*11*
En los ojos de Aspros, Sísifo, el adorable domador de caballos, estaba infectado.
El pobre estaba tan enfermo que ya no diferenciaba del bien y del mal, al menos así lo creía el cazador, pues cuando le comentó al rubio del elevado número de asesinatos causados por su endemoniado amante, este ni se inmutó; y su grado de enfermedad era tal, que seguía sin decir palabra alguna en contra de aquel demonio para protegerlo incluso cuando estaba a punto de ser ejecutado por culpa de su maligna existencia.
Mientras le observaba encima de ese patíbulo sintió lástima por él, por el precio que tendría que pagar por atraer a una criatura de la noche, un demonio que se alimentaba del rebaño de Dios, mofándose al salirse con la suya cada que anochecía; pero no más, estaba decidido a hacer pagar a ese vampiro con la muerte.
Aspros tenía un trabajo que se volvió su misión personal seis años atrás. Ocurrió cuando un demonio rubio y ciego infectó a su hermano gemelo, Deuteros, transformándolo en su congénere, una criatura que no podía salir bajo la luz del sol y que tenía un hambre colosal que solo podía ser saciada con una sola cosa, sangre humana fresca.
Durante años habían viajado juntos bajo las órdenes de su orden para matar a las criaturas, pero siempre fracasaban. Muchos de los cazadores lo hacían al no tener la herramienta más necesaria para llevar a cabo la cacería y esa era el conocimiento.
Durante generaciones, los cazadores atacaron a los vampiros ilusamente con lo que se rumoraba les hacía daño, descubriendo antes de morir que los rumores eran falsos, y lo peor era que no tenían oportunidad de informar sobre esas hipótesis falsas a sus compañeros, que terminaban repitiendo sus mismos errores.
Pero la transformación de su hermano marcó un antes y un después en el conocimiento de los cazadores, y todo gracias a ese vampiro altanero que lo había transformado como un castigo por irrumpir en su guarida durante una misión, porque no había nada peor que transformarte en lo que juraste destruir.
Sin embargo, aquel vampiro que condenó a su hermano jamás consideró la terrible fuerza de voluntad que tenía el menor de los gemelos, quien trató de resistir sus instintos de vampiro para que su hermano y su orden aprendieran de él.
Al principio, el joven vampiro Deuteros solo tenía que contener sus instintos asesinos para que probaran varias de sus hipótesis, descubriendo con horror el gran engaño con el que habían vivido, pero después también tuvo que contener sus instintos de supervivencia cuando comenzaron a poner a prueba su resistencia para descubrir que era lo que verdaderamente podía dañar a su especie.
Deuteros era un vampiro joven, mal alimentado, que suprimió todo su raciocinio de defenderse y escapar porque su hermano mayor, Aspros, se lo había pedido, quien le aseguraba que gracias a su sacrificio la verdad salió a la luz, que gracias al dolor al que lo sometió la orden por fin tenía conocimiento para cumplir con el trabajo que Dios les había encomendado y que este se lo compensaría en el paraíso y ellos orarían por siempre por el descanso eterno de su alma.
Con el dolor de su corazón, Aspros asesinó a su propio hermano después de someterlo durante meses a las más horribles torturas, abusando de su confianza ingenua, su fe y su compromiso con la orden y su gemelo, quien juró venganza contra la especie que le había arrebatado a su hermano menor al infectarlo, la cual llevaría a cabo con todo lo que había aprendido gracias al sacrificio de Deuteros.
Esa era toda su motivación, realizar su venganza contra aquella especie. Los buscaría por todo el mundo, sin permitir que los límites del trabajo de su orden se interpusieran en su camino y a veces aprovechándose del poder que le concedía ser un soldado del vaticano. Mataría a todos los vampiros que estuvieran a su alcance y soñaba con el día en el que matara al vampiro rubio que infectó a su única familia.
Aspros si resintió la muerte de su hermano, pero no dejó que eso lo afectara, no cuando creía firmemente que la muerte era la única cura contra esa infección, al igual como lo sería con Sísifo.
Mientras observaba como removían el abrigo y los zapatos del rubio que tembló con la fría brisa del invierno antes de subirlo al patíbulo, pensó en lo asombroso que fue para si mismo descubrir que a pesar de tener la mordida en su cuello aún podía estar bajo la cálida luz del sol. Pensó que quizás el grado de infección era mucho menor en Sísifo comparándolo con su hermano, pero aún así la cura sería la misma.
El cazador volteó al horizonte, faltaban varios minutos para que la tarde cayera por completo. Debía medir bien su tiempo, Sísifo todavía debía estar vivo cuando oscureciera para que su llamado guiara al vampiro hasta la trampa, pero la hoguera debía estar completamente encendida cuando llegara para que se los llevara a ambos de regreso al infierno al que pertenecían, aunque la actitud resignada de Sísifo comenzaba a preocupar sus planes. Temía que su voluntad los fuera estropear, que el supuesto amor que sentía fuera tan fuerte que haría todo para proteger a ese demonio por quien creía valía la pena morir, pero no lo permitiría, si el domador no llamaba a su vampiro él lo haría en su lugar.
Aspros subió a la tarima detrás del patíbulo para llegar hasta el rubio, quien seguía con su expresión triste pero determinada. Sacó un pequeño puñal de uno de sus bolsillos y con este rozó su rostro con una actitud amenazadora. —Tienes que decirme su nombre, Sísifo. —Pero el rubio siguió ignorándolo, molestándolo con su silencio, así que aplicó fuerza sobre su frente.
Sísifo trató de apartarse de aquel cuchillo que bajaba por el costado de su rostro, cortando su piel desde su frente hasta su mentón, pero era inútil por las cuerdas que lo sujetaban a ese grueso poste de madera, solo pudo apretar los dientes, aguantando la respiración mientras lo cortaban. Una vez que el filo dejó de lastimar su piel jadeó con profundidad y respiró agitado por el dolor.
—Su nombre, Sísifo.
Pero la única respuesta que obtuvo el cazador fue un golpe de saliva que impactó justo entre sus cejas azules pobladas.
—De acuerdo... —Aspros limpió su rostro con la manga de su sotana, manteniendo la compostura, aunque estaba asqueado y muy molesto. —Con que así lo quieres.
Sísifo se relajó cuando Aspros retrocedió, pensando que se marcharía, pero emitió un alarido de dolor cuando el puñal del más alto perforó la palma de una de sus manos, clavándola al poste de madera. El cuerpo de Sísifo tembló ante la corriente de dolor que estremeció todo su cuerpo seguido del intenso calor que sintió en su mano, la cual pulsaba mientras se desangraba. No podía hacer nada más que respirar aceleradamente mientras trataba de darse fuerzas para soportar y no sucumbir a la agonía. Sin embargo, sus jadeos adoloridos no tardaron en transformarse poco a poco en una risa que fue escalando. —No te diré nada, Aspros. Puedes torturarme, hacerme lo que sea... ¡Pero no lo llamaré para que venga a tu trampa! ¡Prefiero morir!
Aspros frunció las cejas ante su actitud confiada, pero volvió a serenarse. —Es muy pronto para que rías, Sísifo. Puede que no lo quieras llamar, pero si eran amantes lo más probable es que ya haya percibido el olor de tu sangre derramada, y si él se preocupa tanto por ti, como tú lo haces por él, puede que ya te haya escuchado gritar. —Sonrió cuando los ojos del rubio se desorbitaron, mirándolo con terror al considerar esa posibilidad. El miedo y la desesperación en los ojos azules de Sísifo lo satisfizo y con paso tranquilo y confiado bajó después de la tarima.
Sísifo estaba tan aterrado ante las palabras de Aspros que cayó en shock y se perdió en sus propios pensamientos, en el sonido de su corazón que latía estruendosamente dentro de su pecho.
—Este hombre ha sido condenado por ser cómplice de las inexplicables muertes que han sucedido en su ciudad, Atenas. —Anunció Aspros frente a la multitud que jadeó sorprendida. —Con su muerte limpiaremos un poco la desgracia que los ha atormentado, pero al mismo tiempo liberaremos su alma del mal que ha contaminado su cuerpo, con el que ha pecado, para que nuestro Padre en las alturas pueda juzgarlo como es debido. —Volteó hacia Sísifo, quien parecía ausente. —Rezaré por el perdón y el descanso eterno de tu alma, Sísifo.
Sin embargo, el domador ya no prestó atención a su alrededor ni a la gente que estaba ahí de morbosa, tampoco se percató de los guardias que sostenían las antorchas o los que vertían el aceite quemado sobre la madera y el heno, ni a los que sujetaban extrañas armas que solo se encontrarían en barcos, mucho menos a la joven de cabellos lilas que lloraba y forcejeaba entre los brazos de su segundo al mando en el establo, quienes observaban la lamentable situación; estaba tan sumergido en su estupor ante las palabras de Aspros pues temía que fueran verdad...
Quería creer que Cid donde quiera que se encontrara estaba muy lejos, demasiado como para percibir el aroma de su sangre, lejos como para escuchar el grito que no logró contener pues Aspros le tomó desprevenido. Si realmente le había escuchado todo el esfuerzo que hizo para mantener la calma hasta ese momento había sido en vano.
Las primeras llamas que aparecieron debajo de su cuerpo rompieron su estupor, regresándolo a la horrible realidad de la cual no quería formar parte, así que cerró los ojos resignado mientras lágrimas pesadas y desesperadas surcaban sus mejillas después de observar cómo desaparecían los últimos restos de la luz del sol para darle la bienvenida a la noche.
No podía huir, las ataduras sobre su torso y su mano apuñalada le impedía intentarlo siquiera. Estaba resignado a su destino, pero no lloraba por su muerte próxima, lloraba por la culpa.
"No vengas..."
No soportaba pensar que por su culpa Cid pudiera caer en la trampa de Aspros y la desesperación en su consciencia y su corazón lo estaba ahogando mucho peor que el calor insoportable que subía hacia su rostro herido gracias al el fuego que lo rodeaba.
"Por favor no vengas..."
Rogaba con vehemencia. Si lo que Aspros había dicho era verdad, que Cid acudiría por el olor de su sangre derramada, por su grito de dolor, entonces usaría lo único que le quedaba para protegerlo.
—Por favor... ¡No vengas! —Y lo único que le quedaba era su voz, la cual alzó lo más que pudo para que no se perdiera entre las ráfagas de viento y el estruendo del fuego que ya estaba llegando a sus pies. —Te lo suplico, no lo hagas... ¡Es una trampa! —Rogó bañado en sudor mientras se sostenía sobre las puntas de sus dedos para huir de las llamas que calentaban su carne y la sangre en su interior.
Alzó su rostro para respirar del aire que estaba sobre su cabeza pues el que le rodeaba estaba demasiado caliente para sus pulmones, inhalándolo desesperado y abrió sus ojos que miraron cristalizados la tenue oscuridad del cielo que se acentuaría poco a poco y que sería invadido por el brillo de las estrellas, como lo hizo repentinamente por la silueta de un hombre pálido...
Las lágrimas descendieron al reconocerlo...
Sísifo negó desesperadamente al ver los ojos violetas que tanto amaba, inyectados de sangre, que le miraban decidido y dispuesto a realizar una locura.
Pero Aspros siguió la dirección de la mirada del rubio, abriendo los ojos más de lo normal al ver que su presa si había hecho acto de presencia, la cual desapareció en un instante antes de lanzarse en medio de la hoguera. —¡El demonio está aquí! —Informó a los presentes.
Los morbosos salieron huyendo ante la silueta imponente que apareció frente a sus ojos en medio del fuego, Kardia tomó en brazos a Sasha para alejarla del peligro y los soldados dispararon sus armas.
A Cid poco le importaban las balas, había saltado en medio de las llamas que si podían matarlo con tal de salvar a su amado, además recibir el impacto del plomo en su cuerpo solo lo aturdía y era necesario, pues aguantaría cada golpe también para escudar al rubio de ellas, sin quejarse para no preocuparlo. Desató a Sísifo de un zarpazo con sus uñas cristalinas, pero cuando estaba a punto de desencajar el cuchillo de su mano su cuerpo se estremeció por completo cuando una bala irrumpió en su sistema nervioso al impactar en su nuca.
—¡Cid! —Exclamó en medio de las lágrimas cuando el cuerpo de su amado se apoyó contra el suyo después que sus piernas flaquearan.
—Tranquilo... —Susurró contra su oído cuando volvía en sí y sacó el cuchillo de la mano de Sísifo.
Sísifo se puso tenso e hizo acopio de toda la fuerza que le quedaba para no gritar, su mano le dolía terriblemente, pero al menos su cuerpo ya estaba libre. Sin embargo, el gusto le duró poco cuando observó sobre el hombro de Cid como le apuntaban con un arma enorme, un arpón. —¡Cid, cuidado!
El aludido volteó lo más rápido que pudo, evitando que se encajara en su espalda, pero se enterró en su brazo derecho, del cual los soldados turcos comenzaron a tirar bajo las órdenes de Aspros para tirarlo al fuego. Sísifo abrazó su cuerpo para sujetarlo, su fuerza estaba comprometida pero era lo único que podía hacer para ayudar a Cid, quien también resistía con su fuerza considerablemente reducida por todas sus heridas mientras trataba de permanecer sobre el pequeño patíbulo que pronto cedería por el calor del fuego y los mataría a ambos, así que tomó una decisión precipitada y desprendió su propia extremidad para liberarse del arpón, la cual al caer sobre el fuego combustionó rápidamente volviéndose ceniza, y huyó en medio de otra lluvia de balas antes que le sucediera lo mismo al resto de su cuerpo, sujetando fuertemente a Sísifo de la cintura, impulsándose por los aires sobre los edificios de Atenas.
Sísifo observó por encima del hombro de Cid como se alejaban de la luz de las llamas que habían estado tan cerca de terminar con la vida de ambos, mientras los perseguían los soldados turcos montando a algunos de los caballos que pensó podían ser de su establo, a los que tanto cuidó y les dedicó su vida entera, pero eso ya no importaba, nada le molestaba estando tan cerca de Cid, quien seguía saltando por los aires hacia las afueras de la ciudad. Sísifo hundió el rostro en su cuello mientras disfrutaba de su aroma que no era opacado por la sangre seca en su piel y sus ropas, sintiendo que su calor se fundía con el suyo que crecía húmedo sobre su pecho cansado, cerrando los ojos antes de dejarse ir, arrullado en su abrazo mientras volaban por los aires, sonriendo porque su amado estaba vivo.
"Llévame al caer la tarde, llorona. Llévame a volar contigo..."
—¡Sísifo! —Cid se detuvo en su andar en la periferia de la ciudad cuando dejó de escuchar los latidos del corazón de su amado. Apresurado, lo acostó sobre el suelo para socorrerlo, desgarrando su muñeca con sus dientes para derramar su sangre sobre la herida que recién se percataba estaba en el pecho del domador, la cual había sido causada por una bala, pero su sangre revitalizadora no llegó a tiempo para sanar la lesión, ya nada podía curarlo.
—No, por favor... ¡No! —Gritó desconsolado mientras se agachó sobre su cuerpo, apoyando la frente sobre su pecho húmedo por la sangre y el sudor. Ni las heridas de las balas, su piel quemada ni la de su brazo incompleto dolían tanto como su corazón enamorado que se estrujaba sin medida hasta romperse ante la muerte de su amado, derramado un mar de lágrimas carmesí.
—Te lo suplico...
Aunque su sangre no tenía efecto volvió a abrir la herida de su muñeca para que cayera más de esta sobre el pecho del rubio, esperando alguna clase de milagro, el cual lastimosamente no sucedió.
—Por favor... —Imploró antes de besar sus labios que perdían el calor, acariciando su mejilla, su cabello dorado mientras unía sus frentes, ensuciando con sus lágrimas el rostro de Sísifo.
Tragó duro alrededor del nudo de su garganta cuando sus oídos captaron el ruido de unos cascos galopando hacia su dirección, los perseguidores todavía le seguían buscando para darle caza, así que tuvo que aguantar su dolor para seguir adelante, pero no dejaría que tuvieran acceso al cuerpo de Sísifo, ya demasiado daño le habían hecho como para volver a dejarlo a su merced.
Cid siguió su camino en medio de la fría noche durante horas, cargando sobre su hombro al rubio hasta que llegó al río Cephisus, donde el agua cristalina reflejaba intensamente la luz de la luna, palideciendo la piel de ambos con su brillo.
Desmotivado, debilitado, con el corazón roto y seguro que estaban lo suficientemente lejos para que ya nadie los molestara se dejó caer de rodillas, acunando el cuerpo de Sísifo con su único brazo mientras observaba con la mirada perdida al cielo.
Su rostro se distorsionó reflejando todo su dolor, toda su agonía antes de darle paso nuevamente a las lágrimas, y tembló en medio de los sollozos, meciéndose adelante y atrás, negando que esa pesadilla fuera cierta, pero lo era, sujetaba la prueba irrefutable sobre sus muslos.
Cid tragó duro antes de atreverse a mirar a Sísifo de nuevo, curiosamente la serenidad en su rostro lo hizo sonreír, se veía tan hermoso, tan tranquilo, como si estuviera teniendo el más plácido de los sueños. No tenía idea en qué momento esa bala había atravesado su pecho, pero en un descuido lo permitió y se mordió el labio inferior antes de seguir llorando con amargura.
Había cometido tantos errores esa noche, no solo el de la bala que terminó con la vida de su amado.
Cid se había marchado de Atenas después de despedirse de Sísifo, pero permaneció en tierras griegas. Estaba en su escondite temporal cuando percibió el dulce aroma de la sangre de Sísifo, que sin importar los kilómetros que lo separaban saturó su nariz, pero imaginó que se debía a la rebelión que le había dicho que sucedería, que su amado domador había sido herido en batalla, y aunque le dolía pensarlo tuvo que aceptarlo, tuvo que aguantar escucharlo gritar de dolor sin hacer nada porque creyó ese era el destino del rubio, morir en batalla peleando por lo que creía era justo, un destino honorable y menos cruel que penar eternamente como un asesino inmortal. Sin embargo, cuando lo escuchó llorar comprendió que algo estaba mal, Sísifo era un hombre sensible, pero al mismo tiempo muy fuerte que solo había visto llorar en su desesperación cuando tenía el corazón roto, y el dolor en su llanto era mucho peor comparado con el momento de su despedida.
Quizás hubiera llegado mucho antes para salvarlo, hubiera reducido la tortura a la que lo sometieron por su culpa, usándolo vilmente como carnada, pero ya nada de eso importaba, no cuando todo al final fue inútil. Lo único en lo que podía pensar era en que Sísifo había muerto por su culpa, de no haber sido por él, el domador jamás hubiera sido acusado ni condenado por ser su cómplice, si hubiera tenido mayor autocontrol jamás hubiera mordido a su bello inocente, y si no se hubiese enamorado de su persistencia y su valentía al confrontarlo lo habría mantenido alejado desde un inicio, pero no lo hizo.
A Cid le encantó cuando el domador lo amenazó con un cuchillo al creerlo una amenaza, su corazón saltó de felicidad cuando comprendió que su atracción y deseo eran recíprocos y su pecho se desbordó de júbilo cuando se enteró que lo amaba.
¿Cómo no hacerlo cuando un hombre, tan bello, inocente y sensible como un ángel, quería estar junto a un demonio condenado como él?
¿Cómo no sentirse atraído a su belleza celestial cuando parecía que su sola presencia podía purificarlo para salvar su alma maldita?
Fue débil desde el primer momento y su debilidad le costó la vida a su amado.
A pesar de que antes estaba dispuesto a vivir sin él y dejar que los separara la muerte del rubio, que esta hubiera ocurrido por su culpa era el peor de los castigos. Y sin embargo, ahí estaba Sísifo, que sin vida seguía consolándolo de alguna manera, porque la expresión serena de su rostro le decía que había muerto sin dolor, feliz en la cercanía de su cuerpo.
Enjugó sus lágrimas después de que estas se le agotaron y limpió el rostro del rubio, aprovechando para acomodar su cabello sedoso, pasando sus dedos una última vez entre las hebras doradas. —Perdóname... —Tomó aire para mantener la compostura momentánea, expulsándolo en un largo suspiro, acariciando una de sus mejillas con suavidad. —Quisiera redimirme, enmendar mi error, salvarte de esos monstruos, salvarte de mí... —Cerró los ojos con fuerza por la culpa que volvió abrumarlo, una culpa que jamás lo abandonaría hasta el final de los tiempos. —Pero quiero creer, que donde quiera que estés, estarás tranquilo, mi dulce Sísifo... —Llevó una de sus manos a sus labios para besarla y frotarla contra su mejilla. —Te lo dije, ¿verdad? Que tu belleza y tu pureza es celestial. Verte me hace pensar que el cielo existe, y si lo hace tu lugar es ahí, en el paraíso.
Cid le dio cristiana sepultura a su amado, esperando que la corriente del agua del rio lo arrullara en su descanso eterno y antes de cubrirlo con la tierra, sacó del bolsillo de su pantalón una cruz de oro blanco, una que le había pertenecido a su primer amor y la colocó sobre su pecho, esperando que así su Dios lo perdonara por haberse involucrado con un demonio, por amarlo y que lo recibiera de regreso en su gloria.
"Llévame al caer la tarde, llorona. Llévame a cantar al río".
Y respecto a si mismo, cuando salió momentáneamente del estupor de su pena, antes de que acabara la noche, cuando estaba a punto de salir el sol por el horizonte, decidió que seguiría adelante.
Una parte de él había muerto junto a su amado y era consciente que el dolor que lo atormentaría sería insoportable, uno tan grande que lo haría desear acabar con su vida, pero Sísifo había estado dispuesto a morir con tal de que Cid viviera y en su honor debía hacerlo.
Además, aunque Cid fuera una criatura milenaria definitivamente no lo sabía todo, y quizás Sísifo tenía razón con respecto a la vida eterna, no tenía que ser una condena y por amor a su querido domador descubriría como lograr que no lo fuera.
Y aunque también desconocía muchas cosas de la vida y sobre todo de la muerte, una parte de él se atrevió a soñar eternamente con que el día en que llegara su fin, si tenía un alma habría logrado salvarla, y podría subir al cielo para reencontrarse con su hermoso ángel.
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Ya, no me odien, por favor. El siguiente capitulo es el epilogo, que según yo estará cortito así que espero publicarlo mañana o pasado.
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