Capítulo 28
Mi sobrino nació la primera semana de enero de 1940. Mi hermano quería llamarle Benito (abreviación de Benedetto), por Benito Mussolini, a lo que Brenda se opuso firmemente. Al final llegaron a un punto medio y acordaron bautizarlo como «Benedict», convirtiéndose así en el primer miembro de mi familia con nombre en inglés. Pobre niño, yo jamás le hubiese puesto un nombre tan horroroso como ese.
Benedict era un bebé regordete de mejillas sonrojadas y pelo castaño rizo. A mi madre le caía la baba con su nieto, y a veces parecía olvidarse de que ella tenía a su pequeña Fabrizia. Era tan extraño que mi hermana y mi sobrino se llevasen tan poco tiempo que estaba seguro de que no iba a lograr acostumbrarme en la vida, por muchos años que pasasen.
Pero 1940 no solo trajo cambios para mi hermano. En cuanto cumplí los dieciocho años decidí que ya iba siendo hora de que me buscase un buen empleo, a mayores de ayudar a Frank en el Cúinne. Yo no tenía la opción de seguir estudiando en la universidad como Anthony, así que no me quedaba otra que ponerme a trabajar. Pero desgraciadamente, la suerte no estaba de mi parte y nadie quería contratarme. Unos decían que era por ser católico e hijo de inmigrantes, otros que no querían saber nada de italianos. Luego hubo uno que sabía que me había visto envuelto en la pelea entre fascistas y comunistas y otro que conocía la fama de mi hermano. En resumen: la cosa pintaba mal. Me dolía haber sido rechazado tantas veces solo por mis orígenes, sin darme una sola oportunidad para demostrar mi valía. Yo era trabajador, puntual y no tenía miedo al esfuerzo, aunque eso no parecía importar. En cuanto les decía mi nombre me echaban a la calle.
Fue por eso que mi madre decidió pedirle un favor al hombre para el que trabajaba: Giuseppe Volta. Él era propietario de una armamentística llamada Volta & Co. que venía registrando grandes volúmenes de ventas desde mediados de la década anterior. Además, durante la Guerra Civil Española, pese al «embargo moral» y la ley de neutralidad, continuó vendiendo suministros a los beligerantes. También se rumoreaba que tenía negocios en el mercado negro, pero a mí eso me daba igual. El caso es que me contrataron sin poner ninguna pega.
Y allí estaba yo, delante de las puertas de su fábrica en SoHo. Tenía otras diez más repartidas por todo el país, pero aquella había sido la primera, aunque también era la más pequeña. Aun así, no dejó de impresionarme, y me quedé embobado contemplando el edificio y siendo consciente de que estaba a un paso de inaugurar una nueva etapa de mi vida.
—¡Eres el nuevo, ¿no?! —me preguntó un hombre que se encontraba a unos veinte pasos de mí.
—Sí. —Aunque me salió tan baja la voz que de no haber sido porque asentí, el hombre no hubiera entendido mi respuesta.
Caminó hasta mí junto a otros dos hombres. Él era el más alto del grupo. Llevaba una gorra irlandesa muy gastada sobre su cabello poblado de canas. Pese a su barba punzante, el cigarrillo que estaba fumando y su tamaño, parecía alguien agradable, así que me dejé ayudar.
—Henry Scott, como el pintor —se presentó, tendiéndome la mano.
No sabía de qué pintor me estaba hablando, pero me presenté de todas formas
—Luca Costa. —Se la estreché.
—Un placer. —Sonrió—. Un buen apretón de manos, por cierto.
—Mi abuelo siempre me dice que es importante demostrar confianza en uno mismo.
—Es un hombre sabio. —Me guiñó el ojo—. Acompáñame, te llevaré hasta tu puesto. Ensamblaje, ¿me equivoco?
—No.
Me guió por el interior de la fábrica hasta llegar a el área de ensamblaje, donde yo iba a trabajar.
—¿Ves aquel chico de allí? ¿El de la camiseta verde? —Lo señaló—. Él te explicará todo lo que tienes que saber. ¡Polifemo! —Lo llamó.
El muchacho se giró al escuchar su mote y comprendí por qué se lo habían puesto: tenía un único ojo, como el cíclope. No me esperaba una referencia mitológica en aquel lugar, a decir verdad. El agujero del ojo derecho lo llevaba tapado. Era joven, tenía veintidós años, concretamente, pero aparentaba menos. Su cara de niño inocente y su ausencia de barba no ayudaban. Se podría describir como una persona dulce, que contrastaba totalmente con la fábrica.
—Milenko Dvořák —se presentó.
—¿Perdón?
—Ninguno de nosotros sabe cómo pronunciarlo. —Rio Henry.
—Puedes llamarme Polifemo, no me molesta —me dijo con una sonrisa—. Ya estoy acostumbrado.
—No, Milenko está bien. Yo soy Luca Costa.
—Bueno, yo me tengo que marchar. Si necesitas cualquier cosa, Polifemo puede ayudarte, y si no, búscame en la esquina de allá del fondo. Suelo estar ahí.
Henry se marchó y me dejó con Milenko, que sonrió y me acompañó a mi puesto de trabajo. Él me explicó muy amablemente y con infinita paciencia qué tenía que hacer y cómo tenía que hacerlo. Le habían encargado la tarea de instruir al nuevo, en este caso yo. Milenko tenía un fuerte acento eslavo, pese a llevar varios años en Estados Unidos. Había nacido en Praga. Su padre era zapatero, y su madre, una costurera serbia. Tras la muerte de su padre en 1933 a causa de una enfermedad, él y su madre emigraron hacia América. Sentía que Milenko y yo teníamos muchas cosas en común, pese a tener orígenes distintos. Quizás fue por eso y por su temperamento tranquilo y agradable que en seguida me cayó bien.
Al principio me costaba un poco ensamblar las armas, pero en seguida le pillé el tranquillo. Me gustaba mi empleo, a pesar de ser bastante repetitivo. Mis compañeros eran muy simpáticos conmigo y sentía que hacía mucho que las cosas no me iban mal, lo que me provocaba cierta intranquilidad. Llegaba reventado a trabajar al Cúinne tras ocho horas trabajando en la fábrica, pero me sentía satisfecho y orgulloso. Con mi nuevo trabajo, mas el del pub, aumentó nuestro nivel de vida. Mi salario no es que fuese muy alto, pero era adecuado y me bastaba. Tosca y yo empezamos a permitirnos ciertos caprichos tan simples como comprar chocolate todas las semanas. No éramos despilfarradores, pero después de tanto tiempo viviendo a base de comer lo justo y necesario, aquello nos sabía a gloria.
—¿A que no eres capaz de ensamblar más pistolas que yo en una hora? —Me retó un día Milenko—. Si gano yo, me invitas a un trago. Si ganas tú, te invito a tres. —Sonrió—. ¿Te parece?
Milenko era conocido por ser el trabajador más rápido y eficiente de toda la fábrica y tenía la experiencia de cuatro años trabajando. Yo, en cambio, solo llevaba allí tres semanas. Todavía me llamaban «el nuevo». Y de todas formas acepté.
—Venga.
Miramos el enorme reloj que estaba colgado en la pared desnuda de ladrillo y cuando el segundero completó la vuelta, empezamos la competición. Henry desde lo lejos se reía de mí:
—¡No le puedes ganar, Luca! —me gritó tras posar una caja en el suelo—. Siempre hace lo mismo, no tiene rival. Ahora solo vas a conseguir aumentarle el ego.
Pero sus palabras solo consiguieron animarme. Si vencía a Milenko, todos mis compañeros lo recordarían. Una tras otra, fui montando las pistolas que teníamos sobre la mesa. Me parecía más interesante armar rifles, pero llevaba más tiempo y se hacían bastantes menos, aunque eso estaba cambiando con la guerra. Ese modelo en concreto, las «Volta 36», se vendía muy bien. Era un arma fácil de usar y que no requería un excesivo mantenimiento. La anunciaban con la frase: «Hasta una mujer sabría usarla». Estaba seguro de que algunas la habrían utilizado para asesinar al que escribió eso, y la verdad, me parecería bien.
La hora pasó, y comparamos resultados. Gané por una.
—No me lo creo... —dijo Lawrence, el compañero que tenía a mi derecha—. ¡Gilbert, mira esto!
Poco a poco se fue corriendo la voz mientras Milenko trataba de comprender cómo lo había vencido. Ni siquiera yo lo entendía muy bien. No tardé en ganarme el apodo «Fast Hands» («Manos Rápidas») entre mis compañeros. El checo nunca llegó a invitarme a los tres tragos, pero no se lo tuve en cuenta. El alumno superó al maestro, como se suele decir, y lo hizo solo en tres semanas.
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