Arrepentimiento
XI
Arrepentimiento
Para cuando dieron las nueve de la noche, la mayoría de los amigos de Lincoln habían dejado la casa. Liam, Rusty y Zach, así como habían llegado, se fueron juntos; los papás de Clyde lo recogieron exactamente a las ocho y media; y Haiku se había ido quince minutos después que él. La única invitada que quedaba era Lucy, quien se encontraba sentada junto a Lincoln en una de las sillas del jardín. Ambos contemplaban el hermoso espectáculo de luces que ofrecía aquel inmenso, oscuro y despejado velo azul, mientras que la Luna se erguía sobre ellos, imponente, iluminando a la pareja con su tenue y perlada luz. Y como si se tratara de una coincidencia, ambos voltearon, cada uno con la intención de decir algo, pero ni una palabra salió de sus bocas. Se encontraban absortos en el rostro del otro, perdiéndose ante el panorama que se les presentaba, sin tener la más mínima intención de volver a la realidad. La piel de la niña, de repente, parecía ser de porcelana, y el cabello del muchacho simulaba finas hebras de plata.
«¿Es esto un sueño?» Lincoln sabía la respuesta: no lo era. Sin embargo, aquel día fue tan quimérico que empezó a dudar de sus propios sentidos. La vasta cantidad de emociones y acontecimientos durante el día lo dejaron completamente agotado. Aunque, por otro lado, también había sido capaz de confesarle su sentir a Lucy; y no sólo eso: ¡ella sentía lo mismo! ¡Ella estaba enamorada de él!
Aquel pensamiento lo hizo sonreír, no sólo por la alegría que le causaba la reciprocidad de sus sentimientos, sino también por la ironía de la situación: ambos enamorados uno del otro, pero incapaces de vociferar sus verdaderos deseos. Oh, Lincoln se sentía como un cobarde; pero uno realmente suertudo. Tenía que admitir que la situación se acomodó a su favor para reunir el valor de confesarse a la niña. Sí, siempre que hablaba con Lucy en la escuela trataba de propiciar situaciones en las que estuvieran los dos juntos —solos, obviamente— y revelar sus sentimientos. Pero le era tan difícil hacerlo; le tenía pavor al rechazo, pues sabía lo que podía hacerles a las personas. Y odiaba decir que lo sabía de primera mano, ya que él mismo había rechazado a varias de sus compañeras en el pasado. Intentaba ser lo más gentil que podía; les decía que él no era lo suficientemente bueno para ellas, que encontrarían a alguien mejor y que cualquier otro chico estaría encantado de hallarse a su lado. Les sonreía, las abrazaba, les daba ánimos, pero todas acababan igual: llorando. Algunas con más intensidad que otras, pero el dolor siendo el mismo. A veces recibían el abrazo, a veces se desasían violentamente; había quienes aceptaban el rechazo y otras que no se resignaban a su decisión. Todo eso era un claro ejemplo del riesgo al que se exponía si se confesaba con Lucy, y si era sincero consigo mismo, no creía que pudiera retener las lágrimas si ella decía «No».
Pero luego vino a su mente el recuerdo de todo lo acontecido con Lucy hace unas horas. Había aprendido tantas cosas nuevas de la niña, desde su inusual apariencia hasta su sentir sobre su familia y ella misma, y se preguntó qué tanto más difícil habrá sido para ella confesarse con él. Alguien con tantas inseguridades, incomprendida por sus compañeros, molestada por bravucones y evitada («Y maltratada», pensó Lincoln con amargura.) por su familia, no tendría ni la más mínima pizca de valor para llevar a cabo esa hazaña.
La falta de amor y atención por parte de las personas que, se supone, debían cuidarla y protegerla de todo mal había penetrado en lo más profundo de su subconsciente. Ya no era algo que pudiera controlar, simplemente era más fuerte que ella. «Horrible», «fea», «fantasma». Lincoln seguía sin poder creer las palabras que Lucy utilizó para describirse a sí misma. ¡Era absurdo! Pero era la realidad: su niña, aquella a la que él veía tan hermosa, sufría enormemente.
Por un momento, resintió el peso de una culpa que, hasta ese entonces, era ajena a él. Miles de pensamientos invadían su cabeza: «Si yo me hubiera dado cuenta antes», «Si yo la hubiera defendido mejor», «Si yo la hubiera cuidado», «Si yo la hubiera protegido», y un largo etcétera. Todo se resumía en un «Si yo la hubiera...», pero ya no había nada que pudiera hacer. El daño estaba hecho, y él no hizo nada para evitarlo.
Quería llorar. Sentía que, de alguna manera, no merecía toda la felicidad que había recibido a lo largo de su vida. Se comparó con Lucy y llegó a la misma conclusión una y otra vez: tenían tanto en común. Además, Lincoln consideraba que ella, al igual que él, nunca buscaba causarle daño a nadie. La consideraba —la veía— como una niña buena. Y si ese era el caso...
«¿Por qué yo debo ser feliz cuando ella está sufriendo?»
Antes de que las lágrimas bajaran por sus mejillas, sintió cómo Lucy agitaba su hombro y la escuchó hablar.
—¿Lincoln?
Tallándose los ojos con el antebrazo, el mencionado volvió a fijar su atención en Lucy y contestó:
—Dime.
—... No..., nada...
—No, Lucy, dímelo.
La niña se frotó las manos con una expresión avergonzada, fijó su mirada en su regazo, como si fuera lo más interesante del mundo, y habló:
—Es sólo que... Bueno... Yo... —inhaló profundamente y luego soltó todo el aire lentamente—. Gracias.
Esa frase tomó desprevenido al muchacho, quien preguntó:
—¿Gracias? ¿Gracias por qué?
—Por ser tan lindo conmigo..., por aceptarme como soy...
La sorpresa de Lincoln fue tal que, por un momento, olvidó la sensación húmeda de sus ojos y su vano intentó por lucir fuerte frente a la niña. Tenía los ojos tan abiertos que la luz de la Luna logró hacer que se vieran aún más cristalinos que antes. Sin pedir permiso, se acercó a ella y la abrazó. El contacto fue accidentado y algo precipitado. Lucy no pudo identificar cuál era la emoción predominante; había ternura, calidez y consuelo; pero también cierta pena, aflicción y dolor.
Lincoln, haciendo uso de todo su autocontrol, habló lo más normal que pudo.
—Lucy, no tienes que agradecerme nada de eso. De hecho, ni siquiera debería ser algo para agradecer.
—¿Eh? ¿Por qué?
—Porque la aceptación es algo que todas las personas deberían dar. ¡Y más si esas personas son tu familia y tus amigos!
—Pero Lincoln, ya te expliqué que...
—Sí, Lucy —la interrumpió—, entiendo lo que me explicaste. ¡Créeme que lo hago! Pero el hecho de que lo entienda no significa que lo pueda ver como algo natural.
—¿Q-Qué? —preguntó ella, pasmada.
—Mira, el hecho de que te sientas así no es normal. Eres una niña tan hermosa, linda y adorable; además de interesante e inteligente; ¡eres perfecta!
—L-Lincoln... —tartamudeó ella—, y-yo no...
—No te atrevas... —susurró él—. No te atrevas a decir que no eres nada de esas cosas, Lucy. Tú eres eso y mucho más.
El muchacho se separó de la niña y, sin pedir permiso, hizo a un lado el espeso flequillo negro que cubría sus ojos. Lucy, al principio, se sintió sobresaltada y quiso apartar la mirada; no quería que él viera sus feos ojos, no quería presenciar su rechazo y temor. Pero la mano de Lincoln sobre su mejilla izquierda, acariciando suavemente su piel, la hizo desistir. Se atrevió a verlo a la cara y notó que su expresión sólo reflejaba ternura y adoración. «Nadie puede fingir esa mirada...», pensó, entregándose poco a poco a la paz y la felicidad.
Lincoln se acercó lentamente a ella y volvió a besar su frente con todo el amor que era capaz de expresar. No se parecía para nada al que le había dado en el baño; las sensaciones eran mucho más intensas que antes, siendo capaces de hacer a un lado todas las inseguridades que la aquejaban. Y por primera vez en su vida, Lucy sintió que realmente poseía cierta belleza.
En cambio, la persona que se sentía cada vez más como un monstruo era Lori Loud, quien conducía a una lenta (muy impropia de ella) velocidad. Si alguien le preguntara por qué iba tan despacio, ella contestaría que deseaba que su hermana menor disfrutara un poco más de la compañía de su amiguito, o que simplemente no tenía prisa esa noche. Pero la realidad era otra, y le daba tanta vergüenza aceptarla: no quería encarar a Lucy, no después de lo que le hizo. Desde que vio a la niña huir del ático y sentir escozor en su palma derecha la culpa la asfixió. No quería lastimarla. Es más, nunca se creyó capaz de hacerlo, por más que lo deseara. Pero verla ahí, haciendo quién sabe qué, hicieron que todo su raciocinio desapareciera. Los temas que tenían que ver con el esoterismo y la magia eran tabú para ella.
Los más grandes y absolutos tabúes.
No es que ella fuera la más religiosa del mundo. Ni siquiera se acercaba a lo que muchos calificarían como una «mujer de fe», pero desde la muerte de su hermanito y enterarse paulatinamente de las condiciones de ésta, hicieron que desarrollara un profundo odio contra todo lo que estuviera relacionado. «¿Y cómo no estarlo?», era lo que siempre se decía. No tenía razones para intentar ver aquello de otra manera; hacer eso no le regresaría a su hermanito. Nunca lo haría, y eso la destrozaba por dentro.
Incontables veces, en su niñez, se había arrodillado en su habitación y rogado a Dios que le devolviera a su hermanito. Decía de todo: que sería la mejor hermana mayor del mundo, que siempre lo trataría con amor, que lo cuidaría con su vida, que no volvería a portarse mal, que siempre obedecería y apoyaría a sus padres, que tendría más paciencia con Leni, que no volvería a quejarse por comer algo que no le gustaba, y la lista se hacía más y más larga. No importaba la dificultad, Lori estaba dispuesta a cumplir cada una de sus promesas. Pero con el pasar del tiempo, su esperanza se apagaba lentamente; hasta que, finalmente, un día aceptó que lo que sintió aquel día en el hospital era verdad. Lo supo, más nunca quiso reconocerlo: su hermanito, su amado hermanito, estaba muerto. Muerto, porque alguien se lo arrebató.
Conforme iba creciendo, intentaba averiguar los detalles; quería saber qué fue lo que pasó. Pero la realidad era que, inconscientemente, necesitaba echarle la culpa a alguien; necesitaba vaciar toda la rabia y rencor que había acumulado desde aquel fatídico día. «Debe haber alguna explicación. Debe haber una explicación.» Desesperadamente buscaba una, pues ella se rehusaba a aceptar que muchas veces las cosas pasaban sin razón aparente.
Como se dice por ahí: «El que busca encuentra». Y ella, para su buena o mala fortuna, encontró la tan ansiada explicación en su tía Ruth, quien no tuvo reparo en contarle cada detalle del caso, mostrarle las noticias de aquel día y repetirle todo lo que Lynn y Rita le compartieron.
Las descripciones fueron tan gráficas, explícitas y violentas para una Lori de diez años, pues rompió a llorar como no lo había hecho en mucho tiempo. Gemía, gritaba, se agarraba la cabeza, se tapaba los oídos; y Ruth la veía, impasible, indiferente. Por un momento se preguntó por qué fue tan cruda al contar las cosas, pero obtuvo su respuesta al recordar el rostro de la niña deformarse en una mueca de horror puro. Su expresión... Su expresión al comprender la verdad la inundaron de una sensación cercana al placer. No era maldad. ¡Todo lo contrario! ¡Ella, Ruth, había hecho algo bueno! ¡Realizó un acto de bondad desinteresado y genuino! A la pobre niña la mantuvieron en la oscuridad por tanto tiempo, pero ya no más; porque llegó a mostrarle la luz. Una persona tan recta y virtuosa como ella tenía la obligación de guiar a las personas a la verdad, por más que ésta doliera.
Los padres estaban furiosos; lo único que frenaba a Rita de abalanzarse sobre su tía era su hija, quien se aferraba a ella y temblaba en sus brazos. Ambos gritaron y maldijeron en la cara de la imperturbable mujer, y ésta les decía con toda la calma del mundo: «La pequeña Lori quería respuestas, y yo se las concedí.»
Desde ese día, no volvieron a llevar a sus hijas con ella. Rita fue tajante al momento de cortar relaciones con su tía, y no le dolió hacerlo en realidad. Hacía años que ya no tenía estima por la mujer. En el funeral de su hijo, Ruth no mostró ni una pizca de empatía por ella; nunca le dio un abrazo o una palabra de consuelo. De hecho, lo único que hizo durante la ceremonia fue ver a todos con una mirada penetrante e inquisidora. El único instante en que cambió su expresión fue cuando el ataúd descendía lentamente y cubrían el hoyo con tierra: tenía los gordos labios tan apretados que se volvieron blancos, y sus pómulos temblaban ligeramente. Se habría quedado así, pero no pudo soportarlo más cuando escuchó los desgarradores gritos de Rita; cerró los ojos con todas sus fuerzas y se tapó la boca. Su cuerpo se estremecía tanto que muchos pensaron que lloraba, pero Lynn, quien volteó sólo un segundo a ver a las personas que los acompañaban en su dolor, supo lo que hacía en realidad. «Ríe... Se está riendo.»
Sí. No las volvieron —ni las volverían— a llevar. Sin embargo, Lori ya no era la misma; constantemente tenía pesadillas, se despertaba sudando, e incluso llegó a mojar la cama varias veces. Al abrir los ojos y sentir las sábanas húmedas, se tapaba el rostro, llena de vergüenza, y lloraba en silencio mientras esperaba a que la tela se secara lo suficiente como para ir al baño a limpiarse a sí misma. «¡Mami! ¡Papi!» Incontables veces quiso gritar eso; deseaba con toda el alma que sus padres la envolvieran en un abrazo y le susurraran que todo estaría bien, más nunca se atrevió. «¿Cómo hacerlo? ¡Yo soy la mayor! ¡Yo debo ser el soporte de mis hermanas menores! ¡Yo, Lori Loud, tengo el deber de cuidarlas y protegerlas!»
Con esos pensamientos se sentía un poco mejor y recobraba algo de fuerza. Después movía sus piernas, recordaba la sensación húmeda, y se quebraba una vez más.
Aunque, por otro lado, Lori decía para sus adentros que tenía suerte. Suerte por quebrarse ahí, sola, sin que nadie más la viera; de esa manera ocultaba su debilidad de sus padres, de sus hermanas, y del mundo. Sólo la noche sería testigo de cuán rota estaba en realidad. Haría de confidente silencioso y no le contaría a nadie de cada lágrima que derramó.
Lori volvió a revisar su celular y se dio cuenta de que estaba a punto de llegar a la casa de los Pingrey. Le dieron náuseas. Había tantos factores que se empalmaban para hacer de su llegada un momento verdaderamente incómodo. Estaba el hecho de que se dirigía a la casa de su más encarnizada rival; que iba a conducir de vuelta a casa, sola, con una niña a la que le pegó; y que tenía las mejillas húmedas.
«¿Qué se supone que haga? ¿Salir, tocar el timbre y decir: "Buenas noches, vine a recoger a mi hermana Lucy."? ... Sí... Eso es justo lo que cualquier persona normal haría. Pero... no quiero... ¿Cómo voy a hacerlo? No quiero toparme con Carol, no quiero entrar a su casa, no quiero encontrarme con Lucy... ¡No quiero lastimarla otra vez! ¡No quiero, no quiero, no quiero!»
El semáforo dio luz roja y Lori se detuvo; apoyó su cabeza contra el volante. Quiso gritar, pero el nudo en su garganta se lo impidió, permitiéndole únicamente soltar un llanto ahogado, el cual iba acompañado de leves quejidos y temblores en los hombros. No lo aguantaba más. ¡Cómo odiaba ese maldito día!
«Si tan sólo... Si tan sólo...»
—Si tan sólo fuera una buena hermana, Leni, nada de ésto habría pasado —gimió Lori, aun abrazando a la mencionada.
—Shh, shh, Lori. No digas eso —susurró, acariciando su espalda—. Tú eres una buena hermana.
—N-no es c-cierto —hipó la mayor—. Le pegué a Lucy... ¡Le pegué a mi hermanita que es ocho años menor! ¡¿Qué clase de persona...?! ¿Qué clase de persona... hace eso...?
Siendo incapaz de continuar, Lori volvió a hundir su rostro en el hombro de Leni y reanudó su llanto. ¡Se arrepentía tanto de lo que hizo! Nunca había experimentado sensación tal en su vida; se le dificultaba respirar y deseaba ocultarse de todos. No deseaba que la vieran. No quería que nadie la juzgara por lo que le hizo a la niña; su propia consciencia era más que suficiente. La vergüenza, intangible por naturaleza, de repente pesaba más que cualquier cosa en el mundo; y Lori no podía soportarla. Se sentía tan débil e impotente...
—Lori, escúchame... —dijo Leni, interrumpiendo los pensamientos de la mencionada—. No sé qué estés pensando ni sintiendo en este momento. Sólo puedo imaginármelo, más nunca lo entenderé del todo; pero quiero que sepas que no sólo eres una buena hermana, también eres una buena persona.
—Leni..., ¿cómo puedes decir eso? ¿Sí me pusiste atención cuando hablaba?
—Lo hice, y créeme cuando te digo que no me gustó para nada que le pegaras...
Esto sobresaltó tanto a Lori, que dejó de llorar un momento para ver a la chica a los ojos; se veían tan serios... Jamás pensó que Leni, la más dulce e inocente de sus hermanas, pudiera tener esa mirada. Sin embargo, también se percató de que no había ni un dejo de furia o antipatía en ellos; sólo compasión y un ligero reproche.
Leni continuó:
—Y no es sólo eso; en general, no me gusta la manera en que tratas a Lucy... Yo sé que la amas como a todas nosotras, pero tu forma de demostrarlo no es, como que, la más adecuada. También sé que quieres cuidarla y protegerla; sin embargo, siento que exageras cuando se trata de sus gustos y pasatiempos.
—¡Pero Leni...! —se quejó Lori, queriendo dar su explicación de por qué eso era tan malo, pero la modista la interrumpió.
—Lori..., yo no sé todo lo que tú sabes... Me imagino que tienes tus razones para odiar todas esas cosas, pero actúas como si fuera a convertirse en un monstruo —hizo una pausa y vio a la chica a los ojos—. Dime, ¿en serio crees que Lucy podría convertirse en un monstruo?
La mayor se quedó sin palabras. Cualquier réplica que tuviera preparada desapareció por completo. Sí, era verdad que odiaba con toda su alma cualquier cosa que estuviera relacionada con el esoterismo; y también era verdad que temía por la seguridad de su hermana menor cada vez que la veía jugando con aquello. Todo eso era verdad, pero jamás en su vida se le hubiera ocurrido describir a Lucy con esa palabra. «¿Monstruo? ¿Lucy un monstruo?»
—¡Eso es ridículo, Leni! —exclamó, casi riendo—. Lucy no es un monstruo. ¡Todas lo sabemos!
—... Y ¿crees que ella lo sepa?
La pregunta, tan clara, simple y directa como era, fue suficiente para dejar atónita a Lori. «¿Crees que ella lo sepa?» «¿Crees que ella lo sepa?» «¿Crees que ella lo sepa?» Esa pregunta... Esa maldita pregunta hacía eco en su cabeza; no se iba, no desaparecía. «¿Crees que ella lo sepa?» Se dijo a sí misma que sí; quería creer que sí; necesitaba creer que sí. Lucy lo sabía... ¡Ella lo sabía! ¡Tenía que hacerlo! No podía creer..., ¡se rehusaba a creer que no fuera así! Pero entre más lo pensaba, más dudaba de su propia respuesta; su resolución se desmoronaba poco a poco, al igual que ella. Sus piernas perdieron toda su fuerza y Lori cayó al suelo como una muñeca de trapo; no se dio cuenta. Se desconectó del mundo; buscaba y rebuscaba entre sus recuerdos algún momento en que Lucy y ella hubieran convivido verdaderamente como lo que eran: hermanas.
No encontró nada...
Lori abrazó sus piernas contra su pecho, hundió el rostro en las rodillas y rompió a llorar. Leni se arrodilló y la volvió a abrazar.
—L-L-Leni... Yo... Y-Yo... Ella... —balbuceó y se aferró con más fuerza a su hermana—. Es m-mi culpa... Es mi culpa, es mi culpa.
«Es mi culpa que ella sea tan retraída. Es mi culpa que ella sea tan insegura. Es mi culpa que ella se sienta así.» Lori se culpaba una y otra vez, y por más que doliera, sentía que se lo merecía. Después de todo, estaba segura de que aquello no dolía tanto como el rechazo que tuvo que experimentar su hermanita. «Le fallé a mi familia», «Soy un fraude de hermana mayor», «Soy un asco de persona». Mil y un pensamientos más pasaban por la mente de la muchacha; cada vez más crueles e hirientes que el anterior. Sin embargo, no trató alejarlos en ningún momento; no se creía con la fuerza suficiente para hacerlo. Era tan pequeña...
De repente, Leni habló:
—Lori..., no digas eso... T-Tú no eres la ú-única.
La mencionada levantó el rostro y se topó con un panorama que no esperaba: era Leni con lágrimas en los ojos.
—No eres la única... —continuó— que ha lastimado a Lucy... Yo también lo hice.
—¿Q-Qué?
—La he lastimado... por no estar a su lado.
—Pero Leni... —no entendía, realmente no entendía—, ¿cómo puedes decir eso? Tú eres la más amable de todas nosotras. Cuando Lucy era bebé, eras la que más tiempo pasaba con ella y ayudabas a mamá y a papá a cuidarla. E incluso hoy la dejaste entrar al baño primero y la arreglaste para su fiesta.
—Lo que hice... fue muy poco, Lori. Pasaba tiempo con ella, sí; pero no era ni de cerca lo que ella necesitaba. Podía ayudar a darle su biberón, a cambiarla, y demás; pero ¿acaso jugué con ella? ¿Me senté a hablar? ¿Le di consejos? ... No... No hice nada de eso... Es más: la perjudiqué. La perjudiqué porque fue mi idea que le dejaran crecer el cabello para que le tapara los ojos.
—Hermana, eso sólo se te ocurrió porque Lola y Lana se espantaban cada vez que veían a Lucy; sin mencionar que mamá y papá ya no sabían qué hacer.
—Quizás. Pero ¿era esa la solución correcta? —preguntó Leni—. ¿Era necesario hacerle sentir a Lucy que el problema era de ella y no del temor que sienten todos los niños pequeños? Sólo pensé en solucionar esa situación y no vi las consecuencias. Yo... fui tan tonta... Y sigo siendo tonta...
Al terminar de decir eso, la rubia menor empezó a llorar como una niña pequeña: se frotaba las mejillas con el dorso de la mano, intentando inútilmente parar el correr de las lágrimas; sus hombros se estremecían de arriba abajo; y sus quejidos, tan débiles como eran, reflejaban el profundo dolor que provenía de su interior.
La imagen de su hermana tocó fibras muy sensibles en el corazón de Lori. Ella conocía muy bien a Leni; era una persona muy emocional y nunca intentaba ocultar sus sentimientos. Cuando quería reír, reía; cuando quería gritar, gritaba; y cuando quería llorar, lloraba. No había nada de raro en eso. El problema era la forma en que ahora lo estaba haciendo; le traía recuerdos horribles. Recuerdos del peor día de su vida, y de cuando a Leni... De cuando a ella...
Lori abrazó a su hermana menor y lloraron juntas.
Pasado un tiempo, las dos adolescentes se calmaron lo suficiente como para reanudar su conversación.
—¿Qué voy a hacer, Leni? —preguntó Lori.
—Para empezar, creo que podrías disculparte por lo de...la cachetada...
La mayor arrugó el rostro al escuchar la propuesta de su hermana. No es que le disgustara el consejo; ella misma deseaba disculparse con la niña por ello. Lo que la incomodaba es que no sabía cómo hacerlo o si sería capaz siquiera de verla a la cara.
Además, el tono con el que Leni dijo «cachetada» le produjo cierto malestar. No había veneno en su voz, sino ansiedad y miedo. Sabía que la violencia y los golpes le causaban un gran pavor; uno igual o hasta más intenso que el que le producían las arañas.
Haciendo a un lado esos pensamientos, volvió a hablar.
—¿Crees que Lucy me perdone?
—Yo quiero pensar que sí. Ella es una niña muy buena.
No era la respuesta que esperaba, pero la hizo sentir mejor.
—Gracias, Leni.
—De nada, Lori. Recuerda que siempre estaré aquí para apoyarte.
Y tras pronunciar esas palabras, Leni volvió a sonreír.
El sonido de una bocina asustó a Lori. Levantó el rostro y se percató de que el semáforo ya estaba en verde; avanzó, sin importarle que los carros de atrás le siguieran pitando arrebatadamente. No obstante, ahora conducía como normalmente lo hacía. Recordar la conversación que tuvo con Leni la ayudó a calmarse lo suficiente como para ceder a su intento de retrasar lo inevitable. La incertidumbre seguía presente, al igual que la vergüenza; ¡pero tenía que hacerlo! No importaba qué tan difícil fuera darle la cara a Lucy; como la mayor, haría ese esfuerzo. Desde pequeña, ella fue responsable de sus hermanas, y no había razón para no serlo ahora; después de todo, era su deber cuidarlas...
(«¿Verdad?»)
—Entonces, ¿Lincoln estaba en el baño con su amiguita? —preguntó George, aguantando las ganas de reír.
—Sí. Él me dijo que ella estaba en su cuarto, pero yo ya había revisado todas las habitaciones de arriba —contestó Céline, haciendo lo mismo que su esposo—. Además, conozco la voz de mi hijo, y estoy más que segura de que no es tan aguda.
—Me sorprende que no te desmayaras al saber que estaban los dos ahí encerrados.
La mujer le dio un ligero golpe en el pecho al hombre, y éste soltó una carcajada.
—Pues no. No me iba a desmayar por algo así; mi hijo es un caballero y no tengo razones para desconfiar de él —cruzó los brazos y se volteó. No obstante, añadió en voz baja—: Aparte, él todavía es un bebé...
—Claro, amor —dijo él, sonriendo sarcásticamente—; un bebé de doce años que está a punto de tener novia...
La conversación que estaban teniendo los señores Pingrey se daba en la cocina. Tras despedir a los amigos de Lincoln, decidieron dejar solos al par. Ver como el muchacho agarraba la mano de la niña, antes de partir el pastel, los hizo darse cuenta de lo que pasaba entre ellos. Pero no era una sorpresa en realidad; su hijo siempre había sido muy popular con las chicas, más nunca se mostraba interesado en ninguna. Pensaban que sería igual a su hermana, quien también era inmensamente popular en su escuela y le sobraban confesiones —que ella gentilmente rechazaba— de varios de sus compañeros.
Para ellos seguía siendo un misterio el hecho de que Carol no tuviera —ni le interesara tener— un novio.
Sin embargo, no se mostraban preocupados; todo llegaría a su tiempo. Si tanto Carol como Lincoln deseaban esperar, ellos los apoyarían. Tampoco estaban tan apurados por ver a sus retoños con pareja.
—Sí..., tienes razón. ¡Pero él es y siempre será mi bebé! —exclamó Céline de forma emocional.
—¡Y ahí está, señores! ¡La «mamá osa» ha aparecido! —dijo George, haciendo ademanes exagerados con sus brazos y sonriéndole a su esposa.
—¡Oh, no te burles, George! No te estarías riendo si nuestra Carol llegara con un novio a la casa.
Las palabras de su mujer lo dejaron congelado. Tenía razón. No importaba en lo más mínimo lo mucho que su hija había crecido; él siempre la vería como aquella niña pequeña a la que llevaba al parque tomada de la mano.
—Es verdad —admitió—. Lo siento, cariño. Es sólo que me siento muy orgulloso de Lincoln y me pareció divertida y tierna tu reacción.
Céline mantuvo un rostro inexpresivo, pero no pudo evitar sonrojarse. Igual, cerró los ojos, giró el rostro y se llevó las manos a las caderas.
—¡Hmph! Así me gusta.
George se acercó a ella y la abrazó por la espalda.
—Ya, Céline, perdóname —rogó él.
—No —contestó, girando su cuello, pero sonriendo a fin de cuentas.
Acercándose lentamente al bello rostro de la mujer, la besó en los labios.
—¿Y ahora?
—No.
Otro beso.
—¿Y ahora?
—Mmm... No.
Y otro más.
—¿Qué tal ahora?
Ella rio.
—Ay, está bien. Pero te odio.
Él hizo lo mismo.
—Yo también te amo.
Dicho ésto, los adultos se abrazaron; regocijándose en el calor del otro. Ya no dijeron nada. Se quedaron así un par de minutos, hasta que Céline escuchó un motor enfrente de su casa.
«Seguro vienen a recoger a la pequeña Lucy», pensó.
Se separó de su esposo y salió al patio frontal, encontrándose con una enorme camioneta que iba conducida por una muchacha a la que conocía y era muy parecida a su hija. Daba la impresión de que estaba a punto de bajarse del vehículo, pues tenía el cinturón de seguridad en una mano y la manija de la puerta en la otra.
—Buenas noches, Lori —saludó Céline.
—Buenas noches, señora Pingrey —respondió Lori con cordialidad.
—Vamos, no me digas «señora». No soy tan vieja.
—¡Oh! Lo siento mucho...
—¡Ja, ja! No te preocupes, querida. Era sólo una broma. ¿Vienes a recoger a tu hermanita?
—Sí. ¿Podría decirle que ya llegué, por favor?
—Claro —empezó a caminar, pero se detuvo un momento y volteó—. Fue un gusto verte, Lori.
La muchacha sonrió.
—Igualmente.
Céline entró a su hogar.
—Me divertí mucho el día de hoy, Lincoln. Gracias.
—No, Lucy, gracias a ti por venir. Tenía tantas ganas de que lo hicieras.
Los niños se despedían uno del otro en la sala, detrás de la puerta principal. Luego de que su madre les avisara que Lori había llegado, Lincoln se ofreció a escoltar a Lucy; quería aprovechar hasta el último segundo junto a ella. Abrió la puerta, pero luego la escuchó decir:
—Tú me lo pediste; por nada del mundo faltaría —dijo ella, con una pequeña sonrisa.
Giró el cuello para ver a la niña mejor y tragó saliva. Su corazón latía con gran fuerza; se sentía tan feliz. Ella no entendía por qué él la veía así, pero luego razonó lo que acababa de decir y su rostro se volvió carmesí en un segundo.
—¡Ah! Y-Yo... Sí... ¡No! Q-Quise decir...
Sus balbuceos fueron silenciados por Lincoln, quien la atrajo contra su pecho y abrazó su cabeza. «En serio... Ella es... tan linda.»
—Lucy, ¿quieres salir conmigo el próximo sábado? Ya sabes..., como una cita.
La niña estaba tan inmersa en la sensación de su pecho, que sólo atinó a decir una palabra:
—C-Claro.
Contento con la respuesta, bajó su cabeza y besó la coronilla de Lucy. Luego se separaron y la dejó marchar. Ella caminó unos cuantos pasos, hasta que escuchó al chico decir:
—Nos vemos en la escuela, linda.
Lucy se cubrió el colorado rostro y se metió corriendo a la camioneta.
Lincoln se quedó en el porche hasta que perdió de vista el vehículo.
—Y... ¿cómo te fue, Linky?
El aludido levantó el rostro y se encontró con Carol; tenía las manos detrás de su espalda y se mecía de un lado a otro.
—Me fue muy bien, Carol —dijo él y sonrió—. Y todo gracias a tus consejos.
—No fue nada, hermanito. Aún sigo creyendo que no los necesitabas. Después de todo, tú ya eres un chico tan lindo, atento y... y...
—¿Sí? —preguntó él, intrigado por la actitud de la muchacha.
Carol bajó la mirada un segundo y dijo:
—Lincoln..., ¿me das un abrazo?
La solicitud de su hermana no lo extraño; fue la sonrisa con la que se lo pidió. A pesar de que la curvatura era ascendente, no había rastro de felicidad en ella. Sin decir nada, rodeó a Carol con sus brazos; ella hizo lo mismo.
... Mejor no digo nada, ¿está bien? Ahora si que no tengo justificación. He estado de vacaciones, pero la universidad si que me dejó seco; no se me ocurría nada para continuar y ya estaba desesperado. Sufrí de un bloqueo horrible en este capítulo, pero espero de corazón que les guste; porque, sin lugar a dudas, éste fue el que más trabajo me costó escribir.
Si encuentran errores de redacción o faltas de ortografía, díganme cuales son; estoy dispuesto a recibir críticas.
Sé que no es obligación de nadie hacer esto, pero si es posible, por favor comenten la historia. Me hace muy feliz leer los comentarios de la gente.
Sin nada más que decir, me despido.
Dark Dragon Of Creation
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