Capítulo 12
Hicieron el viaje en completo silencio. Alejandro trataba de apaciguar su cuerpo mientras se enfocaba en el camino de regreso a la casa. Siempre habían sido muy cercanos y ninguno de los dos se refrenaba a la hora de mostrarse afecto mutuamente; sin embargo, jamás había sentido tanta tensión sexual entre ambos y aunque lo intentara, no podía dejar de pensar en eso. Ella había reaccionado a él, no tenía dudas al respecto. Su respiración había cambiado y sus ojos destellaron con una excitación que no estaba allí antes. ¿Acaso...? Como fuese, antes de siquiera indagar en el tema necesitaban hablar.
Martina se sentía nerviosa. Después de haber anhelado tanto volver a verlo, que estuviese por fin ahí junto a ella la afectaba sobremanera. Solo su olor tenía un profundo impacto en su cuerpo, provocando un efecto similar al del alcohol, llenándola de endorfinas. Si bien en el pasado había tenido momentos difíciles, en especial cuando sus abrazos despertaban en su interior aquellas emociones contenidas, no se comparaban a lo que acababa de experimentar. Ansiaba con todo su ser el roce de sus labios y temía que esta vez hubiera sido muy obvia. No sabía qué sería de ella si él decidía alejarse después de eso.
El auto se detuvo de pronto, sacándola de sus pensamientos. La sorprendió ver que ya habían llegado; apenas había prestado atención al camino. Imitando sus movimientos, abrió la puerta y descendió del vehículo. No estaba segura de por qué había ido allí en primera instancia —había evitado responderle cuando se lo preguntó—, aunque intuía que tenía que ver con su seguridad. Él había dicho que pensaba que podía necesitarlo, pero no dijo por qué. ¿Se habría dado cuenta de sus sentimientos acaso? Además, no había pasado por alto sus celos cuando, con evidente molestia, le reclamó respecto a Enzo. Porque sí, había sido un reclamo a toda regla, matizado con una decepción que había opacado sus ojos al instante.
Determinado a pasar la noche allí, Alejandro sacó su bolso del baúl y encaró para el pasillo que llevaba directamente a la parte trasera de la vivienda, donde se encontraba el departamento en el que se alojaba Martina. Necesitaban privacidad para hablar de los motivos por los que había decidido viajar a Tandil para verla. Bueno, al menos uno de ellos. Esperando que no los interrumpieran, aguardó a que abriera la puerta y la siguió al interior. No importaba lo que ella pensara al respecto, se quedaría a su lado hasta estar seguro de que el peligro hubiese pasado.
—Ariel Deglise. —Lanzó sin más, prestando atención a su reacción—. Estoy acá por él.
Martina se quedó petrificada por un momento ante la mención de ese nombre e incapaz de disimular la gran aprehensión que sentía hacia él, lo miró con dureza, sus ojos reflejando el rechazo que este provocaba en su interior. Abrió la boca para preguntarle qué había querido decir con eso, qué carajo tenía que ver ese tipo con su visita, pero no pudo emitir palabra. Estaba por completo en shock.
Alejandro frunció el ceño al percibir la turbación en su mirada y la repentina palidez que poco después tiñó su rostro. Estaba confundida y nerviosa, pero también asustada, y eso no hizo más que confirmar sus sospechas. Lo que fuera que había pasado entre ellos en la última misión y que le había afectado al punto de aislarla de todos, en especial de él, tenía que ver con el empresario.
Intentando no dejarse llevar por los miles de pensamientos que lo atormentaban desde hacía un tiempo, se enfocó en el presente y procedió a contarle todo lo referente a la investigación en curso. Le habló de las sospechas de su jefe en cuanto a la posible relación ilícita entre un comisario mayor y el actual jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de las pruebas encontradas hasta el momento. Y también de cómo, liderando un pequeño y secreto operativo, había conseguido detener a tres miembros de la banda de Paco, el capo narco que se encontraba preso en la misma cárcel que Ariel, mientras intentaban pasar droga hacia Uruguay por medio del ferry.
Asimismo, le contó sobre cómo, gracias a las declaraciones de estos, consiguieron la orden del juez para intervenir los teléfonos tanto del comisario en cuestión, como de los altos mandos policiales y de Prefectura, probablemente involucrados. En cuanto al político, la cosa era más complicada, por supuesto, pero no tenía dudas de que conseguirían atraparlo también. Y por último, aunque no menos importante, le dijo lo que había averiguado de Ariel y la razón por la que creía que ella estaba en peligro.
Martina comprendió entonces por qué había pensado que podría necesitarlo. Como siempre, intentaba velar por su seguridad, protegiéndola de quien pudiera dañarla, cuidándola como el mejor amigo que era y siempre sería. No pudo evitar sentirse desilusionada. Si bien apreciaba mucho su preocupación, la cual había hecho que lo dejara todo para ir a advertirle, la lastimaba saber que nunca sería más que eso. Definitivamente, necesitaba volver a poner distancia entre ellos. No había forma de que pudiera seguir fingiendo delante de él, lo que había quedado demostrado, minutos antes.
Su compañero advirtió el amplio abanico de emociones reflejado en su rostro. Confusión, miedo, dolor... ¡¿Qué carajo?! Si había algo con lo que estaba habituada Martina era el peligro, por lo que no podía ser esa la razón de semejante despliegue. No, algo más le preocupaba y apostaba lo que fuera a que tenía que ver con el dueño de la discoteca. Impelido por la necesidad de contenerla, dio un paso hacia ella. Quería abrazarla, apretarla contra su pecho y decirle que todo estaría bien, que él no dejaría que nadie la lastimara. Pero se detuvo al verla retroceder, como si buscara evadir su contacto.
—Yo... tengo que irme...
Inquieta, entró en la habitación para buscar su valija y con movimientos torpes, comenzó a sacar la ropa del armario para meterla dentro de esta. Si lo que le había contado era cierto, lo cual no dudaba, no podía quedarse allí. Jamás se perdonaría si le pasaba algo a su hermana o a su familia por su culpa. Por eso supo que no tenía otra opción. Debía marcharse cuanto antes.
—Martina. —La llamó a la vez que trató de frenarla, pero ella se apartó antes de que llegara a tocarla y siguió empacando—. ¡Martina, pará! —ordenó, en un tono de voz más alto y firme—. ¡Tenés que calmarte!
—¡¿Cómo querés que me calme después de enterarme de que ese hijo de puta le pagó a un sicario para matarme?! ¡Mi familia está acá, Alejandro! Si algo llegara a pasarles... —Con una maldición, se subió a una silla para alcanzar la parte más alta del placard, donde había guardado su arma junto a la munición—. ¡No voy a dejar que nadie se acerque a ellos! Te juro que antes yo misma me pego un tiro.
Con un rápido movimiento que logró tomarla por sorpresa, él le arrebató la pistola de entre sus manos para, luego, sujetarla con fuerza de los hombros.
—¡No digas estupideces! —gruñó, furioso. Solo pensar en que llevara a cabo dicha amenaza lo desquiciaba—. Nada va a pasarte ni a vos ni a tu familia. Jamás lo permitiría —aseveró—. Además, tengo gente vigilándolos a ambos. Si alguno de sus contactos hace el más mínimo movimiento, seré el primero en saberlo. Tenés que tranquilizarte, Martina —prosiguió, suavizando el tono, a la vez que acunó su mejilla con una mano—. Ya no estás sola, corazón. Lo que sea que pase, lo resolveremos juntos.
Ella cerró los ojos al sentir su toque. Aquel apelativo, acompañado de la más suave caricia, la sacó en el acto del bucle de desesperación y nerviosismo en el que se encontraba. No sabía cómo lo hacía, pero Alejandro siempre lograba apaciguarla. Solo él podía transmitirle calma en un momento de absoluta tensión. Se estremeció cuando uno de sus dedos barrió la lágrima que comenzaba a deslizarse, furtiva, por su rostro, y volvió a abrirlos, anclándose en los suyos, celestes, profundos.
Nerviosa no tanto ahora por las circunstancias, sino por el modo en el que su cuerpo reaccionaba a él, dio un paso atrás, apartándose de su contacto, una vez más.
—Gracias por haber venido a advertirme. Estaré bien, no te preocupes por mí.
Su amigo frunció el ceño al oírla, comprendiendo al instante lo que trataba de decirle.
—No pienso dejarte.
—No tiene sentido que te quedes. Solo hay una cama, por lo que tendrías que dormir en el sofá...
—No me importa.
—Mis sobrinos vienen cada mañana —agregó, cada vez más desesperada. Tenía que convencerlo. Él no podía quedarse—. Si te ven, se van a confundir y...
—No voy a irme, Martina —la interrumpió con brusquedad y firmeza—, así que andá acostumbrándote a tenerme cerca.
¡Como si tuviera que obligarse a hacerlo! Si no había nada que deseara más que tenerlo a su lado a cada minuto del día. Bueno, de la noche también, por supuesto, pero eso no tenía por qué saberlo él.
—¡Dios! —exclamó, ofuscada—. ¿Desde cuándo te volviste tan autoritario? Que yo recuerde, ese era el papel de Pablo no el tuyo.
Sonrió ante la mención de su amigo de la adolescencia. De los cuatro era el más parco y directo. Gabriel, por su parte, era el soñador, el enamoradizo; Martina, la fuerte y aguerrida, y él siempre había sido el centrado y amable. Hasta ahora.
—Tal vez siempre fui así y nunca tuve el valor para mostrarme. Pero todo tiene un límite y yo ya me cansé de ser paciente.
Ella frunció el ceño, confundida. ¿Qué quería decir con eso? ¿A qué límite se refería? Intentó buscar la respuesta en sus ojos, pero se arrepintió al instante. Estos se encontraban fijos en los suyos, intensos, ardientes. ¡Carajo! Tenía que dejar de mirarlo si no quería que se diera cuenta de todo lo que generaba en su interior. Sin embargo, le resultaba imposible apartar la mirada. Se sentía irremediablemente atraída por él.
Alejandro percibió el cambio en ella. Sus pupilas se dilataron en respuesta a sus palabras, al tiempo que sus preciosos labios se separaban para dejar pasar el aire con un leve jadeo que despertó en el acto su cuerpo dormido. ¡Mierda! Cada vez le era más difícil contenerse. Lo único que quería era ir hacia ella, atrapar su rostro entre sus manos y tomar completa posesión de su boca. Pero no podía hacerlo. No sin antes aclarar las cosas entre ellos. La amistad que compartían desde hacía años así lo requería.
Pensaba en eso cuando de pronto, alguien llamó a la puerta. Martina exhaló, aliviada, ante la bienvenida interrupción, y sin dudarlo, se apresuró a abrirla. Era una cobarde y lo sabía, pero no le importaba. El momento era demasiado intenso y era muy consciente de que unos minutos más y habría terminado lanzándose a sus brazos. ¡Era su mejor amigo, por el amor de Dios! ¿Acaso quería destruir la relación?
—Perdón por la interrupción —dijo Cecilia, mirando de reojo a Alejandro que, en ese momento, se alejó unos pasos para revisar su teléfono—. Ya me voy. Solo pasaba para dejarte las compras de esta mañana que quedaron en casa. Creí que querrías preparar café.
No obstante, Martina tenía otros planes y sorprendiéndola, la sujetó con fuerza de la muñeca y tiró de ella hacia adentro.
—Por favor no te vayas —le susurró al oído.
—¿Qué?
—No me dejes sola con él —rogó—. Sé que tenemos que hablar, pero no puedo. No todavía. No estoy lista.
—Martina...
—Por favor, Ceci —imploró con notoria ansiedad—. No estaba preparada para verlo tan pronto. Yo... Por favor, hermana, te lo suplico. Quedate y distraelo con cualquier cosa.
—¿Te volviste loca? —exclamó en un susurro—. ¿Qué querés que le diga? Ale vino hasta acá para verte a vos, no a mí.
—Lo sé, pero es un rato nomás, unas horas hasta que...
—No, no, de ninguna manera —se negó con firmeza y se giró para marcharse.
Pero Martina estaba desesperada, por lo que no iba a rendirse tan fácilmente.
—¿Qué va a pensar Manu si se entera de lo de Álvaro?
Cecilia se detuvo nada más oírla y volteó de nuevo hacia ella. Muchos años atrás, cuando recién empezaba su noviazgo con su actual marido, uno de los gerentes del banco en el que ambos trabajaban se había determinado a conquistarla y comenzó a dejarle una nota cada día, una más comprometedora que otra. Pese a que le ordenó que dejara de hacerlo porque estaba en pareja y debía respetarlo, nunca se animó a contárselo a Manuel. Temía que reaccionara mal y que hiciera algo que terminara perjudicando su trabajo. Sin embargo, sí se lo había dicho a su hermana y ahora ella la amenazaba con delatarla.
—No serías capaz —aseveró con sus ojos fijos en los de ella.
La tensión se alzó en el ambiente durante una fracción de segundo hasta que Martina dejó caer sus hombros y suspiró.
—No, por supuesto que no —reconoció, avergonzada—. Nunca te haría algo así. Disculpame, ya no sé ni lo que digo.
Cecilia percibió su angustia, así como su agobio. Se veía en verdad desesperada y no había forma de que pudiera ignorar el sufrimiento de su hermana. Exhaló, resignada. Iba a tener que improvisar algo si quería ayudarla. Sabiendo que se arrepentiría luego, fue hasta la cocina y se sentó junto al policía. Este la observó con curiosidad antes de guardar el teléfono en su bolsillo, sin duda, intuyendo que algo se traía entre manos.
—Hola de nuevo, Ale. ¿Cómo estás? —saludó con una sonrisa, provocando que Martina arqueara las cejas, sorprendida. No tenía idea de que había estado allí antes de ir a buscarla, pero si se detenía a pensarlo, tenía mucho sentido. ¿De qué otro modo habría sabido donde encontrarla?—. Supongo que cansado por el viaje y todos los problemas mecánicos que tuviste en el camino.
Él se encogió de hombros al tiempo que desviaba la mirada hacia su compañera.
—Nada que no pueda manejar.
—¡Excelente! —exclamó ahora con excesivo entusiasmo—. Porque quería pedirte un favor —prosiguió, procurando calmar su efusividad. ¡Dios, era pésima actuando! Y él no era ningún estúpido, por supuesto. Sin duda, no tardaría en darse cuenta de lo que pasaba. Si es que no lo había hecho ya. Nerviosa, continuó con su argumento en un intento por justificar su pedido—. Necesito unas facturas del complejo que tengo guardadas en mi computadora, pero no logro hacer que encienda y como Martu me dijo que sos un genio de la informática, pensé que quizás podrías ayudarme.
Lo cierto era que hacía meses de esto, pero en lugar de arreglarla, la reemplazó por su teléfono. Al fin y al cabo, tenía configurado el mail allí, y si necesitaba imprimir algo, simplemente lo enviaba por bluetooth. Pero eso él no lo sabía y trató de sonar lo más convincente posible.
—¿Ahora? —preguntó, sorprendido.
Ella asintió con la cabeza a la vez que esbozó una gran sonrisa.
—Si es posible, te lo agradecería mucho.
Alejandro frunció el ceño. ¿Qué estaba pasando? Cecilia era la persona más considerada que conocía, y aunque no le molestaba, sabía que jamás le pediría algo así el mismo día de su llegada. Se volvió hacia Martina, pero su expresión no le dijo nada. De hecho, parecía estar conteniendo la respiración a la espera de su respuesta. Su hermana, en cambio, se veía acelerada, como si la vida se le fuera en convencerlo.
Entonces, todo le cerró. Una vez más, su compañera intentaba huir de él, de la conversación que sabía que tenían pendiente, y Cecilia la estaba ayudando. Suspiró. Lo cierto era que estaba harto de esperar, pero tampoco iba a forzar la situación. Si ella quería unas horas más, no se las negaría.
—¿Es una notebook? ¿Querés traérmela? —Vio el fugaz intercambio de miradas entre ellas y, para su sorpresa, se encontró reprimiendo una sonrisa—. O si preferís que vaya yo... —agregó, lanzándoles un salvavidas.
—¡Sí! —aceptó ella en el acto—. Me parece lo mejor. Es que Manu tuvo que salir y dejé a los chicos solos.
—Muy bien, vayamos entonces.
Con un gesto de mano le indicó que se dirigiese hacia puerta y la siguió en silencio. Sonrió al escuchar el suspiro aliviado que escapó de los labios de Martina cuando comprendió que se había salido con la suya. Lo que ella ignoraba era que solo se trataba de un breve retraso, de una tregua fugaz.
—Voy a llamar a Manuel para que compre empanadas antes de volver —dijo nada más entrar en la casa—. Es lo menos que puedo hacer para agradecerte.
—No seas tonta, Cecilia. Lo hago con gusto.
—Bueno, me alegra que así sea, pero igual me gustaría invitarlos a cenar. Y no voy a aceptar un "no" por respuesta —advirtió al tiempo que desapareció por el pasillo en búsqueda de la olvidada notebook—. ¡Prepará café, Martina, que el pobre hombre no tomó nada desde que llegó al mediodía! —gritó desde la distancia.
—Dios, peor que un sargento —murmuró ella por lo bajo, antes de abrir la canilla para llenar la jarra con agua.
Alejandro sonrió ante ese comentario susurrado y sin dejar de mirarla, se apoyó en la mesada, cruzando los brazos sobre su pecho.
—No me decido quién es más mandón, si ella o Castillo —señaló con seriedad, refiriéndose al jefe de ambos.
Los labios de Martina se curvaron en una preciosa sonrisa que hizo que sus ojos cayeran inevitablemente en su boca. Luego, giró la cabeza hacia él, obsequiándole la más hermosa de las miradas.
—Ella, sin duda.
Incapaz de contenerse, extendió un brazo hacia adelante y le apartó el mechón de pelo que caía por su rostro, colocándolo detrás de su oreja. Esta vez, no se apartó.
—Te extrañé —confesó con voz ronca.
Y no mentía. Había estado a punto de volverse loco.
—Yo también —le respondió, provocando en él una alegría que hacía mucho tiempo no sentía.
Martina maldijo en su interior. ¡¿Qué estaba haciendo?! ¡Distancia! ¡Tenía que apartarse o acabaría arrojándose a sus brazos! Pero, ¿cómo? Si se estaba derritiendo delante de sus ojos. Solo su olor, esa mezcla de perfume y hombre, despertaba en ella un deseo salvaje e inexplicable. Si a eso le sumaba su sentido del humor, simplemente estaba perdida. Sin poder mantener la fachada, se permitió mirarlo. ¡Gran error! En cuanto sus miradas coincidieron, le fue imposible apartarla. Y entonces la tocó y su cerebro entró en cortocircuito. Aquel roce tan suave y anhelado la hacía olvidarse de todo a su alrededor.
—¡Tía! ¡Tía! ¡Volviste!
Las voces de Benjamín y Delfina rompieron en el acto el hechizo que había caído sobre ellos, regresándola al presente. Se apartó, dando un paso hacia atrás y volteó para abrazar a los niños que corrían hacia ella. Si bien los dos eran muy afectuosos, la sorprendió notar el alivio que percibió en ambos antes de que se lanzaran a sus brazos. Justo detrás, Cecilia se acercaba con una mezcla de culpa y vergüenza en su rostro. ¿Qué carajo?
—Hola, peques —saludó, sonriente—. Como si no me hubieran visto hoy.
Sin embargo, la sonrisa se desvaneció en el acto cuando el niño, tras soltarla, le tendió la mano a Alejandro y le agradeció por haberla cuidado. Sus ojos coincidieron de nuevo, solo que esta vez no hubo calidez en ellos. Más bien lo contrario.
El policía se inclinó de inmediato, procurando quedar a su altura, y con un asentimiento, le correspondió el gesto.
—Siempre, pequeño.
Antes de que pudiera reaccionar siquiera, su compañero se alejó, dispuesto a revisar la notebook que su hermana había dejado sobre la mesa. Sus sobrinos no tardaron en seguirlo y se sentaron uno a cada lado de él para poder ver lo que hacía. Arqueó las cejas, sorprendida. Si bien Benjamín siempre había sido sociable y extrovertido, no sucedía lo mismo con Delfina, quien necesitaba de más tiempo para abrirse a nuevas personas. ¿Se había perdido de algo? Era evidente que Alejandro no solo los había visto antes, sino que, además, había compartido con ellos.
Incapaz de apartar la mirada, se quedó contemplando la preciosa escena, sintiendo de nuevo ese anhelo que solo él despertaba en su interior y que iba más allá de un deseo físico. Porque sí, ansiaba experimentar la pasión en sus brazos, descubrir el sabor de sus besos y el fuego con cada una de sus caricias, pero lo que en verdad deseaba era tener su propia familia junto al hombre que amaba. Y por supuesto, ese era él, su compañero, su mejor amigo, su único amor. ¡Dios! ¿Cómo podía seguir ignorando sus sentimientos después de esto? ¿Debería siquiera?
—Ay, hermanita. Ningún esfuerzo por mi parte servirá si no dejás de comértelo con la mirada —susurró Cecilia con picardía.
Volteó hacia ella nada más oírla.
—No sé de qué hablás. Estaba mirando a los chicos —se apresuró a decir en un pobre intento por disimular lo que le estaba pasando.
Sin embargo, no logró engañarla.
—Seguro que sí —concordó con una sonrisa cómplice.
Exhaló, resignada. No tenía sentido que siguiera negando lo que, por lo visto, era incapaz de ocultar.
—No sé qué hacer, Ceci. Apenas puedo pensar cuando lo tengo cerca —confesó por fin.
Su hermana contuvo un grito de alegría y entusiasmada, acunó su rostro entre sus manos.
—Es que eso es justamente lo que no tenés que hacer, cariño. Solo sentí y dejate llevar.
—¿Y si él no me quiere? O sea, si no... Vos me entendés.
Ella la miró con ternura, de la forma en la que solía hacerlo cuando eran chicas.
—Está acá, ¿verdad? —señaló.
Y sin más, se alejó para poner la mesa. Manuel estaba por llegar y quería dejar todo listo para cuando eso ocurriera.
Martina, en cambio, se quedó allí, inmóvil y en silencio, con los ojos fijos en su mejor amigo, preguntándose si su hermana estaba en lo cierto. Si bien siempre había sido protector con ella, lo cual explicaba que desconfiara de cualquier extraño que se le acercase, eso no justificaba en absoluto los celos que había demostrado ese mismo día al verla junto a otro hombre. Mucho menos, que lo hubiese dejado todo para ir a buscarla. ¿Era posible que a él le pasara lo mismo?
Desde donde estaba, Alejandro no alcanzó a oír lo que las mujeres dijeron, pero no tenía dudas de que hablaban de él. Había sentido su intensa mirada en todo momento y cuanto más tiempo pasaba allí, más se convencía de que lo que Martina sentía era mucho más grande de lo que dejaba ver. El modo en el que reaccionaba a su cercanía no mentía, como tampoco el brillo que destellaba en sus ojos cada vez que los posaba en los suyos.
—¡La arreglaste! —exclamó Benjamín al ver que la computadora volvía a la vida—. ¡¿Cómo hiciste?!
Sonrió ante la efusividad del niño.
—Magia —respondió, divertido.
—Increíble —declaró Delfina con asombro.
—¿De verdad la arreglaste? —intervino Cecilia, asombrada, mientras se acercaba con premura—. ¡No puedo creerlo! Cada vez que la encendía, me aparecía una pantalla rara y después, se ponía toda azul y se apagaba. Creí que ya no servía.
—Claro que sirve —se carcajeó—. Solo se dañaron los archivos de inicio de Windows, pero ya los reparé. No deberías tener más problemas. Probala tranquila y cualquier cosa me avisás.
—Gracias. Tenías razón, Martu. Ale es un genio de la informática.
En el acto, la buscó con la mirada. Apenas había sido capaz de evitarlo antes cuando procuró mantener su atención en lo que estaba haciendo, pero ya no podía seguir resistiéndose. Ansiaba perderse en su mirada de miel. Al instante, sintió la reacción de su cuerpo, exquisita y tortuosa. Sus ojos se encontraban fijos en los suyos, preciosos y cálidos. Estos desbordaban orgullo y admiración, y por un momento, se sintió el puto héroe que acababa de salvar el día.
A pesar de la palpable tensión entre ellos, la velada transcurrió con total tranquilidad. Mientras cenaron, una vez que Manuel llegó con la comida, conversaron de todo un poco, procurando que los temas de conversación fueran ligeros delante de los chicos. No obstante, en cuanto estos se acostaron, Alejandro los puso al tanto del peligro que rodeaba a Martina. Necesitaban saberlo para poder decidir qué hacer a continuación. Después de todo, tenían que velar por la seguridad de sus hijos.
No lo sorprendió que se opusieran a que ella se marchara al día siguiente. Si bien entendían la gravedad de la situación, se negaron a dejarla a su suerte en un momento así. No obstante, tampoco podían ignorar la realidad, sin importar lo mucho que los tranquilizaba el hecho de que él estuviera allí. Porque sí, sabían que jamás dejaría que nadie la lastimara, pero también tenían que pensar en sus pequeños y el mejor modo de protegerlos.
Tal vez debían considerar la posibilidad de quedarse un tiempo en la casa de los padres de Manuel. Al menos hasta que él recabara más información. Sin embargo, a juzgar por la expresión en el rostro de Cecilia cuando se los mencionó, no creía que fuera una opción siquiera y eso complicaba un poco más las cosas. Por consiguiente, al día siguiente, se encargaría de conseguir el equipamiento correspondiente para hacer que tanto la casa como el departamento donde se estaba quedando Martina fueran seguros.
Cuando finalmente llegó el momento de irse, los nervios volvieron a invadirla. Ahora que estaban solos de nuevo, no había forma de evadir la conversación que tenían pendiente. ¿Y si él no le correspondía? Y peor aún, ¿si decidía romper la amistad luego de que le dijera lo que sentía? ¡Dios, no quería ni imaginarlo! Sin embargo, para su sorpresa, él no hizo ningún intento por hablar del tema. Por el contrario, se mantuvo callado, abstraído por completo en sus propios pensamientos.
Aprovechando que estaba distraído, intentó ganar un poco más de tiempo.
—Creo que deberías volver a casa en la mañana —sugirió con una seguridad que en verdad no sentía—. No tiene sentido que te quedes. Ahora que ya me pusiste en aviso, estoy preparada. Puedo cuidarme sola.
Miles de ideas cruzaban por la mente de Alejandro. El tipo de cámaras que tenía que instalar, el programa que utilizaría para sincronizarlas con su teléfono e incluso a quién debía contactar para poner más vigilancia sobre el empresario. Cada detalle importaba, más si la vida de la mujer que amaba —y ahora también la de su familia— dependía de su capacidad para anticiparse a cualquier eventualidad. Pero todo eso se desvaneció en cuanto escuchó sus palabras y toda su atención cayó al instante sobre ella.
—Además, no podés quedarte acá —prosiguió al ver que no decía nada—. Mis sobrinos suelen venir seguido y si ven que dormimos juntos... Quiero decir, son chiquitos aún y... —Se calló al verlo avanzar de pronto en su dirección.
Alejandro estaba a punto de perder la paciencia. ¿Cuántas veces más intentaría alejarlo? ¿Cómo le hacía entender que ahora que estaba allí, no había chance de que volviera a dejarla? Su boca se curvó en una leve sonrisa al verla retroceder. No iría muy lejos, ya que se encontraba justo de espalda a la pared. Al igual que había hecho antes, le corrió el cabello del rostro y lo colocó detrás de su oreja, asegurándose de rozar su piel en el proceso. Le gustó comprobar que contenía la respiración y tuvo que reprimir el intenso deseo de besarla que lo invadió de repente. Al parecer, no era inmune a él.
—Me encanta tu pelo —murmuró con voz grave, profunda—. Huele tan bien... —susurró mientras lo rozaba con suavidad con la punta de su nariz.
Ella inspiró con fuerza a la vez que cerró los ojos, afectada por su cercanía. Pero entonces, él se apartó, dejándola confundida y temblorosa.
—Buenas noches —dijo al tiempo que se dejaba caer pesadamente en el sofá y cerraba los ojos.
Exhaló cuando la oyó encerrarse en su habitación y maldijo en su interior. Había estado tan molesto de que tratara de librarse de él otra vez, que la acorraló solo para evaluar su respuesta y comprobar cuán inmune era a él. Pero el tiro le salió por la culata y casi muere tratando de contener el fuerte impulso de besarla. Porque había notado su reacción, el cambio en su respiración y la forma en la que su cuerpo respondió a su proximidad, y estuvo a nada de flaquear. Tenerla tan cerca después de tanto tiempo deseándola lo había llevado al borde del abismo.
—Dulces sueños, corazón —susurró para sí mismo, justo antes de quedarse dormido.
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