

—Tobías, no puedo aceptar esto. Es muy antiguo. —Laurel miró con detenimiento el colgante y se percató de las pequeñas esmeraldas que adornaban los ojos de una serpiente enrollada alrededor del escudo de armas; pequeñísimas letras labradas formaban la frase:

"Ut luceant in Tenebris". ¿Qué significa?

—Brillamos en la Oscuridad.

—No, lo siento —dijo ella intentando sacarse el collar. —Parece bastante valioso. No puedo tenerlo Tobías, es tuyo, es de tu familia.

—Perdí a mi familia, Laurel —contestó él. —Tú, eres lo más cercano que tengo a una familia. Quiero que lo tengas.

Laurel suspiró y asintió con la cabeza, sintiéndose muy honrada por aquellas palabras.

—Gracias Tobías, lo cuidaré mucho. Ahora, es mejor volver a la cama. Déjame ayudarte.


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Aquella noche, Laurel se preparaba para ir a dormir.

Sentada al borde de su cama, se quedó mirando el hermoso medallón que Tobías le había obsequiado. Los brillantes ojos de la serpiente la observaban y Laurel sintió nuevamente aquel sentimiento de desconsuelo. Se preguntó a dónde habrían ido a parar los Snape, ¿a dónde habría ido su propio padre? Con resignación dejó el pendiente en su mesita de noche y cerró los ojos.

El sueño no tardó en llegar.


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Era ya de madrugada cuando Severus Snape se sentó finalmente al borde de su cama. La pequeña habitación estaba atiborrada de estanterías repletas de libros. La luz de una sola vela proyectaba sombras lúgubres sobre el techo de pintura desconchada. Su larga capa negra estaba desparramada en un viejo sillón y él se estaba despojando de su chaqueta dejando tan solo su camisa blanca y sus pantalones negros. La marca tenebrosa aún le escocía tras la reunión con su Señor Tenebroso, pero él a duras penas era consciente de ello. Su mente estaba protegida en las profundidades de un mar oclumántico que ni siquiera Lord Voldemort era capaz de penetrar.

Se recostó en la cama mirando con apatía las sombras danzantes en su habitación.

Habían pasado ya muchos días sumergido en las profundidades de su pensamiento y sabía que debía salir de aquel estado, debía descansar y volver a ser Severus Snape. El proceso no sería fácil.

Lentamente deslizó su mano bajo la almohada sacando una vieja fotografía. Los ojos verdes de Lily le miraban sonrientes. Ambos estaban sentados uno al lado del otro en el antiguo parque de juegos de Cokeworth. El pequeño Severus tenía un brazo alrededor de Lily y ella recostaba su cabeza sobre su hombro. Aquella era la foto favorita de Severus. La primera que se habían tomado juntos con una cámara muggle y aunque no pudiera moverse, la luz en los ojos de Lily era suficiente para darle vida propia.

Poco a poco empezó a resurgir de su resguardo oclumántico. Se permitió ser y sentir nuevamente. Lily era su guía, la luz entre las tinieblas. Finalmente alcanzó la superficie.

—Lily... perdóname Lily.

El remordimiento con el que había aprendido a convivir por largos años le alcanzó primero.

Su sentimiento de culpa se salía de control durante las noches silenciosas de duermevela y le acosaba con visiones siniestras del cuerpo sin vida de Lily acompañado del llanto incontrolable de su bebé, Harry.

La noche del 31 de octubre de 1981 se había quedado grabada en la memoria de Severus y era una marca indeleble en su alma, mucho más dolorosa que la oscura marca tenebrosa en su brazo. Severus cerró sus ojos e intentó dormir, pero el recuerdo de la mirada penetrante de Lily y el odio a si mismo por haberla traicionado eran como una daga afilada, apuñalándolo una y otra vez.

La fatiga era tal que estuvo tentado a tomar un trago del filtro de muertos en vida, pero antes siquiera de que pudiera levantarse, una luz plateada iluminó la habitación con un brillo cegador.

—Es hora Severus. En mi despacho, si gustas.

La voz de Albus Dumbledore se acalló al tiempo que el fénix plateado se desvanecía en la oscuridad.

Severus Snape se levantó rápidamente y se vistió con un leve movimiento de varita. Su larga capa negra apenas hizo un leve siseo al desaparecerse.

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