Capítulo 33
Llevaba una racha horrible. Tres días seguidos en los que no hice más que meter la pata y discutir. Insulté a Anthony, fingí no escuchar a Gio, repliqué a mi madre y a mi abuelo y por último, me pegué con mi hermano. Un buen fin de semana. Pero el lunes, mi suerte cambió un poco a mejor. Y menos mal.
—Milenko, ¿me estás...?
No, no me estaba escuchando. Miré hacia donde él miraba, y vi que tres chicas estaban saliendo a la calle. Se reían, y una de ellas sacó un cigarrillo de su bolsillo y se lo puso en los labios. Desde hacía varios años, era habitual ver mujeres fumando, aunque aún seguía llamando mi atención.
—¿Ya estáis otra vez pasmando? —nos regañó Henry—. Pasáis más tiempo mirando las moscas que trabajando.
Entonces hizo lo mismo que yo y levantó la cabeza hacia donde estábamos mirando.
—Ah... Ahora lo entiendo. —Se empezó a reír—. Es Galatea.
—¿Qué? —pregunté.
Milenko frunció el ceño y volvió al trabajo.
—¿Ves la japonesa? —me preguntó justo antes de que saliese por la puerta—. La llamamos Galatea. Su nombre real es Misae. Es una de las mecanógrafas. Ha rechazado tantas veces a Milenko que dejamos de llevar la cuenta. Lo trae de cabeza.
Su amor platónico me recordó al de Andrew por Helen. No pude evitar sentirme mal por él.
—Pobre.
—Que no te dé pena: Milenko se acuesta con su hermanastra.
—¿Qué?
—O eso dicen. —Me guiñó un ojo—. Venga, ayúdame con esto. Suficiente palique por hoy.
Volví a trabajar, preguntándome si lo de Milenko y su hermanastra sería real. Desde luego, no se lo iba a preguntar.
Me llevaba muy bien con Henry, pese a la diferencia de edad. Él era una especie de maruja y siempre se enteraba de todo. Le encantaba chismorrear y fue ese amor por el cotilleo lo que nos unió. Él me mantenía al tanto de todo lo que ocurría en la fábrica. Conocía a todo el mundo y todo lo que hacían en sus casas. Sus secretos, sus aventuras, sus vergüenzas... Absolutamente todo. Estaba seguro de que incluso a mí me tenía fichado, pese a ser el nuevo, y que sabría decir el nombre de mis familiares, la fecha de mi cumpleaños e incluso donde guardaba mi ropa interior. Tenía talento para eso, y a veces, podía predecir el futuro. Rara vez se equivocaba. Si alguien ocultaba algo, Henry lo sabía tres días antes que esa persona. Simplemente era increíble. Los que acusan a las mujeres de cotillas, es porque nunca nos conocieron ni a Henry ni a mí.
—¿Me vas a contar lo de tu nariz? —me preguntó.
—Adivina.
Sabía que se moría de ganas por conocer la historia. Llevaba toda la mañana con sus ojos clavados en mi nariz hinchada.
—Sé que vives con tu hermana y tu abuelo, aunque dudo mucho que hayan sido ellos. Me han dicho que tienes un padrastro, pero dicen que es un buen hombre y que además es médico. Tiene más pinta de ser el que te ha puesto la férula y esas gasas que el que te dio el puñetazo. Porque fue un puñetazo, ¿verdad? No se me ocurre quién te querría pegar. Eres simpático y blandengue. Pelearse contigo no tiene gracia.
—No soy blandengue. —Tampoco podía hablar mucho más porque me faltaba el aire.
—Tienes un amigo rico, uno negro y uno al que han visto pasear por West Village, pero no me los imagino golpeándote. Por tanto, descarto familiares y amigos y...
—Te falta mi hermano.
—No sabía que tuvieses un hermano.
—Pues sí. Y como puedes imaginar, no tenemos una buena relación. —Sonreí irónicamente—. Pero oye, buen intento. Casi te sabes mejor mi vida que yo. No recuerdo haberte hablado de mi hermana, ni de mi abuelo, ni de mi padrastro, ni de mis amigos. No dejas de sorprenderme. Pero por si quieres seguir indagando, mi hermano se llama...
—Sh, no me lo digas. Si me das el trabajo hecho, no tiene gracia. —Rio.
Entonces el Señor Volta vino hacia mí. Se había manchado la camisa de una salsa roja, y al intentar limpiarla, solo había conseguido esparcirla más.
—Oye, Luca, ¿tienes un momen...? ¿Y esa nariz?
—Larga historia —respondí.
—Vaya... ¿Crees que podrás disparar? Quería que probases un modelo nuevo que estamos diseñando.
—Lo intentaré.
Giuseppe sonrió como un niño y me acompañó a una sala de tiro pequeña que había en la fábrica. Allí probaban las armas antes de sacarlas al mercado. Era la primera vez que la pisaba, aunque a partir de ese día me llamaron muchas veces más para darles mi opinión. Había tenido un buen maestro y además era un ciudadano de a pie, alguien normal y corriente, como buena parte de su clientela.
—Buenos días, os presento a Luca Costa —dijo Giuseppe Volta.
Los hombres que había en la habitación me saludaron sin ganas, creyendo que se trataba de alguna de las locuras de su jefe (y no me extraña, con la pinta que tenía con la cara hinchada). Realmente sí que lo era, pero al menos esta vez, no lo era tanto y yo tenía conocimiento sobre armas. Las sabía montar y las sabía usar, algo que muchos de los que las diseñaban no podrían decir.
—Ten. —Me ofreció un rifle.
Estaban intentando crear un modelo que, en el caso de que Estados Unidos entrase en la guerra, fuese seleccionado como fusil de servicio estándar y superar el M1 Garand. Ya os adelanto que no lo consiguieron, pero no fue porque no lo intentasen.
Me sorprendió que el señor Volta no disparase conmigo, y no supe si fue por estar delante de aquella gente o porque sus manos temblaban ya demasiado como para disparar. Estaba en la primera etapa de la enfermedad de Parkinson, y era consciente de ello. Su abuelo la había tenido, y por eso era una enfermedad que él conocía bien. Quizás fuese ese uno de los motivos por los que decidió enseñarme: porque era consciente de que él, más tarde o más temprano, ya no sería capaz.
Me coloqué y respiré hondo para calmarme y olvidar que por primera vez estaba siendo observado por alguien más que mi maestro. Diana.
—¡Bravo! —Me premió Giuseppe.
Me di la vuelta. Los espectadores parecían gratamente sorprendidos tras comprobar que, al menos, el estrafalario de su jefe no les había traído a un inútil.
—¿Qué opinas? —me preguntó.
Me sentía cohibido entre esos extraños, y más sabiendo que iba a juzgar su trabajo.
—Habla libremente, no te cortes —dijo al percibir mi intranquilidad.
—Pues... creo que el peso no está bien distribuido, o al menos eso me pareció. No está equilibrado y el gatillo está algo duro. —Hice una breve pausa para recuperar el aliento—. A alguien como yo pero sin experiencia le costaría utilizarlo. Pero solo es mi humilde opinión.
Entonces, uno de los hombres dio un paso al frente y me tendió su mano, sonriente:
—Es justo lo que acabo de decir yo. —Se la estreché—. Me llamo Joseph Davies, y soy el creador de este pequeño desastre.
—Luca Costa —me presenté, olvidando que ya lo había hecho el Sr. Volta.
Joseph Davies era un hombre joven, de unos treinta años. Tenía el pelo negro y liso y llevaba gafas. Daba la sensación de ser alguien en quien podías confiar, como la mayor parte de los trabajadores de Volta & Co.. Me preguntaba si sería Giuseppe en persona el que escogía a quién se contrataba y a quién no, porque en general todos éramos gente trabajadora y agradable. Además, muchos de nosotros habíamos recibido una segunda oportunidad. Éramos gente a la que no solían querer en otros lugares por nuestros orígenes o por nuestro aspecto. Alguien como Milenko, por ejemplo, lo hubiera tenido muy duro para encontrar un empleo de no ser por Giuseppe.
Me felicitó por el disparo y después Giuseppe me indicó que podía volver a mi puesto de trabajo, pero que ya me volvería a llamar cuando hubiera que testar algún arma de nuevo. Salí de allí con una tímida sonrisa. Cada vez que acertaba me subía la autoestima, lo que me ayudaba a superar la reticencia que tenía a disparar. Había algo adictivo en ello. Te sentías poderoso y no había nada mejor para descargar la ira.
El resto de la jornada se me pasó volando. Ni me di cuenta de la hora que era hasta que Henry se despidió. Salí a la calle, deseando volver a casa para que Tosca me diese algo para el dolor de la nariz.
—¡Eh! —Me llamó una voz a mi espalda.
Cuando me giré, vi que la mecanógrafa asiática avanzaba hacia mí, y parecía bastante cabreada.
—Os vi a tí y a Polifemo mirándome. Dile a tu amigo que si lo vuelve a hacer, le sacaré el único ojo que le queda, ¿entendido?
No me sorprendió su carácter (estaba acostumbrado a vivir con Tosca), pero sí que hablaba en un perfecto inglés, por lo que supuse que no era japonesa, como Henry me había dicho, sino hija de inmigrantes, como yo. Era bajita, delgada y tenía la nariz un poco torcida, aunque tampoco estaba yo como para ponerme a criticar su nariz. Nunca había encontrado a las mujeres asiáticas especialmente atractivas, se podría decir que no eran mi tipo, pero podía entender qué había visto Milenko en ella. Tenía unos ojos negros brillantes, que parecían los de un tigre a punto de abalanzarse sobre su presa. Fieros, esa era la palabra para describirlos.
—Entonces tendremos que buscarle otro apodo.
No sé por qué dije aquella chorrada, pero la chica relajó el rostro y rio.
—Perdona, me llamo Misae.
—Yo, Luca.
Aquel fue el comienzo de una bonita pero breve amistad.
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