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Q u i n c e

Ni siquiera cuando besé a Gabriel por primera vez estaba más nervioso que aquel lunes al ir al colegio. Mi imaginativa mente creaba escenarios incluso de que había carteles por las paredes puestos por Dimas divulgando lo que vio el sábado pasado. Llegué con esa horrible sensación de ser observado por todos aunque en el ámbito literal, nadie me estaba mirando realmente. Bueno, casi nadie. Joshua sí me miraba y se inquietó de mi comportamiento.

—¿Cometiste un crimen este fin de semana?

—¿Qué?

—Andas como si las autoridades te buscaran por asesinato —explicó—, ¿qué pasa que miras a todos lados cada diez segundos?

—Nada. Estoy normal —dije con aplomo. Obviamente mi amigo no me iba a creer pero, salvado por la campana, pude meterme en mi salón antes de más preguntas.

Charlie ya estaba en el salón y me miró de reojo aunque sin mucha atención y decidí ignorarlo. Sobra decir que en toda la bendita clase no pude prestar la más mínima atención. Ni en esa ni en las demás pero todo se me complicó cuando las clases acabaron y teníamos el primer entrenamiento en el equipo de la temporada.

Joshua preguntó en otra ocasión si me encontraba bien y de nuevo le mentí. En los vestidores Charlie Dimas estaba muy cerca a nosotros pero para variar, no dijo ninguna de sus frases para iniciar las discusiones sin sentido.

Salimos a la cancha del gimnasio y el profesor nos dio la típica charla motivacional. Yo estaba detrás de Charlie y seguía esperando alguna burla de su parte. No llegó. El profesor decidió que un partido de bienvenida entre nosotros era la mejor manera de iniciar el ciclo y nos repartió. Charlie quedó en mi contra junto a Joshua.

Bien, sin intenciones de presumir, yo era de los mejores jugadores que el equipo tenía pero ese día parecía un niño de diez años jugando por primera vez en su vida.

—¡Keiller! —tronó el profesor—. ¿Qué rayos le pasa? ¿Olvidó cómo pasar el balón?

Estaba irritado, eso se le notaba a leguas y hubo un par de risitas por ese comentario, incluyendo la de Joshua que disfrutaba ver,como todo buen amigo,que me regañaran.

—No, señor.

—Quizás lo que necesita es calentamiento —farfulló, aún enojado—. Vaya a mi oficina y traiga la tula de los balones, será mejor iniciar con entrenamiento individual. —Resoplé y sin muchas ganas de hacerlo, salí del gimnasio, iba en toda la puerta cuando el profesor volvió a hablar—. Dimas, acompáñelo.

Seguí caminando como si nada y al rato sentí los pasos de Charlie junto a los míos.

—¿Por qué estás jugando tan asqueroso? —inquirió con voz neutra.

—No estoy...

—Sí, lo estás. —Llegamos a la puerta de la oficina/bodega de útiles de educación física y entré yo primero—. Keiller, no voy a decirle a nadie —soltó de pronto.

Un escalofrío espeluznante me recorrió completamente al tiempo que la boca se me secaba. Estaba de espaldas a él y sin decir nada saqué la tula del rincón en donde estaba. La arrastré hasta la puerta donde Charlie se encontraba. Mi escasez de respuesta, hizo que Charlie hablara de nuevo:

—Es en serio.

—¿Y por qué? —pregunté—. Tú me odias...

—No es odio, Keiller. No me agradas, es cierto, pero hay límites. No voy a meterme con tus cosas personales y menos con eso —masculló sin pizca de burla en su voz—. No soy de los que joden así la vida de los demás. Ya no...

—Gracias.

—No lo agradezcas, no lo hago precisamente por ti.

—De todas maneras...

—No vi nada, no hablamos de nada. Entre nosotros nada cambia.

Agarró uno de los extremos de la tula y me miró con una ceja arqueada para que yo tomara el otro extremo, eso hice y llegamos al gimnasio. Tenía la mente algo confundida por la conversación y quedé casi mudo, no sabía si todo lo que Dimas me dijo era verdad pero sí estaba seguro de que nunca había escuchado tal seriedad saliendo de su boca. Llegamos junto al profesor que repartió los balones, cuando iba a alejarme con el mío, Charlie pasó y me empujó con un hombro, me tambaleé pero no dije nada. Charlie volvía a ser el mismo de siempre.

El paso de los días sumados al incidente de Charlie, me tenían constantemente pensando en la posibilidad de que en alguno de los encuentros que tenía con Gabriel, alguien nos viera también y no fuera tan... ¿benevolente? como Dimas. Tanto era el miedo que a cuanta invitación a salir Gabriel me hacía, yo rechazaba con excusas ridículas y más frecuentemente, ignoraba sus llamadas y mensajes.

Yo había pensado que con el paso del tiempo iba a ser más sencillo para mí aceptar que no era normal como los demás y sin embargo entre más pasaba el tiempo más extraño me sentía. Pensaba en cada persona que me quería e intentaba recrear en mi imaginación la escena de cuando se me ocurriera decirles "Bueno, soy gay" y en ninguna eso resultaba bien.

Veía a mi mamá llorando, a mi papá preguntándose qué había hecho mal conmigo y a Diego avergonzándose de mí. Veía a Grishaild mirándome extraño y decidiendo no ser más mi amiga. Me veía a mí mismo solo, con depresión constante y maldiciendo el momento en que mi corazón me decía que soy gay.

Quería repetirme constantemente ese mantra de "mientras yo sea feliz, que valga cero el mundo" pero la realidad es que son contadas las personas que realmente pueden seguir eso y de hecho ser felices. El ser humano es una criatura dependiente de algo, siempre. De un familiar, de un novio, de un empleo, de una carrera; siempre hay algo que ata a una persona a la dependencia y todos tienen el temor arraigado a quedar solos y desamparados y no hablo tanto de la soledad física, sino de la emocional, esa en donde no hay nadie con quién hablar, nadie que entienda, nadie que diga "no hay nada malo contigo, sé feliz" (y eso incluye a uno mismo); esa soledad que te quita cada deseo de estar contigo mismo y vuelve los días una tortura total; esa soledad que hace que el simple acto de respirar se vuelva un trabajo pesado. Temía que esa soledad me llegara si decidía salir del clóset así que la posibilidad de hacerlo ni cruzaba por mi mente.

A veces creemos que es más sencillo negar los sentimientos y huir de ellos que aceptarlos y abrazarlos y eso me pasaba, solo que yo no tenía en cuenta a Gabriel y que él sí no es de los que solamente huyen, así que ese viernes por la tarde, un lindo moreno de ojos negros llegó a mi puerta. Me tenté de no abrirle pero vamos, en realidad quería verlo. Nada más abrirle, me reclamó con la mirada.

—Así que no estás muerto, ¿eh? —espetó. Pasó a mi casa sin preguntar y añadió:— Y tampoco te veo con una fiebre mortal, así que explícame qué pasa que no respondes mis mensajes, llamadas o señales de humo.

Estaba realmente enojado, se le notaba en el tono de voz y en la postura.

—No he tenido tiempo... —dije escuetamente.

—No has tenido tiempo —repitió—. Entiendo, a mí también me toma días enteros responder un mensaje, no todos tenemos una vida tan desocupada para sacar un rato y decir "Hola". ¿Cómo no lo pensé antes?

—No me trates así, Gabriel.

—Ah, perdón. ¿Cómo debo tratarte? ¿O debo tomar tus evasivas como un "Lárgate de mi vida y no me busques"? porque si es así, disculpa que haya venido, solo dilo y me voy.

—¿Cómo crees eso? No.

—Me has ignorado, Denny. ¿Qué pasa? No supe si el tal Charlie había hecho algo y trato de hablar contigo para saber cómo estás y no respondes nada.

—Estoy algo distraído últimamente.

—Eres distraído desde antes de que te conociera, eso no es excusa.

—Lo siento —dije sinceramente. Estábamos a mitad de la sala de mi casa, de pie y uno frente al otro. Tomé su mano y a pesar de que me miró con reproche, no negó mi contacto—. No eres tú... ando pensativo últimamente.

—Entonces inclúyeme en tus pensamientos, Denny. Somos un equipo.

—¿Qué te incluya? —repetí con un poco de burla. Gabriel estaba completamente serio—. Gabriel, no hay ni un solo pensamiento que no cargue tu nombre, tu rostro o tu voz.

Me deleitó con la blancura de su sonrisa y con los dos hoyuelos en sus mejillas.

—Entonces, ¿qué es lo que tanto piensas que no puedes ni contestar mis llamadas, Denny?

Dudé un momento de decirle pero al mirar directamente en sus ojos me di cuenta de que si alguien en el mundo podía entenderme, iba a ser él y nadie más que él.

—Lo que pasó con Charlie... —inicié—, ¿y si pasa con otra persona? ¿Y si es... no sé, tu hermana? ¿tú mamá o mi papá? Estoy paranoico de que otra persona pueda vernos y entonces concluí que estamos muy campantes por ahí pero debemos tener cuidado.

Su expresión me dio a entender de que tal vez no lo había visto de esa manera y a la vez yo lo había preocupado con la cuestión. Miró para otro lado y mordió su labio.

—Mi mamá no puede enterarse... —susurró casi para sí mismo—. Ni mi hermana.

—¿Ves? Es complicado.

—Es cierto, Denny, pero por un mensaje que me envíes o por una llamada que me contestes, no le estás gritando al mundo que eres... como eres.

—No sabía qué más hacer.

Esa era siempre la cuestión: yo nunca sabía qué hacer o cómo afrontar lo que me sucedía y egoístamente esperaba que Gabriel me entendiera eso y dejara que yo lo ignorara completamente hasta que la respuesta a mi vida llegara mágicamente.

—Lo sé —musitó—, tampoco yo. Pero sí sé que lo que sea que vaya a hacer, quiero que sea a tu lado, ¿entiendes? Te necesito, Denny.

Y como todo un impulso del alma, lo abracé. Mis brazos hicieron tanta fuerza como la prudencia permitían, Gabriel puso su cabeza en mi hombro y respondió el abrazo envolviendo mi cintura. Los veinte segundos que duró el extenso contacto, me sentí completo y cálido y bien. Pero tenía que terminar de todas maneras.

—¿Trajiste la moto?

—Sí.

—¿Me llevas a algún lado? —pregunté.

—¿A dónde?

—A donde quieras. Yo invito esta vez, pero tú me llevas.

—Sí, eso tiene sentido.

—Lo tiene.

—De acuerdo, vamos.

—Deja voy y me cambio.

Como un tiro fui hasta mi habitación; no es que estuviera desechable pero esa camisa estaba sucia y Gabriel estaba muy bien con su chaqueta negra así que no quería desentonar. No es que importara, la verdad, pero quería verme bien para él.

Me quité la camiseta y la tiré a la cama para acercarme al armario a buscar otra; tal era mi emoción por salir un rato con Gabriel que no lo escuché cuando llegó al marco de mi puerta. Fue su voz la que me hizo percatarme de su presencia.

—¿Sabes? El día de la feria te vi de lejos cuando te ibas a ir, la rubia esa no te sacaba los ojos de encima cuando te quitaste la camiseta negra.

Fue bastante irónico que dijera eso porque cuando giré a mirarlo, él me observaba más o menos igual a como Gris lo hizo en esa feria. Le sonreí y di dos pasos hacia él, sus ojos no estaban en los míos precisamente y tener ese efecto en él me dio la confianza de robarle un fugaz beso.

—Me gustan tus besos —confesé.

Gabriel pasó una de sus manos por mi hombro izquierdo, bajando suavemente por el brazo hasta llegar a la mano y la entrelazó con la mía. Toda la piel se me enchinó con su contacto y él lo notó, sonrió divertido antes de acercarse todavía más y poner su otra mano en mi mejilla para luego besarme lentamente. Fue un beso de lo más dulce, tierno y pausado que hizo reaccionar hasta el último poro de mi cuerpo.

—Me gustas tú —murmuro cerca a mis labios. Me incliné y lo besé como respuesta.

La mano que tenía unida a la mía se soltó para ubicarse en mi cintura desnuda, retrajo y estiró sus dedos varias veces sobre mi piel causando un cosquilleo agradable; sus ojos estaban fijos en los míos mientras observaba cómo mi cuerpo se tensaba con su caricia.

Su otra mano no tardó en unirse a la primera y me apretujó contra él; mis brazos estaban quietos a los lados, idiotizados por el olor de Gabriel, una mezcla de menta y colonia. La confianza que había sentido hacía un minuto se perdió cuando me di cuenta de que Gabriel podía darme tres vueltas con un dedo y yo estaría feliz con eso.

Besó mi mejilla y luego mi mentón. Toda fuerza se cayó cuando depositó un beso en mi cuello; inconscientemente ladeé más la cabeza para darle más espacio y Gabriel dejó un camino de su aliento hasta mi hombro.

Cuando mordisqueó suavemente cerca de mi clavícula y me hizo suspirar audible y vergonzosamente, un interruptor de mi cordura me dijo que lo alejara en ese momento. Pero lo no hice. No completamente.

—Vámonos ya —articulé en un susurro.

—¿Por qué? —El aliento de su pregunta me dejó un frío agradable donde sus besos habían estado.

Mi mente me repetía: porque está mal, porque está terriblemente mal, porque te deseo increíblemente mal, porque solo tengo pensamientos horriblemente malos y porque si muevo las manos no te dejo salir de acá. Pero mi boca solo dijo:

—Porque sí.

Levantó el rostro de mi hombro y me miró. La manera en que yo imaginaba que tenía mi deseo por él impreso en los ojos, fue exactamente lo que vi en los suyos y supe que pensábamos igual. E igualmente considerábamos que no estábamos en el momento de dar ese paso aún. Sin embargo, hacer que la mente y el cuerpo estén de acuerdo, es más difícil de lo que suena y cada centímetro de mi piel exigía las manos de Gabriel acariciando y tocando. Tragué saliva, sacando ese pensamiento de mi cabeza. Era insano mirar así y pensar así de Gabriel.

Sin decir nada me soltó de sopetón y caminó hasta mi armario, agarró lo primero que encontró y me lo tiró en la cara; era una camiseta azul. Tuve un déjà vu de aquella vez cuando me llevó a la piscina del gimnasio, hizo lo mismo de lanzarme la ropa a la cara para que saliera de la cama y lo acompañara.

—Entonces tápate —dijo resuelto—. Verte así me invita a todo menos a irnos de acá.

Me reí y obedecí.

Esperaba siempre que la solución a mi vida llegara así no más y tocara mi puerta; pero no me habia dado cuenta de que la respuesta a mi vida era Gabriel en cada una de las veces. 

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