La habitación era roja con un suelo de escritorio recién barnizado. Las sabanas caían como cortinas descubriendo el lecho. La ventana se apagaba, no era más que una pieza gris donde los amantes miraban para olvidar pesares. Que he llegado aquí, que este es mi cuarto. La colcha sobre mi cuerpo y el día esperándome tras la puerta del refrigerador. Amaneceres abandonados, con el calendario al fondo de las pantuflas. Los armarios en desorden, los ayeres metiéndose en el suéter del mañana. Pasa el día y la tinta de los bolis sigue bajando, hasta que deba comprar otros. 

 Yo estaba sentada a la mesa, esperando una bebida y lo vi. Vanessa me oía mientras elegía pendientes: - Usa tu corazón de anzuelo, pero resguardado. Que nadie alcance a verlo. Que la desnudez es un ocio que no tiene valor. - dijo de repente. Vanessa siempre habla como si fuera más adulta que yo. En fin, al cabo dentro de cinco minutos yo también empezare a vestirme. Pero ella necesita esta vida social más que yo, así que cinco minutos más.

Recuerdo cuando la casera me detuvo por escaparme una noche: -Mienteme - dijo entonces-  porque llegará el día en que de ello penda tu honra. Pero estate atenta, que a ti te engañarán y tus amigas te venderán. - No por nada la estimo tanto, siempre con su bata de gitana y sus medias algo rotas. Tenía razón mi casera. Y aunque Vanessa siempre tiene la suya, fue cierto. Ya dos veces me han vendido. Oh. Han pasado ya más de treinta minutos ¿Que importa? Si todavía el sol no se oculta.