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1.

—Es una obra de arte espléndida.

La composición de colores era impresionante, pero más lo era el modo como aquel pincel se deslizaba sobre el lienzo. Con tanta soltura que parecía acariciarlo al contacto.

—No, no te detengas. —continuó apresurado y hasta penitente al darse cuenta que su voz acababa de terminar con el encanto.

Demasiado tarde, sus palabras tuvieron el efecto devastador que esperaba. La mano que sostenía el pincel cubierto de rojo intenso, abandonó el trazo como si estuviera cubierto en llamas. Los hombros del artista se contrajeron y se quedó muy quieto, dándole la espalda como si lo hubiera atrapado en fragante delito.

—No te pongas así. —insistió, a pesar de que el daño estaba hecho. —Sólo estaba mirando.

¡Vaya descubrimiento! A cierta distancia la pintura resultaba fastuosa, pero de cerca era simplemente sobrecogedora. Fue entonces cuando Fausto supo que no volvería a conciliar el sueño, porque cada vez que cerrara los ojos, sentiría ese mismo estremecimiento.

Retrocedió francamente perturbado. Las figuras parecían tratar de escapar del lienzo, con tanto realismo que se descubrió estirando la mano para alcanzarlas. Cada uno de esos rostros, parecía clamar su nombre. Podía sentir el dolor de aquellas almas, su desesperación, oler el fuego incandescente, sentir su calor. Pero la estocada final fue descubrir su propio rostro plasmado en toda su gloria, entre nubes aterciopeladas, bajando del cielo hacia aquella escena dantesca.

Gritó sin voz, forzándose a sí mismo a volver a la realidad. De pronto le pareció estar atrapado en un mal sueño. Pero no, estaba bien despierto, mientras que el culpable le daba la espalda, todavía encogido y con pincel en mano. Fausto no se contuvo, lo tomó del hombro y forzó a encararlo. Quería una respuesta y la quería en seguida.

Si antes perdió la voz, acababa de perder el sentido de la realidad. El rostro de aquel muchacho no fue lo que lo terminó de perturbar, fueron esos ojos diáfanos, totalmente vacíos.

Su primera reacción no fue la mejor, pero buscaría una excusa para ella. Le propinó un buen empujón, para alejarlo de su presencia y a prisa. Como si quisiera ahuyentar a una pesadilla y el único modo de repelerla fuera con violencia.

El muchacho ciego cayó con la gracia de una pedrada. No perdió el tiempo e intentó escapar revolviéndose en el suelo, como un pez fuera del agua. Sus manos manchadas por los oleos, palpaban las rocas bajo su cuerpo y parecía intentar guiarse en su propia oscuridad, por los sonidos. Fausto vio que temblaba, parecía buscar algo con sus manos sucias y desesperadas. Quizá aquel bastón, apoyado contra el rudimentario atril de madera tosca.

Fausto encontró el sonido de sus pensamientos, pero tuvo que contenerlos al ver como esa criatura espantada como un venado, intentaba escapar de su presencia. Tal parecía que no sabía por dónde empezar, si correr despavorido o recoger su lienzo y oleos.

—¿Qué es esto? —le reclamó al artista, sintiendo que jalaba de dentro de su garganta, una cuerda llena de nudos.

No iba a conseguir una respuesta verbal, ni en la lengua de los ángeles retratados en aquella pintura, ni en los alaridos de los demonios del infierno. Nada. El muchacho se puso de pie a tientas, asiéndose del palo burdo que era el bastón, que halló a duras pernas. Pero Fausto no lo iba a dejar escapar, pronto lo alcanzó asiéndolo de los brazos.

—¿Quién pintó esa aberración? —los nudos brotaban de su boca sin control. No podía haber sido ese muchacho ciego. ¡Imposible! —¡Te hice una pregunta! ¿Quién me está queriendo tomar el pelo? ¡Responde ahora!

Cuando encontrara al gracioso le iba a hacer escarmentar. Nadie se burlaba de él de ese modo. Fausto no se contuvo y de una sacudida más, consiguió que el chiquillo entre sus brazos por fin reaccionara.

—Yo lo pinté. —balbuceó el muchacho como respuesta, intentando zafarse sin lograrlo.

Lo tuvo que dejar ir, porque de la rabia que lo invadió, le iba a triturar los brazos. El mocoso aquel, ese maldito embustero cayó como una rama que arranca el viento. Así que el hijo ciego de un campesino, se estaba burlando de él. Pues tendría que hacerle escarmentar.

—¡Embustero! —rugió sintiendo deseos de lanzarse encima de aquel muchacho y despedazarlo hasta arrancarle la verdad. —¡Confiesa de una vez! ¿Quién es el responsable de esto? Responde y te dejaré ir.

Como respuesta el muchacho bajó la cabeza y trató de asir su bastón para emprender la huida. No iba a conseguir nada con ese bribón y aquellos infelices que estaban usando a un pobre ciego para burlarse de él. Cuando descubriera quienes estaban tras semejante infamia, iba a ajustarles el cuello. Fausto aún inflamado de ira, arremetió contra el lienzo. Era él, era su rostro y sus facciones duras, todas y cada una presente en aquella pintura. La destruiría, la quemaría en el fogón y echaría las cenizas al rio.

El muchacho se acababa de levantar sosteniéndose del bastón, como si de este dependiera su vida. Avanzó hacia él estirando una mano, como aquellas almas en desgracia de la pintura. Fausto lo vio agacharse y sus manos como raíces tiernas, alcanzaron los frascos sobre el suelo. Los metió a prisa dentro de una caja de madera, igual de desgastada como el atril y se incorporó para la retirada.

¿Pensaba qué lo dejaría ir tan fácilmente? Pues no sólo era un ciego y mentiroso, además estaba loco.

Arremetió contra el chico, cuya edad era discutible, pero sospechaba que todavía no acababa de despertar a la madurez. La cara sucia, el pelo castaño crecido mal amarrado, pero sus ojos como zafiros, contaban otra historia.

¿Cómo algo tan hermoso podía resultar inútil?

Fausto lo tomó del brazo que sostenía la caja de pinturas y el muchacho intentó espantarlo con la ayuda del bastón. De un movimiento certero, se lo arrebató y lo lanzó lo más lejos que pudo. Listo, ahora no podía ir a ningún lado, pensó triunfante. Entonces pudo ver en el rostro asustado del artista sin nombre, la misma desesperación que vio en el lienzo.

—Si no me dices la verdad, te dejo aquí a tu suerte. El bosque es peligroso, —continuó sin escatimar un tono amenazante. —un animal podría devorarte o algo peor.

—Te dije que fui yo. Es la verdad. ¿Qué más quieres de mí?

El maldito truhan se estaba burlando de él. ¿Creía que era estúpido? ¿Qué con semejante patraña se quedaría tranquilo? ¿Un ciego pintando en oleos? ¿Qué seguía? ¿Un sordo componiendo sinfonías? Fausto no se contuvo y volvió a sacudirlo hasta que le hizo soltar la caja de pinturas.

—¿De dónde saliste? —le preguntó en tono de burla. —No sabía que había un asilo para orates por estos lares. ¡Contesta! ¿Qué haces aquí en medio del bosque?

—¿Qué hacías tú aquí? Nunca nadie se interna más allá de la cascada. —le respondió aquel bribón.

—Soy artesano y... ¿Quién te has creído para cuestionarme? Además de granuja, embustero. Debería dejarte aquí, aunque no durarías solo en el bosque. Quien sea que me esté jugando una broma, es bastante cruel para valerse de un... de ti para gastármela. Te llevaré a tu casa o donde sea que te albergues. ¡Camina!

—No puedo regresar sin mis pinturas. —balbuceaba, parecía que ese muchacho también tenía problemas para hablar.

Quizá debía sentir cierta lástima por aquél pobre infeliz. La conciencia le ardía y sin duda se estaba ganando una temporada en el infierno. No estaba contento por maltratar a un pobre y desvalido invidente, sino que además le quitó lo que parecía ser su único sustento en la vida.

Aquel truhan se arrojó al suelo en busca de sus oleos, palpando desesperado entre piedras y hierbas hasta encontrar la caja que perdió. Fausto masculló un par de groserías al verlo colocarlas dentro. Sin duda un acto de crueldad como aquel, no iba a pasar desapercibido por quien lo miraba desde el cielo.

Resopló furioso y sacudiendo la cabeza fue en busca del bastón que arrojó hacia un confín de aquel bosque. Era lo menos que podía hacer por esa miserable criatura. Ya la vida le había quitado la visión, ese pobre y...

Nada de eso. El muy bribón estaba de pie e intentando tomar el lienzo que tanto lo perturbaba, para huir con este.

—¡Deja eso! —ladró espantando al chico. —Lo quemaré hasta ni cenizas queden, ni el recuerdo.

El muchacho se contrajo de nuevo, pero no se movió de su sitio. Dejó que lo alcanzara y arrancara aquella pintura de sus manos huesudas.

Fausto resopló con cierta satisfacción, pero le duró poco porque sucedió lo inesperado. El muchacho giró siguiendo el sonido de sus movimientos y levantó una mano sucia, para alcanzarlo en el pecho.

—Por favor hazlo, hazlo también conmigo. Si tienes ese poder, hazlo también conmigo. —le suplicó con aquellos ojos vacíos que ya le quitaban la cordura.

Hubiera querido preguntarle a qué se refería, pero su sorpresa fue tanta que no pudo pronuncia palabra. Aquellos ojos todavía fijos en él, casi si parecía que se asomaban en lo profundo de su alma. Fausto apretó los labios, arreció los músculos de su rostro y retrocedió para alejarse de aquella criatura desventurada.

No había duda, ese no era un simple campesino desorientado, sino un orate fugado de algún asilo. Pobre desdichado, no sólo la vida le dio un destino aciago al hacerlo invidente, sino que además estaba mal de la cabeza.

En mala hora se le ocurrió internarse en el bosque siguiendo una corazonada. Fausto tendría luego tiempo de lamentarse. Sería después, por ahora tenía que ver el modo de recobrar la sensatez y de paso fuerzas para deshacerse de aquella pintura.

Destruirla, desaparecerla para siempre. Junto con el recuerdo de aquel extraño encuentro. La quemaría junto con la imagen de esos ojos inútiles y la memoria de aquel ciego orate con quien tuvo la mala fortuna de encontrarse alguna vez.

+++

—¡Cinco miserables monedas! ¿Acaso vamos a sobrevivir con esto?

Los pedacitos de metal rodaron por el suelo polvoriento, haciendo un sonido sordo al caer. Marcel no estaba satisfecho todavía, así que arrojó una silla contra la pared y el sonido al quebrarse, le hizo estremecer.

—¡Deja eso! —gritó Alfonsina uniéndose a su marido. —¡Qué nos quedamos sin muebles! ¡Ya bastante tenemos con la miseria en la que vivimos por culpa de este inútil!

Félix se contrajo contra el suelo sabiendo bien que era culpa suya todas las desgracias que recaían bajo ese techo. Marcel alegaba a voces que sólo consiguió cinco monedas por una de sus pinturas y ahora iba a tener que asumir las consecuencias.

Desde el rincón donde se fue a refugiar de los gritos y golpes, no se atrevió a disculparse. No tenía sentido hacerlo. Marcelo estaba furioso y su mujer lo acompañaba en la ira.

—¡Nos vamos a morir de hambre, mujer! ¿Cómo vamos a poder mantener a este bastardo con esta miseria? Tendremos que deshacernos de él.

—¿Estás oyendo? —bramó Alfonsina avanzando hacia él. —Cinco monedas no sirven para nada. Ni para darte de comer.

—La mujer del alcalde no quiere más pinturas de flores y doncellas.—continuó Marcel uniéndose a su mujer. —¿Estás oyendo, bastardo? No vas a volver a pintar esta mierda.

—Sólo sé pintar eso. —se atrevió a responder temiendo por su vida.

Sólo consiguió inflarlos de ira. Ambos continuaron gritando, uno más fuerte que el otro. Ninguno se ahorró los comentarios crueles en el proceso. Félix no tenía como escapar de sus regaños. La pareja cumplía sus amenazas sin falta y con saña. Le advirtieron las consecuencias, pero él se empeñaba en ignorarlas, le dijeron.

Lo iban a poner a mendigar en las calles, alegaban. Se encargarían ambos que el pueblo sintiera real lástima por él, cuando lo vieran arrastrándose en el suelo, suplicando por unas monedas.

Cuando por fin se cansaron de lanzarle insultos y amenazas, cumplieron con una de tantas promesas infames. Marcel lo arrastró hacia la pequeña pieza donde vivía encerrado y le colocó un grillete en el tobillo. Félix no opuso resistencia, aunque sabía que aquella escapada al bosque, sin duda fue la última. No se atrevió a protestar, ni siquiera se movió de su lugar, hasta que Marcel terminó de asegurarse que la cadena le diera apenas la libertad de desplazarse dentro de esas cuatro paredes.

La piel empezó a escocerle, apenas entró en contacto con el metal. Era quizá el dolor de haber perdido el único placer que se podía permitir. El bosque lo llamaba a diario, escuchaba su voz clamando su nombre. El sonido de las hojas de los árboles, las ramas crujiendo, las criaturas que lo habitaban, codiciaba la sensación de sentirse un poquito libre y fuera de su propio cuerpo.

Pero ahora todo estaba perdido. Le dio un tirón a la cadena y el grillete le rasgó la piel. Se tumbó sobre el suelo, agotado y suspirando hasta sentir que se le desinflaba el pecho. ¿Qué iba a hacer ahora? Además de podrirse en esa habitación, hasta que la caridad de Alfonsina y Marcel se terminara. Cuando eso sucediera, no estaba seguro de cuál sería su destino.

Como llegó a manos de esos dos, no lo sabía. Pero Alfonsina le recordaba que era un huérfano, bastardo, ciego e inútil, que sin su caridad se hubiera muerto en las calles. Podía recordar los aciagos años de su infancia, mendigando en la calle por unas cuantas monedas, con los pies llenos de ampollas y el estómago vacío. El dinero que hacía se lo entregaba a Alfonsina, quien jamás estaba contenta con el resultado.

Siempre se quejaba que no era suficiente y lo acusaba de ser un holgazán, de no ser capaz ni de inspirarle pena a la gente del pueblo.

Marcel en cambio lo golpeaba por todo y desde que podía recordarlo. Luego se quejaba que los trazos de los lienzos no eran precisos. Pretendía que tenga un pulso perfecto, cuando a Félix le costaba mantenerse de pie, sosteniendo un pincel y el resto de su pobre cuerpo magullado.

En esa habitación donde se consumía su existencia, Félix no podía recordar algún momento en el que fue feliz. Siempre tenía hambre, siempre tenía frío o se ahogaba de calor durante el verano. Estaba acostumbrado al olor de sus lienzos y trementina. Dormía entre sus pinturas y eran su única compañía.

Claro y el bosque... Ya lo extrañaba, sus texturas, sus olores, sus sonidos...

Tenía que ponerse a trabajar los lienzos que Marcel no pudo vender, porque era su único medio de subsistencia. La pareja lo mataría de hambre, si dejaba de trabajar para ellos. Cada vez le resultaba más difícil complacerlos. Pintaba doncellas, porque pudo palpar el rostro de una, alguna vez en su infancia. Cuando por caridad una muy joven se acercó a echar monedas sobre su palma sucia, cuando mendigaba a las afueras de una iglesia.

"Pobrecillo." Le dijo aquella vez. Podía recordar el tono de ave de su voz juvenil. Ella le tocó la mano y la sintió tan tibia, que Félix no pudo contenerse. La tocó también, sintiendo la suavidad de la piel de aquella doncella. Palpó sus uñas recortadas, la tersura de su muñeca y el brocado de la manga del vestido. Escuchó su falda crujir cuando se agachó a su altura y hasta aspiró el perfume de su cuerpo.

La reacción de la doncella no fue la que esperaba. La escuchó reir divertida y hasta le acarició el rostro. Otra mujer intervino entonces.

"Niña, no toques a ese pordiosero. Te puedes contagiar alguna enfermedad."

Pero la niña no le hizo caso, si no que dejó que ese mendigo sucio le palpara el rostro. La piel lozana de las mejillas, las pestañas largas, cejas tímidas. Nariz redonda y labios húmedos. Hasta alcanzó a tocar su cabello ligeramente rizado, oloroso a castañas.

Fue tan solo un momento, pero en su mente quedaron grabados cada uno de los rasgos de aquella doncella angelical. Ella lo acompañaba en sus pensamientos y su voz todavía resonaba en sus oídos. Incluso cuando la sintió marcharse y quiso correr tras ella. Sólo para seguir oyéndola, sólo para seguir el rastro del olor de su piel.

Sentía curiosidad por todo, pero sólo se podía permitir tocar las cosas que lo rodeaban. La dureza de la corteza de los árboles, la agudeza de las piedras, la sensación refrescante de la hierba mojada bajo sus pies descalzos.

Gustaba pintar flores, porque ellas le recordaban a aquella niña y sus caricias. Nunca nadie antes lo había tocado de ese modo. Las flores le traían a memoria, esa sensación cuando tocaba sus pétalos. Así que siempre las incluía en sus pinturas. Aunque a veces, se sentía aventurero y les daba formas inventadas.

Cuando escuchaba las aves cantar, deseaba acercarse a todas ellas. Nunca había tocado una, tan sólo una pluma alguna vez cuando Alfonsina se sintió generosa y lo dejó sentir aquello que provenía de un pájaro. Fue suficiente para Félix, porque mente se encargó de trazar líneas y formas que le dejaron la idea de lo que es aquella criatura musical llamada ave.

Suspiró entristeciéndose hasta el interior de sus huesos. Esa era la razón por la que desobedecía y se internaba en el bosque. Porque este le proveía sensaciones acerca del mundo que le era imposible conocer.

Empezó a pintar entonces, armado de los pinceles que pudo rescatar de su encuentro con el ángel en el bosque. Nunca imaginó que se daría tal encuentro, cuanto más distraído se encontraba. Llevó su atril a duras penas, porque pesaba bastante y con su caja de pinturas, le era difícil caminar con el bastón por la espesura forestal.

Llevaba días trabajando en la misma pieza y a escondidas. Alfonsina no sabía de sus andanzas, Marcel jamás se enteraría tampoco. Ellos pensaban que intentaba escapar, que se iba a holgazanear por ahí, pero no. Necesitaba algo de paz de vez en cuando. Lejos de los gritos y los golpes que recibía en casa. Un poco de tranquilidad e inspiración, un rato de descubrir el mundo de allá afuera y las maravillas que guardaba.

Así fue cuando se aventuró más allá de la cascada. Despacio, tropezando entre ramas caídas y terreno pedregoso, finalmente encontró un claro de bosque. Se instaló entonces, primero a sólo sentir la naturaleza a su alrededor. Escuchaba las aves cantar, las ramas mecerse, el sonido del agua cayendo. A veces alcanzaba a escuchar a uno que otro venado galopar sigiloso.

Cuando supo que dominaba el camino, empezó a llevar sus pinturas. Hasta que se animó a pintar en aquel trocito de paraíso que encontró para sí.

Suspiró otra vez, disipando la memoria de aquel ángel, el lienzo y su bosque. No servía de nada seguir pensando en lo mismo. No iba a volver a ver a ninguno de los tres.

Tenía que pensar en algo más entonces. Buscó dentro de su mente en busca de algo que plasmar con pintura sobre el cáñamo preparado. Pero sólo malos recuerdos llegaron en su auxilio. Las aves de nuevo, pensaba en ellas mientras sus manos pintaban la representación de sus pesadillas. Las imaginaba con las plumas alargadas y duras como tablas. Como no sabía la forma de sus caras, la remplazó por algo que conocía bien, la de los gatos. Cuatro patas y garras como lanzas. Una cola también, que nunca se estaba quieta.

Podía pasarse el resto de su vida en ese estado. Absorto en su trabajo de volcar todo lo que sentía dentro de su cuerpo, sobre aquel lienzo corriente.

Una lagartija fue lo siguiente que lo asaltó, pero la convirtió en un dragón para que en la pintura se midiera con el ave tenebrosa que acababa de pintar. La voz de Marcelo resonó en su mente, repitiendo lo que se contaba por ahí en el pueblo. Más allá de donde acababa el mar, el mundo termina. Pero lo que más asusta, es que el trayecto hacia ese final está sembrado de dragones y criaturas monstruosas.

El mar, su imaginación no le alcanzaba para imaginárselo. Sus deseos iban más rápido que sus pensamientos. Como caballos desbocados, resonando con fuerza, a toda prisa. Había tanto mundo allá afuera, pero jamás lo iba a conocer. No cuando tenía una cadena atada a su tobillo, no cuando sus sólo tenía un bastón astillado para guiarlo en su camino.

La angustia llegaba para quedarse. El pincel y el sonido de sus trazos conseguían mitigar ese dolor que siempre sentía al pensar en su vida miserable.

El único modo como lograba mantener a raya toda aquella soledad y tristeza, era volcándose dentro de sus pinturas. Pero ahora que conoció a ese ángel del bosque... Le estaba constando mucho concentrarse.

Quien sabe cuanto tiempo estuvo de pie frente a su atril desvencijado y con sus pinceles gastados entre los dedos. Dentro de su mundo de oscuridad, el tiempo corría de modo distinto. A veces ni descansaba, porque tan sólo detenerse le daba la oportunidad a la tristeza de colarse en su mente.

Félix necesitaba descanso sí, pero uno eterno. En brazos de los ángeles, entre nubes tersas, en donde no volviera a sentir su cuerpo.

Estaba agotado, quien sabe cuanto tiempo pasó pintando, quien sabría si halló descanso sobre los trapos viejos que componían su lecho. Escuchó las voces de la pareja por fuera. El sonido metalico de las llaves buscando la cerradura.

La puerta se abrió de pronto y Félix cayó frente a su creación todavía fresca. De rodillas y famélico sobre la tierrilla del piso, como rindiéndose ante su destino.

Alfonsina y Marcel aparecieron en el umbral en busca del encargo. Su tiempo había terminado. Venían por un nuevo oleo que vender en el pueblo y no se irían con las manos vacías.

Silencio en un principio, hasta que Marcel quien reaccionó primero y dio la sentencia.

¡Aberrante! —gritó furibundo. — ¡Maldito bastardo inútil! Esas cosas son del demonio.

Los golpes no se hicieron esperar. Félix rodó por el suelo impulsado de un puntapié que no erró su curso. No servía de nada intentar huir, ni menos defenderse. La cadena no lo dejaría ir muy lejos. Además, sabía bien lo que había hecho, tan sólo seguir sus instrucciones al pie de la letra.

Ellos querían algo distinto y ahí lo tenían. Un par de criaturas sacadas de sus pesadillas, pero no era suficiente, jamás lo sería. No para Marcel, no para Alfonsina.

Quizá debió conservar el recuerdo de la doncella y sus flores, el calor humano que sintió de su parte y pintarlo una vez más, un poco retocado para que pareciera novedoso. Pero no. Tuvo que dejar escapar uno de sus malos sueños y precisamente plasmarlo con pinturas.

De repente era lo mejor. Quizá había llegado su hora. Marcel iba a matarlo por fin. Alfonsina le ayudaría, como siempre a encargarse de que nadie se entere de sus fechorías. Era lo que necesitaba, por fin...

Descanso eterno.

+++

No podía dormir y con una vela encendida se enfrentaba a la realidad que dejó escondida bajo una manta pesada. Fausto el insomne, se paseaba como una fiera enjaulada, hasta que la mañana lo encontraba aun arañando los brazos de Morfeo que se resistía a albergarlo.

La pintura que obtuvo en el bosque, le iba arrancando la razón de a pocos. La odiaba con la misma intensidad con la que no podía dejar de contemplarla. Nunca debió acercarse a observarla, jamás debió traerla consigo. Fue débil y ahora estaba pagando las consecuencias.

Era su secreto, su propio pecado y no tuvo valor para quemarla, como alardeó que haría. Cada vez que se acercaba a aquel óleo maldito, la voz de ese muchacho resonaba en su mente.

Resignado a perder la cordura y ya de mañana, no servía de nada intentar regresar a su lecho vacío. Así que se puso en marcha hacia su minúsculo taller a un lado de la plaza.

Tenía trabajo pendiente y no era una mala idea aprovechar su tiempo en algo productivo.

Apenas cruzó la puerta de su modesto hogar, la mañana lo recibió fresca. No tenía que caminar mucho para llegar a la plaza, apenas le quedaba a tiro de piedra. A Fausto le tomó un puñado de pasos para notar que algo sucedía.

No, en definitiva, no esperaba la escena que encontró a esas horas de Dios. Parecía que la mitad del pueblo estaba desvelado y reunido al lado de la fuente de piedra.

La curiosidad le jugó una mala pasada la primera vez, no volvería a caer en la misma trampa del destino. A paso firme intentó alejarse de la gente comentando acerca de aquellas flores pintadas sobre la piedra.

Son tan reales que hasta las puedo oler. ¿Quién pudo hacer algo tan bello?

Fausto se maldijo en silencio, mientras que sus propios pies lo llevaban a buscar el caos. Era cierto, alrededor de la mustia fuente de piedra, brotaron flores moradas, tan vívidas que parecían escaparse del cuadro. Tanto que una abeja vacilante se daba de topetazos en completa confusión, al no poder encontrar su polen.

Un escalofrío lo invadió completo, porque tanta belleza sólo podía provenir de un solo lugar. Dejó entonces a la gente admirando el espectáculo y sacudiendo su melena oscura, se puso en marcha a su taller, sin más demora.

Siempre era el primero en llegar. Sus aprendices, un par de gemelos remolones tardarían en aparecer y siempre con la cara legañosa, oliendo a cama. Con una llave pesada, abrió el candando de la entrada y apenas si tuvo tiempo de girar el trozo de metal, cuando descubrió una de aquellas flores en la esquina de la puerta.

Dejó caer la llave y sus rodillas se doblaron. Intentó contener aquella flor recién brotada entre sus manos ásperas, pero le sucedió lo que la abeja. Esta vez maldijo en serio y se puso de pie de un salto.

Buscó con los ojos al culpable, porque sabía que estaba cerca. Le dio una mirada a los negocios de los lados, pero sólo su puerta tenía aquella perturbadora y tímida imagen asomándose en una esquina. Se maldijo nuevamente y dirigió por el pequeño corredor que separaba su taller del comercio siguiente.

La montaña de viruta gruesa que los gemelos juntaban, pero jamás limpiaban, había sido conquistada por quien menos esperaba. Durmiendo sobre esta, apenas cobijado por sus propias ropas viejas, dormía el culpable de todas sus desgracias. Abrazando aún en sueños la caja de madera que contenía sus pinturas.

Seguro estaba exhausto, estuvo pintando toda la noche y hasta tuvo energías para dejarle una de regalo en su propia puerta.

¿Qué hacer? Echarlo a la calle como a un animal enfermo o dejarlo dormir como la criatura inocente que aparentaba ser. Sin estar en pleno uso de la razón, Fausto se acercó a aquella figura hundida entre la viruta y lo sacudió con la punta del pie.

No obtuvo resultado alguno, por lo profundo del sopor, ese muchacho podía estar muerto.

—¡Ey! ¡Arriba, no es lugar para dormir! —No sabía cómo llamarlo, nunca preguntó su nombre. —¡Arriba he dicho!

Consiguió despertarlo y le extrañó el modo como el chico seguía el rastro de su voz. Cierto, era ciego, casi lo olvidaba. Como si no fuera suficiente todo el asunto del lienzo y ahora la plaza decorada con flores cuyos colores engañaban a las abejas, ahora tendría que echarlo y deshacerse de esa pintura que escondía en casa.

El muchacho se frotó la cara con la manga cubierta de aserrín y abrió los ojos por fin. No se veía bien, estaba pálido, enfermo además.

—¿Qué haces aquí? Este es mi taller, quiero que te largues antes que yo te eche.

—No tengo donde ir.

—¿Y acaso es mi problema? ¡Largo!

—Tú apareces en mis sueños, te veo cada noche.—ese tono suplicante de nuevo y Fausto sentía que lo odiaba. — Destrúyeme como hiciste con la pintura. Por favor, llévame a tu reino.

¡Qué atrevimiento! ¿Pensaba qué con aquel patético argumento iba a llegar a algún lado

—Por favor, por favor... destrúyeme...

Casi lo olvidaba, el crío aquel estaba mal de la cabeza. No se detenía, seguía, balbuceando lo mismo. Fausto cerró los ojos, porque las palabras de ese muchacho eran tentación pura. ¿Qué más podía hacer con aquel pobre orate? Ciego, enfermo y demente. Pobre criatura, acabar con su desdicha sería la salida más compasiva.

Jamás pasó por su mente acabar con la existencia de un semejante, pero de pronto parecía la única opción a la vista. Nadie lo sabría, echaría el cuerpo al río antes de que alguien lo viera. Además, le estaría haciendo un favor acabando con su miseria. ¿Qué tipo de vida le esperaba a un ciego? Lo salvaría de las tinieblas, entonces.

—¿Qué nombre he de poner en tu tumba? —Fausto tomó el cuchillo que llevaba en el cinto, desenvainó a prisa y recogió a esa criatura en sus brazos.

—Félix, pero no es necesario. Nadie vendrá a llorarme. —su voz quebrada avivaba la hoguera donde lanzaría su cuerpo, junto con aquél maldito lienzo.

Fausto resbaló la hoja sobre las mejillas incoloras y la dejó frente a esos ojos azules. El reflejo del metal inundó los iris del muchacho. No podía quedarse contemplándolo extasiado, tenía una labor que cumplir.

Continuó entonces el recorrido del cuchillo sobre el rostro de aquel crío. Deslizó la hoja por la punta de la nariz y lo dejó besarla en el camino. El frío del metal encontró sin prisa la garganta del muchacho, pero no fue capaz de darle la presión necesaria.

Apretó el mango del cuchillo con el que trabajaba en el taller e intentó con todas sus fuerzas consumar lo que empezó. Félix lo miraba con esos ojos vacíos que lo acompañarían durante su eternidad en el infierno. Donde merecía ir a parar, por tan sólo albergar la idea de cegar la vida de un semejante.

Contrito apretó el arma blanca, pero con más fuerza al cuerpo marchito entre sus brazos. Fausto se levantó de entre la viruta, apretando los labios.

La mañana apenas empezaba.

La gente en la plaza seguía absorta contemplando las flores. Incluso los pájaros se vieron engañados ante la pintura sobre piedra. Nadie se enteraría, sería su secreto. En silencio y huyendo de los ojos del mundo llevaba consigo el mayor de sus pecados.

Tras puertas cerradas, en su propia casa, nunca nadie lo sabría, había una pintura maldita que no lo dejaba dormir. Pegado a su pecho, yacía inmóvil la razón de sus culpas. De un puntapié abrió la puerta de su casa y dejó entrar el caos consigo. Resignado a no volver a su faena del día, Fausto recorrió las habitaciones hasta llegar a su cuarto y dejó a Félix sobre su cama.

La pintura estaba frente a los ojos de ambos y estaba seguro que el muchacho ciego lo sabía.

Bufó irritado. ¿Qué acababa de hacer? El crío no se movía, no decía nada.

Sentado al lado de Félix, se quedó contemplando aquella imagen. Los rostros desesperados seguían clamando su nombre. Todos tenían la misma expresión de aquel muchacho ciego y loco. Fausto lo supo entonces, al darse cuenta de la verdad. ¡Qué tonto fue! ¿Cómo no lo notó desde un principio? Pero ahora todo se esclarecía y gritaba a la cara, tan claro como la mañana. El reino de los cielos resultaba inasequible, el infierno en cambio, estaba al alcance de sus manos.


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Gracias por llegar hasta aquí y darle una oportunidad a esta historia que recién empieza.  Espero de todo corazón que haya sido de tu agrado. Por favor, no olvides de dejar una opinión que me ayude a mejorar. 

Creé esta historia con sólo ocho páginas para la revista YaoiNiwa, edición junio.  Claro que me resulta muy difícil sólo quedarme con tan poquito que contar, así que aquí tienes la versión completa, corregida y aumentada. 

Espero poder subir la continuación pronto. Porque tengo más que contar acerca de Fausto y por supuesto de Félix. Una vez más, gracias de verdad por leerme y comentar. Lo aprecio muchísimo y por ahora me despido hasta la próxima. 

Siempre suya, 
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