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Capítulo 57

El ataque comenzó una hora después del amanecer. El terreno era tan llano que me sentía indefenso avanzando entre la maleza dorada. En Cassino, me había acostumbrado a la montaña, a la lluvia y al barro. Aquello era totalmente distinto. Al menos esta vez contábamos con el apoyo de los tanques.

Las malas hierbas se me enganchaban en los pantalones. Ese no era el mayor problema ni de lejos, pero era preferible pensar en lo molestas que eran, que en que estábamos atravesando un campo minado. Miré a mi alrededor un instante y mis ojos se encontraron con los de Antonio. Asintió levemente. Quizás lo hizo para confirmarme que estaba bien, o quizás simplemente me estuviese infundiendo ánimos. El caso es que me recordó que no estaba solo en aquel horror.

La hierba alta fue desapareciendo paulatinamente para dar paso a una zona más despejada todavía. No habíamos avanzado ni cinco metros cuando un disparo de artillería golpeó la zona. Escuché los gritos de Vincent e instintivamente giré la cabeza hacia él, aunque deseé no haberlo hecho. Eugene estaba muerto y a él le faltaba la pierna derecha mientras que la izquierda le colgaba de dos tendones. David corrió hacia él y se lo cargó sobre los hombros.

—¡Corred! —nos ordenó Turner.

Estaba paralizado. Cuando David me adelantó, pude ver su espalda manchada con la sangre de Vincent. El herido pudo levantar la cabeza por un instante y profirió un grito de puro dolor. Aquel sonido me bloqueó por completo hasta que un segundo disparo de artillería me devolvió a la realidad. Eché a correr como un caballo desbocado, pero por algún motivo, volví la vista atrás y vi a Jesse arrodillado en el suelo junto el cadáver de Eugene y la pierna de Vincent. Regresé a por él a toda prisa, lo obligué a ponerse en pie y tiré por su brazo hasta una encina cercana.

—¡Jesse! —lo llamé y pasé mi mano frente a sus ojos para devolverlo a la realidad—. ¡Jesse! ¡¿Estás bien?!

Jesse asintió, pero no estaba bien. Estaba conmocionado por la escena, igual que yo lo había estado unos segundos antes. Estaba pero no estaba. Comprendía muy bien qué era aquello. Dejé que se sentase unos segundos en el suelo mientras yo vigilaba al grupo para no perderlos de vista. Habían llegado al terraplén del ferrocarril.

—Tenemos que seguir. No podemos quedarnos atrás —dije.

—No puedo. No puedo. No puedo.

—Sí que puedes. Ponte en pie.

Miré a Jesse. Estaba llorando y le moqueaba la nariz. Tenía la mirada perdida y se balanceaba de delante atrás. El miedo se había apoderado de él. Le di la mano y le hice ponerse en pie.

—Atravesaremos ese campo juntos, ¿vale? No te dejaré atrás. —Asintió—. No dejes de correr hasta que lleguemos al terraplén.

Jesse volvió a asentir y yo salí de detrás de la encina. Corrí lo más rápido que pude asegurándome que no dejaba atrás a mi amigo. Se escuchó el sonido de una mina al estallar a nuestra derecha. Temí que eso bloquease a Jesse otra vez, pero no lo hizo y logramos llegar al terraplén.

—¡¿Dónde estábais?! —gritó Antonio antes de apretar el gatillo.

Estaba tendido sobre el suelo, disparando al frente. Él y Alan se había quedado cubriendo a David mientras hacía lo que podía por salvarle la vida a Vincent. Me tumbé a recobrar el aliento un instante. Jesse hizo lo mismo. Poco a poco, fueron llegando otros soldados tan exhaustos como nosotros a aquel terraplén.

—Te voy a salvar, ¿me oyes? —le dijo David a su paciente mientras le aplicaba un torniquete—. Te voy a salvar y tendrás que invitarme a cenar a tu casa con tu mujer y tu preciosa hija. Vas a volver a verlas, te lo prometo.

Pero cuando me giré hacia Vincent, pude ver en su mirada que sabía que se estaba muriendo. Ninguna mentira que David le pudiese haber dicho le podría haber hecho sentir mejor. Estiró su brazo, como si quisiese tocarme y abrió la boca para hablar. Estaba tan débil que ya no podía gritar, y mucho menos articular palabras completas. No sabía qué me quería decir, pero le agarré la mano mientras se moría y me esforcé por sonreír. Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas y quizás también por las mías. Murmuró algo que no pude comprender y después cerró los ojos. No le solté la mano hasta que dejó de respirar.

—¡No! —gritó David—. ¡No!

Se dio cuenta de que ya no podía hacer nada más y se dirigió hacia mí. Vi en sus ojos que le había dolido perder a Vincent. Estaba acostumbrado a ver a los soldados morir desangrados ante sus ojos, pero Vincent era su amigo, y no había sido capaz de salvarle la vida.

—Avanzad —ordenó—. Yo me quedo aquí a atender a los heridos.

Se dio cuenta de que Jesse, que se encontraba a mi lado, estaba paralizado por el miedo y era incapaz de caminar. No podía seguir adelante.

—Que Jesse se quede conmigo a tratar a los heridos leves. Id los tres y alcanzad a Turner y a los demás. Os necesitan. Él me ayudará, ¿verdad?

Jesse asintió, pero nuevamente, estaba ausente. No creía que tratar heridos le fuese a ayudar, pero en aquel momento era una carga que no podíamos permitirnos. Miré a Toni y a Alan y me asintieron firmemente, a diferencia de Jesse, para indicarme que estaban listos para continuar el ataque al otro lado de la vía.

Saltamos de nuestro escondite y corrimos hacia un muro ruinoso que antiguamente había pertenecido a la estación de tren ya destruida. No tardamos en ver a Turner y los demás escondidos tras otra pared de ladrillos semiderruida un poco más adelante. Aprovechando la mira telescópica que Turner me había proporcionado, comprobé el terreno. Encontré al alemán que les estaba dando problemas y que les impedía avanzar. Se estaba protegiendo detrás de una caja metálica olvidada y corroída por el óxido. Apreté el gatillo, pero como no estaba acostumbrado a la nueva herramienta, fallé. La bala golpeó el metal provocando un gran estruendo. El soldado asomó de nuevo, y esta vez fue Alan quien lo abatió.

—Necesito practicar... —me defendí, un poco avergonzado por haber fallado el tiro.

Nos separamos de la pared y corrimos una vez más hacia nuestro grupo, pero cuando estábamos a punto de alcanzarlo, Alan recibió un disparo en el brazo. Su grito me alertó y pude girarme a tiempo para encontrar y matar al enemigo. Le disparé en el cuello antes de que pudiese rematar a mi amigo o a cualquiera de nosotros. Llegamos al escondite de los demás y nos agachamos junto a ellos.

—Hay un refugio subterráneo un poco más adelante —dijo Turner—. ¿Alguno de vosotros tiene una granada?

Antonio se apresuró a darle una. Turner sonrió irónicamente al darse cuenta de que tendría que hacerlo él. No es que Antonio fuese un cobarde, sino que no había comprendido que lo que Turner quería en realidad era que el que la tuviese, fuese y la lanzase.

—Leonard, Luca, acompañadme. El resto, cubridnos.

Odié que Turner mencionase mi nombre, pero obedecí sin rechistar y lo seguí bajo el fuego alemán hasta un montón de escombros. Desde allí, Turner lanzó la granada al interior del refugio. Escuchamos gritos seguidos de una explosión. Durante un instante hubo silencio, pero enseguida regresaron los gritos con más fuerza todavía.

—¡Rendíos! —les gritó—. Luca, rápido, ¿cómo se dice «rendíos» en alemán?

—¡Y yo que sé! ¡Hablo italiano, no alemán! ¡Arrendetevi! —grité por si acaso.

Lentamente, un hombre salió con las manos en alto y otro arrastrando a un tercero malherido. No dejamos de apuntarles.

—No disparar —rogó el de las manos en alto con el poco inglés que sabía.

—¿Queda alguien dentro? —preguntó Turner.

No habían entendido la pregunta. Turner me golpeó la espalda y supe que quería que tradujese sus palabras. Obedecí y el alemán herido le susurró algo a sus compañeros con las pocas fuerzas que le quedaban. El que había hablado primero negó con la cabeza:

—No.

Seguidamente, murmuró unas palabras en su idioma que no pudimos comprender.

—¿Hablas italiano? —preguntó Turner al herido.

El soldado hizo el gesto de un poco. Tenía pequeñas piezas de metralla incrustadas en el torso. Si no le atendían pronto, moriría, e incluso aunque recibiese atención médica, su salvación no estaba asegurada.

—Diles que caminen hacia nuestro terreno con las manos en alto.

Asentí y traduje sus palabras. El alemán hizo lo mismo con sus compañeros y ellos volvieron a alzar sus manos. Turner le indicó al resto de la escuadra que avanzasen hasta nuestra posición, y cuando llegaron, le ordenó a Alan que acompañase a los alemanes y que buscase a alguien que pudiese atenderle su disparo en el brazo. Se pusieron en marcha mientras Gerard, Fred y Leonard comprobaban que efectivamente no quedaba nadie en aquel refugio subterráneo. Estaban todos muertos.

—Debemos avanzar hacia la ciudad —informó Turner—. Nos necesitan allí. Los tanques tendrán problemas para abrirse paso entre tantos escombros y Dios sabe qué más.

Miré a nuestro alrededor. Éramos muy pocos los soldados que habíamos logrado llegar hasta aquel punto y la ciudad todavía estaba bastante lejos. En realidad, quizás no faltase tanto, pero los campos minados hacen que todo parezca mucho más lejano. Yo ya estaba extenuado y pensar en todo lo que nos quedaba por delante me hizo sentir todavía más cansado. Sabía que todos pensábamos lo mismo, pero era nuestro deber.

—Hemos llegado hasta aquí. No podemos retroceder ahora cuando queda tan poco —intentó animarnos.

—Ojalá encontremos algo de alcohol en esa jodida ciudad —dijo Fred, tomando la iniciativa.

—Siempre con las prioridades bien definidas —bromeó Toni.

Salimos de nuestro escondite disparando a todo lo que se movía. Corrimos por el campo junto con muchos otros soldados. Abatí a dos alemanes antes de tropezarme con una piedra y caer de bruces sobre el suelo. Cuando alcé la cabeza, vi a un tanque enemigo aproximarse hacia mí. Consciente de que si no me apartaba, moriría aplastado, traté de ponerme en pie, pero antes de ser capaz de hacerlo, el tanque recibió el impacto de un proyectil de otro vehículo estadounidense. Me agaché y me cubrí la cabeza para protegerme. El tanque alemán fue dañado, pero no inutilizado. Viró para contraatacar, y aprovechando la distracción, me puse en pie y corrí lejos de allí. Había perdido a mis compañeros.

Seguí a otro grupo de soldados estadounidenses hacia la ciudad hasta que divisé a Fred recogiendo el casco de un muerto tras haber perdido el suyo. Corrí hacia él y juntos nos escondimos tras los muros de la caseta más cercana. Lo habíamos conseguido. Habíamos atravesado el campo y llegado al primer edificio de la ciudad.

—¿Dónde están los demás? —pregunté.

—Leonard está muerto —gruñó—. He perdido al resto.

Me di cuenta de que se estaba sujetando la mano izquierda con un trozo de tela empapado de sangre.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

Fred me miró con los dientes apretados antes de apartar el trapo para mostrarme que había perdido dos dedos. Aparté la vista inmediatamente.

—¿Crees que bastará para volver a casa?

No me podía creer que me estuviese haciendo esa pregunta en aquel momento. Logró sacarme una sonrisa amarga. En realidad, tenía mucho sentido. Desgraciadamente, o por suerte, según fuese visto, solo había perdido el dedo meñique y el anular de la mano izquierda. Dudaba que aquello le fuese a conseguir un billete de regreso a casa, pero no quise arrebatarle esa esperanza.

—Quizás.

—Están allí delante —dijo cuando los vio escondidos en las ruinas de una casa.

Me preparé para cubrir nuestro avance, consciente de que a Fred le costaría disparar. Salí el primero y escuché un tiro silbar junto a mi oreja. Había estado cerca. Contraataqué, pero como no veía a mis enemigos, no pude abatir a ninguno. Llegamos junto a nuestro equipo con el pulso tan acelerado que tuvimos que sentarnos en el suelo a descansar.

—Me alegra volver a veros —dijo Joseph.

Abrí la boca para responder algo, pero estaba tan cansado y me faltaba tanto el aire que lo dejé pasar con un gesto de mi mano.

—¿Qué te ha pasado en la mano? —le preguntó Turner a Fred.

Fred dejó muy claro con su cara de pocos amigos que no le apetecía responder, pero al ver que Turner seguía esperando su respuesta, contestó entre dientes:

—Digamos que ahora soy un idiota de dieciocho dedos.

Nadie se atrevió a comentar nada más acerca de sus heridas. Turner sacó un mapa dibujado por él mismo y lo apoyó contra la pared. No era muy preciso dado que era la copia de una copia del original y a que Turner, como dibujante, no valía mucho. De hecho, logró hacer reír a Antonio con su representación de un tren junto a la estación.

—Hago lo que puedo —le hizo callar—. Bien, ¿veis aquel edificio de allí? ¿El más alto que todavía sigue en pie? —Nos asomamos un instante para verlo en la realidad. Estaba al final de la calle principal—. Es el hotel. Desde allí, Luca tendrá una vista estupenda para estrenar su mira telescópica. —Sonrió irónicamente—. Lo malo es que lo más probable es que los alemanes hayan pensado lo mismo.

Fruncí el ceño. Ninguno de nosotros quería meterse en aquel lugar. Era cierto que tomar el hotel sería un gran avance, pero todavía éramos muy pocos los soldados que habíamos llegado a Cisterna.

—¿No podemos esperar a que lleguen los refuerzos? —preguntó Antonio.

—No sabemos cuántos son y hay tantos escombros que será difícil descubrir sus escondites antes de que ellos nos vean y nos maten —dijo Joseph.

—Lo más probable es que huyan pronto —añadió Fred mientras hacía lo que podía por atar el trapo a su mano para que no se le soltase.

Turner era consciente de todo eso, pero no había tiempo que perder. Miró a otro grupo de soldados americanos escondidos en el lado contrario de la calle, y cuando su cabo asintió y le hizo señas de que ellos iban a avanzar, nos hizo ponernos en pie. Salió de detrás del muro y Gerard le siguió.

—Lo voy a matar —gruñó Fred antes de sacar una pistola de su funda con la que le sería más fácil defenderse.

Había alemanes escondidos detrás de cada pared, ventana y montón de escombros. Nuestro avance era muy lento. A pesar de que cada vez se nos sumaban más soldados, lo cierto es que nos superaban en número y que estábamos fatigados. Conté seis soldados alemanes muertos bajo mi fuego antes de llegar a las inmediaciones del hotel, o más bien de lo que quedaba de él. El cuarto piso se había caído sobre el tercero, que lo soportaba a duras penas, y el viejo letrero amenazaba con hacer lo mismo. Aun así, seguía siendo el edificio más alto de la localidad, lo cual dice mucho del estado del resto tras los bombardeos.

—¿Listos? —preguntó Turner.

Nunca se está listo para entrar en un hotel lleno de enemigos, pero asentimos. Teníamos un problema grave para llegar hasta el hotel. En el tercer piso, había, como mínimo, dos francotiradores alemanes. En cuanto saliésemos de nuestro escondite, nos verían y seríamos hombres muertos. Necesitábamos cambiar las tornas y hacernos con las vistas del hotel.

—Usa tu casco como señuelo —le dije a Antonio.

—¿Qué?

Fred, que había comprendido mis intenciones, se quitó el suyo y con un palo lo mostró deliberadamente. Increíblemente, uno de los francotiradores picó y se asomó el tiempo necesario para que yo le volase la cabeza. Turner me premió con unas palmaditas en la espalda. Sabíamos que no volverían a caer en nuestro engaño y además les habíamos revelado nuestra posición, por lo que nuestra única opción era correr tanto como pudiésemos por la calle llena de escombros hasta el hotel. Justo cuando íbamos a ir hacia delante, un grupo de soldados se nos adelantó. Uno de los hombres tropezó y al instante recibió un tiro. Gerald y uno de sus compañeros intentaron acertar al francotirador pero fueron muy lentos y fallaron. El resto llegaron al hotel. Abrieron la puerta de una patada, entraron y seguidamente se escucharon varios disparos. Solo dos de los nuestros lograron salir con vida, y en cuanto lo hicieron, les llovieron disparos desde el edificio de enfrente. Uno murió en el acto. El otro se retorcía en el suelo mientras se desangraba.

—Oye, Turner, ¿estás seguro de que es buena idea? —dijo Fred.

Turner había visto lo mismo que nosotros: seis soldados americanos derrotados en apenas cinco minutos. Le resbalaba sudor por la frente. Debía tomar una decisión que nos podía costar la vida. Se giró. Era difícil saber cuántos habíamos llegado hasta allí porque la mayor parte estábamos escondidos para no resultar heridos. Si queríamos sobrevivir, necesitábamos ser muchos los que atacásemos al mismo tiempo.

—¿Te quedan granadas? —le preguntó a Antonio.

—Una.

—Está bien. Dámela y esperad aquí.

Agarré a Turner por el brazo.

—¿Adónde vas?

—Me libraré de los del edificio de enfrente. Os conseguiré una oportunidad para que podáis entrar en el hotel.

—¡No puedes ir tú solo! ¡Te matarán!

—Suéltame, Luca.

—¡Tienes familia! ¡Dos niñas!

Al mencionar a sus hijas, Turner se ablandó un poco. Lo solté y él miró la granada en su mano.

—Si me ocurre algo, decidle a Mary y a mis hijas que las amo.

—Turner...

—No irá solo —dijo Gerald—. Yo lo acompañaré.

Todos nos quedamos igual de sorprendidos cuando Gerald se presentó voluntario para acompañar a Turner. Él nunca había mostrado ninguna clase de simpatía por nosotros y era más de ir por libre. De todas formas, me tranquilizó su ofrecimiento.

—Haced que valga la pena. —Las palabras de Turner tenían cierto tono de amenaza.

Los dos salieron del escondite y echaron a correr hacia el edificio. Eran un blanco demasiado fácil, si querían tener una oportunidad de sobrevivir, nosotros tendríamos que atacar a la vez. Con el rifle en las manos, esprinté hacia el hotel y los soldados me siguieron, no solo mis amigos, sino también los de otras escuadras que permanecían escondidos esperando a una señal. No me detuve ni un solo segundo ni me atreví a mirar a mis espaldas. En cuanto entré por la puerta del hotel, disparé a todo lo que se movía. Maté a un alemán junto a la ventana, otro que se encontraba tras el maltrecho mostrador y uno más junto al teléfono. Tuve que saltar sobre el cadáver de uno de los nuestros. Una puerta se abrió y apareció ante mí un soldado. Iba a apretar el gatillo pero Fred, que acababa de llegar, se me adelantó. Otro alemán bajó las escaleras y le disparé en el pecho.

—Sube las escaleras con Joseph. Antonio y yo comprobaremos el piso inferior.

Asentí. En el segundo piso no encontramos a nadie más, así que continuamos subiendo los peldaños. El francotirador se sorprendió mucho al vernos. Intentó girarse y atacarnos, pero no le dio tiempo. Apartamos su cadáver y echamos un vistazo por la ventana. Sentí una alegría infinita al ver a Turner saludarme desde el edificio de enfrente. Lo había conseguido. Le sangraba el hombro, pero había logrado sobrevivir. Aquella no era la única buena noticia. Poco a poco, mientras atacábamos el hotel, habían ido llegando más soldados de la infantería y algunos de ellos habían empezado a despejar el camino para que los tanques pudiesen entrar en la ciudad. Los alemanes iniciaban la retirada.

Estaba tan feliz, que me descuidé y me asomé demasiado. Me dispararon y sentí un dolor en el cuello. Me llevé la mano a la herida, y cuando la retiré, estaba cubierta de sangre. Entré en pánico al ver mi uniforme teñido de rojo. Volví a presionarme el cuello y entonces me di cuenta de que era una herida superficial. La bala tan solo me había rozado. Había tenido la suerte de mi vida.

—Luca...

Me di la vuelta y vi a Joseph tirado en el suelo. La bala que iba dirigida hacia mí le había impactado en un pulmón. Fred y Antonio, que acababan de subir las escaleras, se arrodillaron a su lado e intentaron ayudarlo.

La rabia me invadió y busqué a quien nos había disparado. Turner tenía razón: desde allí tenía las mejores vistas posibles. Haciendo uso de la mira telescópica, descubrí a un alemán escondido junto a un antiguo pozo y a otros dos tras un vehículo abandonado. Maté a varios más en su huida, pero lo cierto es que lo peor de la batalla ya había pasado y atrás tan solo quedaban un par de rezagados que no tardaron en convertirse en prisioneros. En la otra punta de la ciudad, otro grupo de estadounidenses acababa de entrar. La victoria era nuestra.

***

Encontré a David sentado en los peldaños de lo que había sido la entrada de una casa. Al verme, alzó la cabeza y sonrió levemente a modo de saludo.

—Lo hemos logrado.

Pese a sus palabras, no parecía muy contento. Me senté a su lado y vi que en sus manos tenía la fotografía de la familia de Vincent. La esquina superior izquierda estaba manchada de sangre.

—En Mineápolis, yo trabajaba en un hospital. Creéme cuando te digo que he visto cosas muy duras, y sin embargo, esto me supera totalmente. —Alzó la foto—. No puedo evitar preguntarme si es culpa mía no haber podido salvarle la vida. Quizás en otra situación, con mejor material... —Suspiró—. Y ahora esta niña es huérfana de padre, y su madre, viuda.

—David, hiciste lo que estaba en tus manos.

—Pero no fue suficiente. ¿Sabes cuánta gente ha muerto ante mis ojos desde que empezó la guerra? Más de la que puedo contar. Me pregunto como será volver a casa, si es que sobrevivo, y estar tumbado en mi cama, con mi mujer dormida a mi lado y la quietud de la noche. Sus imágenes vendrán a mí y me invadirá la culpabilidad. ¿Cómo voy a dormir después de tanto horror, de tanta muerte?

No me había parado a pensar en eso. ¿Cómo sería volver a mi apartamento de la calle Mott al terminar la guerra? No sabía cuánto cambiado y me preocupó que mis conocidos no me reconociesen. Tampoco sabía si sería capaz de volver a dormir sin que los fantasmas de los muertos viniesen a visitarme. Cuando regresase a casa, si es que lo lograba, lo haría con muchas muertes a mi espalda. ¿Podría hablarle de lo que había vivido en Italia a mi madre o a mi hermana? Había muchas cosas para las que simplemente no tenía palabras.

—No lo sé, David. No lo sé... Pero si te hace sentir mejor, puedo escribirle una carta a su mujer. Le hablaré de lo gran hombre que era y de lo mucho que amaba a su familia.

—¿De verdad harías eso?

—Sí. Cuando hacía voluntariado en el hospital, escribía muchas cartas de parte de los soldados a sus familias. Creo que ayudará a aliviar su dolor saber que Vincent era tan querido por todos nosotros.

David asintió. Entonces vimos pasar a un grupo de prisioneros alemanes con las manos en alto. Gerald, que los acompañaba armado, se separó del grupo y vino a sentarse con nosotros.

—¿Os habéis enterado? Vamos hacia Roma.

—Sí —dijo David.

—No entiendo por qué no frenamos su huida ahora y acabamos con ellos en vez de ir a Roma. Bueno, en realidad, sí que lo entiendo. Que los americanos seamos los primeros en entrar en Roma es muy buena publicidad, ¿no creéis?

—No te sigo, Gerald —dije.

—No tiene importancia.

Poco a poco, los prisioneros se fueron alejando. Gerald los miraba fijamente. Se quitó el casco y se sacudió el pelo para desapelmazárselo y sacarse el polvo de encima. Luego lo tiró al suelo.

—¿Recordáis aquellos alemanes que capturamos en el refugio subterráneo? —Asentí—. Viniendo hacia aquí, vi sus cadáveres amontonados sobre otros cuerpos.

—No es posible —dije—. ¿Insinúas que los han matado? Eso es un crimen de guerra. Te habrás confundido.

—Sé lo que he visto, Luca. ¿De verdad te sorprendería tanto?

—Quizás no.

—Pues ahí tienes tu respuesta.

Allí sentados, teníamos calor. En breve, estaríamos marchando hacia Roma. No iba a echar de menos Cisterna, pero en aquel momento, se respiraba algo de paz entre la destrucción. Empezó a soplar una agradable brisa y bebí un trago de agua de mi cantimplora. Me pregunté como resurgiría la ciudad tras tanta muerte y tanta devastación. Lo más probable era que nunca volviese a ser la misma, igual que nosotros.

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