*7*
Era el año 439 cuando los suevos, un pueblo germánico fundado en la primera mitad del siglo V, se adentraron hasta las tierras de la Bética oriental comandados por el rey Rékhila para llevar a cabo la conquista de Augusta Emerita, la capital de Lusitania.
El rey Rékhila era agresivamente despiadado contra la población hispanorromana y los practicantes del catolicismo. Durante la conquista de Augusta Emerita no tuvo misericordia con la población hispana, que luchó con todas sus fuerzas para defender su hogar, sin embargo, el pueblo fue saqueado, vandalizado y brutalmente asesinado en la contienda al paso del pueblo germano.
Mientras el rey y sus hombres recorrían la ciudad mancillada, la imagen de un pequeño niño captó su atención, un infante de no más de 6 años de cabello negro y lacio, arrodillado entre los escombros frente a una mujer cubierta de sangre, entre sus blancas manos sucias por la sangre sujetaba fuertemente la cruz que colgaba sobre su pecho mientras murmuraba un rezo con los ojos cerrados por el descanso del alma de su familia asesinada.
El chillido del desenfunde de una espada hizo que el pequeño detuviera sus rezos y abriera sus ojos para ver a los de quien sería su verdugo, un soldado suevo que se disponía a reunirlo con su familia con el filo de su espada.
—¡Espera! —Un joven rubio casi platinado de 16 años detuvo al soldado, atajando su mano antes de dar el golpe mortal. Algo en la mirada de los ojos grises del niño lo había cautivado, quizás era que estaban cristalizados por la tristeza, mas no lloraba, o que miró al soldado sin una pizca de miedo a la muerte, pero algo vio en ellos que le decía que ese niño no debía morir. —¡Padre! —Llamó al rey. —Déjame conservarlo, por favor. Será mi responsabilidad.
El rey se acercó a su hijo, que escudaba al pequeño detrás de su espalda, y lo hizo de lado empujándolo bruscamente para ver mejor al huérfano de cabellos negros, arrodillándose frente a él. Escudriñó su tierno rostro con el ceño fruncido, propinándole una cachetada pues el menor le sostuvo la mirada sin mostrar sumisión al conquistador, pero, ante el golpe, el pequeño solo llevó su mano a su mejilla golpeada, sin permitir que ninguna lagrima resbalara de sus ojos acuosos. —Está bien, Rekhiario. —Se volvió a acercar al niño y le arrancó el collar que llevaba en su cuello, mirando con repudio a la cruz que colgaba, aventándola al fuego de una casa que se incendiaba cerca. —Será tu mascota y como tal debes darle un nombre.
—¿Un nombre? —Sus ojos azules se encontraron con los grises, observándolo detenidamente, notando por primera vez que estos eran tan claros que tomaban un ligero matiz violáceo. Una sonrisa se formó en el rostro del joven príncipe de los suevos. —Tu nombre será Cid.
Aunque su padre decía que era su mascota, Rekhiario cuidaba de Cid como si se tratara de un hermano menor, uno al cual le enseñó a hablar latín tardío y dialectos germánicos, lo inculcó en el paganismo e instruyó en las artes bélicas.
Desde que vio sus ojos grises en la devastación de su ciudad natal, entre el caos de la muerte y la suciedad de la sangre, supo que sería un gran guerrero, uno que se mantuvo a lado del príncipe para protegerlo mientras su padre realizaba las conquistas y uno que peleó fervientemente cuando Rekhiario ascendió como rey tras la muerte de su padre en el año 448.
Cid tan solo tenía 15 años cuando se convirtió en la mano derecha del rey Rekhiario, por quien luchaba a capa y espada, con decisión y vehemencia, como muestra de su gratitud por haberle salvado la vida en la masacre de su pueblo.
Nunca fue simpatizante del padre de su amigo, el difunto rey Rékhila era un bárbaro sanguinario que despreciaba a su pueblo, los hispanorromanos, y ofendía a sus creencias católicas constantemente, pero Rekhiario era diferente, al menos con Cid lo era. Al ser un hispano entre los soldados suevos, Cid tuvo que endurecer su personalidad, manteniéndose estoico en todo momento, inmutable a los juegos y las burlas de los que eran sus compañeros, únicamente concentrado en el deber, pero una vez que se encontraba con su rey se sentía cómodo, tan cómodo que incluso retomó las prácticas de su religión católica y le habló de ellas.
—Tengo un sueño, Cid. —El aludido volteó hacia su rey, quien observaba un mapa del antiguo continente sobre una enorme mesa de madera.
—¿Me permite saberlo, mi rey?
Una sonrisa amplia se formó en su rostro y se sentó a sus anchas en su cómodo asiento antes de suspirar. —Quiero que el reino suevo abarque toda la península.
—Es un sueño bastante ambicioso, mi rey. —Pronunció a su lado, observando el mapa, donde se vislumbraba el amplio territorio que habían ganado los suevos poco a poco. —Si me permite señalarlo, necesitará acrecentar su ejército si desea cumplir su meta y, para lograrlo rápidamente, requerirá una alianza.
—Lo sé... —Acarició la barba corta que enmarcaba su rostro antes de voltear a verlo, sonriendo cuando sus ojos azules se encontraron con los grises del más joven. —Lo sé... —Suspiró. —Pero te prometo que algún día tendrás entre tus manos una moneda con mi nombre y mi rostro y que esta será utilizada en toda la península.
Siguió su consejo y en busca de acrecentar su poder, su riqueza y su ejército, renunció a su religión pagana para adoptar el catolicismo y se alió con los visigodos, casándose con la hija del rey Teodorico I.
Cid estaba maravillado con su inclusión al catolicismo, pero la noticia de la boda de su rey fue un golpe duro para el hispano. Tuvo que aceptar en silencio que ahora quien estaría siempre junto a su rey de hermosos cabellos platinados sería la princesa de los visigodos, alguien a quien creía indigna pues ella no admiraba ni servía a su rey con tanta devoción como la suya, nadie nunca lo haría.
Con solo dieciséis años emprendió hacia las que serían innumerables batallas para cumplir el sueño de Rekhiario. La expansión del reino suevo tuvo un periodo fructífero por 3 años hasta que en el año 453 el Imperio Romano les puso un alto, obligándolo a firmar un acuerdo en el cual la provincia Cartaginense seguiría perteneciendo a la autoridad imperial.
Sin embargo, Rekhiario no se conformaba con que la extensión de su reino abarcara únicamente la Gallaecia y Lusitania.
—Tiene que ser paciente, mi rey. —Cid observaba como su señor en un arrebato de coraje ponía de cabeza sus aposentos por la frustración.
—¡Pero estábamos tan cerca hasta que aparecieron los malditos del Imperio!
—Es verdad... —Levantó un florero del piso y lo devolvió a su lugar, conocía perfectamente donde debía ir cada objeto en el cuarto del rey. —Pero el Imperio es muy fuerte aún, de romper el acuerdo y movilizarnos ahora todo se habrá perdido.
—¿Y? —Golpeó con ambos puños la mesa antes de acercarse a Cid, reduciendo peligrosamente la distancia entre ambos. —¿Me estás diciendo que debo agachar la cabeza y meter la cola entre las patas?
—No, mi rey... Solo le pido que sea paciente. —Contra todo impulso de mirar sus labios, Cid mantuvo la vista fija en los ojos azules claros del germano mientras su corazón latía exaltado por la cercanía. —El momento adecuado llegará.
Y el momento adecuado llegó después de las perturbaciones en el seno del Imperio y la muerte del emperador. Aprovechando la inestabilidad de los romanos, Rekhiario rompió el acuerdo en el año 456, invadiendo la Cartaginense y también la provincia imperial Tarraconense en un movimiento aún mas desafiante contra el Imperio debilitado.
Cid estaba satisfecho, el sueño de su rey, por quien hacía correr sangre en los campos de batalla, se estaba cumpliendo poco a poco, incluso ya se usaban las monedas con su imagen en su reino, y era un honor para él, que se mantuvo a su lado acompañándolo en las buenas y en las malas, festejando las victorias y planeando nuevos planes tras las derrotas. Estaba orgulloso de ser su mano derecha y su consejero en batalla, aunque era muy joven su inteligencia estaba a disposición del rey suevo para la guerra, pero hubo algo que nunca contempló.
Siempre supo que esa boda fue por razones expansionistas, una mera alianza entre dos reinos porque, aunque Rekhiario no lo tocaba, la forma en la que lo miraba tenía más afecto que las miradas que le dedicaba a la princesa visigoda, pero era una alianza al final de cuentas, la cual fue rota cuando el ejército visigodo les hizo frente al penetrar en la península en nombre del Imperio.
Fue en el otoño cuando el ejército suevo sufrió la derrota a mano de los visigodos.
El rey impulsivo y orgulloso no quería huir, pero Cid lo subió a su caballo y juntos cabalgaron hacia Braga para buscar refugio.
—No te dejaré, mi rey. —Pronunció el hispano. —Yo te protegeré. ¡No todo está perdido! —Sujetó el rostro del rey que devastado estaba perdido en la tristeza de su derrota, obligando que sus ojos azules se encontraran con los grises. —Reuniremos un nuevo ejército, viajaremos para reclutar más vándalos y exiliados, cualquier enemigo de los visigodos y los romanos y recuperaremos lo que le pertenece, se lo prometo. —Pero cuando Rekhiario posó sus pupilas en él, enmudeció por completo.
El rey buscó debajo del cuello de su ropa y desató un collar en el que colgaba una cruz de oro blanco. —Quiero que tengas esto, mi leal amigo. Sé que tú crees en esto más que yo. —Tomó la mano del hispano para que recibiera el objeto y después juntó su frente con la de él, encontrando mas hermosa que nunca la ligera tonalidad violácea que adquirían sus irises grises, agradeciendo en silencio los dieciocho años que Cid permaneció a su lado siendo fiel, de quien sabía que sus ojos grises únicamente miraban a los suyos, sonriendo después de un largo suspiro.
Cuando se separaron Cid lo miró perplejo acompañado de un ligero rubor en sus mejillas, temblando pues el regalo lo sintió como uno de despedida. —No se de por vencido por favor. Lo acompañaré hasta que cumpla su sueño. ¡Lo juro con mi vida!
Pero ese juramento no se cumplió.
Una noche mientras se encontraban en Oporto, la belleza de Cid capturó la atención de un depredador que se alimentaba de la sangre humana, un demonio de la noche que lo había estado observando desde Braga en las sombras y sentía celos de la devoción que Rekhiario tenía del hispano, así que los separó en un acto de celos y egoísmo puro.
El demonio atacó en la oscuridad de la noche y sin que el rey suevo se percatara se llevó consigo a su leal amigo y soldado, quien luchó entre los brazos de esa criatura, inútilmente pues por más que lo golpeara su dura piel lo protegía, pero después que esta lo mordiera y bebiera casi toda su sangre, acercándolo peligrosamente a la muerte, dejó de patalear. Cuando la criatura se apartó de su cuello durante los que creyó serían sus últimos latidos, Cid por fin pudo observar su rostro, era un hombre muy pálido, de cabellos blancos un poco largos y unos profundos ojos negros, en los que se perdió embelesado, pensando que esos hermosos ojos coronados por unas largas pestanas sería lo último que vería y así fue hasta que un sabor dulce inundó su boca. proveniente de un líquido cálido y espeso que le supo a la gloría. Buscó aquel manantial con sed y hambre y se aferró a él, cerrando los labios alrededor de la muñeca de la criatura que sangraba, hasta que esta, debilitada y a punto de morir, lo apartó de un golpe para evitar que se llevara su vida.
Cid sufrió agónicamente la metamorfosis ocasionada por el intercambio de sangre, como célula por célula moría para dar paso a una nueva, diferente y más fuerte, que se replicaron a pasos agigantados hasta que todo su cuerpo fue uno nuevo.
—¡¿Qué me has hecho, demonio?! —Gritó confundido y con sus ojos que se tornaron violetas, destellando como nunca antes.
—Mi nombre es Oneiros, no demonio... —La criatura se acercó a él y aprovechando su estupor lo tomó suavemente del rostro para depositar un beso casto en sus labios delgados. —Te he hecho mío. Tú serás mi compañero. —Y antes que Cid volviera a reclamar lo mordió otra vez, ahora en el hombro.
Cid volvió a sentir de aquel tirón que llegaba hasta su corazón y amenazaba a su vida, y aunque Oneiros estuviera débil por la transformación aún era más fuerte que el hispano, que volvió a intentar defenderse, por lo que pudo subyugarlo con facilidad hasta que perdió la consciencia entre sus brazos.
Cuando abrió los ojos solo la oscuridad total lo rodeaba. Tanteó con sus brazos y se percató que no podía extenderlos por completo pues el espacio era muy limitado alrededor de su cuerpo. Tanteó a su izquierda y era lo mismo, pero cuando lo hizo a la derecha había una forma humana a su lado. Ahogó un grito cuando esta le rodeó con sus brazos fríos y entrelazó sus piernas a las de él, estirando su cuello para apartarse de su aliento que no quería sentir golpeando sus mejillas, aunque era imposible en ese pequeño espacio que compartían.
—Tranquilo, Cid... Pronto oscurecerá y seremos libres en la noche.
Pero cuando la noche llegó Cid no fue libre. Intentó escapar para volver con su rey, Rekhiario, y cumplir su promesa de permanecer a su lado y protegerlo, pero Oneiros era mucho más fuerte que él, además que estaba débil pues el demonio de ojos negros había bebido su sangre y lo llevó a dormir sin alimento.
—¡Déjame ir con mi rey!
Oneiros observaba fascinado la insistencia de Cid por regresar a lado del rey suevo, sorprendiéndose pues cuando él fue transformado lo único que podía pensar era en alimentarse sin parar, pero eso parecía no suceder en el joven de cabellos negros; su amor y la lealtad por el germano era mayor y cumplir su misión era lo único que le importaba, algo que Oneiros aprovechó a su favor.
Cid era un guerrero, uno enamorado, y no dejaría de luchar hasta regresar a su lado, pero al no alimentarse se fue debilitando y así era más fácil ser controlado por su creador.
Transcurrieron dos meses en los que Oneiros solo le daba las sobras de sus víctimas y, aunque a Cid le asqueaba, bebía la poca sangre de los moribundos. Oneiros pensó que su compañero había desistido en su idea de regresar con su rey así que una noche de diciembre lo sacó a su primera cacería, pero apenas Cid se alimentó hasta llenarse, con sus renovadas fuerzas escapó en un descuido del demonio de cabellos blancos.
Cid volvió a Oporto y cuando llegó al lugar donde Oneiros lo secuestró captó el aroma de su rey, el cual siguió hasta que llegó a la plazuela de la ciudad, donde observó con horror mientras su corazón se rompía al cuerpo sin vida de Rekhiario que había sido ejecutado en la horca horas antes.
Cayó de rodillas frente al cuerpo inerte y después de un jadeó ahogado continuaron una infinidad de sollozos. Cid se permitió llorar como no lo había hecho nunca antes, abrazando las piernas frías y tiesas de su rey, a quien le había fallado, a quien no pudo proteger y a quien nunca pudo confesarle su amor, quien debió pensar que lo había abandonado como un cobarde cuando no fue así.
—Cid...
La voz de Oneiros se escuchó entre su llanto, pero ni siquiera lo escuchó, solo giró hacia él cuando sintió su cálida y repugnante lengua deslizándose por su mejilla para no desperdiciar la deliciosa sangre del hispano que se corría como lágrimas. Su duelo poco le importó y aprovechando el estupor del pelinegro volvió a clavar sus dientes en él.
Esta vez pensó que si lo mataría por haber huido y por primera vez no quiso impedírselo, había perdido a su rey, su salvador, su motivación, su todo, y mirando el rostro ensombrecido de su amado germano y sus ojos azules sin brillo, semicubiertos por unas cuantas hebras de cabello rubio, se dejó ir mientras esa imagen se gravaba en lo más profundo de su memoria.
Pero Oneiros tenía otros planes.
El deseaba la compañía de Cid, su melancólica pareja rota, que apenas le hablaba y nunca le sonreía, al contrario, le miraba con el más profundo de los rencores en sus ojos violetas, pero al menos ya no intentaba huir ni matarse tras la muerte de su amado.
Así pasaron 84 años en los que el tiempo no se vio reflejado en sus rostros ni en sus cuerpos. Mientras viviera Cid tendría la apariencia de un hombre joven de 23 años, pero su sabiduría aumentó considerablemente. Junto a Oneiros aprendió mucho sobre su especie, los vampiros, sus fortalezas y debilidades, además de un sinfín de rumores que le parecían ridículos sobre ellos. Pero lo más importante es que adquirió fuerza, una fuerza que usó para matar a Oneiros después de casi un siglo juntos.
El vampiro de cabellos blancos jamás lo vio venir, creía que Cid ya había olvidado la muerte de Rekhiario con el transcurso de los años. Si bien Cid era frio y no era la persona más afectuosa llegó a intimar con él, y que haya permanecido a su lado sin rechistar lo interpretó como algo positivo, pero Cid jamás dejó de responsabilizarlo por la muerte de su amado, si Oneiros no lo hubiera secuestrado para volverlo su compañero, su rey jamás hubiese quedado solo y desprotegido. Era algo que nunca iba a olvidar, ni a perdonar. En su pecho siempre colgó la cruz que él le obsequió y en su bolsillo izquierdo había una moneda con su nombre y su rostro grabado, y aunque quisiera olvidar, la imagen de su rey colgado sin vida jamás abandonaría sus pensamientos.
Una vez que estuvo libre y sin creador después de realizar su venganza su dio cuenta que ya no tenía motivos para vivir, así que decidió enfrentar a su enemigo mortal para acabar con su existencia como asesino de la noche, pero en cuanto el primer rayo del sol salió y su piel comenzó a arder unas preguntas surcaron su mente.
¿Qué pasaría con su alma?
¿Todavía tenía una?
Desistió en su suicidio y antes que su cuerpo hiciera combustión se resguardó bajo tierra. Su piel ardía y el olor a quemado era repulsivo pues se trataba de su carne, pero esas dudas seguían dando vueltas en su cabeza.
Cid había sido católico toda su vida, incluso cuando vivió con los suevos rezaba a escondidas para que el rey Rékhila no lo castigara, pero desde que renació como vampiro se había separado de su fe.
No se consideraba digna de ella y mucho menos de Dios, después de todo era un asesino de hombres inocentes. Si tuviera un alma de seguro iría al infierno, lo cual le parecía un castigo justo pues, aunque nunca quiso vivir como vampiro lo hizo con el fin de llevar a cabo su venganza contra Oneiros y se alimentó de muchos para conseguir las fuerzas para lograrlo, pero según sus conocimientos del cielo y el infierno estos eran exclusivos de los humanos, los seres que poseían alma.
¿Acaso había perdido la suya cuando se transformó en vampiro?
Con esas dudas atormentándolo fue que mancilló el suelo santo de una iglesia con su presencia. Entro con miedo. Para su sorpresa no estalló en llamas al poner un pie dentro, pero con sus ojos inmortales las imágenes de los santos se volvieron más vividas, podían sentir como lo señalaban como algo maligno y despreciable, sin embargo, respiró profundo para darse fuerzas y caminar tímidamente hacia el altar, con la mirada baja para no insultar a quien alguna vez fue su Dios.
Tragó duro cuando estuvo frente a la figura crucificada de Jesús y apretó sus puños cuando tuvo el impulso de persignarse, más se contuvo. No sabía que decir y no creía que debía ensuciar aquel lugar con su impureza, pero necesitaba respuestas y no sabía a quien más acudir.
Bajó una rodilla al piso y después la otra, nunca despegó la vista del hijo crucificado de Dios, aquel que era tan piadoso que había muerto para salvar de sus pecados a sus asesinos para que no sufrieran la ira de su padre, esperando tener un poco de su infinita misericordia.
—Jesús, no me atrevo a pedir la misericordia de tu padre por lo que me arrodillo frente a ti para solicitar tu intercesión. Sé que he pecado en cuerpo y pensamiento y sé que no soy digno de estar aquí en tu casa frente a ustedes, pero temo por mi alma, temo haberla perdido en esta encrucijada por la que estoy pasando y temo que es lo que pasará con ella cuando llegue al descanso eterno. Soy un demonio y por mis manos ha corrido la sangre de tantos, pero quiero acabar con este martirio, esta existencia que es una blasfemia para todo lo sagrado y benevolente de este mundo, más temo que al hacerlo no quieran aceptarme ni en el infierno para sufrir el castigo que merezco o para reformarme. —Bajó la mirada y miró sus manos pálidas en donde resplandecían las uñas de sus dedos que parecían estar hechas de cristal. —Te lo suplico, ayúdame a discernir para transcender hacia el camino que consideren justo para un ser como yo. ¿Será posible que aún hay una oportunidad para mí, para mi salvación?
Fue entonces cuando sus oídos sobrenaturales captaron un grito a lo lejos. Sus ojos se desviaron hacia su dirección, pero después se posó en los ojos de la figura de Cristo, que le miraban suplicantes como si le pidiera que actuara, así que fue. Se transportó como una sombra fugaz en medio de aquel poblado y cuando dio con la fuente de ese grito se encontró con una joven mujer que luchaba contra un hombre que deseaba abusar de ella.
Cid sujetó fuertemente al abusador de su cuello, quien al intentar defenderse soltó a la muchacha la cual salió corriendo rápidamente y una vez que estuvo lejos Cid se llevó al sujeto entre las sombras. El hijo de su Dios le había pedido que actuara y ya había salvado a la inocente, pero mientras observaba la mirada horrorizada del hombre entre sus manos se preguntó que debía hacer con él. Ambos eran unos monstruos, ambos atacaban inocentes, pero Cid fue convertido contra su voluntad y debía matar para sobrevivir, como haría cualquier otro ser vivo en busca de alimento, y dudaba que el sujeto hubiese tomado ese camino de la misma forma y por las mismas necesidades. Cid era un demonio, pero podía ser mejor que el que tenía en sus manos, así que encajó peligrosamente sus uñas en su cuello, por donde empezó a correr la sangre a través de las aberturas en su carne. No logró resistir el aroma del líquido carmesí así que clavó sus colmillos en él, y mientas bebía observó fragmentos de su víctima, la chica que intentó atacar esa noche no fue la primera en padecer sus crímenes, y aunque Cid ya no quería seguir pecando estaba tan asqueado por lo que vio que no se contuvo al matarlo.
Ya revitalizado, con sus sentidos desbordados y su mente expandida frente al cuerpo de ese maleante muerto tuvo una epifanía.
¿Esa era la respuesta que necesitaba?
¿La forma con la cual trascendería para salvar su alma?
Cid lo pensó. Era una especie de demonio, pero portaba una cruz en su pecho y al pisar al suelo santo de la iglesia no sufrió la ira de Dios, al contrario, Jesús le había dado una encomienda cuando solicitó su intercesión para su salvación.
Cid estaba lejos de ser un ángel para el servicio de Dios, pero aún podía ser su sirviente y se llevaría todo el mal que encontrara en el mundo con la esperanza que algún día, cuando llegara el final de su existencia su alma descansaría eternamente en paz.
Con esa misión en mente vagó durante centenares, yendo de pueblo en pueblo, ciudad y ciudad, limpiándolas de toda la escoria de la sociedad, de todo aquel humano que dañara a su prójimo inocente, contaminando al rebaño de su Dios.
Sería su lobo...
O su ángel de alas negras...
Lo que Él quisiera que fuera al realizar su contribución para un mundo mejor.
No sabía cuánto ni cuándo sería suficiente, pero considerando que el suicidio era un pecado, pensó que era su deber existir hasta el final de los tiempos de los humanos, llevando a cabo esa labor. Solo entonces podría morir con el resto de la humanidad y con suerte se abrirían las puertas del cielo para él.
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Disfruté mucho escribir este capítulo, lo consideré un reto muy interesante.
Mabe de mi corazón, tu eres la experta en los visigodos y la historia. Si hay errores perdóname, mi maestro fue wikipedia.
Y respecto al tema de religión, tampoco soy experta. Soy atea pero no busco ofender a nadie y si es así pido perdón de antemano, es solo parte de la historia y una parte muy importante para el personaje de Cid.
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