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Capítulo 30

Pese a su ansia por regresar antes del final de su licencia, a Martina le tomó un mes más reincorporarse por fin al trabajo. Durante ese tiempo, asistió a terapia con regularidad y perseverancia, decidida a sanar sus heridas y recuperar su vida por completo. Su buena predisposición, junto con la gran fortaleza que poseía en su interior, fueron clave para poder procesar lo sucedido, perdonarse a sí misma y dejar el pasado atrás.

Para su tranquilidad, tras ser apresado de nuevo, Ariel Deglise fue enviado a la cárcel de máxima seguridad, de donde no volvería a salir. A su condena, se le sumaron nuevos cargos y otros agravantes, lo que resultó en una sentencia aún más prolongada. Sin embargo, se las ingenió para obtener algunos beneficios, a cambio de brindar información sobre su conexión con Guillermo Vega, el alto mando de la policía que había facilitado su fuga. Sus declaraciones propiciaron la captura del comisario y destaparon la red de corrupción en las fuerzas, un problema gravísimo que debía ser erradicado.

Una de las condiciones acordadas fue que no lo ubicaran en el mismo pabellón que Franco Bermúdez, alias "El fantasma", el legendario narcotraficante de los años noventa que había caído junto a él en la operación conjunta entre agentes de Misiones y de la Ciudad de Buenos Aires, cuando los capturaron mientras hacían negocios para utilizar su discoteca como punto de tráfico. No obstante, nada podían hacer con respecto a los espacios comunes. ¿Karma, tal vez? No estaban seguros, pero todo parecía indicar que sí. Solo el tiempo diría como terminaría esa historia.

Después de eso, las cosas se fueron normalizando poco a poco. La vida de ambos, aunque aún demandante por su trabajo, recobró cierta paz, en gran medida gracias a que quienes alguna vez intentaron matarlos estaban finalmente tras las rejas, con sentencias que les impedían regresar al mundo exterior. Aun así, sabían que debían mantenerse en guardia; no volverían a subestimar el alcance del poder y las redes de corrupción que todavía persistían. Su compromiso con la justicia no se los permitía. Pero al menos ahora podían respirar más tranquilos.

Las semanas se convirtieron en meses, y un nuevo caso, esta vez a cargo de todo el equipo, llegó a sus manos. Martina estaba eufórica por volver a ser agente de campo en lugar de quedarse tras su escritorio revisando documentos. La confianza en sus habilidades había regresado y se sentía más fuerte que nunca. Alejandro, por su parte, dejó de intervenir cada vez que la veía en situaciones de riesgo, permitiéndole desenvolverse con la pericia y valentía que la caracterizaban. Si bien al principio no fue fácil —su instinto natural siempre sería protegerla—, aprendió a confiar cien por ciento en su fortaleza, seguro de que superaría cualquier obstáculo y saldría victoriosa.

En el trabajo, todos se mostraron entusiasmados con su regreso; no obstante, no terminaba de precisar si en verdad era por ella... o por su café. Sonrió al recordar su primer día de vuelta. Ya estaba allí cuando todos llegaron y sus rostros se iluminaron al percibir el delicioso aroma. Por supuesto, el más efusivo fue Esteban, quien no dudó en inclinarse con reverencia y tomar su mano para besarla, cual plebeyo ante su reina. Claro que, antes de que sus labios rozaran su piel, tuvo que apartarse al recibir un leve coscorrón de Alejandro, que al ver sus intenciones, se interpuso con una mirada de advertencia divertida.

—¿En qué estás pensando? —preguntó su compañero, devolviéndola al presente.

Seguían en la comisaría, terminando sus tareas después de una larga y ardua jornada laboral. El resto ya se había marchado y ellos no tardarían en hacerlo.

—En Campos —confesó, y negó con diversión al ver que arqueaba las cejas—. En su reacción el día que volví.

—Idiota —resopló él, aunque una semisonrisa se dibujó en su rostro—. Como si no se pudiera hacer su propio café. Que es bastante decente, por cierto.

—¿En serio? —quiso saber, sorprendida.

—Sí, pero no le cuentes que dije eso o no dejará de fastidiarme.

Ella se carcajeó. Alejandro no regalaba elogios con facilidad, mucho menos si se trataba del café de alguien más. Y Esteban lo sabía, por lo que no dudaría en molestarlo.

—No lo sé... Creo que sería interesante verlo.

Al oírla, cerró de golpe la carpeta que estaba revisando y se puso de pie. Con lentitud felina, rodeó ambos escritorios y se inclinó hacia abajo, colocando las manos en los apoyabrazos de su silla.

—No debería provocar de ese modo a su jefe directo, inspectora. Podría haber graves consecuencias.

Su cercanía y el tono bajo de su voz hicieron que un leve estremecimiento la recorriera. Amaba esos juegos entre ellos.

—¿Qué puedo decir? Me gusta el peligro —respondió en un susurro.

Incapaz de resistirse, se inclinó un poco más y le cubrió los labios con los suyos. A continuación, empujó despacio con la lengua para adentrarse en los confines de su boca. La besó con calma, disfrutando de cada caricia de su lengua que había salido a su encuentro mientras se perdía en su dulce sabor. Al oírla gemir, la sujetó de la nuca y profundizó el beso, dejándose llevar por toda la pasión que ella generaba en él. El deseo estalló en su interior, invadiéndole el cuerpo, acelerando sus latidos y agitando su respiración.

—Vos sos el peligro, corazón —jadeó cuando por fin fue capaz de detenerse—. Hacés que pierda el control y me olvide de dónde estamos.

—Vayamos a casa entonces, para que termines lo que empezaste.

Alejandro sonrió antes de dejar otro suave beso en sus labios.

—Voy a terminar lo que empecé, de eso no tengas dudas —murmuró antes de apartarse—. Pero primero tenemos que pasar por el geriátrico.

Martina pestañeó, aun atontada. Se había olvidado de que irían a ver a su madre después del trabajo. Ese fin de semana viajarían a Misiones por la boda de Gabriel y Ana y no querían marcharse sin antes visitarla. Sin embargo, no le extrañaba para nada. Él siempre había tenido ese efecto en ella; la hacía olvidarse de todo a su alrededor.

El asilo se encontraba bastante cerca, por lo que no tardaron en llegar. Se trataba de una vieja casona que había sido refaccionada y acondicionada para brindar atención personalizada y mejorar la calidad de vida de sus residentes. La vivienda contaba con un equipo médico calificado, especialistas en la tercera edad, psiquiatras y otras áreas de la salud, además de enfermeras y personal disponible las veinticuatro horas. No era barato, la verdad, pero para ellos valía cada centavo.

—Hoy es un buen día, señor Amaya —le dijo la enfermera al recibirlos—. Está tranquila y muy contenta desde que la llamaron para avisarle que vendrían.

Les gustó oír eso. El bienestar de su madre era muy importante para los dos.

Tras agradecerle, se dirigieron al jardín donde ella los esperaba, sentada en una silla de ruedas. Al verlos acercarse, el enfermero que la acompañaba se apresuró a arroparla antes de retirarse para darles privacidad.

—Hola, mi niña —la saludó la mujer con una cálida sonrisa en el rostro.

Pese a su enfermedad, Pilar no había perdido sus recuerdos y si bien en ocasiones se confundía un poco, siempre la tenía presente.

—¿Cómo estás, Pili? —preguntó Martina mientras se inclinaba para abrazarla.

—Muy bien, querida. Más ahora que te veo. —Le acarició la cara con un gesto tierno y maternal.

—¿A mí también me extrañabas o solo a ella? —bromeó Alejandro, asomándose por encima del hombro de su compañera.

—Ay, qué tonto que sos —respondió su madre, sonriendo aún más, a la vez que le hacía un gesto para que se acercara—. Yo siempre te extraño.

Él la abrazó también, antes de sentarse en un banco a su lado. Martina se acomodó enfrente, en una silla de plástico.

Tal y como les habían dicho al llegar, era un buen día para ella, y en su rostro se reflejaba la alegría que le generaba su visita. Además, estaba muy contenta del cambio en su relación. Según sus propias palabras, la llenaba de felicidad que, después de tantos años de amistad, finalmente hubieran dado el paso, demostrándoles una vez más cuánto la quería. Tanto los padres de Alejandro como los de Pablo siempre habían sido muy amorosos con ella, y estaba segura de que Gabriel lo sentía de la misma manera. Sin duda, había ángeles en la Tierra en forma de personas increíbles.

Cuando, una hora más tarde, el sueño comenzó a vencer a la mujer, decidieron que era momento de irse. Unos minutos después, se despidieron con la promesa de regresar pronto.

Felices por sus amigos, Martina y Alejandro contemplaban a la pareja de pie frente al altar. Habían optado por una celebración íntima, solo con la familia y amigos cercanos, lo que daba a la ceremonia un aire de intimidad y calidez sin necesidad de grandes lujos. La pequeña capilla, decorada con sencillez pero con exquisito gusto, estaba llena de ramos de flores blancas en cada fila de bancos. En cada uno, había mariposas de colores que le daban un toque alegre y personal: un detalle que Gabriel, con ayuda de Daniela y Lucila, había organizado con esmero para Ana, consciente de su fascinación por ellas.

Cuando los votos comenzaron, la voz suave de la novia llenó el lugar y, aunque desde allí no alcanzaban a escuchar cada palabra, la emoción en su rostro era evidente. El novio, por su parte, la miraba como si el mundo entero se hubiese reducido a ese instante, a esa mujer. Martina secó sus ojos con disimulo cuando ambos dieron el "sí". Pese al ritmo acelerado de su vida y a su demandante trabajo, siempre había deseado casarse y formar una familia. Ver a uno de sus más queridos amigos cumplir ese sueño la conmovía sobremanera.

Alejandro, a su lado, le apretó la mano y acarició el dorso con su pulgar. Ella lo miró de inmediato, perdiéndose en sus ojos. Estos brillaban de felicidad, y también con otra emoción que no logró descifrar. Pensó en preguntarle, pero justo en ese momento, el cura los declaró marido y mujer, y volvió a centrar su atención en ellos. Los aplausos estallaron cuando los recién casados se besaron frente a todos sus seres queridos, tras haber prometido amarse y apoyarse por el resto de sus vidas.

La fiesta, celebrada en el mismo complejo hotelero donde años atrás se habían casado Lucas y Lucila, se llevó a cabo en un hermoso parque sobre las barrancas del río Paraná. Rodeado de naturaleza, el lugar transmitía tranquilidad y paz, lo que, sin duda, no se encontraba a menudo en la ciudad. Hasta el aire se sentía diferente, más puro, incluso a pesar de la humedad característica de la zona. Cada mesa estaba adornada con delicados arreglos florales, acompañados de pequeñas mariposas que parecían danzar entre ellas. Estas se replicaban también en los servilleteros, complementando la decoración de forma armónica y encantadora.

La risa de Rodrigo los alcanzó hasta la mesa que compartían con sus amigos y los integrantes de la banda en la que Ana había cantado durante su tiempo en Buenos Aires, con quienes, a pesar de la distancia, mantenían una amistad profunda y cercana. No muy lejos, el exbaterista y futuro bombero bailaba con Emma, la sobrina de la novia, al ritmo de la música. La niña lo miraba con admiración, como si fuese un héroe salido de una de sus historias. Sus pequeñas manos se aferraban a las de él, y una sonrisa de pura emoción iluminaba su rostro mientras trataba de seguir los pasos de su compañero de baile.

Desde su asiento, Tomás, el hijo de Pablo y Daniela, los observaba en silencio, con los brazos cruzados y una expresión seria, casi molesta, en el rostro, que no pasó desapercibida para su madre.

—Tomi, ¿por qué no vas con ellos? —le preguntó Daniela.

El pequeño negó con la cabeza, sin apartar la vista de su prima.

—Yo no bailo.

Alejandro contuvo la risa al oírlo. No se podía negar que era hijo de su padre. Era un calco exacto de Pablo. Martina, sentada a su lado, debió pensar lo mismo, ya que en ese momento se mordió los labios y apartó la mirada.

—¡Monita, sos toda una bailarina! —señaló Rodrigo, llamándola con el mismo apodo que solían usar sus tíos—. Cuando vayas a visitarme, tendrás que llevarme a bailar.

Ella sonrió, encantada por la propuesta, y asintió con efusividad. Su padre, que los miraba desde la mesa, alzó una ceja al oírlo.

—No tientes a la suerte, Rodri —advirtió Ana con diversión, intercambiando una mirada cómplice con Lucila—. Sabés bien que mi hermano es muy tranquilo... hasta que deja de serlo.

—Doy fe de eso —intervino Gabriel con resignación, antes de abrazar a su esposa desde atrás y depositar un beso en su cuello.

—¡Todas mentiras! —se defendió Lucas, fingiendo inocencia. Con una sonrisa torcida, prosiguió—: Soy el hombre más amable y bueno que existe. Y el más sexy también. ¿O no, Dani? —preguntó con picardía, moviendo las cejas de forma exagerada.

—Preguntáselo a tu mujer y no a la mía, imbécil —espetó Pablo con exasperación mientras le arrojaba una servilleta por la cabeza.

Este se carcajeó ante su esperada reacción y, acto seguido, regresó con Lucila, quien, junto a Daniela, lo miraba con diversión, consciente de que no desaprovecharía la oportunidad de fastidiar al pobre hombre. Los demás rieron también, en especial Alejandro y Martina, maravillados por la habilidad del policía para apretar las teclas correctas y provocar a su compañero.

La fiesta continuó entre música, bromas y risas; la alegría llenaba cada rincón del ambiente. Era la primera vez que estaban todos reunidos, pero, sin duda, no sería la última. Se estaban divirtiendo mucho, sintiéndose como en casa, arropados tanto por sus amigos como por las familias que los rodeaban, quienes los trataban como si los conocieran de toda la vida. Asimismo, disfrutaban a pleno de poder compartir de nuevo con Pablo y Gabriel y recuperar poco a poco el tiempo perdido.

Estaban conversando animadamente con ellos cuando, de pronto, Ana subió al escenario y pidió silencio. Cerca de ella, los integrantes de la banda "Beyond time" se dirpersaron para tomar sus posiciones. Rodrigo se acomodó en la batería, ubicada justo en el centro; Roxana, con su bajo, se desplazó hacia un costado; y Julián, que además de la guitarra tocaba el teclado, se situó detrás de este. Para sorpresa de todos, iban a tocar juntos una vez más.

—Esta canción es para vos, mi bello guardaespaldas —anunció la novia, con la mirada fija en su marido—. Una vez te dije que tus ojos le hablaban directo a mi alma. Espero que hoy mi canto logre hacer lo mismo.

Martina, sentada al lado de Gabriel, percibió cómo él inspiraba con brusquedad al escucharla, conmovido por sus palabras.

Con suaves toques en los platillos, Rodrigo marcó el ritmo, seguido al instante por los acordes delicados del bajo de su hermana. Unos segundos después, el teclado se unió con las primeras notas de "You're Still the One" de Shania Twain. Llevando el micrófono cerca de sus labios y sin apartar la mirada del hombre que amaba, Ana comenzó a cantar con la sensualidad que la caracterizaba.

—"Mmm, yeah. Looks like we made it. Look how far we've come, my baby. We might've took the long way. We knew we'd get there someday. They said: I bet they'll never make it. But just look at us holding on. We're still together, still going strong. (You're still the one). You're still the one I run to. The one that I belong to. You're still the one I want for life. (You're still the one). You're still the one that I love. The only one I dream of. You're still the one I kiss good night" —"Mmm, sí. Parece que lo logramos. Mirá qué lejos llegamos, mi amor. Quizás tomamos el camino largo. Sabíamos que llegaríamos ahí algún día. Dijeron: Apuesto que nunca lo conseguirán. Pero solo mirá cómo aguantamos. Todavía estamos juntos. Seguimos fortaleciéndonos. (Aún sos el único). Aún sos el único a quien busco. El único al que le pertenezco. Sos el único que quiero para toda la vida. (Aún sos el único). Aún sos el único al que amo. El único con el que sueño. Aún sos el único al que le doy el beso de buenas noches."

Gabriel, que había permanecido inmóvil desde el inicio de la canción, se levantó de su asiento, incapaz de contenerse más. Decidido, avanzó hacia ella. Ana, al notarlo, no dudó ni un segundo. Bajó del escenario con rapidez y, sin esperar a que la música terminara, se lanzó a sus brazos. En el acto, se fundieron en un apasionado beso, lleno de amor y emoción. Vítores y aplausos estallaron a su alrededor mientras los invitados celebraban el momento con sonrisas y gritos de aliento.

Martina no pudo evitar que las lágrimas colmaran sus ojos. La conmovía mucho la felicidad que irradiaba su amigo. A pesar de los errores que él había cometido en el pasado, era una persona extraordinaria, y la alegraba que Ana fuera capaz de verlo y amarlo por quien en verdad era, en lo más profundo de su corazón. No obstante, lo que más la había tocado era la letra de la canción, en la que vio reflejada su relación amorosa. Ellos también habían recorrido un largo camino, sorteando difíciles obstáculos y desafíos para llegar hasta donde estaban. Y lo habían logrado. Por eso, hoy más que nunca tenía claro que quería pasar el resto de su vida al lado de Alejandro.

Él, por su parte, no había apartado los ojos de ella en ningún momento. Si bien la canción había sido dedicada a su amigo, le fue imposible no sentirse afectado por esta. Cada verso parecía resonar con su propia historia de amor, describiendo sus sentimientos con asombrosa precisión. Y estaba seguro de que a Martina le pasaba lo mismo. Durante años ambos habían ocultado lo que sentían por temor a que la amistad que los unía se desmoronara. Habían creído que el riesgo era demasiado alto, pero estaban equivocados. Ahora lo sabían. Cuando por fin decidieron ir más allá, el amor tan profundo que ambos compartían solidificó el vínculo, volviéndolo inquebrantable.

Una descarga eléctrica recorrió su cuerpo al verla girar su rostro hacia él. Sus miradas se encontraron con una intensidad que no necesitaba palabras. En sus ojos, reconoció la misma certeza que sentía en su interior: lo que ellos tenían era para siempre.

El regreso de los recién casados a la mesa, acompañados por los miembros de la banda que reían y bromeaban eufóricos tras tocar juntos una vez más, apenas logró captar su atención. Su mundo entero se reducía a la hermosa mujer sentada a su lado.

—Hagámoslo —murmuró.

—¿Qué? —preguntó ella, insegura de si había oído bien.

—Casémonos, Martina.

Una risita nerviosa escapó de sus labios.

—¿Estás hablando en serio?

—Sí, corazón. —Sonrió—. Si fuera por mí, me casaría ahora mismo. Te amo, siempre lo hice, y no quiero esperar más para que seas mi esposa.

Parpadeó, provocando que renovadas lágrimas resbalaran por su mejilla. Sabía que tenía que darle una respuesta, pero la emoción la embargaba, dejándola sin palabras ante el amor sincero que él le ofrecía.

—El cura no se fue todavía. Digo, por si les interesa saberlo... —La voz de Ana se filtró hasta ellos, rompiendo la burbuja de intimidad que los envolvía.

Alejandro giró hacia ella, sus ojos brillando de ilusión. Luego, miró a Gabriel, que esbozó una sonrisa cómplice en respuesta. No importaba que fuera su boda; ambos lo apoyaban. Los demás observaban en silencio, expectantes. Volvió a mirar a Martina y, acercándose un poco más, tomó sus manos entre las suyas.

—Casémonos... —repitió con voz grave y llena de sentimiento—. Decime que sí, y seré el hombre más feliz del mundo.

Miró a su alrededor, viendo las sonrisas cómplices de sus amigos, antes de fijar los ojos de nuevo en los de él.

—Sí... —susurró entre la risa y el llanto—. ¡Sí, mi amor, claro que sí!

Con una amplia sonrisa, Alejandro se levantó y la estrechó con fuerza entre sus brazos. Martina rio cuando él comenzó a darle besos en su rostro y el cuello con efusividad. Podría no ser el modo en que alguna vez imaginó que sería, pero no cambiaría absolutamente nada.

—Esperá... —dijo de pronto, cuando fue capaz de pensar en medio de la bruma de la emoción—. Cecilia no está. Tu mamá tampoco... Los muchachos... No creo que...

—Respirá, corazón —le pidió, acunando su rostro con suavidad entre sus manos. Ella tomó una profunda inhalación; aun así, no consiguió tranquilizarse—. Podrán estar en la ceremonia por civil. Haremos otra celebración para ellos, lo prometo.

—Ale... No puedo casarme sin mi hermana —murmuró con voz quebrada.

Odiaba rechazarlo, sobre todo cuando lo que más deseaba en el mundo era decirle que sí. No obstante, Cecilia era una parte fundamental en su vida, y jamás daría ese paso sin que ella estuviera a su lado.

Alejandro asintió con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—Está bien, no te preocupes. Esperaremos...

—¡Ni se les ocurra! —exclamó Ana de repente mientras extendía una mano hacia ellos—. Denme sus teléfonos. Nosotros nos vamos a encargar de que todos puedan estar presentes.

—¿Cómo...?

—Videollamada. Vos no te preocupes por nada. Lo vamos a resolver.

Al instante, todos se dispusieron a ayudar. Martina sintió un nudo en el estómago al ver cómo se movilizaban para que ellos pudieran cumplir su sueño ese día. Quiso decir algo, pero las palabras se le atoraron, y antes de poder articular sus pensamientos, Ana le guiñó un ojo y se alejó para llamar a su hermana. Gabriel ya estaba contactando al geriátrico.

—Todo saldrá bien, corazón.

Alzó la vista hacia Alejandro, que la miraba con una mezcla de ilusión y cautela, como si temiera que pudiera negarse.

—Lo sé. —Sonrió y le acarició el rostro con una mano—. Será perfecto.

Poniéndose en puntas de pie, apoyó los labios en los suyos, decidida a transmitirle todo el amor que sentía. Él la rodeó de inmediato con sus brazos y, estrechándola contra su pecho, profundizó el beso. Estar a su lado siempre había sido su sueño y estaba a punto de cumplirlo. ¿Qué más podía pedir?

La ceremonia transcurrió en un ambiente íntimo y emotivo, rodeados de sus amigos y seres queridos, algunos a través de la pantalla. Hasta los niños colaboraron, utilizando los arreglos florales para confeccionar dos alianzas como símbolo de su unión, algo improvisado, aunque lleno de significado. Los votos fueron breves, sinceros, y en sus ojos brillaba una promesa de amor eterno. Cuando se besaron, convertidos en marido y mujer ante Dios, el mundo a su alrededor desapareció. Por fin estaban donde siempre habían querido: juntos.

El resto de la fiesta fue como un sueño. Volviéndose los protagonistas también, recibieron el cariño de todos, que celebraban junto a ellos el feliz momento. Si bien a Martina le habría gustado tener a su hermana allí, no podía quejarse. Ana, Daniela y Lucila la acogieron de inmediato haciéndola sentir en casa. Lucas, por su parte, irradiaba una alegría y calidez imposibles de ignorar, y los incluyó, sin dudarlo, en su círculo cercano. Al igual que ellos, sus hijos eran encantadores; le recordaban mucho a sus sobrinos. Y qué decir de Pablo y Gabriel... ellos eran especiales, sus amigos más queridos, y le agradecía a la vida que fueran parte de esta.

Alejandro no podía dejar de sonreír. Sus ojos volvían una y otra vez a la mujer que tenía junto a él, maravillado de que fuese suya. Había encontrado en ella todo lo que buscaba. Era su amiga, compañera, amante, y ahora esposa. Lo enamoró nada más conocerla y conforme el tiempo fue pasando, su amor se volvió cada vez más real e intenso. Era la única persona que deseaba a su lado y la amaba con toda su alma. Martina le aportaba luz a sus días más oscuros y calma a su corazón. Sus brazos eran el refugio más acogedor.

Para el final de la velada, los cuatro amigos se acomodaron en los sillones alrededor del fogón, compartiendo una última charla mientras las llamas emitían tenues destellos anaranjados. La mayoría de los invitados ya se había ido, pero para ellos, el tiempo parecía haberse detenido. Era raro que pudieran estar todos juntos, por lo que aprovecharían al máximo la oportunidad. Rodrigo, Roxana y Julián acababan de marcharse, seguidos por Lucas y Lucila, quienes se ofrecieron a llevar a Tomás para que pudiera jugar con Emma al día siguiente. A unos metros, Ana y Daniela se despedían de ellos con abrazos afectuosos.

—Siempre supe que terminarían juntos —dijo Pablo, esbozando una cálida sonrisa, de esas que regalaba poco.

Gabriel asintió.

—Igual yo —acordó.

Aunque nunca lo habían hablado explícitamente, siempre fue bastante evidente que había algo mucho más profundo que una amistad entre ellos, y le alegraba ver que por fin se hubieran decidido a dar ese paso. Él lo entendía mejor que nadie. Ana había transformado su vida, de la misma manera que Daniela cambió la de Pablo.

—Por los cuatro fantásticos —anunció este, levantando su copa en un brindis que evocaba viejos recuerdos.

—¡Salud! —respondieron todos al unísono.

Reclinándose hacia atrás, Alejandro pasó un brazo sobre los hombros de Martina y la atrajo hacia él. Ella se acurrucó contra su costado, entrelazando su mirada con la suya.

—Ale, ¿te dije que te amo?

Sonrió.

—Sí, pero nunca me voy a cansar de escucharlo. Yo también te amo, corazón —susurró ante de volver a besarla.

Juntos habían atravesado el peligro, y no solo por las balas cruzadas en su camino, sino por lo que implicaba bajar la guardia y dejar que sus sentimientos tomaran el control. Sin embargo, había valido la pena. Desde el principio, sus destinos estaban unidos y sus almas entrelazadas. Eran dos mitades de un mismo corazón.

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¡Solo falta el epílogo! ❤

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