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VAATI


En otro lugar no muy lejano, dos personas de aspecto lúgubre arrastraban a un tercero llevándolo de las axilas. Ambos sujetos portaban: una espada que colgaba del cinturón, un peto, dos hombreras y botas de soldados de exploración. Sus armaduras ligeras dejaban ver sus brazos descubiertos, de piel grisácea, seca y cuarteada. Las manos, de dedos largos y uñas rotas, sostenían a un magullado hombre que arrastraba las rodillas por un camino de piedra hacia la entrada de un castillo. El mismo que en otro momento pareció tener un brillo jovial. A los costados del camino, donde una vez crecieron verdes ligustros llenos de flores, se hallaba una espinosa maleza escarchada.

La entrada al castillo tenía marcas de guerra, desde su base, hasta la parte más alta. Mostraba magullones de piedras grandes, marcas de espadas y flechas. Era una puerta de doble hoja, de unos tres metros de alto, astillada por donde se la viera.

A ambos lados, dos soldados de armaduras pesadas montaban guardia. A estos casi ni se les veía la piel, sin embargo, los yelmos que llevaban no cubrían sus rostros y podían verse sus ojos negros y opacos dirigidos al desdichado y moribundo prisionero. Estos corrieron sus hachas mandobles y la gran puerta se abrió. Nadie habló.

Los soldados de exploración entraron y el capturado continuó arrastrando sus piernas por otro camino, esta vez, cubierto con alfombra roja, sucia, rota y con pedazos faltantes. El hall de entrada escaseaba de luz, apenas dos candiles ardían tenuemente en el inmenso habitáculo. Los hombres giraron a la derecha y pasaron por una puerta. Atravesaron un pasillo que desembocó en un jardín, donde la maleza se había comido casi todo.

Entre las espinas y la hierba muerta, múltiples estatuas de personas se erguían sin pedestal, ubicadas de manera azarosa por todo el patio y con expresiones de dolor en su mayoría. Algunas estaban arrodilladas, cubriéndose con el antebrazo la cara y con la boca abierta, como si estuvieran gritando, otras, en posición de carrera, con la cara en sentido contrario a la dirección en la que corrían, como si hubiesen intentado escapar y, algunas más, de pie con la cabeza gacha, con una clara expresión de resignación.

El moribundo hombre levantó apenas la cabeza y contempló algunas de las figuras de piedra. Ni siquiera tenía fuerza como para ofrecer resistencia, y con los ojos llenos de lágrimas, volvió a dejar caer su frente. En el centro del patio se hallaba una escalera caracol por la cual descendieron los tres hombres. Uno de ellos, el del medio, dejó su rojo rastro en algunos escalones. Bajaron unos dos pisos y llegaron a un cuarto enorme que parecía mitad cripta, mitad biblioteca.

—Pónganlo por allí —dijo una voz de ultratumba.

Los anserinos sujetos tiraron al demacrado prisionero sobre un bloque rectangular de mármol, similar a un altar. Este estaba lleno de sellos grabados en la piedra. A un costado, había un muro, con una especie de aro, también de piedra. Se veía como si fuera la boca de un aljibe saliendo de la pared unos veinte centímetros. El interior estaba vacío, solo se apreciaba un oscuro hueco que parecía infinito.

En la esquina de la habitación se hallaba un hombre flaco. Llevaba puesto una túnica verde petróleo, muy oscura. Era el mismo que anteriormente había pedido que arrojaran al prisionero. Este, estaba sentado detrás de un gran escritorio, conversando con otro hombre. La poca luz apenas dejaba ver la silueta del hombro del otro sujeto. Era una figura corpulenta, de gran tamaño, cubierto por una capucha roja escarlata muy oscura. Solo se le veía su mentón de tez bronceada, cubierta por una barba corta y pelirroja.

Concluyendo una conversación secreta, al hombre flaco con voz de ultratumba se lo escuchó decir—: Muy bien, ¿Quiere probar el poder de la piedra ahora?

—Por supuesto. Veamos qué puedes hacer con esto —dijo el hombre más musculoso sacando un paquete de cuero y lo arrojándolo sobre el escritorio.

El escuálido sujeto estiró la mano y movió los dedos saboreando el momento, pero el otro hombre lo interceptó apoyando la mano sobre el envoltorio de tela.

—Está de más decir, que sus beneficios son los míos, ¿cierto? —dijo y, al inclinarse sobre el escritorio, un poco de luz reveló el color de sus ojos rojos como el fuego. Tenía una mirada amenazante, que asustaba hasta al más valiente de los soldados.

—Por supuesto, mi señor, ni por un segundo pensaría en traicionarlo —contestó hábilmente el más delgado.

El hombre de la chiva pelirroja retiró la mano de arriba de la bolsa de cuero y se reclinó sobre su asiento nuevamente, volviendo a la oscuridad.

El esquelético sujeto tomó la bolsa y extrajo un pedazo de piedra que, una vez en sus manos, comenzó a brillar tenuemente. El hombre sujetó la piedra con una mano. La otra mano la llevó hacia el bolsillo de la larga y harapienta túnica, de donde extrajo otra piedra del mismo material. Miró sus manos unos segundos, deleitándose con sus posesiones. Luego, juntó ambas piedras cuál rompecabezas.

El brillo de ambas se dirigió hacia la unión, resplandeció intensamente y se apagó.

Cuando esto pasó, el hombre retiró una mano y ambos sujetos vieron cómo la piedra había quedado soldada. Dos piedras del tamaño de un pulgar ahora eran una sola piedra que cabía en la palma de la mano. Se apreciaban dos lados bien rectos y un lado deforme como si fuese una piedra triangular que continuaba hacia uno de sus lados.

El hombre guardó la piedra en el bolsillo y comenzó a explicar.

—Como ya sabrá mi señor, en el inframundo no solo hay demonios. El hecho que causa que a nadie le guste estar allí, no es la existencia de los demonios, sino la presencia de las bestias que caminan entre ellos. —El hombre movió sus dedos, apuntó sus palmas hacia el interminable hueco en la pared y pronunció unas palabras en un idioma desconocido.

Los sellos grabados en la misteriosa cisterna circular, comenzaron a brillar. Irradiaban una luz verdosa y un sonido vibrante retumbó desde el interior. La vibración poco a poco iba aumentando su volumen, hasta que un humo espeso, cuál líquido, llegó desde la infinita oscuridad y se situó en la superficie del gran anillo de piedra. Ahora, este no era ni más ni menos que un aljibe repleto, no de agua sino de humo, y en vez de salir del suelo lo hacía desde la pared. En la superficie del turbulento gas grisáceo se formaban figuras similares a las caras humanas.

El hombre reclinado en la oscura butaca del fondo se incorporó juntando las manos, apoyando los codos en los brazos de su silla. Mostrando algo de impaciencia, masajeaba con una mano los nudillos de la otra.

El sujeto que se encontraba parado extendió nuevamente el fragmento de piedra triangular y lo sostuvo con las dos manos por encima de su cabeza, al mismo tiempo que pronunciaba unas palabras en un idioma incomprensible y antiguo. Sus mangas cayeron dejando a plena vista sus huesudos brazos. Durante un largo momento, continuó diciendo la misma frase una y otra vez. De repente, una figura monstruosa salió del humo y se mantuvo unos segundos levitando cerca del esquelético alquimista. Este recitó otra frase apuntando la piedra que tenía en una mano hacia la humeante figura. Con la otra mano señaló el cuerpo que se encontraba en el altar cercano.

El hombre que yacía en él, apenas podía respirar. Su cuerpo estaba destruido por donde se lo viera. Infinidad de golpes y cortes cubrían por completo su piel. Solo podía ver lo que estaba por venir, pero no podía hacer nada para evitarlo.

El monstruo de humo, levitó unos breves segundos sobre el malherido hombre y, sin esperar el permiso, entró brutalmente por su boca.

La víctima se tensó como si estuviera recibiendo una descarga eléctrica insoportable, temblando con los dedos duros a medio contraer. La parte baja de la espalda se despegó del altar y su cuello enseñó todas las venas y tendones a punto de explotar. El humo continuó entrando por su boca y el sujeto comenzó a transformarse rápidamente. Sus músculos se hincharon, si bien el hombre parecía muy fuerte pese a su demacrado aspecto, ahora se veía aún más fuerte. Su piel se deshidrató, el brillo y color fueron atenuándose. La mayor cantidad de su ropaje no resistió el incremento de volumen y se desgarró, principalmente en las mangas y botamangas. Para cuando el humo terminó de ingresar, el sujeto había cambiado drásticamente. Sus ojos estaban terriblemente irrigados en sangre. Lo que antes era blanco, ahora se veía rojo. Sus pupilas estaban dilatadas, la nariz ensanchada. Hasta su pelo había crecido y perdido el color. El monstruoso sujeto sentado en el altar apoyó un pie en el piso y luego el otro. Lentamente, como quien se despierta de un largo sueño, dio dos pasos en dirección al mago y gruñó enseñando todos sus dientes y gran parte de su encía.

—Bienvenido al mundo de los vivos, bestia —dijo el delgado nigromante mirando hacia arriba, dado que, si bien el mago era alto, el monstruo lo superaba al menos por medio cuerpo—. Sé que tu pobre conciencia y diminuto cerebro dañado no te permiten razonar lo suficiente. Pero como sabrás, yo soy quien te trajo y quien te puede devolver —explicó sin titubear—. Es por ello que yo te controlo. Soy tu dueño y me obedecerás a mí... Y a quien yo te ordene —aclaró, al ver que el sujeto, sentado en la oscuridad, masajeaba sus nudillos—. Te referirás a mí como "maestro Vaati" ... ¿Fui claro? —preguntó por último.

La bestia gruñó una especie de "sí".

—Sí, ¿qué? —lo increpó Vaati sin un ápice de temor y moviendo la piedra en su poder como símbolo de autoridad.

—Sí, maestro Vaati —gruñó el gran demonio.

—Así me gusta. Respeto —dijo sonriendo el oscuro y delgado sujeto.

—Respeto basado en miedo —agregó el sujeto sentado al fondo.

—Es que ¿acaso existe otra forma de generar respeto? —dijo Vaati sarcásticamente mientras sonreía de manera maliciosa.

—No una que yo conozca —contestó el hombre de la barba pelirroja—. Eres un valioso aliado, brujo. Espero que se mantenga así. No me gustaría tener que acabar con tu vida.

—Desde luego señor. Su confianza está bien fundada —expresó el mago, quien parecía sentir "respeto" por el otro sujeto.

El hombre del fondo se paró, pero no entró en la zona iluminada. Se mantenía en las sombras, como si eso le resultara acogedor. Apoyó una mano en una columna y preguntó reflexivo.

—¿Con cuántos de estos demonios contará mi ejército? —dijo el corpulento hombre.

—Verá, señor. Esa es una pregunta compleja, que no puedo contestarle por más que quisiera —dijo el mago con miedo, apresurándose a respaldar su afirmación—. El problema es que no cualquier ser humano tolera esta clase de demonio... ¿Cómo explicarlo? —se preguntaba Vaati así mismo mirando para todos lados, buscando algo para ejemplificar. Entonces, vio el envoltorio de la piedra que le había traído su compañero—. Suponga que tiene un saco que soporta un kilo de piedras. Usted intenta meter dos kilos a la fuerza. Evidentemente, el saco se romperá dejando las piedras libres —el brujo hizo una pausa breve para tragar saliva y continuó—: Bueno, el caso es que con las personas pasa lo mismo... Si el demonio es demasiado grande para entrar, rompería el envase. En ese caso, el cuerpo que lo contiene quedaría libre y, en ese estado, es peligroso para cualquiera que esté cerca.

—¿Y qué hace que el recipiente sea capaz de albergar tal demonio? —preguntó el más fornido de los hombres.

—Varios factores, mi señor —comenzó diciendo Vaati—. Su condición física es importante. Es decir, tiene que ser una persona que pueda dar lucha, pero, por otra parte, muy debilitada. —Los siniestros hombres comenzaron a caminar en dirección a la salida, dejando a la sumisa bestia atrás, donde varios demonios la encadenaron—. Además, para soportar al demonio, debería poseer un gran coraje —ambos salieron del recinto y subieron las escaleras—. Como verá mi señor, estas personas no podrían ser capaces de tolerar semejante monstruo dentro de sí mismos —dijo Vaati señalando las estatuas pavorosas.

Ambos sonrieron maliciosamente y continuaron caminando hacia la puerta del castillo.

—Veo que mi campaña por conseguir los fragmentos de esta piedra tan especial ha rendido frutos —dijo refiriéndose al fragmento que el mago tenía en su bolsillo—, y espero que siga rindiéndolos. Pondré a tu disposición una tropa para capturar soldados de Hyrule... lo más vivos posible.

—Desde luego, eso será de gran ayuda, mi señor. —agradeció Vaati.

—Desde ya tendrán acceso a todo el castillo, puesto que serán quienes me informen acerca de tus progresos —explicó hábilmente el fornido hombre y dejándole en claro al nigromante que estaría vigilado constantemente.

—Por supuesto, mi señor —aceptó este. Aunque su cara revelaba algo de insatisfacción.

—Por otra parte, necesito que tengas listos unos cuantos lo antes posible —presionó el sujeto de la barba pelirroja—. Planeo un ataque controlador. Algo más fuerte que el que está en camino a las agrupaciones cercanas a Hyrule. Me vendrían bien algunas figuras que infundan algo más que el terror habitual —comentó al pasar—. No entiendo por qué los estúpidos ciudadanos sobrevivientes de Hyrule siguen levantándose en contra de mí... No les he dejado nada, les he quitado hasta la esperanza —dijo el tirano mostrando los dientes.

—La cordura es algo que escasea hoy día, mi señor —dijo el brujo buscando complicidad.

—Como sea. Volveré en unos días a ver mis inversiones —dijo el hombre más robusto subiéndose al caballo. Un corcel oscuro como una sombra y con una armadura metálica de grabados diabólicos, que resonó en la oscuridad de la noche cuando este se puso en marcha para atrás la deteriorada fortificación.

El brujo dio media vuelta y entró nuevamente al castillo. —Y tú, ¿qué tanto estás viendo? —le dijo a un demonio que se encontraba pasando la puerta.

—Nada, mi señor —dijo este agachando la cabeza.

Entonces, el nigromante se paró frente al demonio y volvió a hablar. —¿Acaso te conozco? —exclamó Vaati sospechando.

—Estoy aquí desde hace pocos meses, señor. Solo trato de aprender a moverme entre los demonios del castillo. El humano que ocupo solía servir dentro de este lugar. El demonio comandante supuso que sería de utilidad tenerme dentro del castillo, mi señor —dijo el poseído con la cabeza aún gacha.

—De acuerdo... Supongo que para eso conseguimos esclavos. ¿Sabes el nombre de la persona que has poseído? —preguntó Vaati examinándolo.

—Sí, señor. Leonardo, señor.


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Antes de seguir avanzando en la historia, por favor, pásate por el enlace que dejé en el primer comentario, cuéntame qué te ha parecido este capítulo y responde allí esta breve pregunta.

¿Quién es el peor de los 3?

El que ordena hacer algo malo (herir, matar, dañar, etc).

El que ejecuta la orden.

El que puede hacer algo para evitarlo y no lo hace.

Si te gusta el arte visual podrías compartir un dibujo de cómo te imaginas a Vaati o Ganondorf, o bien, usa alguna I.A. para ver qué resultados genera.

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