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No sé cuántos días pasaron hasta que nos descubrieron. Creo que fueron semanas, y solo lo supieron porque él no iba a trabajar y a mí se me estaban acabando las excusas.
Una persona normal hubiera llamado a la policía tan pronto asumiera la muerte. O a un hospital.
Yo no lo hice. Yo tuve mi duelo y él tuvo su funeral. Lo enterré en el patio de atrás, le dejaba flores todos los días y seguía con mi vida, como si nada hubiera pasado.
¿Por qué? Tenía dos opciones sin mi padre. Una era irme a vivir con mi madre, sí es que seguía con vida, y pues ella era prácticamente una desconocida que me abandonó.
La otra opción era pasar por servicios sociales, entrar y salir de casas de acogidas hasta que alguien me adoptara, algo que claramente no pasaría porque nadie quiere adolescentes.
Vivir sola como una pequeña adulta era mejor. No necesitaba nada, ni a nadie, ni siquiera a la sociedad.
Para ir a la escuela usaba mi bicicleta, aunque fuera un camino largo.
¿Y si quería comer? Cazaba o recolectaba bayas y plantas. Además papá tenía una huerta.
¿Necesitaba agua y no podía pagarla sin un trabajo? Había un arroyo cerca.
¿Luz, calor, gas? Podía prender una fogata.
Pero un día, luego de que comenzara octavo grado, la directora llegó hasta la cabaña buscando a mi padre mientras yo estaba en clases. Ella era su jefa y necesitaba saber porqué su profesor de deportes se ausentaba desde hace una semana sin avisar. La tumba del patio fue bastante clara... No estaba hecha para esconderlo, sino para que descansara en paz, igual que en un cementerio.
Ella llamó a la escuela en cuanto se dio cuenta. Me detuvieron en su oficina hasta que llegó servicios sociales. Luego me mantuvieron apartada y cuidada en una comisaría hasta que la autopsia estuvo lista y comprobaron que yo no lo había matado. Porque al parecer, nunca haberle dicho a nadie de su muerte (en realidad, esconder la informacion y mentir sobre ella) y haberlo enterrado en el patio, era sospechoso. Supongo que lo entiendo.
Descubrieron que murió de un infarto, seguramente mientras dormía, al igual que mi abuela.
Luego de eso contactaron a mi madre, tal vez porque no sabían el porqué no estaba con ella, yo no me atreví a comentar sobre que era drogadicta y tenía un firme rechazo hacia mí. Pero cuando la vi llegar, pensé que no se veía tan mal. Tal vez hasta había dejado las drogas. Me llevó con ella, me contó que cuando se divorció de mi padre vendieron la casa en la que vivieron juntos y se repartieron el dinero. Con su parte se había comprado un remolque, en donde vivía, y unas parcelas cerca de la ruta que iba hacia Atlanta, para estacionarse allí.
Los primeros ocho meses fueron muy buenos, pero claro, eran esos meses en donde mi asistente social venía cada semana para ver cómo me adaptaba.
Claro que ella venía solamente los lunes y mi madre lo sabía, por eso los domingos y lunes se abstenía de ingerir cualquier sustancia adictiva. Pero el resto de los días... ella pensaba que yo no lo notaba, pero sí lo hacía. Se levantaba tomando cerveza en un termo y mentía diciendo que era café, pero podía olerlo en su aliento. Papá nunca fue fanático del alcohol, así que yo era muy sensible a esos tipos de olores nuevos.
Antes de acompañarme hasta el instituto, ella estaba mucho más despierta y yo notaba las partículas de polvo blanco en la mesa de la cocina y su buró de al lado de la cama.
Tal vez yo había vivido siempre apartada de la ciudad, pero no era una tonta, igual que cualquier otro adolescente, yo sabía lo que eran las drogas y cómo se veían.
Entonces dejó de acompañarme hasta el instituto cuando la asistente social dejó de venir. Cambié el autobús por la bicicleta, aunque eso en realidad me gustaba más.
Luego de dos meses más, llegaron las vacaciones de verano y al estar yo todo el día en la casa, ella terminó por dejar de disimular sus adicciones. No me importaba mucho, aunque no aguantaba el olor del vino, la cerveza y el cigarro. Mucho menos el de todo eso mezclado con su vómito.
A pesar de todo, ella me agradaba y no podía culparla por ingerir aquellas sustancias. Realmente la había pasado mal... Todos los hijos suelen recuperarse de la muerte de sus padres, saben que algún día van a enterrarlos.
Incluso, que había sido tan joven, seguí adelante.
Pero una madre, ¿cómo puede una madre recuperarse de la muerte de un hijo? De un bebé... Ese no es el orden natural de las cosas, se supone que ellos te verán morir a ti y no al revés.
La verdad era que siempre había querido conocer a mi madre, aunque nunca tuve el valor de pedírselo a mi padre. Por las noches soñaba que estábamos juntas, que ella llegaba a la cabaña y se había recuperado, o que nunca se había ido; soñaba que hacíamos todo eso que mis amigas hacían con sus madres, como ir de compras, cocinar o jugar juntas, imaginaba que éramos unidas.
Sabía que eso llevaría su tiempo, pasarían meses, o tal vez años antes de que fuésemos cercanas, antes de que hiciéramos todas esas cosas típicas de madre e hija, porque las madres de mis amigas no habían pasado por lo mismo que ella, ni eran drogadictas desde hace años, ni estaban separadas desde casi siempre.
Así que me llené de paciencia, porque confiaba en que algún día se recuperaría, estaba segura de que podía ayudarla.
Tal vez en vez de recordarle lo que perdió, podía hacerla reflexionar sobre a quiénes aún tenía en su vida.
Oh... Aquellos tiempos. Que ingenua e inocente era, tan confiada, con la cabeza llena de ideas soñadoras e irreales. Llena de amor, paciencia y compasión, como diría papá.
Ojala hubiera seguido sin conocerla jamás. Hubiera sido mejor quedarme solo con mis expectativas de cómo hubiera sido tener una madre, tenerla a ella como madre, a enfrentarme a la cruda realidad.
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