Capítulo 7
—Vaya...
Gio no tenía palabras para describir la mansión de los Williams, y yo, tampoco. Estaba enfrente de un parque precioso por donde paseaban las familias más ricas de la ciudad. Se encontraba bastante alejada del centro, en un barrio limpio y lleno de jardineras y árboles de hoja caduca. Una pena que fuese invierno.
Llamé a la puerta casi con miedo. Era enorme e imponente. No tardaron mucho en abrirnos.
—¿Hola? —nos saludó la sirvienta, extrañada.
—Somos Luca y Giovanni. —Señalé a mi amigo—. Venimos a ver a Anthony Williams. Él nos invitó.
Ella sonrió y entró de nuevo a anunciar nuestra llegada. Escuchamos pasos y la señora Williams vino a recibirnos.
—¡Pasad, pasad! ¡No tengáis miedo! Anthony está en su habitación, arriba. Margaret, querida, guíales, por favor.
—Sí, señora.
La señora Williams volvió al salón. Parecía que ella también tenía visita, pues a nuestros oídos llegaban risas de distintas mujeres.
Gio y yo contemplamos maravillados la entrada. Nos moríamos de curiosidad por ver el resto. Jacob no se lo creería cuando se lo contásemos. Una pena que su presencia fuese considerada una ofensa y que no pudiese estar con nosotros. En realidad, ni siquiera le habíamos contado que iríamos a ver a aquel niño.
Margaret nos condujo escaleras arriba y llamó a la segunda puerta a la izquierda.
—Adelante —dijo una voz desde el interior.
Entramos y Margaret cerró la puerta, para dejarnos a solas. Él estaba tumbado sobre la cama, con dos mantas por encima. Su voz era casi un susurro ronco, supuse que porque le había cogido el frío.
—¿Cuál de los dos me encontró? —preguntó.
—Yo.
Di un paso al frente y él me miró de arriba a abajo. Después hizo lo mismo con Gio. Parecía que estuviese decidiendo si éramos de fiar.
—¿Por qué les dijiste dónde estaba? ¿Por qué no me dejaste allí?
—Yo...
No entendía su pregunta. Es decir, le habíamos salvado la vida.
—Estabas enfermo... —respondí.
—No me perdí, me escapé. Y tú lo has echado todo a perder.
—Perdona que mi amigo te haya salvado la vida, imbécil —ladró Gio.
Lo aparté suavemente con la mano. Sabía que Gio era desconfiado y que tenía muy poca tolerancia con aquellos que eran maleducados o desagradecidos, y Anthony parecía las dos cosas.
—¿Por qué te quieres marchar? —pregunté— Es decir, este lugar... es enorme, el paraíso.
—Solo es una cárcel grande.
—Una cárcel con cinco comidas al día y agua caliente —respondió Gio entre dientes.
Le di un codazo suave a mi amigo. Sin embargo, en vez de ofenderse, Anthony sonrió.
—Me caes bien, te atreves a decir lo que piensas. No eres como esos lameculos que siempre me dan la razón.
Nos sorprendió su vocabulario, tan poco digno de la boca de un niño bien.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó.
—Yo soy Gio, y este, Luca. —Me señaló.
—Yo soy Anthony.
Él se levantó. Estaba pálido y todavía llevaba pijama.
—Me sorprende que os hayan dejado entrar. No os ofendáis, pero es que mi padre tiene una opinión muy tajante sobre la gente de la calle.
—Nosotros no vivimos en la calle —lo corrigió Gio—. Vivimos en un apartamento de la calle Mott, en Little Italy.
Anthony se rio. Gio y yo nos miramos sin comprender nada. Más tarde descubrimos que a Anthony le encantaba que le llevasen la contraria, que lo corrigiesen y sobre todo que lo insultasen. Era algo a lo que no estaba acostumbrado y disfrutaba diciendo palabrotas, peleando y escupiendo. Estaba cansado de tener que vestirse ropa incómoda, de verse obligado a presumir de los modales exquisitos que le inculcaba su madre y de los niños de su escuela, superficiales, falsos e interesados. Él solo quería una vida normal, con unos padres normales.
El señor Williams era un hombre muy estricto e intimidante, que no dudaba en golpear a su hijo si necesitaba impartir un castigo. Él era la causa principal de la huida de Anthony. El hombre se ponía especialmente agresivo cuando bebía y Anthony estaba harto del trato que le daba. Por otro lado, estaba su madre, una mujer débil que no sabía controlar a su marido y que le permitía cualquier cosa siempre que esta fuera acompañada de un collar o un vestido nuevo. Anthony la consideraba poco menos que una tonta. Por último, estaba su hermana: Mary. Ella era un par de años mayor que él y estaba claro que era la hija favorita del matrimonio.
Todo esto llevaba a Anthony a vivir en una eterna frustración que aumentaría con el paso de los años. No había nada que pudiese hacer salvo esperar hasta la mayoría de edad y poder librarse así de la carga que suponía ser un Williams.
Pasamos toda la tarde jugando. Él tenía muchísimos juguetes, entre los que se encontraban desde simples peonzas, yo-yó o dos pelotas nuevas, hasta otros más inusuales como decenas de cochecitos de latón, soldaditos de plomo y un tren. También tenía un cachorrito blanco de manchas negras que se llamaba Louis y que no hacía más que saltar para llamar nuestra atención.
Cuando salimos de la casa, ambos estuvimos de acuerdo en que, pese a la impresión inicial, Anthony era un niño simpático, algo loco, pero simpático. Bueno, eso y que era rico.
***
Nos costó bastante volver a casa. Casi arrastrábamos los pies del cansancio. Por el camino, nos cruzamos con Matteo, que regresaba de estar con los nacionalistas.
—Vas a llegar tarde, Mamma se enfadará —me dijo.
—Tú también vas tarde.
Mi hermano se encogió de hombros. No me gustaba su nueva actitud, es más, la odiaba. Su desdén por las normas, el desprecio por el trabajo de nuestra madre y el deseo de anteponer Italia a todo era, como mínimo, irritante.
Llegamos a nuestra casa y llamamos a la puerta. Nuestra abuela nos abrió. Estaban cenando y nadie nos prestó atención. Tosca lloraba, y sin embargo, tanto mi madre como mis abuelos sonreían.
—¿Qué ocurre? —preguntó Matteo sirviéndose un plato.
—Tu hermana ya es una mujer —respondió orgullosa mi madre, lo que hizo que Tosca llorase más.
—No estés triste, cielito —le dijo mi abuela acariciándole el pelo—. Es bueno hacerse mayor.
No entendía nada, así que me senté a comer sin preguntar más. Bastante había tenido con Anthony.
—Ay, mi hermanita, «la mujercita» —se burló Matteo.
—¡Cállate! —le gritó ella.
—¿Qué se siente, eh? Tengo curiosidad. —Continuó incordiando.
—Matteo, cierra el pico —le avisó mi abuelo.
—¿Te sientes... sucia? ¿De mal humor?
Tosca se iba a lanzar a por él, pero mi madre se adelantó y le dio una sonora colleja que debió dolerle bastante.
—¡Vete a tu cuarto!
Matteo la miró con rabia.
—No, mujer.
Mi madre abrió los ojos, furiosa y sin poder creer lo que había oído.
—¡Obedece! ¡Ya!
—No.
Mi abuelo se levantó y golpeó la mesa.
—¡Qué te levantes, joder!
Nunca lo había escuchado gritar tan fuerte.
—No acepto órdenes de un viejo y tampoco de una mujer.
Mi abuelo agarró por los pelos a Matteo y le obligó a mirarlo a los ojos.
—¡No sé qué porquerías te habrán enseñado esos payasos, pero esta es la casa de tu madre! ¡Ella se parte la espalda para poder darte de comer! ¡Trabaja como un asno por tí, por todos nosotros, y tú no tienes ningún derecho a hablarle así! —Lo zarandeó un poco—. ¡Eres una vergüenza! ¡Menos mal que Fabrizio no está para ver en qué te has convertido! ¡Ni se te ocurra volver a tratarnos así a ninguno de esta casa! ¡A ninguno! ¡Ni a tu madre, ni a mí, ni a Tosca, ni a tu abuela, ni a Luca, ni a nadie! ¡¿Entendido?! —Esperó a que su nieto asintiese, pero no lo hizo—. ¡No volverás con esos hombres nunca más! ¡No mientras yo siga vivo!
Lo soltó y Matteo lo miró fijamente, pensando en desafiarlo de nuevo. Al final, optó por obedecer a mi madre. Si no lo hubiera hecho, las consecuencias podrían haber sido terribles.
Mi madre empezó a llorar.
—Lo siento... Soy una mala madre.
Mi abuela la abrazó con todo el cariño del mundo.
—No, Laura, no digas eso.
—No es culpa tuya. Son esos... fascistas de mierda. Lo han corrompido —añadió mi abuelo encendiendo un cigarrillo.
—Debería haber hecho algo, frenarlo, estar encima de él, educándole. Lo he descuidado...
Mi madre estaba agotada. Necesitaba dormir. Sus ojeras parecían un rasgo más en su cara. Se habían vuelto permanentes. Mi abuela la acompañó a su cama y aquella noche Tosca durmió con ella. Luego mis abuelos se marcharon a su habitación. Yo no quería entrar en la mía: Matteo y yo la compartíamos. Abrí la puerta poco a poco. Matteo seguía despierto, con los ojos abiertos y mirando el techo. No hablamos, tan solo me metí en mi cama. Apostaría a que aquella noche mi hermano no durmió.
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