Draco Ataca
Advertencia:
El siguiente capítulo contiene escenas de contenido sexual explícito. Se recomienda la discreción del lector.
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El cuarto privado del Profesor Snape estaba justo detrás de su despacho, en las mazmorras. Era una estancia amplia, con un gran techo elevado de donde colgaba un candelabro de araña que en ese momento estaba apagado. La única fuente de luz, provenía de los estrechos ventanales que rodeaban la habitación, la panorámica que ofrecían no podría ser más atípica: al encontrarse bajo tierra, las secretas profundidades del Lago Negro quedaban al descubierto a través de los cristales. La tenue luz verde azulada, iluminaba las sábanas blancas de la cama de postes de madera negra.
Severus se encontraba allí, recostado contra el cabezal, su capa colgando ordenadamente en el armario, su levita desabrochada, sus pies descalzos a pesar del frío y la humedad que siempre habitaban las mazmorras sin importar la época del año. Había abandonado todo esfuerzo por cambiarse de ropa y tener una noche de sueño y descanso como lo había ordenado Dumbledore:
—Te agradezco esta información. Ahora es tiempo de mantener constantemente vigilado a Draco; un artefacto maldito es un peligro hasta para él mismo. Ve a descansar, seguro que hoy habrá sido un día bastante largo —había dicho, al tiempo que guardaba la capa de invisibilidad en su escritorio.
Severus había hecho una reverencia, pero algo en su mirada y en su premura por salir del despacho hizo que Dumbledore lo detuviese.
—No, Severus, esta noche tendrás que quedarte en Hogwarts, y sugeriría que empezaras a pasar más tiempo aquí. Las Navidades se acercan y estoy seguro de que Draco querrá arremeter muy pronto. Además, se me están acabando las excusas para decirles a los demás profesores... Minerva no está tomando nada bien que hayas descuidado tus obligaciones como Jefe de Casa, aunque Filius y Pomona por el contrario, se alegran de que Slytherin finalmente haya perdido a su mayor patrocinador...
—No puedo abandonarla —le interrumpió Severus. Su mirada clavada en el piso, su voz tenue escondía la consternación al recibir tal orden.
—No lo harás, sólo espaciarás tus visitas. Estoy seguro de que ya tienes suficiente información y muestras para continuar tu investigación desde aquí. Puedes trabajar con Remus, él puede ayudarte.
—No puedo hacerle eso, Albus. No ahora, por favor...
—¿Ahora? ¿Ha sucedido algo recientemente de lo que deba enterarme, Severus?
Severus levantó la vista hacia Dumbledore, fijándose de repente en lo anciano que se había puesto el director, en lo extenuado que parecía su rostro surcado de arrugas; siempre había juzgado a Albus Dumbledore como el mago más poderoso de todos los tiempos, magnánimo y justo, pero esta vez, pudo ver más allá de los brillantes ojos azules, pudo ver al hombre, débil y viejo en que se había convertido, pudo ver la suspicacia en su mirada, el resquemor al escuchar su negativa a la orden dada. Al final, Albus nunca había confiado plenamente en él. Él tampoco confiaría plenamente en Albus.
—No —respondió Severus agachando la cabeza nuevamente. —No ha sucedido nada.
—Siempre has sido un mentiroso excepcionalmente bueno, Severus. Desde tu primer año en Hogwarts, siempre escondiendo sentimientos, golpes... —Dumbledore se detuvo cuando notó el leve estremecimiento en el cuerpo del profesor. —Así que fingiré creerte. Si no hay nada más que añadir, puedes volver a tus aposentos, seguro que esta noche podrás conciliar un sueño reparador. Buenas noches.
Ahora en su habitación y sintiendo cierta satisfacción pueril al rebelarse contra las órdenes de Dumbledore, Severus se decidió por tener otra más de sus noches de insomnio, sumergiéndose en sus cavilaciones y recuerdos. La luz proveniente de los ventanales afeaba su rostro cetrino, dándole a su piel un tono enfermizo. En realidad, sí que se sentía enfermo, cansado, harto. Harto de vivir su vida como una mera sombra: Dumbledore, el Señor Tenebroso, Lily. La vida se le había ido en proteger y asistir a aquellas personas que lo tomaban por sentado, que esperaban todo de él, que lo habían herido de una manera u otra. Y luego estaba ella: Laurel.
Dejó que su espalda resbalara por la cabecera de la cama hasta que su cabeza quedó apoyada sobre la almohada, su aliento se alzó en vaho, pero Severus no hizo intento alguno por cubrirse con las sábanas, tan sólo el pensar en ella, en sus suaves labios, en el contacto de su boca contra su cuello, le hacía sentir un fuego recorriéndole el cuerpo. Cerró los ojos y liberó completamente su mente de las cadenas de la oclumancia; todos los recuerdos de Laurel se desparramaron como una cascada incontrolable de visiones, risas, aromas, llantos y dulzura.
Pensó en la calidez de sus besos, en la exquisitez de su boca y ese recuerdo se le entremezcló con aquel episodio de Laurel desabrochando los botones de su levita; se imaginó a sus hábiles manos deshaciéndose por completo de su ropa, su tibio aliento acercándose a su entrepierna y el suave toque de su lengua deslizándose sobre su deseoso miembro.
Las manos de Severus fueron a parar, casi sin pensarlo, a su pantalón, abriéndolo y liberando su polla erecta. Recordó el tono de su piel trigueña, la curvatura de su espalda y se prometió a sí mismo que besaría y saborearía todo su cuerpo hasta sacarle gemidos de placer. Aquellos labios rojos tan sólo repetirían su nombre, una y otra vez mientras él la embestía con fuerza, hambriento de ella, de su embriagador olor a vino especiado, hasta que finalmente él se viniera junto a ella y entonces ya nunca más sentiría frío, porque pasaría cada noche junto a Laurel.
Abrió los ojos cuando finalmente su orgasmo se había disipado, dejándole una cierta sensación de vacío, de pesadumbre al encontrarse nuevamente con la realidad, en su habitación en las mazmorras, solo y con el húmedo frío clavándose en sus huesos. Tomó la varita que estaba sobre la mesita de noche y se limpió rápidamente, volviéndose en la cama, arropándose con las sábanas y dejando que sus pensamientos volaran nuevamente hacia la mujer que había sembrado en él la ilusión de una mejor vida, una vida donde él no tuviera que quedarse en las sombras.
"Te amo, Severus"
Ya no estaba solo, alguien le quería, alguien lo amaba a pesar de su aspecto y de su carácter, alguien que supo ablandar su helado corazón. Pensó en lo que estaría haciendo Laurel en aquel momento, la imaginó dormida, soñando, tal vez con él, tal vez con su familia. Y a pesar de que en un principio había querido negarse a cumplir en su totalidad la orden de Dumbledore, le fue imposible rehuir de la pesadez en sus párpados.
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Severus no podía creer que estaba devuelta en el antiguo parque de juegos de Cokeworth. Todo estaba exactamente igual a como lo vio por última vez hace más de veinte años. El sol, un gigante rojo en el cielo, estaba ya poniéndose. Una risa familiar le hizo volverse. Allí, meciéndose en los columpios estaba Lily. Una Lily idéntica a la que había visto por primera vez a sus diez años. Su largo cabello rojo bailaba en la brisa. Le miraba y reía y se mecía cada vez más alto. Intentó ir hacia ella, pero era incapaz de correr lo suficientemente rápido, a cada paso que daba se tropezaba con el pasto crecido. Cayó de bruces un par de veces, lastimando sus manos contra la tierra áspera, pero aun así no abandonaba sus intentos. Se puso de pie con desespero y le gritó a la niña que lo esperara:
—¿Me recuerdas, Lily? ¿Me recuerdas?
Pero Lily tan sólo se reía, columpiándose más alto, más alto, hasta que dio un salto. La brisa silenciosa pareció llevársela, flotando en el viento, cada vez más lejos, cada vez más alto y Severus lanzó un grito mezclado con lágrimas, pero fue incapaz de escuchar su propia voz, tan sólo podía sentir sus lágrimas calientes rodando por sus mejillas. Dejó los ojos fijos en Lily; la niña se había alejado tanto que apenas era un puntito en el firmamento, pero Severus no desvió la mirada, no parpadeó siquiera. Tenía miedo de perderla de vista y se quedó así, hasta que el sol se puso del todo y fue incapaz de distinguirla en el cielo oscuro.
La misma brisa que se la había arrebatado volvió de pronto, agitando su capa, secándole las lágrimas y entonces escuchó los desgarradores gritos.
—¡Asesino!
Severus miró a su alrededor y se percató de que todo a su alrededor había cambiado. Se hallaba ahora en la colina donde le había rogado a Dumbledore que protegiera a Lily. Los árboles susurraban con la brisa, trayendo consigo aquella familiar voz.
—¡Asesino! ¡Asesino!
Laurel estaba en un claro, sus ojos húmedos le miraban espantados. Sus labios temblaban de miedo. Miedo de él.
—No... ¡Intenté protegerla, intenté evitarlo!
Gritó hasta que su garganta le dolió, pero aun así continuó gritando, porque no le dolía tanto como el dolor en su corazón.
Sacó fuerzas y corrió hacia ella, las hiedras y los matorrales no tardaron en atraparlo, pero llegado a ese momento, Severus estaba decidido a no detenerse. Tiró con todas sus fuerzas, haciéndose daño, lastimando sus piernas, magullándose los pies con los guijarros, pero nada le importaba. Estaba a punto de alcanzarla cuando Laurel le dio la espalda, alejándose; pero él no lo iba a permitir. Estirando su brazo, la tomó de la muñeca y la haló hacia él, envolviéndola en sus brazos, en su larga capa negra, confundiéndose ambos en la completa oscuridad de aquella colina desierta.
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Como cada mañana, Severus despertó a la misma hora, su cuerpo, después de quince años como profesor en Hogwarts, se había adaptado al ritmo de los horarios escolares. Sin embrago, aquel domingo, no era necesario para él tener que subir al Gran Comedor tan temprano. Podía pasar un tiempo más en cama, ensimismarse una vez más en los sucesos del día anterior.
Se formó la idea de que Laurel podría estar enfadada con él. Al fin y al cabo, la había dejado sola después de confesarle que lo amaba. No tenía mucha experiencia en lo que respecta a cómo funcionaba la mente femenina o las relaciones de pareja, pero era comprensible que estuviera disgustada con él. Sintió un nudo en la garganta al pensar en su cara de rabia al volverlo a ver y preocupado, repasó en su mente lo poco que sabía acerca de cortejar a una mujer: citas, chocolates, flirteos, pero todo aquello siempre le había parecido un montón de cursilerías. Sentía que su relación con Laurel había pasado de forma tan perfectamente natural que casi parecía inevitable. Tan inevitable como el paso del tiempo, al darse cuenta que se le empezaba a hacer tarde. Rápidamente se levantó de la cama.
—¡Buenos días, Severus! ¡Qué sorpresa tan encantadora verte aquí!
—Me alegro de verte también, Pomona.
El profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras estaba sentado en la mesa de profesores, con una taza de café negro y un plato con gachas de avena sin tocar frente a él. Severus tenía una copia doblada del Diario El Profeta en una mano, pero no era el periódico lo que estaba escaneando. Había notado con cierta preocupación que Draco Malfoy no estaba a la vista.
Los estudiantes tenían permiso de visitar Hogsmeade aquel día y los buenos ánimos por las cercanas vacaciones navideñas estaban por las nubes. Severus no sentía deseo alguno por encontrase en medio de aquella jovial algarabía, en especial cuando podría estar aprovechando ese día libre para estar junto a Laurel.
—Entonces, ¿cómo va el proyecto? —preguntó la profesora Sprout, acercando su silla a Severus. —Albus ha dicho que San Mungo está muy interesado en ese trabajo de investigación que estás haciendo.
—Está yendo bien. —Severus volvió sus ojos hacia la sonriente mujer. —Es una pena que no pueda compartir más contigo, Pomona, pero...
—¡Es ultrasecreto! —El profesor Flitwick saltó a la conversación, su silla levitando velozmente, deteniéndose justo al lado del profesor Snape quien de repente se sintió atrapado entre los dos curiosos profesores. —Aunque, si alguna vez necesitaras ayuda con teoría en encantamientos, no dudes en pedirla, me haría muy feliz...
—¡O herbología! —interrumpió Sprout. —Las plantas son el remedio para todo, Severus, como seguramente sabes por tu larga experiencia como maestro de pociones. Estoy segura de que un lugar como San Mungo agradecería...
—Gracias —dijo Severus, haciendo el ademán de ponerse de pie. —Muchas gracias, Filius, Pomona; pero realmente no puedo compartir de qué trata mi investigación.
—¡Oh, no tienes que hacerlo, querido! —exclamó Sprout, poniendo una mano en su hombro y empujándolo hacia la silla. —Sólo nos preguntamos adónde habéis ido todos estos días, tú y el director.
—¿Dumbledore? —preguntó Severus, levantando una ceja. —¿Ha estado saliendo de Hogwarts?
—Casi con tanta frecuencia como tú. Pensábamos que podrían estar asistiendo juntos a reuniones.
—No... realmente no lo sé... ¿Le han preguntado a Minerva?
—¡Oh, la pobre Minerva está furiosa! Siendo la subdirectora, puedes pensar que Dumbledore le informaría lo que está pasando, pero ella no tiene idea, como el resto de nosotros.
—¿Y dónde está ahora?
—Creo que está imponiendo un castigo, el chico Malfoy está a punto de reprobar su asignatura. —dijo Flitwick pensativo. —Y el muchacho ha faltado a muchas de mis clases también. Has descuidado a tus pupilos, Severus... Sospecho que esperas dejarnos pronto. ¿Te ha ofrecido San Mungo alguna plaza? Un mago tan joven y brillante como tú, seguro que podría...
—Tienes razón, Filius. Últimamente me he descuidado. Haré todo lo posible para remediar la situación. Ahora, si me disculpan, tengo que volver a mis funciones.
Ambos Jefes de Casa vieron desaparecer la ondeante túnica negra por la puerta que conducía a las mazmorras, ambos se miraron con caras de sospecha.
—Te apuesto diez galeones a que tiene que ver con Quien-tú-sabes.
—Sabiendo que es un ex Mortífago no me sorprendería —respondió el profesor Flitwick mientras toma un sorbo de su té.
—No hay ex Mortífagos Filius. Solo Mortífagos muertos.
—Albus confía en él, Pomona. Solo espero que no haya fricciones entre las filas de la Orden del Fénix.
—¿Quién sabe? Snape se ve un poco diferente últimamente, un poco ansioso.
—¿Quién no lo estaría? Definitivamente no me gustaría estar en su lugar, ocupando el puesto maldito y todo.
—Hay algo más, algo en sus ojos que no había visto antes.
—Vaya, ¿ahora eres legeremante, Pomona?
La profesora Sprout puso los ojos en blanco hacia el profesor Flitwick al tiempo que tomaba un panecillo de la bandeja que estaba junto a ellos.
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Severus se paseaba de un extremo al otro en su despacho. Había intentado hablar con Dumbledore, había ido hasta la oficina del director sólo para encontrarse con la noticia de que se había marchado esa misma mañana. No podía entender porque Dumbledore no le había informado acerca de aquellas misteriosas salidas, también se había rehusado a decirle de que trataban aquellas "clases particulares" con Potter; incluso, había aceptado su negativa de no discutir el tema del anillo más a fondo. La ira se le empezó a acumular en el cuerpo, Dumbledore no lo consideraba digno de confianza y aún así, esperaba completa lealtad de su parte.
—He tenido suficiente —susurró para sí, al tiempo que buscaba su bolso de cuero y se disponía a salir de su despacho, a abandonar Hogwarts.
Pero tan pronto como abrió la puerta se encontró de frente con la cara pastosa de Filch, el conserje, quién parecía haber venido corriendo hasta su despacho y sostenía en su mano un paquete envuelto con una bufanda.
—¡Profesor! —jadeó. —¡La Profesora McGonagall me ha enviado a entregarle esto! ¡Ha dicho que no lo tocara por ningún motivo!"
Severus miró extrañado el paquete, entre el papel rasgado se podían ver perfectamente los brillantes ópalos verdes de un ornamentado collar. Lo reconoció enseguida, el collar maldito que había acabado con la vida de al menos diecinueve muggles, hasta hace poco exhibido para la venta en Borgin y Burkes.
"Draco"
La voz de Narcisa resonó en su mente.
—¿Alguien ha sido afectado? —preguntó al tiempo que hacía levitar el collar con su varita, examinándolo de cerca, sintiendo la fuerza de la potente magia oscura irradiando de los hermosos ópalos.
—Una chica Gryffindor. Estaba en Hogsmeade cuando ocurrió.
—¿Está aún con vida?
—Tal parece, Profesor. Hagrid la ha llevado a la enfermería.
—Creo que la pobre chica necesitará mucho más que la atención que Madam Pomfrey pueda ofrecerle —dijo Severus, llevando el collar hacia su despacho y guardándolo en un sitio seguro bajo llave.
Tomó unos cuantos brebajes que sabía serían útiles para un caso tan grave y salió con premura de su despacho en dirección a la enfermería.
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Los profesores Sprout, Flitwick y McGonagall, junto con Madame Pomfrey, miraban al profesor Snape, encorvado sobre la cama de Katie Bell. Él estaba realizando una contra maldición altamente compleja, un hechizo difícil en un idioma antiguo y olvidado. Su varita se deslizaba a través del cuerpo de la chica, recogiendo pequeñas cantidades de una sustancia oscura y viscosa y depositándolas dentro de una poción de la que surgía un humo gris, neutralizando los restos de la maldición fatal que Katie tuvo la suerte de sobrevivir.
—Es un milagro que siga viva —dijo Flitwick, examinando el agujero en el guante de la joven, la causa del encuentro cercano de Katie con la muerte.
—La pregunta es quién era el objetivo previsto —dijo Sprout. —Ciertamente, no era la chica.
—Todavía no lo sabemos, Pomona —McGonagall miró la delgada figura de Severus. —Pero te aseguro que encontraremos quien le hizo esto a mi alumna.
Severus se quedó con la joven inconsciente hasta el anochecer, cuando estuvo seguro, no quedaban restos de la maldición en su cuerpo y sus padres vinieron para llevarla a San Mungo. Estaba exhausto, había agotado toda su energía al concentrar toda su magia en la oscura contra-maldición. Esta era una de las razones por las que la magia Oscura tenía tan mala reputación entre el mundo mágico. La magia Oscura requería sacrificio, desgaste, odio e ira, emociones que la mayoría veía con malos ojos. Pero él no. Severus había entendido que la mejor manera de luchar contra la magia oscura era con la magia oscura misma.
Se sentó en la cama que había sido ocupada antes por Katie, tentado a simplemente dejarse caer y cerrar los ojos. Sintió una acidez en el estómago a causa de la falta de alimento, pero él lo ignoró, se limitó a enterrar su cabeza entre sus manos y la mantuvo allí. En su mente empezó a barajar las distintas hipótesis de cómo el collar había caído en manos de la chica. Estaba seguro de que había sido Draco, pero no tenía pruebas de ello en aquel momento. Definitivamente, había sido un plan estúpido el intentar enviar aquel collar a Dumbledore, jamás habría funcionado.
Severus respiró hondo, pensando en lo que hubiera podido sucederle a la chica si se hubiera marchado de Hogwarts como había querido. Tal vez hubiese muerto en cuestión de horas, o probablemente no sería capaz de recobrar la consciencia nunca. Por un instante, imágenes de Laurel yaciendo muerta o en estado vegetativo titilaron frente a él, como fogonazos que le causaron dolor de cabeza.
—Ella estará bien. Es más fuerte de lo que crees.
Se sorprendió al darse cuenta de que no se encontraba solo. Bajó sus manos hasta el puente de su nariz, sus ojos mirando por encima de la pirámide que formaban. La Profesora Sprout se encontraba frente a él, mirándole preocupada. Severus sintió un súbito calor en sus mejillas.
—¿Cómo sabes...? —pero entonces comprendió que Pomona se estaba refiriendo a Katie Bell y dejó salir un tenso suspiro. —Si, he hecho todo lo posible, la señorita Bell mejorará.
—Severus, nos conocemos desde hace quince años y últimamente he notado que parece que llevas un enorme peso sobre los hombros. ¿Hay algo con lo que te pueda ayudar?
—No, yo no... —pero se detuvo a mitad de frase. En realidad, sí había algo con lo que Pomona podía ayudarle. —A decir verdad ¿Me preguntaba si tendrías algún ejemplar de árbol de laurel en los invernaderos?
—¿Laurel? —se preguntó extrañada Sprout. —¡Por supuesto que sí! Bien sabes las cualidades del árbol para la magia. ¿Lo necesitas para realizar una poción?
—Más bien, para un regalo.
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