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Capítulo 8

Era pasado el mediodía cuando Martina despertó. Una sensación de sopor la envolvía, al tiempo que un doloroso martilleo le taladraba la cabeza sin cesar. Tenía la boca seca y el estómago revuelto, el cual se agitó aún más cuando se sentó en la cama. Se levantó con cuidado y caminó hacia el cuarto de baño. Le dolían todos los músculos del cuerpo y la luz que se filtraba por las ventanas le lastimaba los ojos. Tenía una resaca espantosa.

Conteniendo las náuseas que el solo hecho de moverse le provocaba, buscó la tableta de ibuprofeno y tomó uno. El dolor la estaba matando. A continuación, se metió en la ducha. El sonido de las gotas rebotando en el piso le pareció estridente, ensordecedor, pero no tenía más opción que tolerarlo si deseaba quitarse de encima no solo el sudor, sino además el cansancio que la agobiaba. Luego de unos minutos, comenzó a sentir un poco de alivio, aunque por supuesto el malestar tardaría un poco más en irse.

Al salir, se vistió con ropa cómoda y se dirigió a la cocina para preparar café. No había nada que una buena dosis de su brebaje preferido no arreglase. Sin embargo, se le había terminado el día anterior y encontró el tarro casi vacío. ¡Mierda! ¿Y ahora qué iba a hacer? No se sentía con fuerzas para ir a comprar en ese momento. Convencida de que su hermana tenía la solución a sus problemas, decidió hacerle una visita. Con movimientos lentos y ojos entrecerrados, cruzó el parque en dirección a su casa.

Un fuerte aroma de huevos y leche, que en otro momento le habría parecido delicioso, la golpeó nada más entrar, sacudiendo su estómago de nuevo. De espaldas a la puerta, Cecilia vertía en una sartén un líquido amarillento que reconoció de inmediato como la mezcla de los panqueques. Con una mano sobre su abdomen y evitando respirar profundo para no oler demasiado, avanzó hacia la cafetera.

—Hola —susurró, apenas audible.

—¡Buenos días! —exclamó su hermana, esbozando una gran sonrisa. Se estremeció ante el elevado y agudo tono empleado y se masajeó las sienes—. Uy, perdón —se disculpó ella, bajando la voz en el acto—. ¿Te duele la cabeza? ¿Tomaste algo?

Martina asintió despacio y tras beber un sorbo del café que acababa de servirse en una taza, se sentó en una de las sillas altas del desayunador.

—¿Qué estás preparando? —preguntó por lo bajo, masajeándose ahora el entrecejo con la punta de los dedos.

Si bien en otras partes del mundo se estilaba comer huevos en el desayuno, no era algo habitual en Argentina.

—Lasaña —respondió, señalando con la cabeza hacia el otro extremo de la barra donde yacían los demás ingredientes—. Esta noche vienen los compañeros de trabajo de Manu a cenar. Te lo mencioné ayer. ¿Ya te olvidaste?

Ahora que lo mencionaba recordaba que algo había dicho al respecto, pero la verdad que no le había prestado demasiada atención. En silencio, continuó tomando su café con la esperanza de que pronto se aliviaran los síntomas de una de las peores resacas que había tenido en los últimos años. ¡Dios! Parecía que la cabeza iba a estallarle de un momento a otro. ¡Nunca más volvería a emborracharse!

Intentando distraerse del malestar, se concentró en lo que estaba haciendo su hermana. A ella siempre le había gustado cocinar y lo cierto es que era muy buena en eso. Todavía recordaba la forma en la que, luego de que muriera su madre, trató de enseñarle. Recetas básicas y simples que no necesitaban de mucha elaboración. Sin embargo, Martina no servía para la cocina. No tenía ni la paciencia ni el interés necesarios. Y si bien amaba la comida casera, no estaba dispuesta a dedicarle tiempo y atención, cualidades que al parecer eran indispensables.

—¿Desayunaste? ¿Querés uno y le ponés dulce de leche?

La sola idea le revolvió el estómago.

—No, gracias, así estoy bien —se las arregló para responder—. ¿Y los chicos? —preguntó al percatarse del extraño silencio que reinaba en la casa.

—Están en la habitación armando sus mochilas.

—¿Mochilas? ¿Por qué?

Cecilia detuvo lo que estaba haciendo para poder mirarla.

—Hoy van a quedarse con los abuelos. Porque tenemos esa cena —agregó—. También te lo dije ayer.

No pudo evitar oír el reproche en su voz.

—Sí, perdón, ahora me acuerdo —mintió. ¿En verdad se lo había dicho?

—Iba a ir a buscarte en un rato para pedirte si podías llevarlos. Tengo para unas horas más con la comida y después quería aprovechar que los peques no estaban para limpiar la casa. Pero no te veo muy bien, así que...

—No, no. Contá conmigo. Yo los llevo, no te preocupes.

—Sos mi hermanita. Siempre me voy a preocupar por vos —señaló con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Y por eso tengo que decirte que no me gustó nada la forma en la que actuaste anoche. —Martina arqueó las cejas al oírla y abrió la boca para replicar, pero Cecilia no le hizo caso. Nunca lo hacía—. Lamento si te molesta lo que digo, pero no voy a seguir callando. La idea de salir era que nos relajáramos y pasáramos un rato agradable juntas, pero al parecer, te interesaba más emborracharte y coquetear con el primero que apareciera.

—Creo que ya pasó la época en la que cuestionabas mis acciones. ¿No te parece? Ya no soy una nena para que me digas lo que debo hacer.

—Entonces dejá de comportarte como una.

Sonrió, sorprendida.

—¡¿Perdón?!

—Lo que escuchaste, Martina. Justamente porque ya no sos una nena es que tenés que dejar de huir y enfrentar lo que te pasa. Reconocer los sentimientos que tanto te empeñás en ocultar no solo a nosotros, sino a vos misma y hacer algo de una buena vez.

Molesta por el inesperado regaño y afectada por la cruda verdad de sus palabras, se puso de pie con brusquedad y se dirigió hacia la puerta. Todavía le dolía la cabeza y lo que menos necesitaba en ese momento era tener que oír uno de sus sermones.

—Gracias por el consejo. Lo voy a tener en cuenta.

—Martina.

Pero no respondió. Había tenido suficiente ya.

Para cuando entró en el departamento, las lágrimas empapaban sus ojos.

Angustiada, se acostó en la cama y se acurrucó en posición fetal. Entonces, comenzó a llorar. Al malestar físico se le sumaba el dolor emocional y eso hizo que le fuera imposible seguir conteniéndose. Lloró por la discusión con su hermana y la forma en la que la hizo sentir inmadura e irresponsable. También por no poder defenderse, ya que ella tenía razón, era incapaz de enfrentar sus sentimientos. Y por último y más importante, porque acababa de comprender que jamás en la vida sería feliz. ¿Cómo serlo si el único hombre al que amaba era el que no podía tener?

No supo por cuánto tiempo estuvo llorando, pero en algún momento debió quedarse dormida, ya que cuando volvió a abrir los ojos eran más de las dos de la tarde. Se incorporó con cuidado, a la espera de la puntada que sabía que recibiría al cambiar a una posición erguida. No obstante, el dolor había mermado por completo. Más aliviada y con el estómago ya asentado, sintió hambre por primera vez en el día. Determinada a resolver al menos uno de sus problemas, se dirigió a la cocina para prepararse algo de comer.

Tras calentar algunas sobras que encontró en un recipiente plástico en el microondas, se sentó en el sofá para mirar un poco de televisión. Seleccionó un canal que estaba transmitiendo una película conocida, de esas que repiten cada tanto y se dispuso a mirarla. Sin embargo, le fue imposible centrarse en ella. Por el contrario, no podía dejar de darle vueltas a la discusión con su hermana. Cecilia tenía razón. No podía seguir ignorando lo que sentía. Tenía que ser valiente y conectar consigo misma sin evadirse para así poder abrirse a los demás... a él.

Una imagen de la noche anterior surgió de pronto en su mente. Nerviosa, caminaba de un lado a otro en la habitación, molesta por no poder apartar a Alejandro de sus pensamientos. Lo había probado todo, incluso estar con otro hombre para poder seguir adelante, y aunque al principio se sintió bien, todo se desmoronó un instante después. Porque no era él. Nunca nadie lo sería. Por eso, sintiéndose impotente y enfurecida, no tuvo mejor idea que llamarlo. ¿Para qué? No lo sabía, pero fue incapaz de refrenarse a sí misma y como no obtuvo respuesta, entonces le envió un audio.

—¡Oh, no! ¡No, no, no! ¡Dios, que no sea real!

Con premura, regresó a la habitación y agarró su teléfono. Este seguía apagado porque, ahora que empezaba a recordar, lo desactivó nada más enviarle el mensaje. Impaciente, esperó los eternos minutos que demoraba en encenderse y con torpeza, abrió la aplicación. Tenía que borrar ese audio antes de que Alejandro lo escuchara. Podía sentir cómo su corazón latía desbocado y varias veces tuvo que respirar profundo para calmarse. ¡¿Cómo había sido tan estúpida?!

El alivio la invadió por un momento cuando vio que él no lo había escuchado aún. Solo tenía que borrarlo y listo. Ya luego inventaría alguna excusa si le preguntaba al respecto. No obstante, ni siquiera recordaba lo que le había dicho y la curiosidad por saber qué había en este fue más fuerte que ella. Pese a la urgencia de eliminarlo, activó la reproducción y cerró los ojos, esperando no haber confesado nada que pusiera en peligro la amistad que los unía.

"—Veo que estás demasiado ocupado para atenderme..."

¡Carajo! ¿Esa era ella? Apenas se reconocía a sí misma. Su voz sonaba más aguda y pastosa de lo normal y estaba claro que le costaba pronunciar de forma correcta las palabras. ¡Mierda!

Conforme el audio avanzaba, mayor y mayor era la vergüenza que experimentaba. Definitivamente no podía dejar que él lo escuchara. Con manos temblorosas, presionó el ícono de borrar, determinada a eliminar la prueba de su estupidez. Porque no había otra explicación para lo que había hecho. Eso o se había vuelto loca, lo cual no lo descartaba aún. Sin embargo, en su apuro por hacerlo rápido, marcó la opción de borrar solo para ella en lugar de hacerlo para ambos.

Su estómago dio un violento vuelco y el corazón se le aceleró a un ritmo desenfrenado en cuanto comprendió lo que acababa de suceder.

—¡No! —exclamó al tiempo que se puso de pie—. ¡Dios, ¿qué hice?! ¡No lo puedo creer! ¡Me quiero morir!

Un movimiento a su lado la hizo voltear hacia la puerta. Su hermana la miraba desde el umbral con expresión divertida, a la vez que cubría con una mano la evidente sonrisa que asomaba en su rostro.

—¡¿Qué es tan gracioso?! —cuestionó con más brusquedad de la que pretendía.

Ya no estaba molesta con ella. El enojo no solía durarle mucho tiempo, pero los nervios de haberse equivocado y no poder borrar el maldito mensaje la tenía al borde de un colapso.

Cecilia, por su parte, no parecía afectada por su reacción. De hecho, sonrió aún más.

—¿Honestamente? Vos —dijo sin más—. Creo que te estás preocupando por nada.

Jadeó al oírla.

—¡¿Por nada?! —inquirió, sorprendida—. Es que no entendés. Anoche tomé demasiado. Estaba borracha y sensible por... La cuestión es que antes de dormir le envié un audio a...

—Lo sé. Acabo de escucharlo de principio a fin —declaró, para su angustia—. ¿Y sabés qué pienso? —continuó mientras avanzaba hacia ella—. Que era justo lo que necesitabas para poder admitir por fin lo que sentís por Alejandro.

—Es mi amigo —insistió una vez más, aunque no con la misma convicción de antes.

Su hermana sonrió.

—Es mucho más que eso y lo sabés.

Sin fuerzas para seguir fingiendo delante de ella, se dejó caer en la cama y apoyando los codos en sus rodillas, se cubrió la cara con ambas manos. Estaba inquieta y asustada. Era consciente de que después de esto, nada sería lo mismo entre ellos y el miedo de que su amistad se viera destruida por culpa de su idiotez empezaba a ahogarla.

—No puedo. Yo no... ¡Oh, Dios! ¿Qué va a pensar de mí ahora? —Alzó la cabeza para mirarla al oírla reír. En sus ojos había diversión y ternura. —Somos amigos —indicó con impaciencia—. Soy como una hermana para él.

—Ay, preciosa... ¿Cómo puede ser que no te des cuenta de lo mucho que Ale te ama?

—Sé que me quiere, soy su mejor amiga.

Todavía sonriendo, negó con la cabeza.

—Te ama —remarcó, sin apartar los ojos de los de ella—. Como mujer. Como su mujer. Siempre estuvo enamorado de vos, Martina.

—¿Qué decís? Estás loca. Si eso fuera cierto, habría hablado conmigo.

—Claro, del mismo modo que lo hiciste vos.

Frunció el ceño al oírla.

—No, Ceci, no. Entre nosotros no hay ni nunca habrá nada más que una buena amistad y es hora de que lo vaya aceptando.

—Creo que te estás equivocando, hermanita.

Se encogió de hombros.

—Puede, o puede que no. Pero por favor, no me presiones más.

—Solo quiero que seas feliz.

—Lo sé —aceptó, tomándola de la mano.

Permanecieron sentadas en silencio durante unos minutos hasta que finalmente, Cecilia le comentó la razón por la que había ido a buscarla antes. Se había quedado mal luego de la discusión y necesitaba arreglar las cosas con ella. Además de recordarle que le había prometido llevar a los chicos a la casa de sus suegros, ubicada a diez cuadras de distancia.

Agradecida de que la conversación hubiese terminado, Martina se disculpó por cómo la había tratado y comenzó a prepararse para salir. Le gustaba mucho caminar, en especial en medio de un lugar tan bonito como ese, y sabía que le vendría bien para despejarse. Al fin y al cabo, no tenía sentido que siguiera dándole vueltas al asunto. La relación con Alejandro no era algo que estuviera en sus manos. ¿Verdad?

La velada estaba siendo demasiado larga y tediosa. Había prometido quedarse a cenar con ellos porque no quiso despreciar a su hermana y su cuñado, pero la verdad era que no la estaba pasando bien. Los compañeros de Manuel no tenían nada que ver con ella y desearía poder estar en cualquier otro sitio en lugar de ese. Aunque no parecían mala gente, los consideraba un tanto snob para su gusto, y sus conversaciones la aburrían a muerte, en especial el monólogo de uno de ellos, quien acababa de separarse de su mujer. No había dejado de hablar de sí mismo desde que llegó y comenzaba a agotar su paciencia.

Todavía le dolía un poco la cabeza, pero eso no le impidió beber varias copas de vino. En definitiva, era de la única manera en la que podía tolerar aquella reunión. En silencio, dejaba que la charla se desarrollara en torno a las demás personas mientras ella se perdía en sus pensamientos, los cuales, por cierto, tampoco eran muy alentadores. Aun así, le resultaban, por lejos, más interesantes que las anécdotas del último viaje a Europa de una de las parejas más jóvenes.

—Así que, ¿inspectora de policía? —le preguntó de pronto Tobías, el narcisista divorciado que no paraba de hablar.

—Ajá —se limitó a decir al ver que este esperaba una respuesta y esbozó su sonrisa falsa. Notó de inmediato la mirada de Cecilia sobre ella. La conocía demasiado y se daba cuenta de lo incómoda que se sentía.

—No sé qué opinará el resto —continuó el muchacho—, pero a mí me parece muy sexy. Una pequeña y frágil mujer que de repente se lanza a la acción, cual diosa vikinga... ¡Puro fuego! —agregó a la vez que le guiñó un ojo.

Martina cerró los puños para evitar golpearlo. ¡Dios, era un imbécil! No había nada sensual en el enfrentamiento con un delincuente. Al contrario, no había lugar para ninguna otra emoción que no fuera ira y miedo. La adrenalina a flor de piel en todo momento frente a una situación en la que no solo la propia vida estaba en riesgo, sino también y especialmente la de sus compañeros.

—Una pequeña y frágil mujer que va a patearte el culo si seguís hablando de esa manera —advirtió Manuel, divertido, provocando que todos rieran.

—Pero si fue un cumplido —se defendió, ampliando aún más su sonrisa.

—Uno bien machista, tarado —argumentó otra de las invitadas—. A que si fuera hombre no dirías lo mismo.

—¡Y no! Pero estoy seguro de que vos sí porque las mujeres...

La conversación continuó, así como las bromas, pero Martina dejó de escuchar. Simplemente, se desconectó. No tenía ningún interés en seguir oyendo las ridículas diatribas de un imbécil creído y desubicado. Si bien no era la primera vez que un tipo se hacía el gracioso proyectando en ella sus predecibles y patéticas fantasías sexuales, le jodía en cada oportunidad. No obstante, no podía mandarlo a la mierda y marcharse —lo cual se moría por hacer— porque eso dejaría mal parado a su cuñado y no haría nada que pudiera perjudicarlo.

El repentino sonido de una notificación en su celular acaparó su atención al instante. Su corazón se aceleró ante la posibilidad que fuera Alejandro que finalmente le respondía el audio enviado la noche anterior y nerviosa, inspiró profundo antes de abrir la aplicación. Exhaló despacio al comprobar con alivio que no se trataba de él. ¡Dios, esto acabaría con ella!

Más tranquila —aunque también un poco decepcionada—, abrió el nuevo mensaje recibido, proveniente de un número que no conocía.

"Hola, preciosa. No sabés las ganas que tengo de volver a verte".

"¿Quién sos?", escribió, confundida.

Una pausa.

"Alguien a quien dejaste muy impresionado".

"Eso no me dice nada. ¿Quién sos?", repitió.

"¿Cómo? ¿Ya te olvidaste de mí? Por el contrario, yo no pude quitarte de mi mente desde anoche".

Anoche... ¿Sería el tipo con el que había bailado? Pero, ¿cómo era eso posible?

"¿Enzo?".

"Ah, entonces sí te acordás", respondió, seguido por una carita con corazones en los ojos.

"¿Cómo conseguiste mi número?"

Otra carita, esta vez la que lloraba de risa.

"Me lo diste vos mientras bailábamos, corazón".

Al igual que la noche anterior, se estremeció ante aquel apelativo que tantas cosas le generaba solo por el hecho de que era así como él solía llamarla. Frunció el ceño. Si bien había tomado de más, no recordaba haberle dado su teléfono en ningún momento. Si apenas habían intercambiado los nombres... Sin embargo, tampoco se había acordado del mensaje que le envió a Alejandro esa mañana, sino hasta varias horas después de despertarse. ¡Mierda, ¿es que nunca iba a dejar de pensarlo?!

"¿Seguís ahí?", escribió ante su falta de respuesta.

"Sí, aunque me sorprende la verdad. No recuerdo mucho lo que hice anoche".

"No pasa nada, hermosa. Estaré encantado de refrescarte la memoria".

Sin duda alguna, le estaba diciendo de verse y aunque su instinto le decía que lo rechazara y se olvidara del asunto, una parte de ella deseaba hacerlo. Un solo intento por superar a un amor imposible no era suficiente. Debía seguir intentándolo, ¿cierto? Además, tampoco era una damisela en apuros. Tal y como había señalado el amigo de Manuel, era una mujer fuerte, capaz de derribar a los malos, cual diosa vikinga. Sonriendo ante aquella curiosa metáfora, procedió a responderle.

"Ahora mismo no puedo, estoy cenando con amigos".

Era una mentira a medias, pero no importaba. Él no necesitaba saber los detalles.

"Eso no quiere decir que no podamos chatear, linda. Podría ser muy interesante".

No sabía por qué, pero de pronto, se sintió excitada ante la idea de mantener una conversación subida de tono. Tal vez todavía no estaba del todo preparada para tener intimidad física con otro hombre, pero a través de una pantalla la cosa cambiaba. Eso sin mencionar que la imaginación era un gran afrodisíaco cuando las palabras venían cargadas de sensualidad.

—¿Es él?

La voz de su hermana junto a ella la regresó bruscamente al presente.

—¿Qué?

—¿Si es Alejandro? ¿Te respondió?

Que dijera su nombre fue como si le lanzara un balde de agua fría encima.

—No, no, nada que ver. Es el chico del bar.

La expresión en el rostro de Cecilia cambió en el acto.

—¿Con el que bailaste? ¿Del que huiste despavorida?

—Yo no hui de él, Ceci, por Dios, no seas exagerada.

—No sabía que le habías dado tu número.

Su sorpresa la hizo dudar de nuevo.

—Yo tampoco, pero es evidente que lo hice. ¿Te molesta si me voy? —preguntó, desviando la conversación—. Estoy cansada y me gustaría acostarme.

—No, claro que no. Andá tranquila. Te puedo asegurar que, si pudiera, yo también me iría —bromeó en un susurro solo para ella.

Ambas rieron.

A continuación, se despidió de todos y se retiró.

Nada más entrar en el departamento, encendió el televisor y se sentó en el sofá. Pese al cansancio, su mente se encontraba muy activa y no creía que pudiera dormirse de inmediato. Además, tenía curiosidad por seguir conversando con Enzo y ver adónde la llevaba todo esto. Estaba por responderle cuando su teléfono comenzó a sonar. Era de un número privado. Confundida, atendió.

—¿Hola? —Silencio—. Hola —repitió, pero nadie respondió.

Cortó. Probablemente se habían equivocado.

Dispuesta ahora sí a seguir con la excitante y prometedora conversación con el joven de la noche anterior, escribió su respuesta, pero antes de poder enviarla, fue interrumpida de nuevo por una segunda llamada.

—Hola —dijo de mala gana. Esta vez, ya no había silencio, sino el sonido de una respiración lenta y pausada. Sintió un escalofrío recorriendo su espalda. No era la primera vez que recibía una llamada de este tipo, aunque la frecuencia había aumentado considerablemente en las últimas semanas—. Mirá, no tengo idea de quién sos, pero te puedo asegurar que voy a averiguarlo y cuando lo haga vas a lamentar haberte metido conmigo.

Cortó, furiosa. Sin número era imposible rastrearlo y el tipo —no sabía por qué tenía la impresión de que se trataba de un hombre— siempre se encargaba de que nunca apareciera el destinatario en la pantalla. Si bien al principio había creído que se trataba de un simple error y luego, de un chiste de mal gusto, comenzaba a pensar que podía ser algo intencional.

Inquieta, se acercó a la ventana y miró hacia el parque que separaba las dos viviendas. Afuera, el viento soplaba con fuerza, silbando de forma macabra, cual película de terror. Maldijo al sobresaltarse con la llegada de un nuevo mensaje. Enzo le enviaba una foto de él, posando para la cámara con expresión seductora y parte del torso descubierto. Era muy atractivo, no podía negarlo, pero el ambiente acababa de irse a la mierda y ya no estaba con ánimos para eso.

Sin molestarse en contestarle, silenció el teléfono —aunque lo dejó encendido por si necesitaba usarlo— y apagó todas las luces, dejando que el televisor fuera lo único que iluminara la sala. Después, aseguró puerta y ventanas. Por alguna extraña razón, sentía como si alguien la estuviera observando y no le gustó para nada. Por un momento, pensó en llamar a Alejandro. Su voz siempre había tenido el poder de tranquilizarla. No obstante, se contuvo. Todo estaba bien. No había ningún peligro allí.

Procurando relajarse y olvidarse del tema, se lavó los dientes, se puso el short y la musculosa que usaba para dormir y se metió en la cama. Probablemente el vino, más la sensibilidad a flor de piel que experimentaba a diario a causa de reprimir sus emociones le estaban jugando una mala pasada. Sin embargo, no había nada que pudiera hacer esa noche para sentirse mejor. Ya lo resolvería al regresar a Buenos Aires. Quizás su hermana tenía razón y había llegado la hora de sincerarse y confesarle todo lo que guardaba en su corazón desde que tenía memoria.

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