Arrodíllense
Advertencia: Éste capítulo contiene violencia, crueldad y lenguaje soez.
—¡Cállate, mocoso de mierda, cállate!
Ordenó una mujer alta de cabello negro, mientras corría por los callejones de la ciudad. ¡Maldita la hora en que decidieron hacer la ceremonia ahí! ¡Una ciudad más grande le habría permitido escapar o escabullirse más fácilmente! Pero ya era tarde, tenía que seguir con el plan a como diera lugar. Siguió corriendo, las sirenas sonaban y el bebé que tenía entre los brazos siguió llorando.
«Mierda. ¡Mierda! —pensó angustiada—. Si me descubren, será nuestro fin. Pero si no llevo al niño, seré castigada... ¿Qué debo hacer?»
Por cinco minutos, la mujer se debatió sobre lo que debía hacer, hasta que al final optó por lo seguro: huir sin el niño. El problema es que no sabía donde dejarlo... Siguió corriendo, pero un resplandor intermitente de color rojo y azul hizo que se ocultará tras la pared de un pequeño callejón.
«Que no me vean. Que no me vean. Que no me vean», imploró, con los ojos fuertemente cerrados, mientras que con una mano le tapaba bruscamente la nariz y la boca al infante.
El automóvil pasó de largo, y la mujer dejó escapar un largo suspiro de alivio y retiró su mano. Al abrir los ojos, se encontró con lo que podría ser la solución de sus problemas: un contenedor de basura.
Con pasos torpes se dirigió al objeto metálico y, con esfuerzo, levantó la pesada tapa negra. Una vez abierto el contenedor, dirigió su atención al niño, quien intentaba llenar de aire sus pequeños pulmones, y lo tiró. Esta vez puso ambas manos en la tapa y antes de volver a cerrar el depósito, soltó una áspera carcajada y con una horrible sonrisa, dijo:
—¡Ojalá y te coman las ratas, pequeño engendro!
Con un estruendo, la tapa chocó con el metal y la mujer salió huyendo, sin importarle el llanto o el destino del pequeño recién nacido.
Corrió por diez minutos a toda velocidad hasta las afueras de Royal Woods, sin importarle el ardor en su pecho, ni la pesadez de sus piernas. Lo único que le interesaba era salir de aquel maldito lugar. A lo lejos vio una camioneta todoterreno de color gris y apretó el paso. Al llegar allí, rápidamente se subió al asiento del copiloto. Un hombre de cincuenta años flacucho, feo y calvo que estaba sentado a su lado agarraba fuertemente el volante y con voz potente preguntó:
—¿Lo conseguiste?
—Ehmmm... Yo... Este... —balbuceaba la mujer, llena de temor.
—¡¿Lo conseguiste?! —preguntó impetuosamente, mientras la agarraba fuertemente del cabello.
—¡No! ¡No lo conseguí! ¡Perdón!
—Eres una perra inútil —espetó él, mientras soltaba la cabellera—. Hasta un niño retrasado lo habría hecho mejor.
—Me habrían atrapado —habló ella en voz baja, mientras se sobaba la cabeza—. Lo saqué del hospital, pero la policía actuó más rápido de lo que pensé, así que tuve que deshacerme de esa cosa.
—Como sea.
Sin decir más, el hombre encendió la camioneta y condujo fuera de la carretera por los pastizales y otros terrenos irregulares hasta que llegaron a una antigua cabaña, la cual era rodeada por otros automóviles; todos eran muy lujosos.
Ambos salieron de la camioneta, sin embargo, la mujer se dio cuanta de que su acompañante tenía una mochila deportiva de color rojo colgando en su hombro.
—¿Qué tienes ahí? —se atrevió a preguntar.
Él, sin decir nada, se acercó a ella y abrió la mochila. Vio el contenido.
«Oh...», pensó, mientras veía el cadáver de un bebé recién nacido. Su piel tenía una tonalidad gris, sus labios se encontraban ligeramente morados y no tenía cabello.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Tengo contactos en los hospitales —contestó él—. Un amigo mío trabaja en una morgue y le pedí que me diera el cadáver de algún niño que recientemente haya muerto —la mujer hizo una cara de sorpresa total—. No te preocupes, él no nos delatará. De hecho, él es parte de nosotros. Ahora, andando.
Al entrar a la cabaña, los dos nuevos asistentes observaron expectantes y emocionados el lugar. Sobre sus cabezas, había un antiguo candelabro de color dorado que iluminaba la habitación con velas rojas y negras, las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas de terciopelo negro, los muebles de madera estaban impecables y decorados con cráneos de animales, y en el centro de la habitación había una enorme mesa de caoba, sobre la cual había un cordero degollado y cinco gallinas negras destripadas rodeándolo. Además, había, al menos, otras treinta personas; todas ellas vestían largas túnicas negras que llegaban hasta el suelo y que les cubrían la mitad superior del rostro, aparte de tener velas amarillas en las manos.
—Los hemos estado esperando —dijo una voz detrás de ellos.
Al girarse, se encontraron con un hombre de setenta años, canoso y con una larga barba que le llegaba hasta la mitad del pecho; su porte era elegante, refinado. También vestía una túnica, pero esta era de color rojo y aparte portaba un medallón dorado que tenía grabada la figura de un demonio.
—Sacerdote... —saludó el hombre calvo.
—Señor... —hizo una reverencia la mujer.
—Mi niña —se dirigió el sacerdote hacia ella, mientras le acariciaba una mejilla—, ¿conseguiste el sacrificio?
—Y-Yo... Y-Y-Yo...
—¿Sí?
—Lo siento, señor... Pero no pude cumplir con mi tarea... —bajó la mirada con los ojos cerrados, pero luego la levantó con entusiasmo—. ¡Pero tenemos un repuesto! —se dirigió a su acompañante—. ¡Vamos, muéstrale el cadáver! ¡Muéstraselo!
El antedicho abrió la mochila y una vez más mostró el interior. El sacerdote metió una mano y sacó el pequeño cuerpo sin cuidado. Lo observó sin emoción.
—¿Qué me dice? ¿Está satisfecho? —volvió a preguntar ella con una sonrisa expectante.
—... No has cumplido con lo requerido. Debes ser castigada.
Al escuchar esas palabras, las pupilas de la mujer se contrajeron tanto que parecían las cabezas de alfileres; se echó a los pies del hombre rogando su perdón, pero fue en vano. Por su parte, éste ordeno a otros tres hombres que la agarraran con fuerza, para evitar que se moviera; salió de la habitación un momento y cuando regresó, tenía en las manos un látigo de cuero trenzado grueso y que terminaba en una serie de colas.
—Descúbranle la espalda.
Los hombres obedecieron, haciendo caso omiso del llanto de la mujer. Una vez que la piel quedó expuesta, el sacerdote estiró el brazo hacia atrás y soltó el látigo contra la espalda de la pelinegra; el cuero restalló en su piel. El dolor se extendió por todo su cuerpo y ella aulló. El proceso se repitió veinte veces. La mujer gemía y lloraba de dolor, mientras que su espalda se manchaba con su sangre caliente. De repente, el hombre habló:
—No exageres, mi niña. Sólo te di una pequeña lección. De hecho, deberías agradecerme que no use el látigo con metales cortantes. Ahora vístete.
—S-S-Sí, abuelo —susurró.
Él le aventó una túnica negra a la cara y ella se arrastró por el piso hasta una pequeña habitación, donde se vistió muy lentamente. Cinco minutos después, salió vestida y con una vela igual que las de los demás; se acercó a ellos, terminando de formar un círculo que rodeaba la mesa de caoba.
—Bienvenidos, hermanos —comenzó—. Hoy estamos reunidos para honrar a nuestro señor Mammon, el Dios de la riqueza y el poder. Por años, él ha sido aquel que nos ha colmado de sus bienes y nos ha guiado por el camino de la opulencia. Sin embargo —observó el cadáver del bebé, que ahora se encontraba en el lugar del cordero—, otra vez es tiempo de demostrarle que siempre le estaremos eternamente agradecidos —elevó las manos y el rostro al cielo—. Señor Mammon, te ofrecemos la sangre del inocente, porque ¿qué es una insignificante vida contra el placer eterno?
De su manga, sacó un enorme cuchillo de plata con la hoja irregular y con un solo corte abrió el torso del cadáver, desde el esternón hasta el vientre. Las vísceras se desparramaron sobre la mesa y la fría sangre empezó a fluir, mezclándose con la de los animales que antes yacían ahí. Los presentes empezaron a corear en latín:
—¡Mammon est via! ¡Mammon est verum! ¡Mammon est dominus noster!
Luego, el cura tomó con una mano un tarro de aceite y con la otra una vela negra. Vertió el aceite sobre el cuerpecito y lo prendió en llamas con ayuda de la débil llama. La piel se consumía, los órganos se achicharraban hasta parecer pedazos de carbón, los huesos se calcinaban, la cabaña se llenaba del olor a carne quemada y las «personas» seguían cantando.
—¡Mammon est via! ¡Mammon est verum! ¡Mammon est dominus noster! ¡Mammon est via! ¡Mammon est verum! ¡Mammon est dominus noster!
Al terminar de pronunciar esa última palabra, veinte oficiales de policía entraron estrepitosamente al lugar. Todos portaban armas de fuego; desde pistolas hasta escopetas. El jefe vociferó:
—¡Las manos donde pueda verlas!
Pero esto no pareció amedrentar a los partícipes del ritual, de hecho, los enfureció. ¡Nadie tenía el derecho de hablarles así! ¡Todos y cada uno de los presentes era gente importante! Se armaron con lo que pudieron y corrieron en dirección de los oficiales, con intención de asesinarlos..., pero fue en vano, pues ellos empezaron a disparar. Unos miembros morían por un disparo al corazón, a otros les volaban los sesos con un escopetazo y otros eran acribillados en su totalidad, como fue el caso del sacerdote negro. Brazos, piernas, torso, cabeza; todo su ser fue un blanco de tiro que transformó lo que antes era su cuerpo en una masa sanguinolenta y deforme.
Todos habían muerto. Nadie pudo escapar. Ni siquiera la mujer de cabello negro, quien tenía medio cuerpo suspendido en el marco de una ventana...
Los policías hicieron un recuento de los cuerpos. Estaban estupefactos. Todos ellos eran personas ricas o conocidas; desde empresarios hasta políticos. Sin embargo, lo que más les sorprendió fue ver un pequeño pedazo de carne quemada que se encontraba sobre una mesa. El jefe se acercó a ella y se quitó el gorro con una mirada afligida.
—¿Señor Riggs, se encuentra bien? —preguntó un policía de veintiocho años.
—Es él, muchacho —contestó William Riggs, volteando a ver a su joven compañero con tristeza—. Es el niño al que buscábamos...
El muchacho bajó la mirada y observó el cuerpo carbonizado.
«No era un animal... Era un bebé...»
Salió corriendo de ahí y vomitó.
En los reportes policíacos no mencionaron nombres; sólo dieron el número de los miembros de la secta y no ahondaron en los detalles de la muerte del niño. El caso se cerró...
Espero que este capítulo les haya gustado, pero si no es el caso, por favor háganmelo saber. Estos primeros cinco capítulos los había subido primero a Fanfiction, y si bien, la recepción de la historia ha sido buena, a un compañero en específico no le gustó tanto el desarrollo de éste quinto capítulo. No obstante, decidí dejarlo tal y como estaba para ver si realmente cometí tantos errores y escuchar la retroalimentación de más gente.
Por favor, comenten y den sus opiniones. No lo he dicho antes, pero realmente me hace muy feliz leer sus comentarios.
Sin nada más que decir, me despido.
Dark Dragon Of Creation
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