2
El sonido en la puerta lo sacó del trance.
Fausto sacudió la cabeza y se mesó el cabello. Tal vez alguien lo vio escabulléndose como un delincuente, a esas horas tan tempranas. Quizá alguien sospechaba la culpa que podía tener al traer a ese chiquillo a su casa.
Era pronto para saberlo. No lo descubriría hasta que supiera la identidad de quien osaba perturbar lo sagrado de su hogar.
La puerta sonó de nuevo, esta vez más urgente que antes y Fausto se levantó de su silla con pesadez. Si es que tenía que dar una explicación acerca de aquellas misteriosas imágenes capaces de confundir a la propia naturaleza... ¿Qué argumento usaría?
No cabía explicación alguna en su mente. No podía más que ser obra de algún ser sobrenatural, capaz de plasmar tanto realismo, aun careciendo de la capacidad de ver el mundo.
A esas horas de la mañana, la culpa y la incertidumbre lo carcomían. Fausto resopló llevando los ojos al cielo. No tenía más remedio que asilarse en la verdad. Las pinturas sobre la plaza del pueblo eran obra de aquella criatura ajena, que descansaba sobre su propio lecho. Arropado por sus manos y durmiendo profundamente.
Todo el que lo viera podría afirmar que Fausto no mentía. Todo el que tuviera ojos lo sabría. Ese muchacho tenía el mismo efecto de aquellas sibilinas imágenes sobre la piedra; resultaba imposible dejar de observarlo.
Fausto envió una plegaria desesperada al cielo y cerró la puerta de su habitación con cuidado. Buscando serenarse, avanzó a trancazos hacia la entrada de su casa, donde provenía el llamado.
Justo antes de abrir la puerta, se detuvo a pensar un poco. Tenía que guardar la compostura, primero que nada. Lo siguiente era muy evidente. A esa hora y por el cuchicheo que alcanzaba a oír a través de la pieza de madera que él mismo colocó en la entrada, no podían ser más que esos dos.
—¿Qué quieren aquí? —espetó abriendo la entrada de un tirón.
Sus aprendices aparecieron frente a él, con la misma cara de sueño con la que los recordaba en su taller. Los ojos a media asta y el cabello desordenado. Ambos hermanos apenas si levantaron las cejas para responderle al unísono.
—Nuestra madre te manda esto. —y le tendieron una pequeña olla de barro, primorosamente envuelta en tela caliente.
Petra era la madre de esos dos y una mujer bastante agradable. Según sus palabras le estaba eternamente agradecida por aceptar como aprendices a sus dos retoños. Viuda como él, se encargaba ella sola del negocio que estableció con su marido. Manejaba una fonda en el centro de la plaza y tenía una sazón maravillosa.
Nadie que pasara por el pueblo, podía marcharse sin haber probado, por lo menos una vez alguno de sus platillos.
Fausto estiró la mano para recibir el potaje que sin duda era lo suficientemente contundente para calmar el hambre de un regimiento.
—Queremos saber si vas a abrir el taller...
—¿O nos vas a dar el día libre?
Fausto no se había olvidado de sus aprendices o del taller cerrado. Simplemente prefirió no pensar en ello, mientras tenía demasiado porque preocuparse.
—Si los dejo volver a casa, ayuden a su madre. —les respondió a ambos, mientras intentaba acabar de despacharlos.
—Petra no nos quiere en su cocina. —afirmó Lando, el mayor de los dos.
—Porque le estorbamos. —continuó Alesso bostezando sonoro.
—Si no nos necesitas, nos vamos.
—Tenemos cosas qué hacer.
Usualmente Lando empezaba el pensamiento y Alesso lo completaba. Y no, no le quedaba duda que esos dos ya tenían planes para ir a perder tiempo. Los dejó marcharse, no sin antes recomendarles que le dieran las gracias a Petra y se aseguraran que ella supiera que todo estaba bien.
Fausto cerró la puerta a sus espaldas y con la olla todavía caliente, regresó sus pasos a la cocina pequeña y deshabitada. Aquel ambiente de la casa era el que menos visitaba. Petra se encargaba de alimentarlo, así que no necesitaba hacerlo por su cuenta.
De la cocina obtuvo un tazón de madera y su respectiva cuchara. Sirvió un poco del potaje oloroso a la sazón de Petra y aún humeante, lo llevó consigo hacia su habitación.
Justo antes de entrar, se detuvo en seco. ¿Qué estaba haciendo? Ante la realización de sus actos, estuvo a punto de soltar el tazón. Fausto se quedó de pie frente a la puerta, sintiéndose perdido. No estaba pensando con la cabeza, eso estaba haciendo.
Recibió en su casa a un pobre enfermo, respondió su mente apresurada. Una obra de caridad, si alguien preguntaba, un modo de ganarse el reino de los cielos. Sí, una patraña como esa que no era ni siquiera capaz de creerse él mismo.
Esperaría que el muchacho despertara, le daría de comer un poco y luego se tendría que deshacer de él. Sí, era lo que tenía que hacer.
Ese muchacho estaba loco, tendría que entregarlo a un asilo, a la caridad de la iglesia. Que ahí se ocupen de él. Pobrecillo, ciego y orate. Algún hospicio tendría que recibirlo. Estaba enfermo, la fiebre lo estaba consumiendo. Lo llevaría al asilo de las monjas, ellas lo tratarían y dejaría de ser su problema.
Quemaría la pintura también, antes que nadie la viera.
Quizá debería dejar de engañarse a sí mismo. Sabía bien que no iba a ser capaz de desaparecer a ninguno de los dos. Ni la pintura, ni su autor irían a ningún lado, no sin antes haber obtenido todas las respuestas que necesitaba.
Ahorrándose otra maldición, Fausto ingresó a la habitación matrimonial que alguna vez compartió con su mujer. El recuerdo de Alejandrina, jamás lo abandonaba. Ella se encontraba en cada pasillo, cada pieza, cada momento que pasaba en la casa en la que vivieron.
La habitación tenía tanto de ella, que parecía que sus manos acababan de pasar por sobre los muebles, acomodándolo todo. Fausto no quiso mover nada. Todo quedó donde las dejó Alejandrina antes de marcharse.
Fausto dejó la comida sobre un mueble y se dirigió a una de las arcas que fueron de su mujer. Tuvo que armarse de valor para continuar con su cometido.
Una vez enviudó, se prometió a sí mismo no volver a tocar los baúles que fueron de ella. El vestido que ella confeccionó para cuando se casaron a escondidas, le salió al encuentro. Un trozo de tela sencillo, capaz de traer a la vida memorias enterradas.
Era la última de las prendas de su mujer, la única que se atrevió a conservar para atormentarse a sí mismo de su ausencia.
Fausto tuvo que forzarse y continuar con el proceso de desenterrar recuerdos. Aquella penosa tarea lo llevaría a la locura, si es que olvidaba la razón por la cual tenía que escarbar entre memorias.
Por fin, lo que tanto buscaba apareció frente a sus ojos. La caja de madera labrada por sus propias manos fue el botiquín que le regaló a su mujer como presente de recién casados. Lo talló sólo para ella, le hizo cajoncitos dentro para que colocara toda la sarta de hierbas y hojas que tanto preciaba. Una tarde cuando regresó del taller, la sorprendió hasta las lágrimas.
Fausto le quitó el polvo con una mano y se aseguró que las polillas no estuvieran deleitándose con la madera. Suspirando con cierta tristeza, encerró el resto de las memorias dentro de aquellas arcas.
Colocó el botiquín sobre el lecho, a los pies del muchacho aun dormido y armándose de valor, liberó el resto de los recuerdos que contenía esa caja.
El olor potente a las hierbas que Alejandrina secaba al sol invadió la habitación. Vendas que ella misma confeccionó con retazos de tela, uno que otro bálsamo que ella dejó, bien cubierto para que no se evaporara. Todo seguía ahí mismo donde Alejandrina lo colocó la última vez que sus manos pasaron por ahí.
Tomó un de aquellos frascos, etiquetado con la palabra "llantén" y la voz de su mujer resonó en su mente.
«Si se mezcla con un poco de manteca, esta hierbita es milagrosa.»
Si cerraba los ojos, todavía podría verla con el delantal puesto, revoloteando alrededor de la casa, con su caja de hierbas entre manos, sonriéndole.
Alejandrina era toda sonrisas.
Le hacía tanta falta su presencia. Ella hubiera sabido como devolverle la salud a esa criatura miserable, en un santiamén.
Alejandrina era tan piadosa.
Ella seguro empezaría por curarle la llaga que tenía en la pierna. Limpiarla con alguno de esos bálsamos, cubrirla con hierbas, vendarla con fuerza...
Si tan sólo le hubiera prestado más atención a su mujer, en vez de dedicarse a su taller.
Ahora no sabía por dónde empezar. Fausto limpió la herida, lo mejor que pudo y con agua fresca. Tal vez debió tener un poco más de cuidado, porque la dejó en carne viva, esperando medicina.
¿Cuál de todas las hierbas usar? El llantén, ese podía recordar, pero no como Alejandrina lo mezclaba, con cual de aquellos brebajes.
Cerró de golpe la cajita de hierbas e hizo más ruido del que esperaba. El enfermo estaba despierto, pero muy quieto; respirando ligeramente agitado.
—No te muevas. —le ordenó sujetándole la pierna herida.
—¿Dónde estoy? —murmuró el muchachito con un hilo de voz.
Fausto se maldijo de nuevo. Olvidó que esa criatura estaba mal de la cabeza. Así que tendría que proceder con cuidado.
—Estas a salvo, así que no te muevas. No quiero hacerte mal, pero si no atendemos esa pierna, la vas a perder.
Félix se llamaba aquel infeliz. Podía decirle la verdad de una vez. Que sólo lo estaba dejando vivo, porque necesitaba respuestas a todas sus interrogantes. Pero sería un acto de crueldad y ese pobre ya había vivido mucha tragedia para un solo cuerpo.
La herida era cosa seria, pero al paciente parecía no molestarle demasiado. Félix hizo un gesto de dolor al incorporarse.
—Huele bien. ¿Es comida? —preguntó aquel bribón, con menos timidez que antes.
Sin duda pasaba hambre esa criatura y alimentarse mejor le haría bien a la salud. Fausto tomó el tazón de comida y se lo acercó al enfermo. En seguida el muchachito se sentó en la cama, con energía renovada y guiándose de su olfato, estiró las manos para recibir el potaje.
—Por lo menos tu nariz funciona bien. —exclamó Fausto un momento antes de arrepentirse de sus palabras.
Pero al chico no pareció molestarle el comentario y hasta se relamió los labios. Tomó el tazón de las orillas y lo empinó hacia su boca, con la desesperación de un hambriento.
—Espera que está caliente. —alcanzó a decirle antes que Félix hundiera la cara dentro de la sopa.
Fausto sonrió al verlo desaparecer tras el tazón. Félix no necesitaba la cuchara que le llevó, pero algo de pan sería buen acompañante para aquella sopa espesa y deliciosa.
En seguida se dirigió a la cocina por un par de lonjas y una porción de sopa para él.
Cuando regresó, Félix todavía seguía absorbiendo el contenido del tazón. Aquel pobre muchacho estaba hambriento como nadie.
—Si comes tan rápido te va a doler la tripa. —le dijo, pero su comentario cayó en saco vacío.
Lentamente el rostro de Félix apareció de detrás del tazón, embarrado de caldo. Algunas hortalizas quedaron en la base y ya iba a meter la mano para sacarlas. Fausto lo detuvo. Le tomó la mano con la que pensaba sustraerlas y le puso una cuchara.
—Come como gente. No eres un animal. —regañó.
El rostro de Félix giró hacia donde provenía su voz y de pronto parecía que no sabía qué hacer con aquella cuchara. La acarició con los dedos para reconocer su forma y textura. Luego la hundió de nuevo en el tazón y empezó a pelear para sacar los vegetales.
—¿Hace cuánto no comes? —esa sería la primera de las preguntas del interrogatorio que tenía destinado para el muchacho.
Félix se limpió el rostro con la manga de la camisa inmunda que traía puesta y respondió masticando aún algo que sonó a quien sabe.
—Pues acabas de comer y luego te tienes que marchar. —le dijo sólo para ver su reacción.
Fue la que esperaba, al pobre chico se le fue el color del rostro.
—No tengo a donde ir. —anunció Félix con un susurro.
—¿De dónde vienes? De algún lugar has de haber salido. Dime la verdad, bribón. Deja la farsa de una vez.
A Fausto la necesidad de una explicación lógica lo estaba comiendo vivo.
—Dime quién está detrás de todo esto. Porque una cosa es valerse de un pobre ciego como tú para gastarme una maldita broma y otra muy distinta es enviarte a mi taller y en las condiciones que te encuentras.
Félix dejó el tazón sobre su regazo. Agachó la cabeza ligeramente, sintiendo que por fin su pobre estómago saltaba de contento. Hubiera querido disfrutar esa sensación un poco más, pero tenía que enfrentar las preguntas que le hacía.
—No debería estar aquí, tienes razón. —aceptó el muchachito con una dosis de tristeza en sus palabras. —Si me destruyes de una vez, se acaba todo.
—¡Deja de decir disparates! ¿Por quién me tomas? ¿Por algún maleante de poca monta?
Ahora sí aquella criatura demente consiguió enojarlo. No podía pedirle una respuesta coherente, dado que, sin lugar a dudas, Félix estaba claramente mal de la cabeza.
—Termina de comer. —ordenó. —Una vez te cure esa herida, te voy a regresar al asilo de donde saliste. No me engañas, de algún lugar para orates te has escapado.
Félix perdió el apetito. Sí, el cuerpo le dolía y caminar con esa herida en la pierna, era la peor de las torturas. Pero llegó hasta ahí con una sola misión. Necesitaba cumplirlo, necesitaba que ese sujeto terminara con su vida. Era el único modo, era así como podía marcharse al reino de los cielos.
—Lo siento. No quise ofenderte. De todos modos, siempre lo termino haciendo. Pero te dije la verdad, no tengo a donde volver. No tengo nada más que mi bastón y mis pinturas.
—¿Qué hacías en mi taller? ¿Cómo llegaste hasta ahí? Alguien te tuvo que traer o me vas a decir que llegaste por tu cuenta.
—Tú me mostraste el camino. —respondió Félix con desparpajo. —En mis sueños, cuando duermo y sueño contigo.
No le iba a creer semejante patraña. Ese mocoso pensaba que se iba a burlar de él.
—Te dije bien claro que dejaras de decir disparates. Tú y yo no nos conocemos. Nunca antes te había visto hasta aquella mala hora en el bosque. No me quieras tomar el pelo, bribón. Debería deshacerme de ti, entregarte a las autoridades. Ellos sabrán qué hacer con un orate como tú.
No podía pedirle que aceptara la única verdad que conocía. Félix sólo calló esperando represalias. Sentado sobre la cama, con el tazón en la mano, se sintió muy angustiado. Caminó mucho, demasiado siguiendo las imágenes que en su mente quedaron luego de aquel sueño. Ese ángel lo guiaba, le decía hacia dónde ir.
Fue muy duro para él solo avanzar por el camino polvoriento y la noche fría. Encontró la plaza y su pileta. Sació su sed bebiendo de esta y como agradecimiento, se puso a decorarla con flores, para que se viera más bonita.
Su cuerpo agotado tuvo que condensar fuerzas para recorrer el camino que le quedaba. Encontró el taller que aquel ángel de sus sueños le mostró. Pero antes de ingresar, pintó una florecilla más. Luego de ello, encontró aquella cama deliciosa y olorosa a madera. Sin pensarlo dos veces, se tumbó a buscar calentar sus huesos agotados.
Hasta que llegó la mañana.
—Esa herida no me gusta. —anunció Fausto levantándose más frustrado de cuando se sentó —Apenas hayas sanado, te vas de aquí.
Y lo abandonó a su suerte. Lo dejó en esa habitación, no sin antes tomar la caja de madera que era de Alejandrina. No se le vaya a ocurrir al mocoso demente pintarrajearla también.
Solo eso lo faltaba...
***
Al parecer la población entera todavía seguía maravillada por el descubrimiento. La plaza nunca vio tanta gente junta. Todos querían acercarse a la pileta, tocar con recelo aquellas flores que parecía podrían arrancar. Sin duda más de uno tenía deseos de llevarse una a casa y contemplarla cada día.
Pero claro, estaban pintadas sobre piedra. No faltaría algún iluso atrevido que intentara arrancar una flor que jamás podría tener. Era inútil tratar de buscar información acerca del inquilino que tenía en casa. Pensó que quizá alguien estaba buscando al mocoso ciego y orate. Se equivocó. A esas horas de la mañana, el único tema de conversación era la misteriosa aparición de esas flores.
Fausto sacudió la cabeza, sintiéndose terriblemente fastidiado. Tendría que buscar ayuda para aquel muchachito enfermo y herido. Luego se desharía de él. Con esa idea aciega en mente, se dirigió a dónde sabía que podría encontrar a quien buscaba.
La anciana Aurelia era una suerte de vieja bruja, muy respetada por la gente de los alrededores. No recordaba su edad y actuaba como si no le importara. Una matriarca que no tenía necesidad de preocuparse por su diario alimento. Nunca le faltaba comida y los pobladores agradecidos siempre la acogían con gusto.
Ahora que lo pensaba, el pueblo entero le debía la vida a esa vieja matrona. A pesar de sus manos arrugadas y que uno de sus ojos ya no quería funcionar, seguía atendiendo partos y acomodando no natos dentro del vientre, para que pudieran ver el mundo.
Aurelia no era santa de su devoción, pero quiso mucho a Alejandrina cuando estuvo viva. Fue la anciana quien atendió a su mujer y quien al final no pudo salvarla ni a ella, ni al bebé que murió en el vientre.
Intentando vencer el rencor que todavía le reservaba a la anciana, Fausto fue a su encuentro. Sabía que, si alguien era capaz de hacerse cargo de la criatura miserable que albergaba en casa, sería Aurelia.
La halló donde pensó hacerlo, sorteando hierbas en el patio junto a la cocina de Petra.
La anciana lo ignoró soberanamente. A esa edad podía darse esos gustos. Sentada sobre un banco de piedra, acomodaba hojas sobre un paño de tela. Tal como hacía Alejandrina, cuando todavía estaba viva.
—Si me dices que necesitas, más pronto puedo ayudarte. —anunció Aurelia encorvándose más sobre su mesa de trabajo. —Faustino.
Vaya que la vieja sabía poner de malas al más paciente. Aurelia sabía cuánto odiaba ese nombre y aun así no perdía la oportunidad de mentárselo.
—¿Qué te hace pensar que necesito tu ayuda? —espetó con rabia. Fue una mala idea ir en busca de aquella vieja bruja.
Nada bueno le traería tener asuntos con ella. Fausto giró sobre sus talones, embarrándose las botas sobre lodo fresco. Maldijo en silencio, pero no se atrevió a moverse de su sitio.
—Recuerda que yo te traje al mundo, Faustino. Te sostuve en mis manos cuando tu pobre madre ya no podía contigo en sus entrañas. Recuerdo todavía que tuve que darte una buena palmada para que espantes a las gallinas con tu llanto.
Ya iba a empezar a parlotear esa vieja bruja. Fue una malísima idea ir a buscarla.
—Te conozco muy bien. Vienes como abejorro exhausto en busca de reposo. ¿Qué te aqueja ahora? ¿No puedes dormir bien? —y ella batió un puñado de hierbas riendo apenas.
—Te están afectando los años, anciana. No vengo a buscarte, estas delirando.
Aurelia batió la cabeza y lo remedó en voz baja.
—Los viejos sabemos, Faustino. Porque ya lo hemos visto, ya lo hemos vivido en nuestra carne. Y yo, te conozco lo suficiente como para saber que viniste a buscarme por algo, pero no te atreves a pedirmelo.
La vieja estaba haciendo trampa. Sabía que fue por ella, porque tenía algo en mente, claro que sí. Por qué todavía sostenía entre sus manos la caja que le dio a Alejandrina. La llevó consigo todo el camino. Fausto se maldijo a sí mismo por haber olvidado ese detalle y por un momento seguirle el juego a la anciana.
—Necesito usar estas...hierbas. Para curar una herida. Es profunda...
Aurelia sonrió con su boca sin dientes. Acomodó el conjunto de hojas y ramas sobre el paño. Las envolvió con cuidado, sin dejar caer una sola al suelo.
—Entonces, ¿vamos de una vez? Si es profunda va a empeorar sin cuidado. —resopló la anciana bajándose de su asiento. —Y tendremos que tener cuidado con la fiebre. Vamos, Faustino... ¿O vas a hacer esperar a esa pobre alma?
Sí que era una vieja bruja, pensó Fausto reaccionando por fin. ¿Cómo supo que la herida no era suya? ¡Tal vez sabía más de la cuenta! ¡Quizá estaba al tanto de que el responsable de todo aquel caos en la plaza estaba alojado en su pieza!
—¡Olvídalo! —la detuvo Fausto pensándolo mejor. —Sólo dime que usar. En esta caja, debe haber algo que pueda servir, ¿no?
—Servir sí, si es que se sabe usar. Vamos a tu taller.
Aurelia apoyó su bastón macizo sobre la tierra asegurándose de su firmeza
—No será necesario... No es uno de mis aprendices.
La anciana se mostró sorprendida. Quizá pensó que uno de los gemelos de Petra estaba herido y no se atrevía a avisarle a su madre. En fin, no estaba dispuesto a seguir dándole razones para ponerlo nervioso.
Fausto se alejó guiándola rumbo a la plaza, donde la conmoción no se disipaba. Al contrario, sólo crecía y crecía.
—¡Cuánta gente ociosa! —sentenció la anciana avanzando a paso lento tras las pisadas de quien le llevaba cierta ventaja. —Pareciera que no tienen nada más por hacer que contemplar unas piedras.
Sin embargo, Fausto alcanzó a escuchar su comentario y prefirió no tocar el tema. A pesar de que ahora la plaza era intransitable y que Aurelia tenía razón. No había nada que ver, a demás de aquellas flores tan reales, cuyos botones parecían prepararse para abrirse en cualquier momento.
Sí, eso parecía que todo el mundo esperaba. Ver con miedo y asombro como una flor pintada sobre roca se abriría a vista de todos.
Con esa idea acechando en mente, Fausto intentó enmendar sus pasos. Podría ir a su taller y mandar a la vieja de vuelta a lo que estuvo haciendo. Pero sucedió lo que tanto temía. Alguien descubrió aquella pequeña flor tímida y a la vez atrevida, exhibiéndose descarada en la puerta de su taller.
Fausto se maldijo entonces. Sabía que debió arrancar la puerta y hacer una pira para quemarlo todo. El cuadro que escondía en casa, a su autor y él mismo. Incendiaría su taller entero y desaparecería del mundo de una vez por todas.
Como si tuviera el valor para hacerlo.
—El taller está cerrado. Vuelve mañana. —anunció el artesano acercándose al intruso que observaba la flor morada en la esquina de la puerta, con absoluta atención.
—¿El taller? No estoy aquí por eso, si no por aquella hermosa...—el intruso se detuvo un momento para rebuscar la palabra con la que podía definir aquella aparición. —Esa pintura. ¿Es este tu taller? ¿Eres tú el artista?
El artesano bufó ofendido, casi sintiendo que acababa de recibir un insulto de grueso calibre. Al borde de la indignación ante semejante cuestionamiento, Fausto se dispuso a deshacerse del molesto curioso.
—No tengo tiempo que perder con tus preguntas. Es mi taller y no sé quien puso eso... sobre mi jodida puerta. Te dije que no atiendo el día de hoy.
La interacción debió terminar en ese momento. Aurelia acababa de alcanzarlo y sin duda estaba atenta a los acontecimientos.
—Es una lástima. Estoy dispuesto a pagar muy bien por el trozo de madera que contiene aquella hermosa flor.
¿Quién era ese sujeto? Le acababa de decir que se largue y no se movía de su lugar.
—¿No sabes quién hizo todas esas pinturas en la fuente? Me interesa la puerta de tu taller. En realidad, sólo el pedazo que contiene la florecilla. Eres carpintero, ¿verdad? Hagamos un trato, pagaré bien. Volveré mañana como requieres. Pero quiero esa flor, no se la des a nadie más si te la piden. Te daré el dinero ahora mismo.
¿Estaba soñando? ¿Acaso no le mandó a largarse? Ahora insistía en llevarse aquel pedazo maldito de madera, para conservarlo, seguro en su habitación y contemplarlo a diario mientras acariciaba la idea de cómo acabar con su vida.
Fausto no pudo responder, estupefacto como se encontraba por el requerimiento de aquel improvisado comprador. Una moneda de plata abandonó la bolsa de aquél sujeto, mientras que buscaba entregársela. Iba a rechazar la oferta, ofendido hasta el interior de sus huesos. No iba a venderle su puerta, ni mucho menos aquella maravillosa flor que parecía menearse con la brisa tibia que recorría la plaza.
—¡Mañana en la mañana estará listo su pedido! —esa fue la voz de Aurelia, quien ahora tomaba su mano y la estiraba para recibir el pago.
Pero que vieja para avara. El improvisado comprador lejos de sonreír por haberse salido con la suya se mostró preocupado. Aquella imagen sobre madera lo perturbaba. Para Fausto era sencillo saberlo, porque ese era el efecto que tenía sobre él. No podía sacarse de la mente cada uno de los trazos tan perfectos sobre cada pétalo, que, si intentaba tocarlos, los sentiría húmedos de rocío.
—¿Me tomas por tonto? —replicó Fausto encontrando por fin su voz. —La puerta no está en venta. Márchate de una vez.
El artesano no podría estar seguro de a quien le cayó peor la noticia, si a la vieja o al comprador. No estaba interesado en averiguarlo, además. Tenía que volver a casa y armar una pira en el patio lo más pronto posible. Arrancaría la puerta y saltaría con esta en manos sobre las brasas.
El comprador se sacudió la noticia e intentó sonreír.
—Claro, ya veo. No quise ofenderte. Entiendo... Una pieza como esa vale mucho más. Es única.
—¡No lo es! En la fuente hay más de esas monstruosidades. —espetó Fausto cansado de tanta cháchara. —A lo dicho, mi puerta no está en venta. No conozco al artista y espero no verte más rondando por mi taller. Que tengas un buen día.
Eso fue todo. Acababa de rechazar una excelente oferta y no estaba arrepentido. No podía hacerle semejante maldad a otro ser humano. Esas pinturas no traían más que desgracias. Tal como le estaba sucediendo a él. Ahora no sólo tenía un cuadro pernicioso invadiendo el santuario que era su hogar, si no que el autor de tal nocivo arte pernoctando en su cama.
—¡Pagaré el precio que pidas! Lo que tú quieras, sólo dilo.
Ese era precisamente el problema. Lo que él quería.
—Quiero que te largues. —fue la respuesta definitiva y con esto Fausto dio por terminada la discusión.
Aurelia se quedó atrás de nuevo, intentando aliviar el dolor del comprador, al no poder obtener lo que deseaba.
—Vuelve mañana —le decía la anciana. —mañana será otro día, uno mejor. Anda, hazme caso.
Fausto no quería saber más del asunto. Ya se estaba arrepintiendo de buscarla, esa vieja sólo traía pesares, después de todo era la bruja del pueblo.
***
El olor de la comida caliente todavía flotaba en el ambiente. El lugar estaba tibio y la cama era suave. Félix supo que estaba solo cuando luego de un rato no pudo percibir ningún sonido, más que los que se recreaban tras la puerta.
Se puso de pie, desafiando toda regla establecida. Necesitaba explorar el lugar donde se encontraba. Sería una tarea difícil, sin la gentil compañía de su bastón. El mundo que le rodeaba le era ajeno, pero con la ayuda de aquella vara podía preservarse del peligro.
Sin bastón, pero con ánimos de conocer el espacio en el que se hallaba, tentó el primer paso. Sus pies descalzos percibieron la textura de la tierra fría.
Empezaba a arrepentirse. Su bastón le era necesario para poder encontrar su camino por el mundo. Sin este se sentía aún más inútil.
Félix tembló a solas en medio de la oscuridad que conocía bien. Su nariz le indicaba la presencia de comida, sus oídos que estaba solo en la pieza, sus manos le mostraban vacío.
Aventuró otro paso más y siguió perdido. Buscó la cama y la palpó a gusto. El material de los cobertores era suave y se deleitó recorriendo líneas del zurcido que encontró de pronto.
Gimió en silencio, llamando a su bastón. Recorrió la extensión del lecho y solo encontró tibieza en el sonido que hacían sus dedos al pasar sobre la tela.
¿Ahora qué quedaba por hacer? Tan solo quedarse esperando el regreso de aquel ángel caído.
Debería estar feliz por tener el estómago lleno y no sentirse cansado. En tan corto tiempo consiguió remediar dos males que solían aquejarle. Siempre pasaba hambre, desde que podía recordar,
Cuando recorría las calles de la cuidad a la que Marcel solía llevarlo a mendigar, podía percibir olores distantes. No estaba seguro del sabor que tendrían, pero su olfato le indicaba que debían ser deliciosos.
Tan solo recordar todo lo que caminaba sobre aquellas calles, para conseguir unas monedas de caridad, lo hacían sentir exhausto. Marcel le exigía que las recorriera una y otra vez, para conseguir más limosna.
El resultado nunca era suficiente para Marcel. Apenas conseguía unas cuantas monedas, le entraba la tentación de ir por comida. Pero Marcel siempre estaba pendiente de que hiciera su trabajo. Si lo atrapaba descansando, llegaban las consecuencias.
Félix se acurrucó sobre la cama, volviendo a esconderse entre los cobertores. Marcel no lo encontraría ahí debajo.
Quizá se durmió porque siempre estaba cansando. Sus oídos le alertaron de la presencia del dueño de casa. No, venía alguien más, podía oír sus pasos lentos y el golpear de un bastón.
Sin quererlo se incorporó más rápido de lo que debía. Le faltó cama y cayó al suelo. El sonido seguro alertó a los recién llegados. No quedaba tiempo, se iban acercando. La pierna le dolía mucho y con esfuerzo pudo volver a treparse al catre.
Los pasos se apresuraron a la habitación donde el chiquillo buscaba albergue entre cobertores gastados.
Fausto entró primero y notó en seguida lo que estaba sucediendo. El muchachito cayó de la cama y no conseguía fuerzas para subirse de nuevo. La pierna mala no le dejaba sostenerse y la herida empeoraría si lo dejaba seguir esforzándose.
—Mejor será que te estés quieto —regañó mientras levantaba a la criatura y lo depositaba sobre el lecho —Van a curarte para que te puedas marchar por donde viniste.
Las palabras de Fausto no fueron bien recibidas por ninguno de los presentes. Félix tembló de miedo y Aurelia sacudió la cabeza en negación.
La anciana no esperaba encontrar a un niño en la pieza de Fausto. Parecía un cervatillo asustado en manos del cazador. Temblaba y seguro era por fiebre. Esa criatura estaba enferma y podía sospechar que no era el único de sus males.
—No digas tonterías, con esa llaga abierta no podrá ni llegar a la puerta. —anunció la anciana acercándose a la escena.
Fue turno de Fausto de amargarse por la intervención de aquella vieja. La dejó entrar a su casa con la sola misión de atender a un herido y mantener la boca cerrada.
—Atiéndelo y yo veré que hacer. Solo alívialo, el resto no es de tu incumbencia.
Aurelia lo apartó en seguida. No iba a perder el tiempo negociando con aquel necio. El cervatilllo herido la necesitaba.
—Ve a serme de ayuda y trae agua. Ponla a calentar primero. Y trae algo con que vestirlo.
Anda, date prisa, Faustino.
La anciana se deshizo de su chal y resopló doblándose las mangas del vestido oscuro que llevaba puesto.
—Primero a limpiar la herida y luego tenemos que ver de bajar esa fiebre.—sentenció Aurelia descubriendo la pierna lastimada.
Fausto estuvo a punto de protestar, pero las palabras de Aurelia lo detuvieron. Dijo fiebre. No se percató de ello. Ni siquiera se molestó en preguntarle al muchacho como se sentía.
La anciana examinó la herida palpando los costados apenas. La carne tenía un color plomizo y se veía peor de como la recordaba.
Fausto la vio abrir la caja que era de su mujer y dentro sacó un juego de vendas.
El olor que despedían le trajo a la memoria la imagen de Alejandrina doblándolas para cuando fueran necesarias. Las lavaba con hierbas en el patio y las dejaba secar al sol. Le sonreía, ella siempre tenía una sonrisa para él.
—Necesito el agua, Faustino. Si te quedas ahí solo me estás estorbando.
La anciana lo sacó de su sopor. De acuerdo, los dejaría solos y que la vieja haga su trabajo. Fausto se alejó con el recuerdo de su mujer en los labios.
—Hace mucho tiempo, cuando era una niña, tuve un cervatillo igual a ti. Tienes los mismos ojos de un venadito. —la anciana musitaba mientras seguía examinando las extremidades de su paciente. —Quedó huérfano y mi padre lo llevó a casa para criarlo. No contó con que le tomaría cariño. Al final, ni pudieron cocinarlo.
El muchacho se retorció en su asiento. Aurelia le sonrió y supo que era mejor que lo tranquilizara. No quería perturbar al paciente con sus historias de infancia.
—¿Puedes hablar? — le preguntó al darse cuenta de que el chico giraba el rostro hacia ella. En seguida supo que no podía verla. Curioso, porque esos ojos de venado la engañaron por un momento entero.
Tal vez se estaba haciendo vieja y los detalles se le escapaban como sus días sobre la tierra.
—¿Me van a comer? —preguntó el muchachito intentando sonar sereno.
—Tal vez... —murmuró la anciana disfrutando el rumbo que iba tomando la conversación. —¿Qué harás al respecto? ¿eh?
Sucedió lo que esperaba, el chico se quedó quieto intentando descifrar en el tono de su voz, si se trataba de una broma o si hablaba en serio.
—Nada... —y el muchacho resopló cabizbajo.
—¿Nada? —continuó Aurelia esta vez tomándolo de la barbilla. Se tomó un momento para analizar el rostro pálido y delgado del muchacho sin nombre.
Sus ojos azules engañaban a cualquiera, sin embargo, observándolo un poco quedaba en evidencia que el chico no podía ver con ellos. Usaba sus manos para guiarse por el mundo, así como el resto de sus sentidos.
Aurelia le tomó las manos analizándole las palmas. Encontró entre los dedos rastros de pintura; fue una real sorpresa
—¿Cómo te llamas criatura? —preguntó entonces empezando a hacerse una idea de la situación a la que Fausto, amablemente la invitó a participar.
—Félix... pero no tengo buen sabor.
La anciana rió entonces, el modo como lo dijo aquel chiquillo, ablandó su viejo corazón.
—No te comeré Félix, no temas criatura. Ahora dime... ¿desde cuándo no puedes ver este mundo ruin?
—Desde el vientre de mi madre, señora. Eso fue lo que me dijeron quienes tuvieron la caridad de cuidar de mí.
—¿Y cuánto tiempo ha pasado de aquello? —insistió Aurelia, esta vez llevando las palmas de Félix a su rostro.
Dejó que palpara sus mejillas ajadas por los años, que recorriera con las yemas de los dedos su nariz pulposa. Cuando llegó a sus cejas desordenadas las frunció sólo para ver la reacción del muchacho. Félix se contrajo ligeramente, pero siguió con la exploración.
—Me dijeron que fueron más de quince, señora.
—Entiendo que quienes te cuidaron no hicieron un buen trabajo. No estás del todo sano. Esa herida en tu pierna, no te la hiciste en una caída.
Félix asintió ligeramente. Ahora le palpaba las orejas. Las encontró más anchas de lo que las esperaba y ocultas bajo la espesura de cabello grueso. Retiró sus manos finalizando la exploración de reconocimiento. Acababa de cerciorarse de que la edad de esa mujer matizaba con la de los arboles del bosque. Su piel tenía la textura de la corteza y su cabello era tan espeso como el follaje de un abedul.
—Apenas vuelva Fausto con el agua que le pedí, voy a prepararte un brebaje. Va a saber amargo, pero te devolverá a la vida. Ahora vamos a limpiar bien esa llaga. Va a doler cuando lo haga. Te daré unas hierbas para que te sienas mejor.
—¿Por qué está ayudándome, señora?
En los ojos azules, tan parecidos al cervatillo de su infancia, Aurelia pudo encontrar una tristeza profunda. Era la expresión del rostro del muchacho lo que la hizo sentir lastima por él. Tal vez era porque sí se parecía a su mascota de antaño.
—Un día de estos me voy a ir a encontrar con el creador. Cuando me tenga delante me va a preguntar: Aurelia, te di el conocimiento para curar con hojas y raíces, te di manos fuertes y piernas para buscarlas en el bosque. ¿Lo usaste para algo bueno o lo guardaste en casa, como el resto de tus chucherias?
Félix sonrió ligeramente, algo en el discurso de la anciana lo alegró un poco.
—El creador nos envía a este mundo con talentos y conocimientos para que los pongamos en uso. A mí madre le dio el conocimiento para curar. Ella me lo pasó a mí, como hizo su madre con ella. A ti te dieron la habilidad de pintar belleza con tus manos, aunque tus ojos no te permitan disfrutarla.
Aurelia se detuvo entonces, apenas acariciando la llaga en carne viva.
—El Creador actúa de modos que no entendemos. Te dio un don maravilloso, pero no la facultad de verlo. —entonces se dio cuenta que estaba hablando de más y se detuvo. —No me hagas caso, Félix, solo soy una vieja loca.
El muchacho le sonrió y buscó tocarle la mano. No necesitaban hablarse, se entendían en ese silencio. Aurelia supo que el muchacho confiaba en ella para sanarlo, tal y como hizo su venadito huérfano, ya hacía varios años, cuando fue niña y no pudo abandonarlo.
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