6
Ya había oscurecido para cuando llegué a la carretera. Me metí entre los autos con cuidado y los obligué a detenerse. Entre el rechinido de las ruedas, los choferes tocando las bocinas y el sonido de la lluvia no se oía mi voz.
—Policía. Por favor, un policía. Por favor —repetía una y otra vez, un poco en shock.
Me encontraba muy cansada. Los conductores comenzaron a bajarse para ver a la niña loca que estaba en medio de la carretera. Desde lejos algunos me preguntaron sí estaba bien, otros preguntaban qué pasaba. Solo una señora fue la valiente que decidió acercarse. Vino lento, e igual yo di unos pasos atrás.
—Tranquila. Quiero ayudarte —me dijo—. Voy a acercarme, ¿sí? —No respondí, pero tampoco me moví, ella hizo lo que dijo y se detuvo a un metro de mí, se agachó hasta mi altura para mirarme bien—. ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
Quería vomitar. Pero aguanté las náuseas y me obligué a hablar.
—Puedes... ¿Puedes buscar un policía? Tuve un... accidente... con mi mamá. Ella no está bien —negué. Las gotas de la lluvia caían en mi cara sin piedad y me dificultaban la visión. La señora era jóven, veía su rostro borroso, pero parecía amable.
—Sí, los voy a llamar ahora. ¿Tú estás bien? —interrogó inspeccionándome mejor con su vista. Al notar la sangre en la flecha que yo traía en mi mano, dio un paso atrás—. Voy a buscar a la policía. Tú... Mantente afuera de la carretera.
Se alejó hacia su auto. Yo obedecí y me metí un poco entre los árboles, refugiándome de la lluvia debajo de sus hojas.
Otra persona se acercó a mí. No, eran dos. Una pareja de ancianos.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó el señor.
—Pedí que buscaran a la policía —solté señalando al auto de la chica que había hablado conmigo, pero a penas se veía. La pareja observó hacia allí, seguro que sin alcanzar a ver nada. Luego, se miraron entre ellos.
—Vamos, no podemos dejarla acá —le dijo la señora, después me observó—. Vení, chiquita, te vamos a llevar a la comisaría más cercana. ¿Qué te pasó?
—Nada... Estoy bien. Es mi mamá la que... —Callé porque quedé en blanco.
Caminaron hacia su auto, yo tardé en decidirme sí seguirlos, pero cedí al final. Miraron extraños la flecha y el arco cuando subimos al auto.
—¿Qué hacías con eso? —El señor preguntó.
—Estaba cazando —contesté.
Les pareció una respuesta razonable. Ahí quedó la conversación.
Mi madre había muerto de sobredosis.
Y yo había matado a un traficante en defensa propia.
O al menos eso me dijo la policía que pasó. Yo no recordaba bien.
Con el tiempo todo se había vuelto borroso en mi mente.
Me instalaron en hogares de acogida hasta que fuera adoptada. ¿Pero quién adoptaba adolescentes? Nadie. Así que quedaría allí hasta tener 18 años.
De todas formas, ¿quería ser adoptada? No lo sabía, jamás me puse a pensarlo. Tal vez no...
Lo único que siempre he querido era volver a la cabaña de mi padre, así que solo pasaba mis días esperando tener la mayoría de edad para recuperarla.
Me había quedado heredada a mi, pero mi madre no había querido saber nada de ese lugar porque le recordaba a mi padre y porque debía pagar ciertos impuestos para asentarnos allí. Siempre agradecí que no pudiera venderla porque había quedado a mi nombre; también comencé a agradecer que consumiera tanta droga como para olvidarse de su existencia, porque sino hubiera vendido cada objeto y mueble durante su abstinencia. Todos mis recuerdos de papá...
De todas formas, no la pasé tan mal durante los años de acogida. Tenía mi bici, arco y flecha porque me había negado a irme sin ellos de la caravana, ya que era lo más importante para mí. Eran mi supervivencia y transporte.
La casa era bastante grande, varios cuartos y más del doble de niños, de todas las edades. Éramos tantos que no nos podían vigilar a todos, lo cual agradecía.
El señor de la casa me agrada, su mujer no tanto. Desconfié de ella en cuánto llegué y me ordenó entregarle mi arco y flecha porque eran peligrosos y alguien podía salir herido. Por suerte, después de que me los quitara, los escondió en un lugar predecible, así que los recuperé rápido y tuve que buscar un sitio fuera de la casa para esconderlos. Elegí un hueco en el tronco de un árbol, porque para ver el escondite tenías que treparlo y además quedaba bastante lejos como para que ninguno de los otros niños llegara hasta ese árbol.
Mis hermanos de acogida, por llamarles de algún modo, eran agradables, al menos la mayoría. Los niños podían llegar a ser molestos, pero sí los enfrentabas, se calmaban y te dejaban en paz.
Las chicas, por otro lado, siempre me confundían porque nunca sabía sus intenciones o si eran honestas, ya que solían actuar a las espaldas de todos, así que procuraba alejarme de ellas.
De igual manera, casi no pasaba tiempo con nadie, solamente compartíamos el desayuno y la cena. Y claro que también la hora de dormir, pero todos dormíamos, así que no cuenta.
No era a las que les gustaba la gente o las multitudes. Siempre viví en el bosque, sin hermanos. Claro que tuve amigos, pero solo los veía en horario de escuela o en algún cumpleaños. Por lo que era solitaria, así que no era de extrañar que pasara mucho tiempo fuera de esa casa.
Los primeros días sí fui bien vigilada, pero solo me sentaba a leer los libros que estaban en la casa. Luego de dos semanas de fingir que me los había acabado a todos (aunque ni siquiera eran tanto), pedí ir a la biblioteca, que quedaba cerca. La primer semana, mi madre de acogida me acompañó junto con algunos otros niños. Como eran vacaciones, me pasaba todo el día allí hasta la cena, cuando volvíamos a la casa.
Luego de dos semanas, ya nadie quería ir y a mi me dejaban ir sola en mi bicicleta. Y aunque sí que me gustaba leer, prefería escaparme al bosque. Realmente esa parte de la ciudad no quedaba lejos de la cabaña de papá, así que pasaba el día allí, merodeando, limpiando, cazando, rehaciendo el huerto (que ya había muerto) y leyendo libros de mi padre o que pedía en la biblioteca.
Así fue como los conocí.
A los Dixon.
Es una historia que me encanta recordar.
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