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Nosotros cuesta arriba.


Toda persona tiene derecho a la protección de la salud. A la educación. Al trabajo digno y socialmente útil.

Así que avanzas hacia ello, cuesta arriba para tomar lo que te corresponde. Que es por derecho tuyo.

A menos que no seas una persona ante los ojos de quien otorga el derecho, solo alimento de ganado.

CIPA.

Desde que tengo memoria, siempre hemos sido mi madre y yo.

Desde las condiciones peculiares en que me dieron a luz. Jalé del cordón umbilical al nacer, con mi cuello, como si deseara asfixiarme. Por supuesto que no lo recuerdo; registraron los hechos antes de cortarlo. Tampoco recuerdo que lo hayan cortado; para mí, el cordón umbilical que une mi cuerpo con el de mi madre, sigue atado a mi cuello, como collar de perro.

Nací con ojos cansados, que fueron consientes de la amplia habitación al año de mi nacimiento. Con poca claridad, descubrí a la primera mujer de mi vida, de cabello ondulado, negro, y con algunas canas. Jamás se casó. Su deseo de ser madre le costó años, toda su juventud, que era ya escasa cuando di mis primeros pasos.

Pero como si aún fuese joven, estiraba las manos para evitar que tropezara.

—¿Quién es mi niño? ¿Quién ya puede caminar? —Hundió su cabello húmedo contra mi cuerpo, con esa sonrisa enorme cubriendo casi todo mi rostro—. Mi Prometeo hermoso. MI NIÑO LINDOOOO.

Me llamó Prometeo, así que nunca supe que podía utilizar el apodo que quisiera antes de cumplir diez años. Creí que ese era mi nombre, y me gustaba por todas las historias que me contaba antes de dormir.

—Prometeo sentía gran amor y preocupación por la humanidad —contó, con ambas manos sobre mi barriga mientras mantenía las mantas cubriéndome—, tanto así que robó el fuego de los dioses, para dárselo a los humanos. Yo te doy el nombre para que siempre pienses en los demás, incluso si debes actuar en contra de lo que todos esperan que hagas, amor. No dejes que vuelvan a molestarte en clases por defender lo correcto, ¿sí?

Para alguien apegado a su madre, que no tiene ni recuerdos de su propia voz porque no me era necesario usarla, los primeros años de escuela fueron un infierno. Los profesores me parecían irracionales, groseros, los alumnos peores, niños que... solo decían que mi madre era vieja.

No hacía falta que dijeran más para ponerme a llorar. Que me llamaran a mí «maduro» por tener una madre vieja. Me era incapaz contener las lágrimas, y me aferraba con fuerza a su falda cuando venía por mí.

Lloraba cuando me dejaba en clases, porque no la vería por horas. Lloraba cuando el trabajo le consumía. Lloraba cuando no podía acompañarla a comprar cosas. Lloraba si me dejaba solo, así que se acostumbró a llevarme sobre su espalda a todos lados, incluso limpiaba la casa mientras yacía sobre su lomo.

Por supuesto, los milagros ocurren. Fue cuando cumplí diez años que tuve un golpe de suerte: el aceite hirviendo de las empanadas cayó sobre mi espalda.

Comencé a llorar cuando la vi gritar, tironearme del brazo, y correr dos cuadras para pedirle a un vecino que me llevara a urgencias. Su rostro deformado por el terror al momento en que cortaban mi camisa para dejar al descubierto la piel roja. No sabía qué le asustaba tanto, y lloré con ella aunque en mi espalda sintiera apenas un cosquilleo y ardor leve.

—Su hijo presenta síntomas de Insensibilidad Congénita al Dolor con Anhidrosis. Como usted comenta, antes no era así, se ha estado desarrollando desde hace poco, con rapidez; eventualmente no sentirá el dolor como es debido, por no decir que puede llegar a sentir nada.

»Se le harán más pruebas y tendrá que tenerlo en observación, no vaya a ser que presente alguna lesión de la que no tiene idea. —La angustia en el tono de todos los presentes, médicos y enfermeros, como si yo fuese a morir pronto.

Pero, realmente fue la muerte pública de ella.

—Tuvo a su hijo sin consultarlo con un médico, ¿tú crees? —Las voces a mis espaldas, en el pasillo del hospital mientras esperaba a mi madre, mantuvieron la atención de los presentes—. Pero los conservadores son tan egoístas que prefieren el sufrimiento de sus hijos a «perderse la experiencia de ser padres».

—Es que no se pone a pensar en lo que va a sufrir como persona y que ella no es eterna... —Un suspiro, que me hizo respingar cuando su mano cayó sobre la banca metálica—. Y no sería justo que tenga más hijos con esa edad, o que otros familiares le cuiden, cuando fue su decisión.

—Dios no lo quiera, pero donde le pase algo... ¿Quién verá por la criatura? Nadie —aseguró el hombre, con los ojos sobre mí. Evité girar la cabeza por el miedo—. Nadie le tendrá tanto amor como sus padres. Eso no es vivir. Y aunque sea duro, creo que es más humano y empático evitarles esa vida miserable.

No comprendía porqué la juzgaron tanto, pues el milagro que viví al volver a clases, hizo que la vida tuviera color incluso cuando ella no podía defenderme. Al contrario, ya no la necesitaba, tenía mi valiosa enfermedad.

Era inmune al dolor, al sufrimiento, al frío, al calor, a las heridas. Estaba de puta madre.

—¿Es cierto que te puedes clavar lápices sin sentirlo? —Manzana, una niña de mi edad que aún no era diagnosticada, se arrojó sobre mi mesa acompañada de otros niños.

—PUEDE HASTA PONERSE CERRILLOS. —Mi nuevo mejor amigo se encimó en mis hombros, presumiendo mi talento como si fuese suyo.

—¿Quieren ver cómo me paso una tijera en los pulgares? —Hablé orgulloso, con un dedo debajo de la nariz.

—Déjame pasártela.

La primera vez que mi madre vino enfurecida a la escuela, fue porque pensó que me habían hecho daño, pero los profesores trataron de explicarle la situación, al igual que yo. Solo estábamos jugando, nadie resultó herido. No me dolía nada.

—CIPA, tampoco sudas, ¿verdad? ¿Ya te están dando medicación para producirla? —En clase todos tenían curiosidad, sobre todo durante educación física ya que no me permitían participar—. Qué genial, ya te pueden asignar medicina y tampoco haces ejercicio.

—¿Quieren ver? Traigo unas pastillas. —Mostré mi sonrisa, y pasé una mano sobre mi cabello corto para retirarme algunas hojas que cayeron bajo la sombra.

—De huevaaaaa —alguien tosió al fondo, Narcolepsia—. Ahorita les muestro mi medicación. Si tomas más de dos, no duermes todo el día. Es tan fuerte que no me dejan cargar más de una.

—¿Pero tú puedes tropezarte sin sentirlo, naco? —Torcí una mueca. Llevaba toda la semana diciendo «De huevaaaa» a cada acción mía.

—Tampoco es que duela mucho —agregó Manzana, ahora Fatiga Crónica—, aunque dudo que lo sepas. No sientes nada, CIPA.

¿No dolía mucho?

—¿VE ESTO? ¡¿Lo ve?! ¡LE TIRARON UN MALDITO DIENTE! —Mi madre, que nunca me pareció tan agraciada por su vejez, lucía más demacrada y poco linda que de costumbre. Me tapé los oídos, no porque me dolieran los tímpanos; me moría de vergüenza—. ¡¿Qué demonios hacen?! ¡Ni siquiera lo reportan! Esperan a que lo descubra cuando vengo por él.

—Señora Ariadna —aquella interrupción de mi maestra le hizo enfurecer más—, disculpe, señorita. Sé que parece que no tenemos nada bajo nuestro control, pero desde que empezó el año...

—No, no tienen nada. —Interpuso su mano entre mí y la silla, evitando que saliera para no escuchar más. Me crucé de brazos, aún con el pedazo de hielo envuelto entre mis dientes.

—Mire —suspiró la joven rubia—, desde que empezó el año, CIPA no ha dejado de lastimarse. Se lo hemos explicados muchas veces. Se sacó el diente frente a sus compañeros, ¿cómo podemos hacer nosotros algo? Enviamos al terapeuta escolar, pero dice que no pasa nada malo con su hijo. Solo es un niño. Los niños juegan. Que usted no pueda educ... Es el deber de usted educarlo.

—Trabajo mientras él está en la escuela. Confié en que ustedes lo cuidarían, en el hospital me recomendaron un colegio privado. Por favor, estoy confiando en usted. No quiero perder la fe en usted —dijo, y al momento mi educadora desvió la vista con cansancio—. Por favor, cédame la oportunidad de hablar con los padres. Se lo he pedido hace semanas. Con los profesores. El director no me da respuesta. Solo quiero informarles de mi hijo, que tengan cuidado.

»Metió el reporte, ¿no es así?

—Sí, sí, pero no lo han aprobado... Hay otros asuntos que cubrir.

Hubo un tiempo en que traté de no hacerme daño. Fueron dos semanas de observar a otros compañeros ser diagnosticados. Nuevos medicamentos en el aula. Nuevas condiciones. Comentarios acerca de mi madre, quienes todos pensaban que era mi tía o mi abuela. Y el tema cansino, ya quemado, de cómo un lápiz clavado en la espalda no me hacía daño.

Pero cuando una pelota terminó sobre un árbol, CIPA fue el héroe que lo escaló y la bajó. Todos vociferaron cuando caí con un hueso de fuera, gritando de emoción pues nunca había experimentado caer desde gran altura. Al inicio lo que parecía ser terror en sus miradas, se convirtió en admiración, e incluso sintieron la sangre brotar de mi cuerpo.

Perdí la conciencia instantes después. Cinco días en urgencias, dos semanas en el hospital.

—El director ya dio su veredicto, señora. No podemos seguir instruyendo a su hijo. —Un profesor de mediana edad se presentó en el hospital donde estaba internado. Mi madre no podía salir al ser mi única pariente velando—. El señor David es bastante comprensivo con cualquier caso especial, pero no pondremos en riesgo nuestra institución por alguien que no se adapta al sistema.

—Se lo suplico, de verdad, solo permítame hablar con la directiva y los padres de familia. Solo unas palabras y comprenderán mi...

—No podemos obligar a cuarenta alumnos a adaptarse a uno solo —suspiró—. Menos a toda la escuela. Deberá transferirlo, y si no puede...

«Si no puede, mejor no lo envíe a una escuela», aquella sentencia marcó el comienzo del repudio hacia mi madre.

Hacia una vieja que prefirió gritarle al médico por quitarme el cordón umbilical del cuello, que a dejarme morir. A una mujer soltera que me privó del derecho a hacer lo que quisiera con mi cuerpo. Y me negó una educación libre, pues cerró cada puerta hasta cumplir mis horas de estudio en la sala del hogar.

—¿Eres tan pendejo que no puedes memorizarte una simple tabla? Hasta un perro es más inteligente —juró, arrojando mi libreta fuera del teclado de su computador—. Por favor, haz algo así de simple por mí. Estoy trabajando.

—Quiero salir, el heladero está abajo. —Sostuve la libreta entre mis brazos. Mi tono exigente le hizo agachar la cabeza.

—Sabes que no me gusta que comas helado. No te mides.

—Lo dices como si fueses mi madre.

—SOY TU MADRE —gritó exasperada, con las uñas clavadas a la mesa. Se centró en la pantalla, que le consumía cada día más por el exceso de carga laboral—. Dios, en serio no puedo contigo. No estaría trabajando en casa si tan solo hubieses permanecido en la escuela.

—Vuélveme a meter.

—No entiendes lo que hiciste mal, ¿cierto?

—No.

—¿No se te ocurre siquiera que ninguna escuela te quiere por algo?

—No.

—¿Puedes decir otra cosa que no sea «no»? —Elevé una ceja. Negó con la cabeza pues no deseaba respuesta. Cerró el computador y me miró—. Voy por tu helado. Quédate aquí, ¿quieres? Es lo único que te pido, cariño. De verdad.

Tomó su bolso, una chaqueta y salió.

La vi correr devuelta al departamento cuando me vio rompiendo los cristales desde el primer piso. Se arrojó a mi espalda para arrancarme de la ventana, con los brazos ensangrentados siendo envueltos por su camisa y las lágrimas brotándole a chorros. Me tumbó contra el piso, suplicando, una vez más.

—YA BASTA, BASTA, CARAJO —me escupió, con el helado a un costado de mi cabeza siendo derramado. Removí mi mejilla cuando lo sentí, pero no era frío, solo dulce—. ¡¿Qué pasa contigo?! ¡¿Por qué estás tan mal de la cabeza?! Para de hacerte daño... PARA.

—QUIERO SALIR, NO SALGO DESDE HACE MESES.

—Antes muerta te dejo salir.

—Me asfixias —espeté, revolviendo el cuerpo aunque trataba de sostenerme—, me lastimas, ME LASTIMAS.

—TÚ NO SABES LO QUE ES EL DOLOR. —Su grito le rasgó la garganta, quebrando en llanto. Soltó aquello como si mis primeros diez años de vida no me hubiese tropezado y sentido, como si ella nunca me hubiese cargado en su espalda cuesta arriba, como si no me hubiese acostumbrado a los mimos ante el mínimo dolor.

Porque ella nunca me dejó tropezar una segunda vez, no me permitió enfermarme más de la cuenta, no me dejó comer helado porque sacaba caries y tampoco me enseñó a interactuar con otros ya que los niños le parecían contagiosamente estúpidos. Yo era Prometeo, porque así lo decidió.

—Te detesto —bramé, empujándola con mis brazos llenos de cristales. Cubrió su rostro, no impidió que me fuese a encerrar en la habitación.

Arruinó mi vida.

Llegó con helado más tarde, vendas y una enorme sonrisa. Pasó las últimas horas de la noche luchando contra mis empujones, mis palabras que le recordaban el rencor que almacenaba, y con un helado siendo derramado nuevamente. Pero jamás retiró su sonrisa; ella quería ser madre, juró estar feliz de tenerme a su lado, y pidió más compresión.

«Me esforzaré por ambos.»

—¿Puedes también esforzarte por ambos?

Entonces sonreí, por última vez ante ella, y pronuncié—: No.

Pasé los últimos cuatro años estudiando en casa. Los ahorros que había resguardado desde antes de mi nacimiento para la universidad, los invirtió en una casa, en la zona más de mala muerte de la ciudad, cosa que no refirió un enorme cambio en mí pues seguía viviendo tras las paredes. El dinero que pensó usar para mis estudios previos se agotó con las primeras visitas al hospital.

El trabajo que tenía cuando nací, había llegado a su fin hace tiempo; la echaron porque no podía trabajar remoto en control de calidad.

—De nueve a once te bañarás, calentarás el desayuno que te he dejado, y puedes ver televisión —explicó, lavando mi espalda con agua caliente. En invierno me era difícil saber con qué temperatura bañarme, aunque tenía el termómetro, verter el agua irregular en una cubeta y bañarme a jicarazos seguía siendo «frío» en perspectiva—. A las doce te estará esperando Areli en su comedor, lleva tu mochila para estudiar. Comerás allí a partir de ahora, ¿quedó claro?

—Nop.

—A las cinco te quiero en casa. Nada de irte a recorrer la zona, porque sabes que tengo ojos en la espalda. —Me tronó el cuello, a lo que rezongué por reflejo—. ¿Te quedó claro?

—Déjame. —Me sacudí.

Ariadna, mi madre, trabajaba remoto por las noches en un call center. De mañana hasta tarde, era una empleada doméstica, ya acostumbrada a que le dijeran Doña por su edad, y pensaran que su hijo era en realidad su nieto.

Yo no tardé en adaptarme a la rutina.

Despertar en el sucio espacio, ya que no se hacía el tiempo de limpiar la casa. Tomar una ducha con el termómetro, mientras aprovechaba a limpiar la loza; nunca estaba seguro de si contraería algún hongo o resbalaría hasta abrirme la cabeza. Había moretones que aparecían cada mañana, pero desconocía qué los causaron; me quitaban el apetito.

La televisión, que después de tantas horas mi madre juró que me causaba migraña, pero dormía en seguida tras una noche de desvelo, evitando así que la horrible casa vieja que compramos me desquiciara de una vez por todas.

El aire pesado, asfixiante bajo el sol que me hacía sentir mal, sin dolor ni calor, solo mal. Nauseas. Odiaba salir con el sol de medio día, una mochila más pesada que un ladrillo, y sentarme en el pasillo de la cocina económica de otra vieja idéntica a mi madre.

—¿Quieres gelatina hoy o arroz con leche? —Areli me habló detrás del cristal que daba a la cocina. Le miré de reojo, y volví la vista a la libreta cuando la vi cruzar hacia el comedor—. El menú de hoy tiene gelatina, pero hay sobras del arroz de ayer. Necesito que se acaben, mijo.

—No. Quiero gelatina.

—Contigo todo es difícil —suspiró ella, en un tono suave. Se había hecho amiga de mi madre con rapidez cuando llegamos al vecindario, no me sorprendía. Estaba seguro de que todos eran así de sosos; lo habría confirmado si pudiese recorrer el sitio con libertad.

Solo mi madre, la casa y esta pocilga son mi mundo.

Elevé la vista al ventilador de escritorio que colgaron en una esquina del techo. No estaba hecho para estar ahí, ni estaba instalado, lo habían amarrado con mecate. Achiqué los ojos, escuché la tele que venía dentro de la cocina, algún programa de preguntas y respuestas. El piso verde, como despintado y liso por tantas pisadas, me pareció más horrible que otros días.

La miseria.

—¿Tú madre no te meterá a preparatoria? Casi cumples 16, ¿no? —Areli me habló. Yo fingí centrarme en mis matemáticas—. Podrías entrar con mi nieto a su escuela de síndromes, es becado.

—Soy una enfermedad.

Pasé la hoja, y comencé a rayar su mesa de plástico que tenía el logo de una bebida ya casi invisible. Cubrí la mitad de mi rostro al ver a un sujeto menudo cruzar el umbral.

—Vendo... —habló, como si no hubiese pasado hace veinte minutos—, imanes... tengo... este... y este...

Comenzó a ponerlos sobre mi mesa. Estiré mi espalda, éramos casi de la misma altura pero lucía más alto por su delgadez. Su rostro como chupado, bobo, acompañado de los movimientos torpes al poner imán tras imán a mi vista. Estuve por cambiarme de asiento.

—No, gracias. —Fui cordial.

—Los tengo a cincuenta... y cien... —Señaló. Me dio una sonrisa, mostrando quemaduras por el sol en su piel tostada. Sacó un fajo de billetes de poco valor, los puso sobre la mesa y me expuso uno de cien—. ¿Tendrás... cambio?

—No.

—Nadie... quiere... cambiármelo... —Se giró hacia la señora. Su caminar raro me hizo quitarle el ojo, en su lugar, solo ver el dinero que dejó a mi lado—. Señora... ¿Me cambiaría... el billete?

—No, no. No tengo cambio. —Ella también mintió, haciendo ademanes para que se perdiera.

—Nadie... me quiere cambiar... el billete... —Y volvió a mi mesa, agarrando sus imanes y dinero, para ir hacia la calle—. Nadie... quiere... Nadie me cambia... el billete...

Será por algo, imbécil.

—No vayas a terminar como él, que no sabe diferenciar un billete falso —me advirtió Areli, sirviendo arroz frito con calabazas en una charola de unicel.

—No soy como él —expresé, atento a mis tareas—, no soy retrasado.

—Pero tampoco vas a la escuela —agregó.

La punta del lápiz se me partió sobre las tareas que mi madre había impreso de una página web. El ejercicio diario que hacía por un canal de deportistas que ella seleccionó. La comida que ella pidió que me dieran. ¿Qué evitaba que fuese un retrasado? Un inútil sin autonomía más allá de lo que la televisión me mostraba en horarios nocturnos.

Me causó risa replantearlo, así que comencé a borrar mis respuestas.

—Ese chamaco iba a tu escuela. Lo echaron porque no se adaptaba a sus compañeros. También a mi nieto, que porque la sordera lo hace difícil de tratar... —Areli caminó hasta mi mesa con el plato—. ¡No has avanzado nada! Tu madre se enojará, mijo. ¿No pudiste entender algo así de básico? Si es lo mismo que ayer.

Es lo mismo de ayer, de antier, de hace una semana, del mes pasado.

—Si no puedes darle educación básica a tu hijo, reconsidera lo que haces como madre —espeté, arrojando la libreta al sofá tan pronto entré a la casa. Ariadna me observó desde el pasillo, con sus pies descalzos, arrugados, ella también acababa de llegar del trabajo—. Ni siquiera salud me has dado.

—Cariño.

—¿Por qué no trabajo de una vez? —Abrí el grifo, lavándome las manos para después abrir la repisa de arriba en búsqueda de sopa o algo para cenar.

—Ya estoy muy vieja para que peleemos en la noche —añadió, entrando a su habitación. No cerró la puerta—. Apaga las luces, ¿quieres? Mañana es un día largo.

Abrí la sopa y encendí la estufa. Pude escuchar su grito pedirme que tuviera cuidado, que la soplara antes de comerla, que no agarrara el pocillo con las manos desnudas.

—Ya, déjame en paz.

—El día que te haga falta, me lo agradecerás.

~•~•~•~

—Hoy son fórmulas más avanzadas. —Areli se inclinó para ver las impresiones sobre la mesa—. No puedo calificarte estas.

Dejó el jugo de naranja a un costado. Seguí concentrado en la última ecuación. Quería pasar a la siguiente materia, me entretenía solo confirmando mis errores al finalizar, con la hoja del reverso.

—Aquí está de nuevo... —La señora detrás de mí suspiró al ver al joven retrasado sobre la calle.

Venía hacia nosotros, pero un grupo de hombres y señoras lo empujaron. Reí cuando lo vi tropezar. Habría vuelto a mis estudios de no ser por los rostros alarmados.

Areli pegó un grito al interior de su cocina, a su marido, antes de salir con la oreja parada preguntando por lo sucedido.

—Después de esta calle, ¿ubica la casa esa de dos pisos, blanca, bien linda? —El don sudado de piernas robustas se acercó al local—. La de la señora extranjera, que siempre está de viaje.

—Estamos llamando a la policía, porque el olor de gas es enorme. Se le habrá roto o abierto una válvula.

—¿Es la casa de la señora Evelyn? —Areli obtuvo todas las respuestas positivas, igual que yo en mis últimas hojas, pero no pude alegrarme por los resultados—. CIPA, tu jefa trabaja los martes ahí, ¿cierto?

—Verga... —Maldije, cerrando mi libro con apuntes—. Iré a buscarla. Ha de estar histérica tratando de comunicarse con la señora.

Dejé mi mochila sobre la silla. El retrasado trató de hablarme una vez pisé la calle, pero aparté su rostro con una mano para echarme a correr cuesta abajo. Acababa de comer barbacoa, así que mi estómago me causó molestia, como si estuviese lleno de algo incómodo. En mi garganta, atorado.

Pensé que a eso le llamaban agruras.

Saliendo de nuestra zona, de calles estrechas, parecía otro mundo. Había ido en una ocasión para alcanzar a mi madre, pero nunca dejaba de sorprenderme la diferencia abismal en que vivíamos. Varios vecinos rodeaban la casa de pilares blancos, donde la puerta principal yacía abierta.

Me indicaron que no entrara, pero crucé con la excusa de buscar a mi madre; cinco escalones me llevaban al pasillo principal. Cubrí con mis mangas mi nariz hasta llegar a la cocina, donde pude ver la espalda de mi madre junto a una puerta auxiliar.

—¡¿Qué mierda haces aquí adentro?! —Tiré de su brazo, pero me contuve al ver que también se tapaba la nariz—. Sal de una vez. Voy a cerrar el gas, ¿dónde está?

—Estaba metiendo latas al almancén y golpeé la válvula —sonó preocupada, como en shock. Imaginé que estaría mareada, así que la aparté para permitirme el paso.

El sitio no se comparaba en nada a nuestro hogar. Los pisos eran blancos, del tipo que podías verte andar en ellos. La cocina espaciosa, con una isla en la que se apoyó mientras me miraba entrar al almacén; allí habían latas y guardados como para cubrir un año entero de necesidades. Y las válvulas de gas, tenían las tuberías pintadas de blanco y dorado.

—¿Lo estabas cerrando al lado contrario? ¿Qué te pasa? —Grité cuando sentí que estaban flojos. Dejé de cubrirme el rostro y usé ambas manos para cerrarlo con fuerza.

Me levanté y le observé de lejos. El aire era espeso, los ojos me ardían. No sabía cuánto tiempo llevaba la casa así, nadie quería entrar, permanecían a distancias seguras. Pero ella parecía haber estado paralizada en el mismo sitio por bastante tiempo, con el olor de gas impregnado hasta en su cabello canoso.

—La señora no sabe nada... me despedirá si se entera —la oí sollozar, así que salí incrédulo del almacén—. Ha sido amable con nosotros, me deja llevarme las sobras. Y ama mucho su casa.

Las sobras.

—¿Hay más ventanas? —Posé una mano en su hombro, dándole un empujón al frente—. Ábrelas, lo haré también.

Estuvimos unos minutos más abriendo ventanas. Me paré cerca de la entrada principal a observar la puerta que daba al garage automático. Yo no tenía teléfono, pero salí de la casa para pedirle a varios sujetos que no se acercaran en llamada, ya que la electricidad podía causar una reacción en cadena.

—Niño, ¿pudiste cerrarla?

—Sí, está todo bien... Solo cuelguen, por favor. Abrimos las ventanas para que se ventile.

—¡¿Abrieron todas las ventanas?! —Un sujeto sudado llegó corriendo, abrazando a una mujer de la multitud—. Estaba hablando con la dueña. Puedo entrar a seguir ventilando. Tiene varios objetos de valor dentro.

—Sí, entre... —Giré con desdén, pero me petrifiqué al no ver a mi madre. La vieja no estaba ahí, ni en la entrada.

Sentí ese punzón en mi cerebro, de lo que sea que fuese el dolor.

La encontré nuevamente parada en la cocina, frente a la puerta del almacén, pero con la vista a algún pasillo profundo de varios metros. Su espalda lucía más pequeña que antes, quizás porque me había hecho más alto que ella, y su cabello cada vez más blanco, apenas era visible entre la densidad.

—Dios, ¿qué haces aquí? Salte, por favor... —Giré su hombro, casi rogándole que dejara de hacerse daño. Sabía que respirar tanto gas le había jodido el cerebro.

—Es que... el piloto del boiler está prendido —habló.

Arrugué el entrecejo. Le preocupaba la casa. La casa que no era suya, como el cuerpo que no era suyo.

Había visto a mi madre pasar de ser dulce, a ser amarga, a ser débil; a ser la señora que pagaba por el aseo, a ser la que se llevaba las sobras de su «señora». Sentí mi mandíbula tensarse, y el coraje apropiarse de cada tendón en mis brazos.

—Yo no puedo dejar la casa así, es mi trabajo... —Apenas pronunció, en un hilo de voz. Me pareció que por primera vez algo le importaba más que mi propia vida.

—Mamá, sal. Déjalo así, yo me encargo. —Pero no pude enojarme, no contra una anciana que ya no podía ver más allá del peligro.

Pasaron dos cosas en ese instante que retrocedí. Acompañado de la voz del sujeto que acababa de llegar a escena, escuché el crujir del garage: habían abierto el portón eléctrico.

La segunda fue más simple: todo se incendió.

Tan pronto vi el fuego al final del profundo pasillo, giré en mis talones y subí a mi madre en mi espalda, sin sentir el dolor de lo que crujió en mi espalda debido al peso. Di grandes zancadas por la cocina, apenas tres antes de toparme con los escalones que daban a la entrada; cinco, que no recuerdo haber pisado antes de llegar al garage.

Volteé atrás, percatándome de las pequeñas flamas que cubrían el lado izquierdo de mi cabello, parte de mi rostro expuesto me hizo cerrar el ojo, incapaz de ver con claridad a mi madre sobre mí.

Alguien la arrebató de mi espalda, haciéndome caer al piso como si me hubiesen arrebatado un núcleo de energía. Tropecé hasta que me pegó el sol, y desde el suelo la pude ver de pie. Su piel en cuestión de segundos pasó de roja a tornarse morada y blanca, marmoleada. La blusa que llevaba encima se le había pegado a la piel.

Dos vecinas la agarraron de los brazos. Un señor comenzó a gritarme en mi cara, aterrado, pero no le escuchaba. Mis oídos estaban ahogados.

—¡¿QUIÉN FUE EL IMBÉCIL QUE ABRIÓ EL GARAGE...?! —Me agarré del cuello de su camisa, gritándole de vuelta.

Cayó al piso conmocionado. Me levanté como si no fuese humano, me sentí así pues todos me miraban no como los niños de mi escuela alegres, sino verdaderos adultos horrorizados. La policía ya estaba en el lugar, pero no había ambulancias aún, solo una camioneta a la que me arrastraron tan pronto me acerqué a mi madre.

Mi mano sangraba, al igual que un pedazo de mi mejilla, pegajoso. El sujeto de la camioneta me dijo que estaba demasiado rojo, que nos llevaría a urgencias, en el hospital más cercano, uno privado. El civil estaba muy lejos y ahí nos llevaría la ambulancia, pero por los gritos de mi madre, no aguantaría tanto.

Me apoyé en las paredes de la Van, mientras mantenía el ojo sobre ella. Su piel se ponía cada vez peor, como si siguiera quemándose. El olor de gas se enfrascó. Todas nuestras ropas apestaban.

—¡¿Cómo se llama tu madre?! —Me gritó al descender en el hospital. Miré sus cabellos pelirrojos, y balbucí la información que pidió—. Mierda, mierda, no traigo tarjeta. ¿Tienen dinero? ¡¿Tienes tarjeta de crédito?!

Es hospital privado.

Urgencias no atiende si no pagas primero.

Me aparté cuando otras personas pusieron a mi madre en una silla de ruedas. El tipo que decía conocer a la señora de la casa apareció con su esposa, haciendo un escándalo para que le permitieran ingresar. Desconocidos tiraron de mi brazo y vi cómo la forzaron a cruzar la puerta de urgencias tras varios golpes a la unidad.

—PUTOS FRÍOS... —El pelirrojo le gritó a los médicos que salieron ante la situación.

—¡Este hospital no tiene la certificación del CENIAQ! —Gritó una mujer de túnica blanca. Las recordaba, desde que cumplí 10 años, esas criaturas llamadas médicos—. No tenemos una Unidad de Cuidados Intensivos de Quemados. Los Ángeles no estamos equiparados para su urgencia.

A mi madre ya la habían puesto en una camilla por las fuerzas. Apenas mis ojos rodaron sobre su cuerpo, que hace poco había dejado de gritar. Se había reducido a los quejidos leves. Volví mi vista al frente, quieto; sentí que perdería la conciencia en cualquier momento.

—Aquí no podemos hacer nada. Tienes que conseguir una ambulancia que venga por ella y la lleve al civil. —La mujer señaló el cuerpo del pelirrojo, pero sentí que me apuntó a mí. El barbudo miró en mi dirección—. Si no pueden, solicitaré una privada. Necesito que alguien permanezca por el costo de esta.

Estuvimos media hora dentro de la ambulancia del hospital Los Ángeles, afuera del hospital civil pues no había camillas para recibirla en este último. Durante ese tiempo, la piel se le siguió quemando.

No tenía idea de que, si no se aplicaban pomadas, las capas de piel iban una por una quemándose hasta cierto punto. Me dijeron que incluso el agua de garrafón, tibia, podía ayudar. Sus quemaduras de segundo se fueron a tercer grado, antes de que me enseñaran todo eso. Pensé que quizás mi madre lo sabía, que lo había aprendido por mí.

Para cuando yo lo hice, la tenía muerta en una ambulancia.

«Se ha tomado la decisión de llevar acabo un cambio en la Secretaría de Educación Pública. A la maestra, A...»

Me senté en el piso a mordisquear los pedazos de lechuga que se me cayeron al suelo. Rasqué mi cabeza, aunque los vendajes me estorbaban. Quise arrancarme los algodones en mi mano para comer mejor, pero sabía que no debía hacerlo.

«Deseo aprovechar a presentarles... a quien va a sustituir a la maestra Ana. Se trata de otro profesor, que ha servido diligentemente como director del colegio privado...»

Con mi ojo derecho que era el único ausente de vendajes, miré el televisor. Escupí una piedra pequeña que había tragado con la lechuga, de la mugre en en el piso.

«David Murat no solo tiene como profesión ser maestro. Ha sido una persona ejemplar, a quien conozco desde hace tiempo y ha estado presente en cada monitoreo de medios. Atenderá sus demandas a partir de hoy como la persona responsable de la Secretaría de Educación Pública del país.»

Los aplausos inundaron la pantalla. Las sonrisas. Los buenos deseos.

Yo me solté a llorar sobre el plato de comida que Areli me había dejado después del funeral.

~•~•~•~

Albin, el presidente del club de consejeros, me parecía subnormal.

Como aquel retrasado del comedor, insistiendo con lo mismo una y otra vez. Como mi madre, parada de espaldas hacia la cocina. O como yo, un individuo desfigurado por el fuego.

Le miré por sobre encima del hombro, con mi ojo izquierdo. El maquillaje que usaba sobre esa zona me costó años de práctica. ¿Había notado aquello? Nunca lo dejé tocar. Nunca le permití acercarse lo suficiente. Cuidé cada detalle porque de eso dependía mi vida.

—¿No sientes calor ni frío? —Preguntó—. ¿O tampoco percibes el dolor?

«Percibir», manera delicada de decirlo.

—Prometiste que te meterías en tus propios asuntos. —Arrugué las servitoallas.

—¿Estás con más personas? —Sus preguntas comenzaron. Llevaba una peluca oscura, pero le hacía falta el maquillaje al igual que los pupilentes. Rasqué mi ojo de la frustración, sintiendo también cómo se movían mis lentillas tras los párpados—. ¿Siquiera eres menor de edad?

—Te llevo un año. —Cerré la botella de agua.

Vi cómo se reincorporó fuera del escritorio. La corbata amarilla del uniforme siempre me causaba disgusto, en contraste con el azul oscuro del saco, los guantes grises que llevaba puestos, y ese cubrebocas sobre la madera; jamás había usado uniforme hasta ese año.

Hacía ver patético a cualquiera.

—¿Por qué demonios haces esto? —Se cruzó de brazos. Sus pecas se extendieron cuando elevó las cejas. Me era extraño verlo serio, con calma. No supe si actuaba o así era detrás del teatro que montaba cada mañana.

—Nada personal.

Jalé una de las sillas que estaba en el medio del club, hasta posarla frente a su escritorio. Tomé asiento, me incliné al frente y le miré. Pude ver la sangre de su cuerpo a través del iris, gracias al reflejo natural de la luz.

—Planeo exponer casos de acoso escolar, de distintos colegios, si están en el centro de las noticias mejor. Alguien de arriba no está haciendo bien su trabajo, y quiero que sufra —pronuncié, mirándole torcer el rostro—. Jiji, jaja. Eso es todo. ¿Satisfecho? No es tan complejo.

—¿Quieres joder al director? —Negué con la cabeza—. ¿Al presidente? Bueno, me fui muy arriba. ¿Hablas de la Secretaría de Educación?

—Solo un sujeto.

—Genial. Puedo ayudarte.

Había pasado diecinueve años de mi vida jodiendome el cerebro y el cuerpo, pero nada me había preparado para encontrarme con un albino. Un trastorno genético, una mutación, que producía no solo una reducción o ausencia total del pigmento melánico, también condenaba los portadores de ese gen a vivir como animales condenados al ostracismo. Nadie quería mezclarse con ellos.

En mi caso, no fue su albinismo lo que me alertó que me apartara, sino su persona. Albin era un chiflado de remate.

—Estás jodido, en serio. —Me levanté, incrédulo—. Mira cómo se encuentra Hipocondríaco, ¿crees que quiero tu ayuda?

—¿No se encuentra así por tu culpa? —Me tensó. Sus ojos, que parecían morados o azules a distancia, fueron amenazantes—. Dijiste que alguien hizo más grande su situación. ¿No grabaste tú la escena? Su ataque de pánico, que fue expuesto sin escrúpulos. Tú lo jodiste.

—Estaba en el lugar perfecto. —También le miré con fuerza, no iba a ceder.

—No querías arruinar a Hipo, querías arruinar el PLJ.

—Quiero joder al secretario de educación pública.

—¿Es tu padre? —Preguntó. Albin realmente pensaba más de lo que podía imaginar; no supe si reír por la creatividad, me resultaba fascinante que alguien fuese tan degenerado mentalmente.

—El simplemente no se hace responsable de si un alumno muere o es inocente. —La di su respuesta.

—¿Y no sientes culpa?

No supe a qué iba todo eso. Porqué insistía en saber, si su intención era delatarme, usarme, o apoyar mi causa. No le necesitaba más, lo que había hecho era suficiente.

Yo no ganaba nada permaneciendo allí, ni explicándole mis razones. Es más, había perdido dinero esa madrugada invitándole la comida, incluso por llevarle unas jodidas chanclas.

Los estudiantes me asustaban, nunca podía acostumbrarme a ellos. Y fui un imbécil al creer que no lo notarían.

—Dejaré la escuela. No tiene sentido que me quede más aquí... —Me puse la gorra, y caminé al otro extremo por mi mochila—. No te pediré que no digas nada.

—Inso, o CIPA, da igual. De verdad te ayudaré, y seré sincero. Esto lo hago por el club, puedo ayudarte de otras formas que no sean las que ya me comprometen —habló sobre su propio error, sonriente y entre suspiros, casi rogando–. Si te vas así, no podré mantener esto. No solo el club, toda esta mamada, ¿sabes?

¿De qué mierda me está hablando?

—Y Gracias por abrazarme el otro día, incluso siendo consiente de que podía descubrirte. Estoy teniendo compasión por ese gesto. —Aquellas palabras me hicieron joderme a mí mismo por no percatarme del error—. Esos brazos no me engañan, cariño, solo andaba confirmando mi sospecha. ¿Pero... tan pronto quieres dejar la escuela?

—¿Por qué quieres dejar la escuela? —TDAH entró, con los ojos hacia arriba para verme sin apuntarme con la cabeza—. ¿Vas a empezar a chambear o algo así?

Esto se complicó. Debo avisarle al resto.

—Nah. Nah, ignóralo. —Albin se encogió de hombros, con las manos al aire—. Discusiones de pareja.

—¡¿Son pareja?! —La pelona me gritó. Yo le vi horrorizado.

Se complicó para la mierda.

• • •

UN EXTRA DE NONO, QUE EN REALIDAD ES CIPA.

FUAAAA, no he pegado el ojo en toda la noche. Disculpen los errores de tipográficos, encontré el tiempo para actualizar pronto... en mis horas de sueño.

Vg, tengo mucho de que decir. Empezando por su nombre de niño: Prometeo.

Su madre, de la que realmente no tengo palabras. Ni de él mismo. Es un personaje... ¿Moralmente gris?

Este extra es completamente diferente a cualquier otro capítulo de Línea Azul, porque es un contexto muy distinto. Es alguien que dejó la escuela desde primero de secundaria, básicamente. Y no está influenciado por adolescentes como los demás.

Fue bastante pesado y complicado escribir esto. Pero he terminado. Necesitaba sacarlo de mi cabeza.

He de decir que el caso de la explosión del boiler es real. Pasó en mi colonia hace dos años. El que sacó a la mujer del aseo fue un hombre, amigo mío, que llegó a la cena de navidad de mi casa con quemaduras en la cabeza para contarnos lo que le sucedió una semana atrás.

¿Cómo se encuentran? ¿Qué les ha parecido CIPA? ¿El extra en general?

Ya sé, puse So Long, London GAHAHAH. Les quiero mucho. Espero tengan un gran inicio de semana!!

Recuerdo hacer en cada boceto e ilustración de CIPA su cicatriz, en el rostro, aunque ahorita solo tengo en el teléfono esta versión.

Les amo.
~MMIvens.

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