Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 66

Japón se rindió el 14 de agosto de 1945, y aquel día, todos salimos a celebrarlo. La guerra había terminado. Miles de banderas estadounidenses ondeaban por toda la ciudad y los gritos y cánticos de júbilo se sucedían en cada calle. Anthony, por primera vez en mucho tiempo, se mostró verdaderamente contento, hasta el punto de darle un beso a mi hermana en los labios. Jacob llevaba a su hijo en brazos y este aplaudía imitando a su madre. En un momento dado, me crucé con Antonio, que aunque todavía sufría las consecuencias de los disparos, no quiso quedarse en casa. No me acerqué porque estaba con su familia, pero sí que lo saludé desde lejos. Mi madre no se enfadó. Le había explicado que Antonio me había salvado la vida y que era un buen amigo mío, y aunque le costó, logró hallar el perdón para él, igual que yo había hecho. Para mi madre, no fue un día tan feliz. No hacía mucho que yo le había contado la verdad sobre Matteo y ella seguía intentando aceptar la muerte de su primogénito. Matteo siempre había sido muy particular, pero eso no impedía que ella lo quisiese.

***

Días más tarde, mis amigos y yo nos reunimos en el Cúinne, como solíamos hacer antes de que la guerra irrumpiese en nuestras vidas. Frank había contratado un nuevo camarero que se encargó de servirnos nuestras bebidas. Era simpático, pero un poco torpe. Al recoger una de las mesas, se le cayó la bandeja al suelo, haciendo un estruendo que logró que Anthony se asustase. Me pareció curiosa su reacción. Lo primero que hizo, fue protegerse la cabeza, como si de una explosión se tratase. Intentamos no mirarlo. Sabía que le estaba costando recuperarse, así que decidí sacar un tema de conversación para distraer a los demás.

—Mañana volveré a trabajar a la fábrica —anuncié sin mucho ánimo.

—No pareces muy contento —dijo Andrew.

—No quiero volver a tocar un arma en lo que me queda de vida. Pero es lo que hay mientras no encuentre otro empleo.

—Pídele trabajo a Frank —sugirió Jacob—. Te lo dará encantado.

—Frank ya tiene ese puesto cubierto. Además, mis días como camarero se han terminado.

—Yo volveré a la universidad a principios de septiembre —dijo Antonio.

Tras decir eso, todos miramos inmediatamente a Anthony, que ya se había recompuesto. Él se sintió presionado y dirigió sus ojos hacia la puerta que comunicaba la cocina con el comedor, con la esperanza de que Frank trajese de una vez aquel guiso que le había pedido. Antonio, sin embargo, se atrevió a preguntar, a sabiendas de que lo incomodaría.

—¿Y tú qué vas a hacer, Anthony?

Anthony se removió incómodo en su asiento antes de contestar.

—No lo sé...—dijo en voz muy baja, casi un susurro.

Dudaba mucho que Anthony estuviese en condiciones de regresar a la universidad. En primer lugar, todavía seguía resistiéndose a hablar. No creía que Anthony fuese capaz de concentrarse y estudiar. Estaba ido la mayor parte del día. En segundo, pero no menos importante, si quería estudiar, tendría que hablar con su familia, y ni siquiera sabíamos si estaban al tanto de que había regresado con vida. Tampoco nos atrevíamos a preguntarle si se había puesto en contacto con ellos. No, no era buen momento para que Anthony retomase sus estudios, lo cual era una pena, porque cuando se fue, estaba a punto de terminar la carrera.

Entonces Frank llegó con el plato de guiso de Anthony a rebosar y se lo puso delante. Después, cogió una de las sillas de la mesa de al lado para sentarse con nosotros, pero antes de que pudiese hacerlo, Anthony rechazó el plato apartándolo con un movimiento suave. Frank no veía el problema, pero yo, que convivía con él, sí que lo percibí. Frank odiaba las patatas, decía que le recordaban a Irlanda, y por eso solía sustituirlas por arroz como acompañamiento.

—No quiere el arroz —le expliqué.

—¿Por qué? Está rico y es muy nutritivo. Cómetelo, te gustará —dijo terminándose de sentar.

—No como arroz —dijo Anthony muy serio.

—Antes no tenías problemas con él —añadió Frank, resistiéndose a levantarse para cambiárselo por cansancio.

—Frank, quítale el puto arroz —le ordenó Andrew.

Frank se molestó por el tono de Andrew, pero se levantó de su asiento y se llevó el plato de Anthony a la cocina para quitarle el arroz. Andrew conocía nuestras sospechas acerca de que nuestro amigo había sido prisionero de los japoneses, y suponía que por ese motivo rechazaba el arroz, un alimento básico en aquel país. Frank regresó al poco tiempo, esta vez con unas patatas junto al guiso. Tras el cambio, Anthony agarró el tenedor y se puso a comer lentamente. También se mostraba bastante reticente a comer carne, aunque sin llegar a negarse. Prefería el pescado o las verduras. Para esto no teníamos explicación.

—¿Qué te parece ahora? —le preguntó—. ¿Está bueno?

Anthony asintió. Tras aquello, nos quedamos en silencio un buen rato. Solo se escuchaba el ruido de Anthony al comer y un cliente pasando las hojas de un periódico en la barra mientras se tomaba un café. Era una calma extraña, pero agradable.

—Me encanta teneros a todos vosotros aquí. —Frank rompió el silencio—. Os he echado de menos. A todos. Ojalá Giovanni estuviese con nosotros.

Entonces, Andrew, Antonio y Jacob le lanzaron una mirada asesina. Él se había atrevido a mencionar una ausencia muy clara, pero la reacción de mis amigos me pareció desproporcionada. Adiviné enseguida lo que ocurría, pero quise que me lo dijesen ellos mismos.

—¿Qué ocurre?

Se miraron entre ellos y decidieron que había llegado la hora de descubrir la verdad. Mediante gestos, acordaron que sería Jacob quien diese la noticia. Tomó aliento, y sin más dilación, confirmó mis sospechas.

—Giovanni murió hace casi un año.

Tragué saliva y dirigí la vista hacia las vetas de la madera de la mesa para que no me viesen en la cara el dolor que me había producido oír la noticia. En realidad, una parte de mí ya lo sabía, pero ver mis temores confirmados, fue como recibir una puñalada en el pecho. Giovanni significaba mucho para mí. Era mi vecino, mi amigo desde niños y prácticamente un hermano con el que lo había compartido todo. Era incapaz de recordar un solo momento de mi vida anterior a él. Pensar que no volvería a escuchar su voz, a oír su risa o simplemente pasar el rato juntos era una tortura.

—¿Dónde...? —Se me atragantaron las palabras—. ¿Dónde fue?

—Francia.

Se me formó un nudo en la garganta y noté como Antonio posaba su mano sobre mi espalda. Se la aparté suavemente y volví a mirar a Jacob.

—¿Por qué me lo habéis ocultado todo este tiempo?

Entonces miraron a Anthony todos a la vez y comprendí que él tampoco lo sabía y que él era el motivo de que hubiesen guardado silencio. En su estado vulnerable, no habían querido comprobar qué efecto tendría una noticia así. Lo habían estado protegiendo, pero en realidad, Anthony ya lo sabía desde hacía mucho. Las paredes de mi edificio parecían de papel y cada noche Anthony escuchaba llorar a la madre de Giovanni cuando se despertaba de sus pesadillas. No le había costado adivinado.

—Lo sentimos —dijo Jacob—. Cuando ocurrió, estabas en el frente y no queríamos enviarte una carta que te deprimiese, y luego... Bueno, ya sabes.

—¿Estás bien? —me preguntó Andrew.

—No, no estoy bien. Me voy a casa.

Le pagué a Frank mi consumición y después me puse en pie y salí del bar. Por el camino, me tuve que detener tres veces a serenarme. Cada rincón del camino a casa me recordaba a él. Nos veía jugando a la pelota siendo unos niños junto a un muro de ladrillos. También discutiendo con Anthony y Jacob por tonterías en medio de la calle o merendando una fruta en un banco. Cuando llegué a mi edificio, ya había revivido un sinfín de recuerdos, pero fue allí donde la realidad me golpeó con más fuerza. Aquella escalera nos había visto subir y bajar miles de veces. Subí los peldaños agarrado al pasamanos, y cuando llegué al rellano, me quedé mirando su puerta. Decidí golpearla con los nudillos. El padre de Giovanni fue quien la abrió, y al verme, le ocurrió lo mismo que a su mujer el día que regresé al edificio: se le hizo trizas el corazón.

—Luca, qué... —intentó disimular.

—Lo sé.

Aquellas dos palabras hicieron que, por primera vez en mi vida, viese al padre de Giovanni llorar. No importaba el tiempo que había pasado, el dolor de perder a su único hijo era el mismo. Le fallaron las piernas y se dejó caer en el suelo de rodillas lentamente. Verme allí, vivo, mientras que Giovanni yacía en tierras extranjeras, lo destrozó.

Me invitó a pasar al interior y su mujer me preguntó si quería tomar algo. Rechacé su ofrecimiento educadamente, pero acepté sentarme en su sofá. Quería hablar con ellos, transmitirles mi dolor y averiguar más cosas sobre lo que le había ocurrido. Sus padres eran prácticamente incapaces de hablar del tema. No quise presionarlos. Me permitieron ver la carta que les habían enviado notificándoles su defunción durante la Operación Dragoon. Había sido en un pequeño pueblo del sur de Francia debido a un disparo en la cabeza. Me ofreció el único consuelo de saber que no había sufrido.

Me dijeron que se iban a mudar. No soportaban su ausencia, sobre todo ahora que yo había regresado. No me ofendí. Comprendía que era un recordatorio constante de Giovanni y que era muy duro para ellos. Ya me iba a marchar de su casa cuando su madre recordó algo.

—Espera un momento, por favor.

Recorrió el pasillo hacia la habitación de su hijo y regresó con una caja. En ella guardaban las cartas que les había enviado. Sacó una que estaba sin abrir y me la mostró. Estaba manchada de sangre seca y ponía «George Cooper».

—La llevaba encima el día que... —sus ojos se llenaron de lágrimas una vez más y no pudo continuar.

—¿Lo conoces? —me preguntó su padre.

Asentí.

—Es el chico de pelo negro que se despidió de él en la estación.

Sus padres se miraron y suspiraron.

—Ya no lo recordaba. Apareció allí aquel día, sin que Gio nos lo hubiese presentado ni nada. ¿Era su amigo?

—Se podría decir que sí.

—No entiendo por qué le dejó una carta a él, a quien ni siquiera se molestó en presentarnos, pero no a nosotros.

El padre de Giovanni se levantó y se retiró. Necesitaba estar solo un rato. Entonces, la madre de Giovanni se acercó y se sentó a mi lado. Me cogió la mano y me miró a los ojos.

—Luca, sé sincero, por favor. ¿Gio y él...? —No sabía cómo hacer la pregunta—. Gio y él eran algo más que amigos, ¿verdad?

Le brillaban los ojos y se mordía el labio esperando mi respuesta. Tuve la sensación de que ella sabía el secreto de Giovanni. Asentí y decidí arriesgarme.

—Se amaban.

Dos lágrimas recorrieron sus mejillas y me apretó la mano con fuerza. Sonrió tristemente y miró al techo. Cogió la carta una vez más y me la ofreció.

—¿Podrías entregársela, por favor? Quiero que se cumpla su última voluntad.

—No sé dónde vive.

—Nosotros tampoco, pero supongo que en algún momento se presentará en el edificio ahora que ha acabado la guerra. Nosotros ya no estaremos aquí para abrirle la puerta, y me gustaría que la carta llegase a su destinatario. Además, no quiero que mi marido la abra. Él no lo comprendería.

Asentí en silencio y acepté custodiar la carta hasta que George regresase a por respuestas. Me despedí y salí al rellano. Miré la puerta de mi casa, pero todavía no me sentía con fuerzas para entrar, así que me senté en el suelo con la cabeza mirando al techo. Necesitaba pensar, estar a un rato a solas. Dolía mucho la muerte de Gio. Ardía en el pecho queriendo consumir mi oxígeno. No sé cuánto tiempo estuve allí sentado con los ojos fijos en una mancha de humedad en el techo. Puede que una hora, o quizás algo más. La soledad y el silencio me ayudaron a procesarlo. Poco a poco, ese fuego interior que me quemaba se fue apagando. Cuando me sentí mínimamente despejado, me levanté y me dispuse a abrir la puerta, sin saber que al otro lado se encontraba la sorpresa más bonita de toda mi vida que haría que uno de los peores días de mi existencia se convirtiese al mismo tiempo en uno de los más hermosos.

Metí la llave en la cerradura y la giré. Escuché risas y la voz de mi hermana en el interior, aunque no era la única. Otra voz, también conocida, se intercalaba con la suya. Empujé suavemente la puerta, y entonces, la vi. Una vez más, se me incendió el pecho, pero ahora la sensación era totalmente distinta. Era cálida como una brisa de verano. Era dulce como un beso bajo la luz del atardecer. Era, simplemente, maravillosa. Sonreí como un tonto y tragué saliva, preguntándome si sería real o si me había quedado dormido y estaba en el medio de un sueño. Ella se puso en pie y me devolvió la sonrisa.

—¡Luca!

Corrió a abrazarme y solo entonces, cuando la sentí en mis brazos y percibí su aroma a Mediterráneo, me creí que Laura estaba allí. Apoyé mi mejilla contra su cabeza y le acaricié la espalda hasta que rocé con mis dedos las puntas de su pelo. Laura me ofreció el consuelo que llevaba buscando todo el día.

Nos separamos un poco y nos miramos a los ojos. Nuestros sentimientos no habían cambiado a pesar de haber transcurrido más de un año desde aquella única semana que compartimos en Roma. La llama nunca se había apagado.

No supe muy bien cómo reaccionar. Quería besarla, pero no sabía en qué punto de nuestra relación estábamos ni tampoco lo que sería más apropiado. Sabía que ella sentía lo mismo y que eran las mismas dudas las que rondaban su cabeza. No ayudaba que Tosca y Anthony nos estuviesen observando desde el sofá. Al final, decidí besarla en la frente y abrazarla una vez más. Esta vez teníamos todo el tiempo del mundo para conocernos lentamente y hacer bien las cosas.

—Te quiero —le susurré al oído.

Ella se sonrojó y se llevó la mano al bolsillo para sacar aquel horroroso reloj que yo le había dado para que lo vendiese.

—Lo he guardado todo este tiempo —dijo con timidez.

—No me digas que te has cruzado todo el océano Atlántico para devolverme el reloj.

Laura rio y me acarició la mejilla. Había echado mucho de menos el tacto de sus manos. Cerré los ojos y los volví a abrir lentamente. Después, nos sentamos para charlar tranquilamente. Ella me explicó que desde mi partida, había estado aprendiendo inglés y haciendo todo lo posible por emigrar a los Estados Unidos, no solo por volverme a ver, sino porque en Roma ya no quedaba nada para ella y su hermana. La idea de Nueva York había ido calando poco a poco en ella. Al principio le parecía algo inalcanzable, pues tenía toda su vida en Roma, pero con el tiempo, se dio cuenta de que emigrar podía ser su salida de la pobreza y de la Italia de posguerra. Decidió vivir su propio sueño americano. Desgraciadamente, la guerra acababa de terminar y conseguir un permiso para venir a Nueva York no era sencillo. Hizo todo lo posible por ponerse en contacto con la embajada estadounidense en Roma, reabierta desde el 8 de enero de 1945. Su vecina logró que una conocida suya, que trabajaba como limpiadora allí y que le debía un favor, intercediese por ella. La mujer habló con la esposa del embajador Alexander C. Kirk, que era su amiga. Gracias a esta cadena, Laura pudo hablar con el embajador, que aunque no pudo prometerle nada, accedió a contratarla como secretaria. Antes de eso, la entrevistó, le hizo un examen de inglés y le preguntó si sabía utilizar una máquina de escribir. Laura pasó la entrevista sin dificultad y aprobó el examen, pero tuvo que reconocer que nunca había tenido una máquina de escribir en sus manos. Antes de que Kirk la rechazase sin más, le rogó que le diese dos días para aprender a usarla. Él aceptó, aunque nunca creyó que lo fuese a conseguir. Laura aprendió a mecanografiar en el tiempo récord de dos noches. Estaba muy orgullosa de ello. Tiempo después del final de la guerra en Italia el 2 de mayo, Kirk recomendó a Laura al consulado de Italia en Nueva York. Así fue como Laura dejó Roma con un empleo fijo en el consulado. Vendió su casa, hizo las maletas y embarcó rumbo a los Estados Unidos.

—Estamos viviendo en una habitación de alquiler en...

—No —la interrumpí—. No voy a dejar que pagues un alquiler cuando tú me abriste las puertas de tu casa en Roma. Tenemos una habitación libre. ¿Os parece bien? —les pregunté a Anthony y a Tosca, que asintieron a la vez—. Ya sé que no es ninguna maravilla, pero sois bienvenidas.

—Luca, mi hermana...

—Agnese puede venir también —la interrumpí una vez más.

—Está muy enfadada contigo. Cree que eres el culpable de que nos hayamos mudado.

—Tú tráela —la cogí de la mano—. Aprenderemos a llevarnos bien.

Laura sonrió y asintió, dándome a entender que aceptaba mi oferta. Se levantó y me dio un beso en la mejilla.

—Iré a por nuestras cosas.

Le abrí la puerta y la observé bajar las escaleras. Seguía sin creer que estuviese ocurriendo de verdad. Me senté en una de las sillas de la cocina y Tosca se levantó del sofá para hablar conmigo.

—¿Qué te parece?

—Es tal y como la describiste. Puede que incluso mejor.

—Te dije que era maravillosa. —Recuperé mi estúpida sonrisa.

—Estuvimos hablando mientras te esperábamos y creo que seremos buenas amigas.

—¿Sabías que iba a venir?

—No, te aseguro que ha sido una sorpresa para mí también.

Entonces, la cara de mi hermana se ensombreció y supe que quería hablar de Giovanni.

—Anthony me ha contado lo del Cúinne.

—Está hecho todo un charlatán...—bromeé amargamente.

—Luca, lo digo en serio. ¿Qué tal te encuentras?

—No lo sé. Ha sido un día complicado. Es decir, primero eso, luego esto... Estoy algo confuso. Eso es todo. Muchas emociones fuertes en un mismo día.

—¿Estás enfadado?

—No, entiendo por qué lo hicisteis.

Tosca me abrazó y cerré los ojos. Había sido un día muy largo y agotador.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro