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Capítulo 47

Realmente no hubiera sido capaz de sobrevivir a esa etapa de mi vida si no hubiese conocido a Nicole. Ella me salvó de ahogarme en mi propia tristeza. Nicole consiguió que dejase mi depresión a un lado. Fue una especie de oasis en mi vida, una de esas personas que, aunque no pasan mucho tiempo contigo, dejan marca. Ella fue mi salvavidas en medio del océano.

Salí del trabajo deseando llegar a casa y encerrarme en mi habitación como hacía siempre. Era un día soleado, pero yo quería oscuridad. Sentía que no me merecía ni la luz.

—Chico, ¿te encuentras bien? 

Me di la vuelta y vi que Henry y Milenko me estaban siguiendo. Milenko seguía enfadado conmigo por lo ocurrido con Misae, pero estaba visiblemente preocupado, casi tanto como Henry.

—¿Eh?

—No lo sé. —Henry se frotó la nuca—. Últimamente te notamos muy... sombrío. Llegas, haces tu trabajo y te marchas. Ya casi no hablas. Estoy preocupado —confesó—. Los dos lo estamos. Hasta tu amigo el cojo dice que nunca te había visto tan mal.

—Estoy perfectamente —mentí, aunque era obvio que no era cierto, y me di la vuelta para seguir caminando.

—Luca, lo de Misae no fue culpa tuya —dijo Milenko—. Lo sabes, ¿no?

Me di la vuelta. Milenko llevaba meses sin hablarme. Estaba tan sensible que casi me eché a llorar en ese momento.

—Estoy bien —insistí.

Al final me dejaron marchar. No estaban satisfechos, y sabía que volverían a intentar que hablase con ellos más tarde, pero era viernes, estaban cansados y ellos también querían regresar a sus hogares. Caminé hasta el portal de mi casa, pero por algún motivo, no llegué a entrar. En su lugar, decidí ir a buscar a Tosca al hospital. No faltaba mucho para que acabase su turno. No entendía por qué, pero hice caso a mi instinto y fui hasta el hospital.

Llegué hasta el edificio y me detuve a observar su fachada a medio pintar. Tosca se quejaba de que lo habían empezado a arreglar pero que luego lo habían dejado a medias y que el edificio estaba hecho un asco. Tenía razón. Era ridículo ver un lado del edificio perfectamente pintado y arreglado y luego ver el otro, lleno de grietas y humedades. Era una chapuza, aunque por otro lado, eran tiempos de guerra: había otras cosas más importantes por las que preocuparse que unas paredes a medio pintar.

Entré y en el vestíbulo me encontré con un espectáculo para el que no estaba preparado. Dos horas antes había llegado al puerto un barco cargado con heridos llegados desde Europa. Los soldados se amontonaban en el suelo. Estaban por todas partes. Gente con vendas cubiertas de sangre, mutilaciones y heridas que nunca hubiera sido capaz de imaginar. Pero lo peor no eran aquellos hombres amontonados por los pasillos, sino los gritos que venían desde las salas. Algunos lloraban, otros gritaban llamando a sus madres o seres queridos y había algunos que simplemente eran incapaces de articular palabras por su sufrimiento. Los médicos y personal sanitario corrían de un lado a otro atendiendo a los soldados. Un olor nauseabundo a piel muerta impregnaba el ambiente. Sin darme cuenta, me quedé mirando a un chico algo mayor que yo que había perdido un brazo.

—¿Y tú qué miras? —ladró.

Miré al hombre que tenía al lado. Era algo mayor y tenía la frente vendada. Su mano estaba destrozada, como si se la hubiesen aplastado. Huyendo de esas imágenes, avancé por el pasillo, buscando a Tosca. 

—¡¿Tú qué haces aquí?! —Me detuvo un doctor—. ¡¿No ves que estamos ocupados?! ¡Largo! Estos hombres necesitan que los atiendan y tú vienes a incordiar. 

Me apartó de un empujón y se acercó a un chico que había empezado a toser sangre. Me estaba empezando a marear. Fui un imbécil. Me imaginé a mí mismo en su lugar: allí sentado, desangrándome o con una pierna gangrenada. Me imaginé a Anthony muerto en el barro. Me imaginé cuantos jamás regresarían a sus casas. Ese fétido olor... El pasillo empezó a darme vueltas. Estaba desorientado.

—¡Luca! —me gritó una voz y noté como alguien me agarraba el brazo.

Miré a esa persona. Tardé en reconocerla, pero era Tosca.

—¡Luca, ¿qué haces aquí?! 

Me falló el equilibrio de mis piernas y ella me tuvo que sujetar.

—¡Luca! —gritó preocupada.

Un soldado que solo tenía un pequeño corte en el antebrazo ya vendado la ayudó a sujetarme y entre ambos me llevaron a una pequeña sala donde almacenaban medicamentos. Allí me sentaron en una silla. No había nadie más.

—Gracias —le dijo mi hermana al amable soldado—. Es que ha donado mucha sangre —mintió—. Se le pasará enseguida.

El soldado regresó al pasillo a esperar con sus compañeros. 

—Luca, ¿se puede saber que te pasa? —me preguntó bastante enfadada—. ¿No ves todo el lío que tenemos aquí? ¡Y tú paseándote entre ellos con cara de asco! ¡Han luchado por nuestro país, ¿sabes?! —me regañó.

Ella tenía razón, y yo me sentía avergonzado, pero en aquel momento me estaba dando un ataque de pánico. No era capaz de respirar. Esas caras... Esas heridas... Ese asqueroso olor...

—Luca, dime algo.

Tosca pasó del enfado a la preocupación. Sabía que yo no estaba bien y por eso se esforzó en ser comprensiva.

—Yo... solo quería verte... 

Tosca se arrodilló a mi lado y puso su mano sobre mi rodilla.

—Anthony está vivo —me dijo, como si pudiese leerme el pensamiento.

Cuando le dije que Anthony había desaparecido, Tosca se quedó destrozada. Pensé que le ocurriría lo mismo que a mí, que se pudriría, pero mi hermana era mucho más fuerte de lo que yo nunca fui. La mañana siguiente, llegó a la cocina con un lazo amarillo en el pelo, igual que Joanne Dru en la película de John Ford que se estrenaría en 1949. Se negaba a creer que Anthony había muerto. Estaba convencida de que Anthony regresaría, y ella lo iba a esperar. Nunca se quitaba ese lazo amarillo e incluso dormía con él. Era el único pensamiento que se permitía tener de Anthony, pues muchas vidas dependían de ella, incluida la mía. Estaba a un paso de la desesperación, pero mi hermana no iba a dejar que cayese en desgracia. Tosca tuvo que ser fuerte por los dos y seguir adelante. 

Le acaricié el lazo. Lo llevaba atado a la muñeca y estaba manchado de sangre.

—Volverá. 

Asentí y respiré profundamente para después frotarme los ojos.

—He hecho el ridículo. —Suspiré.

—No te preocupes por eso. Vuelve a casa. Túmbate a descansar si quieres. Yo iré en cuanto esto se vacíe un poco. —Se puso en pie y me ayudó a levantarme.

—Tosca, quiero donar sangre.

—¿Ahora?

—Es lo mínimo que puedo hacer. —Suspiré de nuevo—. Seguro que alguno de estos soldados necesita una transfusión. Si no recuerdo mal, Marco me había explicado que puedo donar sangre a todo el mundo.

—Sí, somos cero negativo —confirmó—. ¿Pero estás seguro de...?

—Tosca, estoy bien. 

«Estoy bien», no paraba de repetir esas palabras, quizás con la esperanza de que algún día se hiciesen realidad. Todo el mundo sabía que yo no estaba bien, incluso yo mismo lo sabía, pero me empeñaba en decirlas. Sin embargo, en ese momento, me sentí útil. Donar sangre era una forma de ayudar a toda esa gente que sí que había luchado en el frente. Pensé que a lo mejor me ayudaría a sentirme en paz conmigo mismo. 

—Bueno, si eso deseas...

Tosca abrió la puerta de la sala y salimos al pasillo. Los soldados que me habían visto desmayarme me observaban fijamente.

—¡Tosca, ayúdame con esto! —le gritó un doctor.

—¡Enseguida voy! —respondió mi hermana.

Antes de marcharse a ayudar al doctor, me acompañó hasta la sala de extracciones. Abrió la puerta y se dirigió a una enfermera:

—Nicole, mi hermano se ha ofrecido para donar sangre. Es cero negativo. ¿Te puedes ocupar tú?

—Por supuesto. No me habías dicho que tenías un hermano tan mono —bromeó.

Me sonrojé como un idiota. 

—Nicole, que hay mucho trabajo —la regañó mi hermana antes de salir por la puerta.

En la sala había otras dos personas: un hombre mayor y una mujer. Nicole me acompañó hasta una silla y me dijo que me sentase.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó mientras preparaba el material.

—Veinte.

—¿Has comido algo?

—Un bocadillo a la hora de comer.

No entendía a qué venían esas preguntas. Pensé que ella había notado que estaba nervioso y que pretendía tranquilizarme, y aunque lo consiguió en parte, lo que estaba haciendo en realidad era comprobar si podía donar sangre. Me pidió el brazo, y yo se lo tendí. Primero midió mi tensión, y cuando terminó, cogió la aguja. Aparté la cabeza.

—¿No miras? —Rio.

—Perdón.

—Solo te estoy tomando el pelo. —Sonrió—. No tienes por qué mirar si no quieres. Hay muchos que no lo hacen. Una pena, soy muy buena en mi trabajo. —Rio.

Me giré y vi como me clavaba la aguja. En aquella sala había un ambiente tranquilo pese al caos que había en el resto del hospital. Solo estaba Nicole para atendernos a los tres donantes. Ella se apartó para retirarle la aguja a la señora, pero al poco regresó a mi lado y se sentó a observarme. Nicole era cinco años mayor que yo. Era una chica preciosa. Llevaba su pelo castaño ondulado recogido en un moño y oculto tras la cofia de enfermera. Sin ningún motivo me sonrió:

—¿No hablas?

—No sabía que tuviese que hablar.

—Si no quieres, no tenemos por qué hablar. —Rio—. Es la primera vez que donas sangre, ¿verdad?

—¿Tanto se nota?

—Sí. 

Tragué saliva, y por primera vez en meses, sonreí. Fue una sonrisa corta y breve, tímida se podría decir, pero una sonrisa al fin y al cabo.

—Estaba convencida de que tendrías una sonrisa bonita. —Se levantó del taburete—. Y no me equivocaba.

Se acercó al señor que también estaba donando sangre y repitió la misma operación que con la señora. Una vez más, se sentó en el taburete junto a mi silla.

—Tosca me ha hablado mucho de tí.

—¿Sí? —Sonreí mirando mi brazo para que no notase cómo me volvía a sonrojar.

—Dice que eres muy dulce.

—¿Dulce?

—Sí.

No sabía si me gustaba ese adjetivo. «Dulce» sonaba a débil, aunque en ese momento, dulce era casi lo mejor que se podía decir de mí. Estaba triste, y eso se reflejaba en mi físico y en mi mirada lastimera.

—Bueno, esto ya está.

Me retiró la aguja y en ese momento entró mi hermana.

—¿Listo? —me preguntó.

—Sí.

Me detuve a mirar a Nicole un momento. Lo hice inconscientemente y ella sonrió. Estaba claro que le divertía y, para rematar la faena, me dijo:

—Vuelve cuando quieras. Te pincharé con una aguja más grande. —Me clavó su dedo en mi brazo.

Me hizo reír. Ya estaba, había caído en su telaraña. Me ruboricé y agaché la mirada. Maldito inútil estaba hecho, ¡qué mal se me daba tontear! Era patético.

Tosca me agarró por el brazo que no me había pinchado y me sacó de allí. 

—No, Luca —dijo al verme sonrojado—. Ella no.

—¿Eh?

—Nada, yo solamente te aviso.

Tosca debería haberme avisado mejor acerca de dónde me estaba metiendo, pero aunque lo hubiera hecho, yo ya estaba en caída libre. 

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