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Capítulo 27

Aquella misma noche, un poco después de que Anthony se metiese en cama, su madre llamó a la puerta:

—Anthony está aquí, ¿verdad? —me preguntó.

—No —mentí.

Quise cerrar la puerta, pero ella me lo impidió. Me fijé entonces en que tenía la mano morada, como si alguien se la hubiese aplastado o agarrado con demasiada fuerza. Obviamente, me imaginaba quién era ese alguien.

—Por favor, necesito hablar con él —me rogó—. Sé que está aquí. ¡Anthony! —Lo llamó—.¡Anthony!

Tosca dejó el libro que estaba leyendo sobre la mesa y se acercó a la puerta para ver qué ocurría. La señora Williams se quedó mirándola, casi con curiosidad. 

—Por favor, yo...

—No está aquí. —Marqué cada palabra—. Márchese.

—Luca, déjala pasar —dijo Anthony a mi espalda.

Me aparté un poco y ella corrió para abrazarlo. Anthony no mostró más que indiferencia. Se dejó abrazar, pero no la rodeó con sus brazos ni sonrió. Estaba frío y distante. Se había serenado después de lo del parque, y no dejó que la visita de su madre lo alterase, o si lo hizo, no lo exteriorizó. Ella, en cambio, lloraba.

—Anthony. —Le puso la mano en la nuca cariñosamente—. Hijo mío...

—¿Qué quieres?

Al recibir esa contestación, ella dio un paso atrás, un poco decepcionada.

—Grace le contó a tu hermana que te había visto en Central Park, y Mary a nosotros —explicó—. Tu padre se ha vuelto loco. No puedes volver por casa en una temporada, ¿vale? Tienes que dejar que yo arregle esto, esperar a que se calmen las cosas.

—Tampoco tenía intención de volver —respondió Anthony con dureza.

Disgustada, intentó acariciarle la mejilla, pero él se apartó.

—Entiendo que no hayas querido volver a casa. No hemos sido los mejores padres y...

—¿¡«No hemos sido los mejores padres»?! —repitió Anthony, furioso—. No sé ni qué contestar a eso. Tú has permitido durante años que me maltratase. No has hecho lo más mínimo por protegerme jamás. Solo te importa Mary. Yo fui un error, pero no tengo la culpa de haber nacido. 

—¡Eres mi hijo!

—Eres una cobarde. Y una mala madre. Eso es lo que eres.

Anthony había dejado a un lado el miedo, y en aquel momento solo sentía odio y rencor. El tono de su voz era hiriente, y había logrado hacer llorar a su madre, quien poco a poco, se fue desmoronando.

—No me perdí, ¿sabes? —Se refirió a cuando era un niño y lo encontré en la nieve—. Me escapé.

—Lo sé. —Lloró su madre.

—Y hubiera muerto el día de la fiesta de no ser por mis amigos.

—Lo sé —repitió su madre, esta vez casi sin voz.

—Y tú lo permitiste.

—Lo sé. ¡Lo sé! ¡Lo sé! 

La mujer estalló en llanto. Le dolía escuchar la verdad en boca de su hijo.

—No quiero volveros a ver nunca más. 

Y aquella última frase le partió el corazón. Se dejó caer de rodillas en el suelo ante nuestra atónita mirada. Le cogió las manos a su hijo, casi como si le estuviese implorando piedad. Y entonces Anthony vio lo mismo que había visto yo: su mano ennegrecida.

—¡Yo también le tengo miedo, Anthony! —confesó—. Yo... también... —No le salían las palabras.

—¿Te lo ha hecho él? —preguntó y ella asintió.

—Está rabioso. Dice que te va a matar en cuanto te vea. Que está harto de tí y de que lo humilles delante de todo el mundo. Gritó que si se te ocurre entrar en casa te volará los sesos con la escopeta y que más te vale quedarte en Princeton para siempre y no volver jamás.

Anthony escuchó con extraña tranquilidad las amenazas, como si no fueran nuevas. La mujer lo decía muy en serio, y yo ya me creía cualquier cosa viniendo de su padre.

—Eso no es todo, Anthony. Cuando dijo lo de la escopeta... —Hizo una pausa para encontrar las palabras que quería decir— salió al jardín y le disparó a Louis. Está muerto. Dijo que era para dar ejemplo.

Louis era el dálmata de Anthony, el perro que lo acompañaba a todas partes, incluso en los peores momentos. Lo tenía desde que era un niño y muchas veces era su único consuelo. Aquel perro había sido testigo y compañero de muchos de los horrores que Anthony había vivido. Y por primera vez desde que su madre entró en casa, se le humedecieron los ojos. Le soltó las manos y se dio la vuelta.

—Vete.

—Anthony...

—¡Vete! —le gritó—. ¡Quiero que te vayas! 

Tosca se acercó a la señora Williams para ayudarla a levantarse. Ella alzó la mano, como si lo quisiese alcanzar, pero finalmente se levantó y dejó que Tosca la acompañase hasta la entrada.

—¿Tiene dónde pasar la noche? —Escuché cómo le susurraba, a lo que la mujer respondió asintiendo.

Me daba pena, por qué no decirlo. Ella era otra víctima más de su marido. Estaba asustada, y no era más que una mujer florero que había aprendido a ser sumisa y permisiva ante su marido. Era una desgraciada, y sin embargo, no podía perdonar tantos años de silencio, dejando a Anthony vivir en el terror y la inseguridad.

—Hay gente que la puede ayudar, señora Williams —dijo mi hermana antes de cerrar la puerta.

Nos acercamos a Anthony, pero él nos rechazó:

—Dejadme.

Se metió en nuestra habitación y cerró la puerta. Iba a seguirlo, pero Tosca me detuvo. Había sido un día demasiado duro y necesitaba estar solo. Ella sabía que Anthony quería llorar y que conmigo delante no se atrevería por vergüenza. Pero yo lo comprendía, y no pensaba que mi amigo fuese un llorón ni nada por el estilo. Tenía motivos de sobra para actuar así y yo desde luego no le iba a reprochar que soltase algunas lágrimas. 

Me senté en el sofá, decidido a esperar, aunque era bastante tarde. Tosca apoyó su cabeza sobre mi hombro y continuó leyendo. A veces se quedaba dormida y despertaba al poco súbitamente. No quiso irse a la cama y se quedó haciéndome compañía. Habría pasado una hora cuando mi abuelo entró en casa.

Apestaba a alcohol y venía fumando un cigarrillo.

—¡Nonno! —lo regañó Tosca al verlo.

Desde la muerte de mi abuela, Stefano se había dado bastante a la bebida. Nos empezaba a preocupar. A él ya no le importaba mucho su salud y lo que fuese de él, pero a nosotros sí, y también el dinero que se podría estar gastando en su nuevo vicio.

Él iba a contestar a Tosca, pero en cuanto me vio, caminó hasta el sofá e hizo como si fuese a darme un bofetón. Sin embargo se detuvo a escasos centímetros de mi cara. Yo no entendía nada, y Tosca, mucho menos.

—¿De verdad, Luca?

No entendía a qué se refería, y mi cara se convirtió en una gran interrogación.

—¿Por eso llegaste tarde? —Seguía sin darme cuenta de lo que me estaba hablando—. Ennio me lo ha contado. Vio cómo te arrestaban, y un amigo suyo te escuchó discutir con Matteo delante de la comisaría. —Aquello fue el dato que me abrió los ojos—. Me he tenido que enterar meses después y por boca de otro. ¿Algo que decir en tu defensa?

Le apestaba el aliento, y tenía sus ojos cansados clavados en mí. No sabía qué decirle, porque nada podría remediar el hecho de que había estado en una celda y de que le había mentido. A él le daría igual que lo hubiese hecho por ayudar a Jacob, o que hubiera salido sin cargos, lo importante era que yo no le había dicho la verdad. Había engañado a mi abuelo.

—¿Luca? —preguntó Tosca, sin creer lo que escuchaba.

—Yo no quería meterme en la pelea, Nonno. —Tosca se llevó la mano a la boca, asombrada— ¡No quería mentirte!

—Pero lo hiciste.

—¡Me daba vergüenza! Yo no tengo la culpa, Jacob estaba allí y su novia...

Pero él se dio la vuelta y dejó de escucharme. Me dolía su silencio y su indiferencia. Eso era peor que cualquier castigo, que cualquier golpe. Él había suplido el lugar de mi padre y me había cuidado, y todavía lo seguía haciendo, y yo le había mentido.

—Haz lo que quieras, Luca —me dijo, yéndose a su cuarto—. Ya eres mayorcito.

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