Capítulo 62
Mientras nuestro regimiento disfrutaba de Roma, los regimientos 133 y 168 habían tomado Civitavecchia, la principal ciudad portuaria en el área de Roma. El mismo destino tuvo Tarquinia, cerca de la cual se habilitó un área de descanso. Limpiaron la playa de minas para poder nadar y se inauguró un programa de descanso en Roma. Cada semana se enviaba a un cierto número de soldados, aunque a mí nunca me escogieron. Quizás pensaron que ya había tenido suficiente, o puede que mis servicios como intérprete fuesen imprescindibles ahora que se estaban uniendo tantos partisanos a nuestras filas. El caso es que no tuve la oportunidad de reencontrarme con Laura.
Nuestro avance hacia el norte estaba siendo relativamente rápido comparado con las anteriores fases de la campaña de Italia. Algunas veces tomábamos los objetivos casi sin luchar, otras, los alemanes ofrecían una dura resistencia. Se estaban retirando hacia la Línea Gótica, la cual no estaba preparada todavía. Eso les obligaba a intentar retrasar nuestro avance. Por aquel entonces, no sabíamos lo que nos esperaba en los Apeninos del norte. Cada paso se sentía como una pequeña victoria.
Cecina fue una de esas ocasiones en las que los alemanes opusieron resistencia. La batalla, que tuvo lugar del 29 de junio al 2 de julio de 1944, fue extremadamente dura e involucró a los tanques. Los alemanes habían sabido aprovechar al máximo la ciudad y el obstáculo natural del río. Como siempre, habían vuelto el terreno en su favor. Sus francotiradores nos condujeron a una lucha casa por casa.
—Puta Italia... —protestó Fred mientras recargaba su rifle.
Mario, un partisano de diecisiete años que se había unido a nosotros, le dirigió una profunda mirada de odio.
—¿Me ha comprendido?
—Fred, tú sabes cómo se dice «puta» en italiano, ¿te crees que no va a entender esa palabra en inglés? —Disparé y le acerté en el pecho a un enemigo—. Mira que puedes llegar a ser idiota.
—Probablemente sea... —Antonio hizo una breve pausa para disparar también—. La palabra más internacional. Al menos en tiempos de guerra.
—No me creo que estéis teniendo esta conversación en este preciso momento —gruñó David.
—Es tan bueno como cualquier otro —contestó Fred justo antes de agacharse después de que una bala impactase en el marco de la ventana desde la que estaba disparando.
—¿Y si tu última palabra fuese «puta»? —David recargó su fusil.
—Es tan buena como cualquier otra —repitió guiñándole un ojo.
—Moveos —ordenó Turner.
Le dije a Mario que nos siguiese, y tras comprobar que me había comprendido, salimos de aquella casa y cruzamos la calle. Nos pusimos a cubierto y Turner señaló el río, que estaba a unos metros de nosotros.
—Han destrozado los puentes —explicó—. Tendremos que cruzar a nado.
—No.
—Luca, no es una sugerencia.
—¡Turner! ¡No sé nadar!
—Es poco profundo, apenas lleva agua y no hay tiempo de inflar una balsa. Serán solo un par de brazadas. Mira. —Señaló un grupo de soldados que se acababan de meter en el agua—. Fácil y seguro.
Nada más decir «seguro», uno de ellos recibió un disparo en la cabeza. Su cuerpo se empezó a hundir lentamente a medida que el agua entraba en él. Me pareció una muerte particularmente horrorosa y no pude evitar pensar en el río Rapido.
—Bueno, olvidad lo que acabo de decir.
Turner fue el primero en salir y el resto lo siguieron.
—No nos separaremos de ti, ¿vale? —me prometió Jesse—. No dejaremos que te ahogues. Te salvamos una vez y lo podremos hacer otra.
—No quiero que tengáis que salvarme. ¿No podemos esperar a que preparen el paso para los tanques?
—No seas cobarde —dijo Antonio antes de darme una palmadita en la espalda para infundirme ánimos.
Los seguí hacia el río y durante el trayecto abatí a un alemán situado en la otra orilla. Los cubrí mientras nadaban hasta que no me quedó más remedio que meterme en el agua. Fue una sensación desagradable notar como poco a poco se me encharcaban las botas y se me humedecían los calcetines. Les siguieron mis pantalones y mi camisa. Vi el cadáver del soldado muerto pasar a mi lado ya prácticamente sumergido por completo. Costaba avanzar mientras intentaba no ahogarme y que no se me mojase el rifle a la vez. Cada vez estaba más cansado y Antonio lo notó. Él, que era buen nadador y ya había llegado a la otra orilla, dejó su rifle y regresó a buscarme. Al final, alcanzamos a los demás.
—Gracias —susurré mientras me recuperaba del susto.
—No fue tan...
Antonio no pudo terminar la frase. Una bala impactó en el pecho de Fred, matándolo en el acto. No hubo nada que pudiésemos hacer por él. Corrimos a refugiarnos, dejando atrás su cuerpo. No me atreví a mirarlo. Sabía que si me giraba y lo veía tendido sobre su propia sangre, no lo soportaría. Apenas unos minutos antes estaba bromeando, y ahora estaba muerto. Sentía como si una aguja me estuviese pinchando el pecho y dejándome sin aire. En algún momento empecé a llorar, pero no era el único. Fred era un buen amigo. Todos le teníamos cariño.
A nuestro lado, empezaron a pasar soldados corriendo, pero Turner nos permitió un descanso. Fue breve, pero necesario. Me sequé los ojos y miré a Turner. A él también se le habían escapado un par de lágrimas, aunque sabíamos que hacía lo posible por contenerse y ser el pilar del grupo. Se acercó a mí y me apretó el hombro.
—Lo enterraremos como merece —miró al resto—, pero ahora debemos seguir.
—Hagamos que esos alemanes deseen no haber nacido —dijo Gerard, poniéndose en pie.
De repente, la tristeza dio paso a la ira. Me asomé entre los escombros y disparé tres veces, acabando con tres vidas, una por bala. Iban a pagar caro lo que le habían hecho a mi amigo. A nuestras espaldas escuchamos el ruido de un tanque estadounidense acercándose al río. Los ingenieros hacían lo que podían por levantar un paso seguro para la artillería lo más rápido posible. Le empezaron a llover pequeños disparos, y después, a los soldados. El tanque pudo resistirlos, y de hecho les disparó de vuelta provocando el hundimiento de una pared, pero los ingenieros eran seres mortales igual que nosotros. Si queríamos contar con el apoyo de los tanques, íbamos a necesitar el puente, y para conseguir un puente, teníamos que proteger a los ingenieros.
Mario tomó la iniciativa y avanzó por la calle hasta que lo perdimos de vista al llegar a la esquina. Miramos a Turner, esperando órdenes, y al final hicimos el mismo movimiento que el partisano. Se había refugiado en unos soportales donde ya había otros soldados. Los escombros caídos de las casas junto con unos bancos de piedra formaban un pequeño muro que no me inspiraba mucha confianza. No había mucho espacio detrás de las columnas. Muchas ya estaban ocupadas por otros soldados buscando cobijo. Apoyado en una de ellas, estaba el cuerpo sin vida de uno de los nuestros. En el suelo de la plaza había seis cadáveres alemanes.
—Desde allí podremos defendernos mejor. —Antonio señaló unas casas e inmediatamente después saltó la pequeña barrera de escombros y empezó a correr hacia ellas.
—¡No!
El grito de Turner fue en vano. Antonio recibió un disparo en la parte baja del abdomen. No había visto al alemán situado en el edificio de enfrente con una metralleta. Antonio cayó de frente y creí que estaba muerto hasta que se empezó a arrastrar. Entonces, alemán le disparó de nuevo, esta vez en el pie.
—¡Antonio!
Me iba a lanzar a buscarlo, pero David me agarró y me lo impidió.
—¡Primero hay que acabar con el enemigo! ¡¿Me escuchas?! ¡Primero tienes que acabar con él!
—¡Se está desangrando!
—¡¿No lo ves?! ¡Es lo que él quiere! ¡Quiere que vayamos a buscarlo para matarnos a nosotros también!
Antonio se puso bocarriba y se llevó la mano a la herida. Al ver su sangre se asustó todavía más y empezó a gritar. Sus aullidos de dolor me arrancaron las lágrimas. Estaba sufriendo, pero David tenía razón. Aquel alemán estaba esperando a que nos expusiésemos para matarnos también. Por eso había inmovilizado a Antonio en lugar de acabar con su vida. Si quería salvarlo, tenía que acabar primero con el enemigo.
Con los ojos todavía llenos de lágrimas agarré mi fusil y me dispuse a hacer lo que mejor se me daba. Empujé a uno de mis compañeros que tenía la mejor posición y que aunque estaba disparando al tejado, ni siquiera se acercaba al alemán y su ametralladora. Protestó, pero Turner lo agarró por los hombros, consciente de que si había alguien capaz de acertar aquel objetivo era yo.
Antonio cada vez tenía menos fuerzas y se estaba poniendo muy pálido. El charco de sangre a su alrededor no hacía más que crecer. Cerré el ojo izquierdo y usé la mira telescópica. Estaba bien escondido, pero logré verlo junto a una de las chimeneas. Las manos me temblaban tanto que no era capaz de apuntar. No ayudaban los gemidos cada vez más débiles de Antonio. David se preparó para correr a salvarlo una vez matase al alemán. Todo dependía de mí. La vida de mi amigo estaba en mis manos.
Una gota de sudor resbaló por mi frente. Disparé, pero fallé. El alemán contraatacó, pero tampoco pudo acabar conmigo. Respiré hondo para tratar de controlar el temblor. Todos mis compañeros me estaban mirando. Algunos me animaban, pero no hacían más que ponerme todavía más nervioso. Respiré lentamente una vez más y entonces disparé. Su cuerpo cayó sobre las tejas, resbaló y se precipitó sobre la plaza. David y Jesse se apresuraron a recoger a Antonio y lo trajeron al lugar donde estábamos.
—David... —susurró Antonio.
***
Encontré a Turner sentado junto a la pared de un edificio. Había pasado un día desde la toma de Cecina. Él sujetaba una carta en sus manos. Al verme, se limpió las lágrimas e hizo como si no hubiese ocurrido nada.
—No te molestes —dije sentándome a su lado—, yo venía a hacer lo mismo.
Turner suspiró y volvió a sacar su carta de su bolsillo. Yo también había recibido una de mi madre, pero todavía no la había abierto. No quería hacerlo en un lugar tan horrible como aquel, lleno de escombros y cadáveres.
—¿Qué tal se encuentra Antonio?
—Fatal, pero al menos regresa a casa. Le he prometido que iría a visitarlo en cuanto vuelva a Nueva York. —Hice una pausa—. Lo que son las cosas... Su abuelo mató a mi padre y yo le he salvado la vida.
Turner sonrió melancólicamente y se frotó un ojo de nuevo. Esta vez lo hizo porque al limpiarse las lágrimas le había entrado tierra en el ojo.
—Perdón, Luca.
—¿Por qué?
—Por lo que te dije en Roma. Te traté mal.
—No hay nada por lo que debas disculparte, Turner. Ya lo había olvidado. Y tenías razón. No debí irme sin decirte nada.
—Yo también sé lo que es ser joven y estar enamorado. Nada más conocer a mi esposa, tuve un flechazo y supe que me acabaría casando con ella. Te creo si dices que tu chica romana es única. Muy probablemente lo sea.
—Lo es. —Se me formó una sonrisa tonta en la cara al recordarla.
—Estaba enfadado porque me acababan de ofrecer un ascenso a sargento y lo pagué contigo.
—¡¿Sargento?!
—No lo acepté. Era la cuarta vez que me lo ofrecían. Ayer mismo lo volvieron a hacer.
—¿Por qué? ¿Por qué no aceptaste?
Turner agachó la cabeza y acarició el papel de su carta.
—Hace dos semanas operaron a mi hija de apendicitis, y yo no estaba ahí. Tampoco estuve en sus cumpleaños ni en Navidad. Llevo en esta maldita guerra desde que empezó. Luché en Argelia, Túnez, Sicilia, y en el sur de Italia antes de tu llegada. Solo Fred ha estado tanto tiempo. Bueno, estuvo... Me da miedo volver a casa y no reconocerme. Me da miedo no ser capaz de volver a habituarme a mi trabajo. Me da miedo no poder hablarle de todo este horror a mi mujer y tener que guardarme todo el dolor para mí solo. Me da miedo llegar a casa y que mis hijas no se acuerden de mí. No, no voy a aceptar ser sargento. No quiero que esta guerra se interiorice todavía más en mí. Quiero olvidarlo todo. Ni siquiera sé por qué acepté ser cabo. Yo soy carpintero, no militar.
Turner se tapó los ojos para que no le viese llorar. En aquel momento estaban pasando muchas cosas por su cabeza. Verlo así, derrumbado, me recordó que él también era humano. Turner se había guardado su dolor para ayudarnos con el nuestro. Él era un hombre increíblemente fuerte y valeroso, pero la guerra no perdona. Llevaba lejos de casa desde 1942. Me pregunté cuanto tiempo habría sufrido en silencio y contenido esas lágrimas. Se callaba todo el horror para él solo.
—Hace tiempo tuve una conversación similar con David.
—¿Sí?
—Sí. Escucha, Turner, no sé cómo regresaremos a casa ni cómo superaremos todo esto. Ni siquiera sé si volveremos. Pero sí puedo decirte que eres un gran padre, el que a mí me hubiese gustado tener. Te he escuchado hablar de tu familia, y cada vez que lo haces, te brillan los ojos. Sabrán perdonar que no hayas estado estos dos años. Siempre dices que tus niñas son muy inteligentes: lo comprenderán. Y déjame decirte que, aunque es tu decisión, creo que deberías aceptar el ascenso. Serías un sargento cojonudo. —Reí.
—Gracias, Luca.
—A ti, Turner.
Me puse en pie y le di la mano para ayudarlo a levantarse. Luego, él me agarró por los hombros.
—Estoy seguro de que tu padre hubiese estado muy orgulloso de ti.
Turner se separó de mí, se secó las lágrimas una última vez, metió su carta en el bolsillo de su camisa y tres horas más tarde aceptó el ascenso a sargento.
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