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Capítulo 25

Tras cortar con Pablo, centró toda la atención en el camino. Sabía que él se encargaría de alertar a la policía local, así como de contactar a su jefe, el comisario Castillo, para ponerlo al tanto de lo que sucedía en Tandil. Probablemente Campos lo habría hecho también antes en cuanto se separaron; aun así, no estaba de más. En bastantes problemas se habían metido ya como para sumarle a eso insubordinación y desacato. Con suerte, una gran reprimenda lo esperaba a su regreso a Buenos Aires. Si es que volvía, claro.

Nervioso, apartó ese pensamiento de la cabeza. Nada que no fuera encontrarla debía importarle en ese momento. Cerró los puños alrededor del volante mientras mantenía los ojos en la desierta ruta que se extendía delante de él. La tensión en su interior crecía a pasos agigantados conforme se acercaba cada vez más a destino. El entorno había vuelto a cambiar y las edificaciones del centro cedían el paso de nuevo a zonas más residenciales y vastos campos abiertos.

El miedo a no llegar a tiempo, a perderla, le oprimía el pecho con saña, impidiendo que pudiera respirar con normalidad. ¿Había hecho lo correcto al cambiar de rumbo? ¿Y si su amigo se había equivocado y acababa de perder la única posibilidad de encontrarla con vida? No. Confiaba cien por ciento en Pablo y si él le aseguraba que lo del reloj era una trampa por parte del secuestrador, entonces debía serlo. Jamás ignoraría su advertencia. Su intuición casi nunca fallaba. "Casi", repitió en su mente con insidiosa crueldad.

Maldijo a la vez que apretó aún más la prensa de sus manos. Necesitaba estar enfocado para poder llevar a cabo la difícil misión que tenía por delante. Debía mantenerse en una pieza o no sería capaz de ayudarla. Sin embargo, la imagen de Martina, atrapada y vulnerable, no dejaba de atormentarlo. ¿Y si llegaba demasiado tarde? ¿Si no podía evitar que el tipo la lastimara?

—¡Basta, carajo! —gruñó para sí mismo cuando el pánico amenazó con invadirlo otra vez.

Respiró hondo en un intento por calmarse y se concentró en el GPS al tiempo que se adentraba en aquel barrio apartado y remoto en las inmediaciones de la ciudad. A su alrededor, las calles se encontraban por completo vacías y apenas iluminadas por la escasa luz que desprendían los faroles. Las propiedades eran grandes y separadas unas de otras, perfectas para esconder a alguien sin llamar la atención.

Al llegar a la dirección indicada, redujo la velocidad y estacionó a una distancia prudente. Con cautela, bajó del auto y corrió hacia la vivienda. Mientras avanzaba, miró a su alrededor en búsqueda de posibles amenazas. No obstante, todo estaba en silencio. Un ensordecedor y escalofriante silencio.

La fachada de la casa era cálida y acogedora, muy diferente a la imagen que se había hecho en su cabeza. Nada en ella delataba lo que estaba ocurriendo adentro. Decidido, se pegó a la pared y se acercó a la ventana. El tiempo de Martina se agotaba.

Aguzó el oído, intentando escuchar algún sonido del interior que le confirmara su presencia; sin embargo, todo parecía tranquilo. El miedo volvió a invadirlo cuando advirtió que las luces se encontraban apagadas. ¿Había cometido un grave error? No, no se permitiría dudar. Ella lo necesitaba y no iba a fallarle.

Haciendo a un lado los oscuros pensamientos, caminó agazapado por el lateral de la propiedad en búsqueda de una vía de entrada y se detuvo al llegar a la puerta trasera. Advirtió en el acto el haz de luz que se filtraba por la rendija del piso y su corazón brincó con fuerza al comprender lo que eso significaba. Había alguien allí dentro.

Luchando contra la impaciencia por tirarla abajo y disparar a todo lo que se le cruzara por delante, permaneció inmóvil escuchando durante un momento para asegurarse de que nadie lo estuviese esperando al otro lado, listo para matarlo en cuanto cruzara el umbral. Luego de unos segundos, se inclinó hacia la cerradura y acercó su rostro al orificio. Tal y como suponía, se trataba de la cocina y, para su alivio, esta se encontraba vacía.

Giró el picaporte despacio y empujó con suavidad para que ningún ruido delatara su presencia. No obstante, la puerta no se movió ni un centímetro. No lo sorprendió, la verdad. Si el maldito había sido capaz de planificar un secuestro de esas características, sin duda, no cometería el tonto error de dejar todo abierto.

Con la calma de la experiencia, incluso en aquellas terribles circunstancias, hurgó en su bolsillo buscando la doble ganzúa que solía llevar encima por cualquier eventualidad que pudiera presentarse. Exhaló con alivio cuando sus dedos la encontraron, agradecido más que nunca por ese extraño rasgo de su personalidad. Sin perder tiempo, se inclinó de nuevo e insertó la herramienta en la cerradura, determinado a manipularla. Solo un par de movimientos para un lado y para el otro y entonces, estaría dentro.

Ni siquiera había efectuado el primer desplazamiento cuando sintió que su teléfono empezaba a vibrar. Por un instante, pensó en ignorarlo, pero su instinto le decía que tal vez era importante y que le convenía atender la llamada. Frunció el ceño al leer el nombre del compañero de su amigo en la pantalla, el creador del programa que había instalado en el reloj de Martina para poder rastrearla y también quien le brindó la información de la vivienda en la que se encontraba en ese momento. ¿Se habría enterado de algo más?

—Lucas, ¿qué pasa? —preguntó con el corazón en la mano.

Algo malo sucedía o no lo estaría llamando. Sintió que la tensión volvía a apoderarse de él, endureciendo aún más todos los músculos de su cuerpo.

—Ale, cuidado. La casa tiene alarma. Por suerte, pude localizar al dueño y conseguí que me diera el código de desbloqueo.

Asintió más para sí mismo que para él. Había considerado esa posibilidad cuando decidió forzar la traba, pero no quiso esperar. Y aunque sabía que eso podría delatarlo impidiéndole usar el factor sorpresa a su favor, no le importaba. Cada segundo era vital y él necesitaba entrar cuanto antes. No obstante, el policía le estaba dando un salvavidas más que bienvenido.

—Buena movida. Estaba preparado para cualquier cosa.

—Pablo está con el comisario ahora mismo coordinando con las autoridades locales para enviar refuerzos. No estás solo en esto.

—Da igual, Lucas. Ellos no llegarán a tiempo —respondió y volvió a concentrarse en la cerradura. Lo que acababa de decirle no cambiaba nada.

—El código es 4519 —prosiguió él, ignorando su comentario—. Usalo apenas entres. El panel está sobre la pared a la derecha de la puerta.

—De acuerdo. Gracias, hermano. Te debo una.

—Suerte, Ale. Cuidate.

Cortó y guardó el teléfono de nuevo en su bolsillo. No iba a prometer algo que no estaba dispuesto a cumplir. Nada era más importante que la vida de la mujer que amaba y, si debía morir para salvarla, no lo pensaría dos veces.

Dispuesto a ir a su encuentro, usó las ganzúas con rapidez y destreza hasta que escuchó el tan esperado clic que le indicó que lo había conseguido. Por fin había llegado el momento de enfrentar a su enemigo. Sin dudarlo, empuñó su pistola y entró en la cocina. De inmediato, se dirigió hacia el control y desactivó el sistema de seguridad con la clave que Lucas le acababa de brindar. Suspiró con alivio cuando un largo pitido le confirmó que había funcionado.

Tras una respiración profunda, se adentró por fin en la vivienda y, con ojos atentos, escaneó el lugar. Una lámpara colgante iluminaba la estancia con su tenue luz, formando perturbadoras sombras en cada esquina que lo inquietaron todavía más. Maldiciendo para sus adentros, observó cada rincón a su alrededor. Todo se veía limpio y ordenado, como si nadie la hubiese utilizado en mucho tiempo. Cada cosa se encontraba en su lugar, a excepción del espacio vacío en un set de cuchillos que se encontraba caído de costado al borde de la mesada. Un estremecimiento lo recorrió al pensar que el secuestrador podría haber decidido usarlo para hacer daño a Martina.

Sosteniendo su arma con firmeza, avanzó en dirección al resto de la casa. Esta se encontraba por completo sumida en la oscuridad lo que le dificultó un poco su avance. El silencio era abrumador, roto apenas por su respiración contenida y los fuertes latidos de su corazón. Se detuvo al divisar una puerta entreabierta a mitad de camino y se acercó despacio, procurando que el suelo no crujiera bajo sus pies. Se asomó con cautela para ver una escalera descendente que giraba a la izquierda tras llegar a la pared y continuaba su trayecto hacia abajo. "El sótano", pensó con la piel erizada y todo el cuerpo en tensión.

Conteniendo la desesperante urgencia que lo instaba a apresurarse, comenzó a descender poco a poco, utilizando la única fuente de luz proveniente del piso inferior para orientarse. Se estremeció al advertir los paneles acústicos en las paredes conforme iba bajando. Con razón no había escuchado ningún ruido hasta el momento. Solo esperaba que tampoco lo oyeran a él.

Se encontraba a mitad de camino, justo antes de llegar a la curva, cuando el desesperado grito de Martina lo alcanzó con desgarradora violencia. Su corazón se detuvo por una fracción de segundo para luego, lanzarse al galope. Sin pensarlo siquiera, bajó corriendo el último trecho de la escalera. El miedo y la ira bullían en su interior, activando cada músculo para el inminente enfrentamiento.

Nada más aterrizar en el último escalón, la agitada voz del maldito retumbó en el ambiente con una nitidez escalofriante.

—¡Puta de mierda! ¿Todavía creés que tu compañero va a venir a salvarte? No lo hará. Está demasiado ocupado persiguiendo un fantasma.

Temblando a causa de la repentina explosión de adrenalina, extendió ambas manos para apuntar en su dirección. Pero se quedó paralizado cuando, al girar, se encontró con aquella impactante escena. Atada de las muñecas a la cama y con su ropa desgarrada, Martina luchaba por liberarse de su atacante mientras este, inclinado sobre ella, cerraba una mano alrededor de su cuello y se acomodaba entre sus piernas, dispuesto a violarla.

—Sos mía, Martina —lo oyó sisear con tono rabioso y posesivo.

Esas palabras resonaron en su cabeza como una onda expansiva, provocando que toda la furia contenida hasta ese momento finalmente estallara dentro de él. Reaccionando por instinto, guardó el arma en la cintura de su pantalón y se lanzó hacia él como un imponente y salvaje toro de lidia.

—¡Soltala, hijo de puta! —gritó en medio de un gruñido mientras lo derribaba con todo el peso de su cuerpo.

Este volteó sorprendido, aunque no lo bastante rápido como para evitar el repentino ataque. Ambos cayeron al suelo tras el violento choque, rodando en un descontrolado manojo de brazos y graves gruñidos. Alejandro no perdió el tiempo y con un último giro, se colocó sobre él para comenzar a golpearlo con fuerza descomunal. Su corazón latía desenfrenado mientras dejaba que toda la ira que colmaba cada fibra de su ser y apenas había logrado contener, por fin emergiera.

Sin embargo, Thiago no era de los que se rinden con facilidad, por lo que después de conseguir bloquear uno de sus implacables golpes, con un rápido y ágil movimiento, se deslizó debajo de él y le pegó en las costillas. Alejandro sintió la súbita falta de aire mientras era impulsado hacia atrás, así como el latigazo de dolor que lo recorrió entero, y estuvo a punto de caer cuando, aprovechando el breve momento de sorpresa y debilidad, el muchacho lo golpeó de nuevo.

El angustioso sonido de su nombre en los labios de Martina lo hizo reaccionar justo a tiempo para evitar que este, que había conseguido levantarse tambaleando, pudiera volver a atacarlo. Con un rugido salvaje, se arrojó sobre él, una vez más.

—¡Acá me tenés, hijo de puta! —gruñó a la vez que lo agarró de la remera y le dio una trompada que sacudió su rostro. Un chorro de sangre salió despedido de su boca cuando, debido al impacto, le rompió un par de dientes—. ¡Te voy a matar, pedazo de mierda! —continuó, antes de asestar otro golpe en su mandíbula que lo hizo trastabillar hacia atrás.

Pero él lo tenía bien sujeto, lo que impidió que se alejara. Poseído por el mismo diablo, continuó pegándole con intensidad renovada. Este ni siquiera amagaba a defenderse. No podía. Alejandro estaba descontrolado, enceguecido por la ira y el miedo a perderla. El horror de lo que acababa de presenciar había arrasado con el último gramo de autocontrol que le quedaba y despertó a la bestia que habitaba en su interior, esa que lo hacía cruzar el límite entre lo permitido y lo prohibido, entre el trabajo y lo personal, entre la justicia y la venganza. Ya no era el policía el que actuaba en ese momento, sino el hombre. Y este se sentía desquiciado de que hubiese lastimado a su mujer.

La pelea fue breve, aunque feroz. Él no dejaba espacio para que Thiago reaccionara y, trompada tras trompada, le devolvió cada agresión cometida hacia su compañera. Solo se detuvo cuando, incapaz de mantenerse en pie, el muchacho cayó desmayado al piso. Sin dudarlo, se agachó junto al cuerpo inerte para ponerle las esposas. Porque si bien estaba inconsciente en ese instante, podría levantarse luego y no pensaba arriesgarse. Al terminar, se puso de pie. Su respiración agitada sacudía con brusquedad su pecho a la vez que todo su cuerpo temblaba debido a la adrenalina que todavía lo embargaba.

Desde la cama, Martina lo miraba, aterrada. Verlo aparecer en el último segundo antes de que su captor llegara a concretar su agresión, impidiendo que la violara, casi acabó con ella. Un profundo alivio la había colmado por dentro al darse cuenta de que él estaba allí. Su compañero la había encontrado, a pesar de todo. Sin embargo, la fugaz calma fue reemplazada de inmediato por un incontrolable llanto que aún no conseguía parar. Porque ahora era él quien estaba arriesgando su vida por ella y, si llegaba a sufrir alguna herida por su culpa, su mundo entero se derrumbaría. Nada importaría si él no sobrevivía a eso.

Por eso, mientras escuchaba el crudo enfrentamiento que se desarrollaba junto a la cama, trató de liberarse de nuevo, pero cada movimiento hacía que la soga se enterrara aún más en su carne y se vio obligada a detenerse. Aun así y a pesar de las lágrimas que empañaban sus ojos, no se perdió detalle de la pelea. Alejandro estaba completamente sacado, nunca lo había visto así, y descargaba toda su furia en su atacante. De pronto, dejó de importarle su propia seguridad, sino lo que sucediera a partir de ese momento si no lo detenía. Porque él estaba fuera de control y sabía que no pararía hasta matarlo. No, no podía permitirlo. No lo dejaría arruinar su intachable carrera por una basura humana.

—Alejandro... —susurró con voz trémula y débil cuando, tras noquearlo, él permaneció de pie, inmóvil y con la mirada fija en el inerte enemigo. Necesitaba traerlo de vuelta del oscuro y profundo abismo en el que había caído—. ¡Ale, por favor...! —murmuró con más fuerza.

Su ruego pareció hacerlo reaccionar, ya que en ese instante, se giró hacia ella y clavó sus ojos en los suyos. Se estremeció al ver la mezcla de desesperación y tormento que estos reflejaban y fue incapaz de contener los sollozos que escaparon de sus labios.

Alejandro apenas podía respirar. La ira aún bullía en su interior, oprimiendo su pecho, quemando cada fibra de su ser. Quería matarlo, ver cómo la vida lo abandonaba poco a poco mientras su rostro se iba desfigurando bajo sus puños. Ese tipo le había hecho daño a la mujer que amaba y él no pudo impedírselo. Verla a su merced, desnuda y golpeada, lo había desquiciado como nunca nada lo hizo en el pasado y cualquier pensamiento coherente se evaporó en el acto, cediendo su lugar a la fría oscuridad que solo dejaba salir cuando debía enfrentarse a peligrosos criminales.

No recordaba haberse sentido así antes, ni siquiera cuando ella le relató las diferentes formas en las que Ariel Deglise había conseguido doblegarla durante la última misión. En ese entonces, su corazón se rompió por la impotencia y la furia que lo embargaron al comprender que no había sido capaz de protegerla. Sin embargo, nada se comparaba a lo que estaba experimentando en ese momento.

Por esa razón, al verlo caer inconsciente tras la golpiza, estuvo tentado de sacar su pistola y dispararle. Necesitaba saber que ese tipo no volvería a atacar a nadie más. No obstante, su lado policía, ese que había quedado relegado durante los minutos que duró el enfrentamiento, se impuso de nuevo para indicarle el camino a seguir. Él no lo valía. No cometería el error de ensuciarse por un maldito psicópata.

De repente, oyó la voz de Martina que se alzaba por encima de la bruma en su mente y se giró en su dirección, incapaz de resistirse a su angustioso llamado. Su nombre, pronunciado en un lastimoso ruego, se clavó cual daga en su pecho mientras la vio tirar de sus ataduras con desesperación. Reaccionando por fin, se apresuró a ir hacia ella. Maldijo en cuanto vio la laceración alrededor de sus muñecas y, con manos temblorosas, se deshizo de la soga que la mantenía cautiva.

Ella se dejó caer en sus brazos una vez libre y él la sostuvo con fuerza, como si temiera que pudiera desaparecer en cualquier momento. El abrazo fue intenso, apretado, cargado de una mezcla confusa de emociones y del amor que llevaban dentro.

—Tranquila, ya pasó todo —susurró con voz rota mientras se sacaba la chaqueta para cubrirla con esta—. Estoy acá, corazón. Todo va a estar bien.

—Lo siento tanto —murmuró ella, sorprendiéndolo—. Debería haberlo detenido...

Él la apartó lo suficiente para poder mirarla y, fijando sus ojos en los suyos, le alzó el mentón con un dedo.

—No, Martina. Ese imbécil te doblaba en fuerza y tamaño. No podrías haber hecho nada.

—Pero yo...

Ella apartó la mirada, luchando una vez más contra las lágrimas.

—Shhh —la interrumpió y le acarició el rostro con ternura—. Lo único que importa ahora es que estás a salvo.

Inspiró profundo al oírlo, cobijada por el reconfortante calor de su cuerpo a su alrededor, y a continuación, volvió a mirarlo.

—¿Me pasás el pantalón? —preguntó a la vez que señaló la prenda arrugada en el suelo.

Él asintió y se lo alcanzó. Ella lo deslizó por sus piernas de inmediato y luego, se acomodó la desgarrada ropa en la parte de arriba para cubrir lo mejor posible su torso desnudo. Al finalizar, subió el cierre de la chaqueta. La rabia y el miedo se volvieron a agitar dentro de Alejandro y tuvo que apartar la mirada para poder formular la pregunta que lo atormentaba.

—Cuando yo llegué... él estaba... ¿Llegó a...?

Martina alzó los ojos en el acto, advirtiendo el dolor y la angustia que reflejaban los suyos. Se acercó de nuevo a él y, tratando de ignorar el dolor que ese simple movimiento le causó, acunó su rostro entre sus manos. Esperó paciente a que volviera a mirarla.

—Llegaste justo a tiempo para impedírselo.

No mentía. Unos segundos más y la historia habría sido muy diferente.

Alejandro exhaló, aliviado, y sin poder seguir conteniéndose, volvió a abrazarla, con más cuidado esta vez. Mientras lo hacía, se fijó de nuevo en las heridas de sus muñecas y su corazón se encogió de dolor.

—Estaré bien —susurró ella al notar su preocupación.

Lo conocía lo suficiente para saber que estaría culpándose por lo ocurrido. Pero nada más lejos de la verdad. Thiago los había engañado a ambos. Él también era una víctima.

Más tranquila ahora que lo tenía a su lado, se acercó un poco más y se acurrucó contra él, con la cabeza apoyada en su pecho. Sentir la protección de sus brazos a su alrededor le brindaba la calma que tanto necesitaba en ese momento. Él estaba allí. Todo iría bien.

Incapaz de soltarla, la estrechó con más fuerza y, depositando un beso sobre su frente, cerró los ojos, reconfortado. Seguía inquieto y sabía que eso no cambiaría hasta que viera con sus propios ojos cómo se lo llevaban apresado. No obstante, ella estaba a salvo y con eso le bastaba.

Permanecieron en silencio, aferrados el uno al otro, hasta que el sonido de varias sirenas los alcanzó. Si bien el sótano estaba insonorizado, el eco de estas se filtraba por la puerta abierta. Alejandro levantó la cabeza, alerta, y escuchó los autos detenerse en la entrada. Poco después, se oyeron pasos apresurados y las voces de los oficiales que se acercaban. Respiró aliviado. Los refuerzos por fin habían llegado.

Consciente de que debería identificarse para evitar posibles malos entendidos, se apartó un poco para poder mirarla.

—Voy a avisarles que estamos acá, corazón —le avisó con voz suave, aunque firme.

Ella asintió. Odiaba mostrarse vulnerable ante las demás personas, pero era consciente de que no podría evitarlo esta vez. Apenas le quedaban fuerzas y no sería capaz de fingir.

—¡Soy el oficial inspector Alejandro Amaya! ¡Estamos acá abajo con el sospechoso! —exclamó, en esta oportunidad con un tono fuerte y claro.

Los agentes detuvieron su avance de repente y luego de un breve silencio, el oficial al mando lanzó su advertencia.

—¡Estamos entrando, inspector! ¡Mantenga las manos visibles y asegúrese de que el sospechoso no esté armado!

Alejandro asintió, a pesar de que no podía verlo y, tras intercambiar una mirada con su compañera, alzó las manos. Sin embargo, antes de que pudiera responderle, una voz familiar bramó con impaciencia desde el grupo de policías.

—¡Bajen las armas, carajo! ¡Es el jefe! —Haciendo caso omiso a la mirada molesta del oficial, Esteban Campos se abrió paso entre los uniformados—. ¡Bajá la puta pistola! —vociferó hacia el novato que seguía apuntándoles.

Desconcertado, el joven miró a su superior antes de finalmente obedecer. Pese a su impertinencia, por la cual sin duda tendrían problemas después, la tensión en la sala disminuyó al instante. A continuación, este avanzó hacia ellos mientras los demás lo hacían en dirección al lugar donde Thiago yacía inconsciente.

Alejandro alcanzó a ver el fugaz destello de furia en los ojos de Esteban nada más advertir el estado de su compañera, así como la forma en la que apretaba la mandíbula y cerraba los puños. No obstante, se abstuvo de hacer comentarios. Se lo agradeció con la mirada. Los dos sabían lo mucho que ella odiaba sentirse vulnerable y que se pusiera a despotricar y lanzar amenazas no ayudaría en nada.

—¿Están bien? —preguntó con brusquedad al tiempo que sus ojos aterrizaban en las muñecas lastimadas de Martina, su voz cargada de una preocupación imposible de disimular.

Ella alzó la vista hacia él y, mostrando esa fortaleza que la caracterizaba, asintió con determinación.

—Lo estaré.

Él asintió en respuesta también y, después de indicarles que iría a buscar a los médicos, se alejó hacia la salida. Alejandro la acercó más a él al sentir que se tensaba.

—No discutas, corazón. Necesitás ayuda con esas heridas.

Soltó el aire despacio, consciente de que tenía razón.

Luego de varios minutos, llegaron los médicos. Mientras uno de ellos examinaba a Martina, el otro revisaba las heridas en el rostro desfigurado de Thiago. Alejandro había sido despiadado y sus golpes, certeros e implacables. "Debería haberlo matado", pensó al posar la mirada de nuevo en el hematoma cada vez más visible en la parte superior de la mejilla de su compañera.

—Voy a necesitar una declaración de ambos. —La voz del oficial a cargo lo regresó de pronto al presente—. El comisario de Tandil ya está en contacto con las autoridades de Buenos Aires y de Misiones. Tengo entendido que el inspector Pablo Díaz fue quien alertó a todos de la situación.

Asintió tratando de mantener una calma que en verdad no sentía, sin apartar la mirada de Martina quien en ese momento estaba siendo atendida por el doctor. Sí, sabía cómo funcionaba todo. Decidido a terminar cuanto antes con ello, le relató lo sucedido de forma breve y concisa. No necesitaban conocer los detalles en ese preciso momento.

—Mañana nos presentaremos en la comisaría para declarar. Ahora, solo quiero llevármela de acá —advirtió con firmeza. Su respuesta no daba lugar a ninguna réplica.

—Muy bien —aceptó—. Creo que no hace falta recordarle que deben estar disponibles por si necesitamos contactarlos.

Alejandro le dedicó una mirada exasperada y, sin molestarse siquiera en responderle, se alejó para regresar junto a su compañera que estaba recibiendo las recomendaciones finales del médico.

—Puede tomar ibuprofeno cada ocho horas si siente dolor. Debe comprar esta crema; es la misma que le acabamos de poner —continuó a la vez que le entregó una receta—. Aplíquela de dos a tres veces por día durante dos semanas. Es importante que esté atenta a posibles infecciones. En ese caso debería acudir de inmediato al hospital.

—Gracias, doctor. Así lo haré.

Alejandro le quitó con suavidad el papel de las manos y lo dobló para guardarlo en su bolsillo. Acto seguido, la atrajo a sus brazos. Pese a saber que ya se encontraba a salvo, no podía dejar de tocarla.

—Vamos, corazón. Te llevaré a casa.

—Tendríamos que pasar primero por la comisaría para declarar. Pienso asegurarme yo misma de que ese tipo no vuelva a poner un pie fuera de la cárcel.

Él sonrió por primera vez en horas. Amaba su coraje y determinación.

—Dudo que pueda siquiera levantarse de la cama esta noche. Lo acaban de llevar al hospital y un policía permanecerá junto a su puerta hasta que tenga el alta. Entonces, irá a prisión.

—Pero...

—Mañana —la interrumpió—. Estás agotada y, en cuanto te relajes, te va a doler todo. Necesitás descansar, Martina, y yo necesito sentirte en mis brazos toda la puta noche.

Ella suspiró en respuesta y le acunó la mejilla con una mano. Sonrió al ver que se inclinaba hacia su contacto.

—Entonces, vayamos a casa, mi amor.

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