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D o c e

—¿Qué hacemos? —dijo Diego.

—No sé, ¿qué quieres hacer tú? —respondí.

Esos días en que todo es un aburrimiento extremo y la flojera gana a las opciones de entretención son inevitables. Es como cuando deseas en algún lugar de la mente hacer la tarea porque sabes que debes hacerla pero tu cuerpo dice: «naahhh, mejor a dormir». Así estábamos con Diego. Queríamos hacer de todo pero que no involucrara moverse ni mínimamente y el frío de aquella tarde de diciembre no dejaba muchas ganas de salir de la cama.

—¿Un videojuego? —propuso.

—Nah.

—¿Ajedrez?

—Nah.

—¿Vemos porno?

—¿Es en serio? —bufé y asomé la cabeza para mirar hacia arriba, a la cama de mi hermano y él hizo lo mismo hacia abajo.

—No, solo pensé que no me prestabas atención y solo decías "nah". —Ambos reímos.

—¿Qué haremos de cumpleaños? —Cambió el tema.

—Cenar con la familia, como todos los cumpleaños.

—Eso es aburrido.

—¿Qué propones, entonces? —formulé—. Tú no bebes, no vas a parques porque hay mucha gente, no tienes novia para estar con ella...

—Wow, esa es la mejor manera de deprimirme antes del cumpleaños.

—¿Qué pasó con tu amiga esa... como se llame?

—Kendall —respondió—. Es muy bonita pero se estaba encariñando conmigo muchísimo. No quería hacerla sufrir.

—A veces tu don es un verdadero asco. Así nunca encontrarás novia —dije.

Una relación conlleva a un acto de fe y lo lindo de los comienzos es el descubrimiento de todo, empiezas a saber qué le gusta, qué no le gusta, que te gusta a ti de esa persona... pero cuando sabes con certeza que esa persona tiene sentimientos más fuertes o más débiles que los tuyos, todo se complica. Es como sentir esa necesidad de ser recíproco y al no poder llevarla a cabo, es mejor dejar así porque el futuro es incierto. Pobre Diego.

—Quizás más adelante consiga un gato —razonó—, los sentimientos de los animales me son ajenos así que sería genial.

—¿Qué te gusta de una chica? —pregunté de repente.

Diego parecía estar más firme en la vida que yo, a pesar de su locura con las emociones ajenas, parecía controlar las suyas y eso era algo que yo no había conseguido. Quizás preguntando eso podría ver las cosas de otra manera: a su manera, y tal vez podría enderezar más mis  sensaciones turbias.  Tardó varios segundos en responder, pero lo hizo con calma sin preguntar el porqué de mi interés.

—Si preguntas a primera vista, diría que las piernas aunque casi ninguna chica anda en vestido hoy en día, así que diría que los ojos. Me gustan cuando son claros. Me atraen cuando son más bajitas que yo, las de cabello negro o café me parecen hermosas. Si hablamos de personalidad, me gusta que sean delicadas, que hablen con dulzura y que no maldigan pero que no les de miedo decir lo que piensan.

—Así es Kelly.

—Así es Kelly —convino—. Mi turno, misma pregunta.

Me arrepentí de haber tocado el tema. No nos veíamos a la cara pero sentía que me miraba fijamente. Obviamente lo imaginaba.

—No lo sé...

—Vamos, dime —insistió.

Siempre he pensado que todo lo malo pasa en la vida por ser metiche. ¿Quién me mandaba a sacar el tema? ¿Por qué no pude guardar la curiosidad un poco? Ahora debía responderle para evitar bajo cualquier circunstancia alguna sospecha.

—Bien... me gustan los ojos negros —respondí, con unos iris específicos en mi mente—. El cabello rubio y... ¿que usen vestido?

Bien, lo de las rubias no era mentira. Siempre que me habían atraído las chicas, me gustaban más de cabello rubio, dan ese aspecto de delicadeza y dulzura a primera vista y eso me gusta. No sabía qué más decir a pesar de que sabía lo que me gustaba, solo que decirle a mi hermano «me gustan altos, de sonrisa con hoyuelos a los lados, que jueguen baloncesto y que besen delicioso» no sonaba muy bien.

—Eres un simplón.

—Lo sé —convine.

Nuestro cumpleaños llegó y con eso la reunión de siempre aunque ese año optamos por estar solo los cuatro y no invitar a cuantas tías y primos habían en la familia. Así se intentara disimular por la necesidad de mi madre de hacernos felices a mi hermano y a mí, era obvio que cada vez que estábamos los cuatro, una sombra opacaba el lugar vacío que debía ocupar mi hermana.

Ella había huido y mamá no hacía más sino culparse desde ese día y papá en su intento de consolarla, solo conseguía entristecerla más. Era un caso perdido.
Creo que puedo alardear de conocer a Diego incluso más que mis propios padres y noté su malestar en ese almuerzo. La energía de mis padres era oscura y llena de dolor y me compadecía internamente de mi hermano por tener que lidiar con esas emociones ajenas, sufrirlas y callarlas.

Recibimos dinero lo cual era el mejor obsequio; hacia un año a Diego le habían dado la moto y a mí una cámara que estaba guardada en lo profundo del armario hasta que mi interés la hiciera salir.

Gabriel me envió un mensaje ese día: «Feliz cumpleaños, Denny»

Sí, eso fue todo. Hubiera querido verlo ese día pero estaba en plan familiar así que no pudo ser. Sin embargo, al otro día me pidió vernos, accedí y llegué a su casa. Su madre me abrazó como si me conociera de siempre y me deseó felicidad en este nuevo año y todo eso que dicen las mamás en los cumpleaños.

Tomamos asiento con Gabriel en su jardín. Era pequeño pero su césped bien cuidado más un sol bonito que hacía, nos invitaron a tumbarnos ahí en el suelo.

—¿Cómo te fue en tu reunión? —preguntó.

—Bien. Mamá lloró diciendo que ya no éramos sus «niños» pequeños —Hice comillas con los dedos y eso lo hizo reír— y papá se burló de ella. Estuve con Diego el resto del rato.

—¿Por qué hizo plural de sus «niños»? —cuestionó—. ¿No es él menor que tú? ¿Cumplen el mismo día?

Había olvidado que no sabía que éramos gemelos y hubiese querido tener mi cámara para captar su expresión cuando se lo dije.

—Soy mayor solo por tres minutos.

—¡¿Son gemelos?! —chilló con sus párpados elevados en sorpresa. Sí, hubiera enmarcado esa expresión.

—Sí. Y de esos que son igualitos.

—Eso es genial, hubiera querido uno. ¿Te imaginas tener a dos Gabriel por ahí?

Sí me lo imaginé y suspiré. Negué con la cabeza.

—Con uno basta y sobra —bromeé.

—Que quede constancia —dijo de pronto luego de un silencio tras su risa. Presté más atención— de que mi mamá es muy tradicional e insistió en esto.

—¿De qué hablas?

Metió la mano a su bolsillo y sacó un rectángulo pequeño mal envuelto en papel regalo. Me grité internamente que debía guardar la compostura aunque la emoción me podía. Ladeé la cara al otro lado ocultando mi sonrisa amplia; Gabriel lo malinterpretó.

—No te burles —refunfuñó.

—No me burlo, solo... sonrío.

Tomé el presente en mis manos y Gabriel entornó los ojos. Quería romper el papel cual niño pequeño pero solo lo sostuve por un momento.

—No sabes qué es ¿Por qué sonríes?

—Es un obsequio —respondí—. Eso siempre alegra.

«Y viene de ti» quise agregar.

—Puede ser un par de calcetines y tú sonriendo como un bobo —objetó, aunque su humor había vuelto.

—Uso calcetines a diario, sería un obsequio muy práctico.

—Solo... cállate y ábrelo. Si no te gusta, lo escogió mi mamá.

—¿Y si me gusta?

—Lo escogí yo.

Rompí el papel azul con autos estampados (motivo infantil, pero no me importó) y saqué la cajita negra de terciopelo. Subí mis pupilas a las suyas un segundo antes de abrirlo, brillando por la expectativa.
Había... una cadena. Aunque era una gruesa con un balón de baloncesto plateado en la parte de abajo.

—Una cadena —confirmé para mí mismo.

—Y mira por detrás del balón.

Me daba miedo solo sacarla de la caja. Sentía que iba a explotar de emoción, era tan ridículo que me avergoncé de mí mismo. Opté por decir algo antes de sacarla, alargando mis nervios.

—Está genial.

—¿Sabes lo difícil que es comprar un obsequio para un chico? Era eso, o literalmente, calcetines.

—Diego tiene una similar —divagué—, es también plateada y gruesa pero el dije es un símbolo de paz, ese circular con las divisiones.

—Sé cuál es el símbolo de paz —intervino con fingida indignación—. Sácala... ¿O no te gustó?

El temor cruzó sus ojos.

—Sí me gustó, está súper.

Estiré mis dedos y tomé la cadena. Mi sonrisa se borró tan pronto como sentí el frío del material.

El don de la empatía nunca se me hizo tan desagradable como en ese momento. Ni siquiera fue malo pero me sentó terriblemente. La sensación al sentir algún objeto es similar a la absorción de una esponja cuando solo la pones sobre el agua y retiene todo lo que su espesor permita. Así eran las emociones para mí, tocar algo y que ese vaho de sentimientos ajenos impregnados en el objeto me invadieran era algo que aturdía, especialmente cuando me tomaba desprevenido y más específicamente cuando venía de alguien que me importaba como Gabriel lo hacía.

Cariño. Algo más profundo que el de amigos. Gusto. Quizás ira o preocupación. Era tanto lo que esa cadena emanaba que me cortó la respiración un momento. Había sentido anteriormente una energía algo parecida en un balón que Joshua me dió: era cariño también, pero era más fraternal, como la energía que emanaba lo que Diego me daba. Pero esto era diferente, era más que amistad aunque menos que amor. Aún así, no sabía cómo reaccionar al respecto.

Ya tenía en mi mente cómo era la energía de Gabriel. La había sentido con varias cosas en su casa, su apego y emoción ya tenían su huella única en mi pensamiento; sin embargo lo primero que hice al tomar la cadena fue pensar que estaba sintiendo lo que no era así que me aventuré a preguntar.

—¿Es nueva?

—Sí. La compramos en un almacén con mamá... —Sentía que mi frente no podía arrugarse más y mis muelas dolían por la presión que les ejercía—. ¿Qué...?

—¿Tú... tú, específicamente tú, la escogiste? —increpé.

La cadena estaba apretada entre mis dedos y esa energía seguía consumiéndome. Se me aguaron los ojos.

—Sí. —El tono gélido de su voz me dio a entender que le pesaba haberlo hecho, aunque no llegué a comprender en ese instante que él pensaba en realidad que yo estaba disgustado—. Si no te gusta, podemos devolverla y ya.

—Debo irme.

Me levanté del césped, guardé rápidamente la cadena en mi bolsillo dejando la caja en el suelo y eché a caminar con prisas con dirección a mi casa.







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