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18

Daryl hizo una señal para hacer silencio y luego señaló a lo lejos, yo observé al zorro seguir su indicación, se acercó lento y sigiloso hasta que al final saltó sobre el cuello del conejo que había avistado mi novio. La sangre manchó el pelaje blanco rápido, el pobre animalito chilló y se sacudió hasta que Dixie lo agitó un poco y apretó aún más la mandíbula sobre su cuello. Su presa dejó caer todo su peso, había muerto.

—¡Eso es! —le felicitó Daryl.
—Vamos, Dixie, dámelo —dije agachándome a su altura y estirando la mano para que me lo cediera. Sin embargo, la zorra entrecerró los ojos y dio ligeros pasos hacia atrás, alejándose de mí—. No, Dixie, suéltalo. ¡Suéltalo! —la reñí cuando siguió alejándose, movía la cola con fuerza, como si estuviera dispuesta a pelear por la presa—. ¡Mala chica!

Daryl me hizo una seña y yo me levanté, cruzándome de brazos, molesta.
Él se acercó lento hacia la zorra, pero dejó que los separaran dos metros. Estiró la mano, no para tomar la presa, sino inclinada, como sí esperara que ella viniera.
Y ella lo hizo, se acercó a él, algo lento. Al final, apoyó su cabeza sobre la palma de Daryl y se frotó unos segundos antes de darle el conejo.

—Buena chica —le murmuró Daryl, que siguió acariciándola, ignorando el conejo. Me hizo una señal para que yo lo tomara. Fui lento y lo hice, cuando me alejé, gruñí.
—¡No puedo creerlo! Una gasta todo el tiempo del mundo en aprender sobre ellos, en alimentarlos, en revisar que sigan respirando, en mantenerlos calientes, que no se mueran y así le pagan —asentí, celosa—. Mas vale que no tengas crías, porque las voy a hervir todas.

Daryl sonrió, negando ante mis dichos, y se levantó, la zorra saltó, se revolcó entre sus pies, se frotó la espalda en el suelo y luego se levantó, siguiendo a Daryl, cruzándose entre sus piernas mientras caminaba. Me ignoraba.

—No volveré a tener una mascota —negué, enfurruñada.
—Deja de quejarte, sí ella te ama —la defendió.
—No me ama, me ignora, me hace enojar, hace lo contrario de lo que le pido...
—Nadie dijo que el amor es obediencia pura —me respondió.
—A ti te obedece, a ti te sigue a todas partes, a ti ama —me quejé  caminando detrás de ellos.
—Somos compañeros de cacería — me respondió—. Tú ya no cazas tanto, pero en casa se queda contigo, ahí pasan tiempo juntas.

Puse los ojos en blanco y no dije nada.

Era cierto que, al final, no fui yo la que le enseñó a cazar. Daryl se encargó de eso. En las mañanas yo trabajaba y en las tardes ya no, había dejado ese trabajo porque quería algo de tiempo libre para mí. Nos acomodamos como pudimos en lo económico, con Merle viviendo en su departamento necesitábamos menos comida y menos cervezas, y a Daryl le gustaba mucho cazar como deporte, así que comíamos bastante de lo que él traía.

Cazaba en las mañanas con Dixie, que ya tenía diez meses, mientras yo trabajaba, o sino por las tardes libres, cuando yo salía a hacer de las mías por ahí, con Anna y las chicas, y ellos dos quedaban solos.

Aquella mañana la tuve libre, así que salí con Daryl a cazar. Pronto él iría a su trabajo y yo buscaría a las chicas, en mi coche.

Mi padre había tenido un pequeño auto que, cuando murió, fue remolcado. Averigüé sobre eso y después de varios trámites, papeleo y de pagar unos cuantos impuestos y multas, pude recuperarlo. Sabía que también debía estar en un caso similar el remolque de mi madre, e incluso debía tener como herencia ese terreno, pero yo no quería saber nada sobre ello, ni siquiera quería venderlo, no pensaba obtener dinero de eso. Dejaría que quedaran como estaban: en el olvido.

Llegamos a casa, Daryl dejó el conejo en la cocina mientras yo lo miraba desde la puerta. Lo vi cortar una de las patas y tirársela a Dixie, para que comiera.

—En el piso no —refunfuñé—. ¿Sabes lo que cuesta limpiar esa sangre?
—Lo siento —murmuró, con una mueca. Se lavó las manos y se acercó a mí, me dio un beso y salió de la cabaña para fumarse un cigarro—. ¿Lo puedes despellejar?
—Sí, tranquilo, yo lo hago, voy a asarlo... Podríamos cenar brochetas esta noche —sugerí, siguiéndolo.
—Suena bien —asintió, dando una calada.

Sonreí viéndolo, se veía como un maldito modelo de revista. Solo faltaba que se subiera a su moto, se pusiera lentes oscuros y una chaqueta de cuero.

Aún después de todo este tiempo, casi un año juntos, no podía creer que ese hombre estaba conmigo. Era hermoso, era bueno, era inteligente, era todo lo que quería y necesitaba. Y yo había tenido toda la suerte del mundo en conocerlo.

¿Pero cuánto tiempo duraría?

Ignoré ese pensamiento, me aferré todo lo que pude a mi felicidad y me acerqué a él. Lo tomé de la cintura y lo besé. Sentí el humo del cigarro pasar de su boca a la mía, se disperso en el aire cuando nos separamos.

—Te amo —le dije, mirando aquellos ojos tan brillantes. Él volvió a besarme.
—Te amo —respondió, sonriendo—. Te veo en la noche —se despidió.
—No, no te vayas —rogué, haciendo un mohín, como una niñita caprichosa. Me aferré a él desde la cinturilla de su pantalón y lo llené de besos.
—Vamos, ¿sino quién pagará tu whiskey? —dijo entre medio de mis labios. Rió y lo solté.
—Bien —acepté—. Vuelve temprano —pedí, mirándolo con ensoñación.
—Tengo el mejor incentivo para hacerlo —contestó antes de encender la moto y marcharse.

¿Y cuánto tiempo duraría?

Me llevé las manos a la sien y respiré hondo.

De pequeña, solo había tenido una amiga. Nunca me interesó mucho tener más, no era algo que me preocupara, mucho menos mi principal prioridad, pero a su vez, me gustaba ver cuánta atención le prestaban a ella. Se llamaba Marge y era amiga de todos, en la escuela todo mundo la conocía y la adoraba.

Tuve cierta envidia hacia ella, porque le era tan fácil ser simpática y tener amigos. Pero de todas formas, yo no me centraba en eso, nunca me centré en eso. Sin embargo, a veces me sentía tan sola.

Llegué a pensar que podía ser por la falta de mi madre, pero entonces papá murió y quedé sola hasta que tuve que ir a vivir con ella. Al principio me sentí acompañada, hasta que ya no, hasta que ella se comportó cómo lo hizo conmigo.

Y murió. Y quedé sola, de nuevo. Incluso cuando estaba rodeada de niños, de mis hermanos de acogida, incluso entonces me sentía sola. Pero no hacia nada para cambiarlo.

Conocí a los hermanos y a pesar de que tendría que haber desconfiado de ellos por completo, a pesar de que nos llevábamos muchos años, a pesar de estar solos en un bosque, sentí una genuina curiosidad por ellos, que solo fue aumentando con cada encuentro casual hasta que al final me di cuenta de que quería ser su amiga.

Ahora, después de años a su lado, me había comenzado a preguntar cuánto más podía durar aquello. Todo estaba demasiado bien, yo era demasiado feliz. Algo iba a suceder, ¿no?

No estaba acostumbrada a estar acompañada, hasta mis propios padres me habían abandonado de una u otra forma. Mamá se fue, papá murió, mamá murió.

Y aunque los hermanos no terminaran abandonándome o muriendo... Yo no tenía amigas. O amigos. Ellos sí, ellos tenían a más personas además de mí. Pero yo... Solo conocía gente por ellos e incluso esa gente, como las personas del bar, no compartían más que unas risas o comentarios al tomar una bebida.

Sí, me sentía sola. Así que cuando comencé a llevarme bien con Anna, pensé en que podría ser parte de su grupo, podría ser amigas de todas, era la oportunidad perfecta. Ya no estaría sola. Pero para eso, debía aprender de ellas y dejarme llevar, porque lo mío nunca fue la gente, pero sí las seguía sin pensar, podria encajar entre ellas.

Volví a la cabaña, despellejé el conejo, corté la carne y la guardé en el refrigerador. Le di los huesos a Dixie, quien ahora que Daryl ya no estaba en la casa, me prestaba un poco más de atención. Bufé y miré la hora, ya podía irme, así que tomé un bolso, me subí al coche y conduje hasta la casa de Anna.

Fui la primera en llegar, ella me recibió sonriendo y con los brazos abiertos. Éramos amigas, confiaba en ella y pasaba grandes momentos a su lado, la pasaba bien, me divertía y me relajaba. Seguí yendo a su casa incluso después de que no se dirigían una palabra con Merle, desde que terminaron.

Pasaba tiempo con ella y sus amigas. Ellas seguían fumando mucho, y Anna era especialmente fan del porro. La verdad era que yo quería seguir compartiendo eso con ella, pero me negaba, porque no quería ser una adicta. En aquel momento, creía que cualquier droga podría convertirme en una adicta como mi madre.

Y tuve razón, pero al final no me hice caso. Ignoré cualquier bandera roja, convenciéndome de que no me pasaría lo mismo. Yo no era mi madre. Yo solo compartía tiempo con otras chicas. Amigas.

Al principio, cuando me ponía nerviosa, agarraba un cigarrillo común. Primero pedía alguna calada a una de las chicas, luego algún cigarro a los hermanos, hasta que al final terminé comprándome una cajetilla. No se me hacia extraño porque ahora todos los que me rodeaban fumaban, incluso en mi trabajo; comencé a notar que era muchísima la gente que solia inhalar nicotina.
Eso me hizo acompañarlos y sentirme acompañada.

Pero el olor a porro me llamaba aún más, junto con los recuerdos de cómo me había sentido al comer esos brownies especiales: en paz, tranquila, en compañía. Anna siempre me ofrecía, pero yo solo se los aceptaba los fines de semana, como sí fueran algo especial para alguna ocasión en particular.

El primer fin de semana que estuve sola con ellas salimos de fiesta.
Yo había ido con ropa normal; las chicas, que era obvio que se habían puesto de acuerdo, habían llevado mochilas llenas de ropa de fiesta, para probarse y decidir entre todas.

—Ven, Dixon, ¿por qué no te fijas en mí ropa? Esta blusa te quedará hermosa —me dijo Sarah, mostrándome una blusa pequeña de brillos plateados.

Me la probé y me quedó muy bien, así que quise probarme el short que iba en conjunto, cuando ella me detuvo.

—No, ese no te va a entrar —negó arrebatándomelo de las manos.
—Pero sí... es mi talle y va con la blusa —hablé, confusa—. Tú y yo somos el mismo talle y...
—No —negó.
—¿Qué quieres? ¿Qué te muestre la etiqueta de mi pantalón? —bromeé, ella hizo una mueca.
—Aunque tengamos el mismo talle, no te va a entrar.
—Pero sí me lo pruebo...
—No —me interrumpió—. Prefiero que no lo intentes, podrías romperlo... Quiero decir, tú eres... Bueno, tienes menos pecho que yo, así que te entra la blusa. Pero tus piernas y tus caderas... —Dejó la frase en el aire—. Y tienes... —Hizo un gesto tocándose el abdomen—. Ya sabes, el short es demasiado delicado y fue costoso, así que prefiero que no te lo pruebes.

Había un silencio sepulcral en la sala. Nadie dijo nada. Me sentí muy incómoda.

Bien, en otras palabras, me había dicho que estaba gorda, o al menos, más gorda que ella.

Eso jamás me había preocupado, nunca le presté atención al peso. No con Daryl y Merle, que comían como si fuera el fin del mundo y no se preocupaban por eso. Ellos jamás me habían descrito ni como gorda, ni como flaca, ni como nada.

—Descuida, Dixon, tengo algo que te quedará hermoso —se interpuso Anna y me llevó a su cuarto, donde me mostró un pantalón negro largo que iría perfecto con la blusa. Aunque yo ya no tenía ganas de salir, ni de usar esa ropa.
—Pruebatelo, te va a quedar divino. Hará resaltar tu trasero —dijo, como cumplido. Trataba de subirme la moral. Obedecí, sin muchas ganas—. ¡Estás muy preciosa! —me halagó cuando me vio con el pantalón puesto.

Le regalé una pequeña sonrisa, pero me miré y me sentí extraña. Mi cuerpo se sentía raro. Me veía distinta frente al espejo.

—Ten, te hará bien —dijo sonriéndome dulce y tendiéndome su porro.

Acepté sin dudar. Me haría sentir mejor.

—Y no escuches a Sarah, es algo... egoísta. No lo hace de mala —me explicó en susurros.

No hace falta decir que aquella noche no comí por más hambre que tuve. Cada vez que pensabs en comida, mi mente recordaba los gestos de Sarah. Se repetía una y otra vez «estás gorda».

Después de eso comencé a notar que ellas tampoco comían mucho, al menos no cuando estaban juntas, no que yo pudiera ver, así que seguí su ejemplo. Comía en casa, pero con ellas solo tomaba agua o alcohol y fumaba, así que entendía porque algunas de ellas eran tan delgadas como las modelos que veía en televisión, sí su dieta era esa.

[...]

Escuché un golpeteo en la puerta, fue suave, pero firme.

—Te hice una sopa —murmuró Daryl.
—Mjm —balbuceé.

Me encontraba recostada dándole la espalda. Me sentía terriblemente mal, náuseas, fiebre, mocos, apenas respiraba. Ya llevaba dos días sin ir a trabajar y esperaba no perder mi empleo por aquella fuerte gripe. Al menos, estaba mejorando, algo, un poco. Tal vez mañana pudiera salir de la cama, quizá pasado volviera al trabajo.

Escuché los pasos de Daryl acercarse a la cama y luego sentí su peso detrás de mí. Su cuerpo se pegó al mío, su brazo rodeó mi cintura y su mano acarició mi abdomen. Dejó besos en mi hombro, sentí su aliento caliente hacerme cosquillas en el cuello.

—Tienes que comer algo. Debes tener las defensas bajas —me explicó.

Sí, seguro era cierto. Había bajado bastante de peso en el último tiempo, todo por no comer bien. Y si no te alimentas bien, no te nutres, y si no te nutres, bajan tus defensas. Básico de biología.

—¿Por qué no comes?
—No tengo hambre —le respondí.

Al menos, eso era verdad ahora. Desde que comencé a enfermarme, hace unos cuatros días cuando empezaron los síntomas de la gripe, no tenía hambre. Y aún no me habia regresado apetito. De solo pensar en comida, se me revolvía el estómago.

—¿Voy a tener que obligarte como a una niña pequeña? —bromeó, pero no reí. No tenía nada de ánimos—. Vamos, tienes que comer algo. No puedo ir al trabajo y dejarte así, sola.

Era cierto. Debía comer algo, aunque fuera obligada.
No podía culpar a Daryl por preocuparse. Me hacia sentir peor saber qué estaba tan preocupado por mí.

—Bien, lo haré.
—¿En serio? —dijo sorprendido.
—Sí, comeré un plato. Vete a trabajar.
—¿Me lo prometes? —murmuró, sentí sus labios en mi oreja y por primera vez en días, sonreí.
—Sí, lo prometo. Ya vete, me haces cosquillas.

Sus manos cubrieron mi abdomen y su boca se pegó en mí oído, sus dedos cosquillaban en mi panza mientras sus labios acariciaban mi cuello. Me retorcí entre risas y escondí mi cabeza, para que se detuviera.

—Esa es mi chica —murmuró. Ya sé había apartado, pero aún así sentí cosquillas en el estómago, esta vez por sus palabras.
—Ya vete antes de que cambie de opinión —me quejé, girando hacia él.

Vi que me guiñó un ojo antes de desaparecer tras la puerta de la habitación, segundos más tarde escuché cerrarse la puerta principal y luego oí el motor de su motocleta que se alejaba.

Dixie apareció corriendo, se subió a la cama con un salto ágil y me olisqueó la cara.

—¿Qué quieres? —murmuré.

Terminó por acurrucarse en mi pecho. Suspiré.

—Supongo que podemos dormir una siesta —le dije—. Pero tenemos que despertarnos a comer algo después.

Ella agitó su cola como respuesta.

Dormimos dos horas, desperté por su culpa, porque me andaba mordisqueando los dedos. Gruñí molesta y le di un empujón. Ella comenzó a correr por la cama, sin importarle que me estaba pisando.

—¡Ya! ¡Ya! Me estoy levantando —grité, enojada.

Ella saltó de la cama y me esperó en el umbral de la puerta.

—Eres fastidiosa.

Movió la cola y cuando me acerqué, comenzó a caminar hasta la cocina. La seguí de cerca, vi como se subía a una silla y se sentaba a esperar.

—¿Qué quieres? No sé que hay para ti hoy —murmuré.

Me dirigí al refrigerador, vi un poco de pollo molido, algo de pescado y un pedazo de hígado hervido. Tomé ese último y lo agité en el aire.

—Atrapa —le ordené.

Movió la cola y alzó las orejas en alerta.

Lancé el trozo de carne y ella saltó para atraparlo en el aire.

—Bien hecho —le dije, viendo como lo devoraba.

Luego miré la olla con sopa. Daryl no era el mejor cocinando, pero lo intentaba. Aunque la verdad, lo único que le salía excelente eran las galletas de limón.

Recalenté la sopa y me senté con un plato lleno sobre la mesa. Olía extraño, pero no se veía tan mal. Mi estómago rugió, me sorprendí de que no fuera por náuseas, sino por hambre. Me acabé el plato, pero no ingerí nada más.

Dixie también había terminado de comer y se tomó el atrevimiento de saltar a mi falda.

—No —la reté, pero me ignoró.

Se enrolló sobre sí misma y tapó sus ojos con su cola.

—No puedo quedarme todo el día aquí sentada por tu comodidad —me quejé.

Me ignoró de nuevo y yo me quedé allí, mirando el techo con ella encima hasta que Daryl regresó.
Tomamos sopa los dos y nos fuimos a dormir los tres. Él me abrazaba por la espalda y Dixie se enrollaba en mis brazos buscando su comodidad.

Al día siguiente me sentía bastante bien como para ir a trabajar. Me obligué a ello porque no quería perder el empleo, por suerte me dejaron regresar sin problemas, ya que habían podido cubrir mis turnos y no hubo complicaciones por mis faltas.

Al anochecer cené sola, porque Daryl llegaría más tarde del trabajo.
Ya había aceptado que debía comer sí no quería seguir sintiéndome enferma y mal durante todo el día, pero también lo hacia por Daryl. No me importaba tanto mi cuerpo, ni la opinión de otros, como me importaba mi novio. Ya no quería preocuparlo nunca más.

Luego de cenar, me miré al espejo. Estaba un poco hinchada por la comida (comí pasta), pero aún seguía bastante delgada y sentí que seguía viéndome enferma, las ojeras tan marcadas que me dejó la gripe tampoco ayudaban mucho.
Por suerte, comiendo como siempre lo hice, era probable que en un mes ya volviera a mi peso normal, y no me importaba. Es más, lo esperaba con ansías.

Merle llegó de visita un rato después, se tomó todas las cervezas del refrigerador y colocó sus sucias botas llenas de barro sobre la mesa de centro al sentarse en el sofá frente a la televisión.

—Baja las patas de ahí —gruñí.

Había olvidado cómo eran ellos, los hermanos Dixon. Los dos hacian lo mismo, hasta que los reté lo suficiente porque estaba harta de limpiar su mugre y que arruinaran los muebles. Habían aprendido, pero ahora que Merle pasaba más tiempo en su departamento que aquí, era probable que ya se hubiera olvidado todo.

—No seas llorica, solo vine a buscarte para ir al bar.
—¿Ir al bar? ¿Por qué?

No respondió, se limitó a beber de la última botella de cerveza.

—Oh, ya veo. ¡El gran Merle, sin corazón, Dixon, me extraña! —lo molesté, sonriendo.
—Deja de soñar —bufó—. Solo vengo a sacarte un poco de aquí porque sino te saldrán raíces. Seguro que te enfermaste por estar todo el día tirada en este sofá —se quejó.
—Yo salgo bastante. ¿Sí recuerdas que me hice amiga de tu ex?

Terminó su cerveza de un trago y dejó la botella con un estrepito en la mesa. Se levantó y me observó.

—Rápido antes de que cambie de opinión —contestó y caminó hacia fuera.
—Así que extrañas a tu hermanita, eh, Merle —me burlé mientras lo seguía—. ¿Te has sentido solito? —Hice un mohín falso.
—Te atropellaría con Betty, pero no quiero que arruines su parachoques —murmuró, enojado.

Sonreí y me callé al subir al asiento de copiloto.

Evité beber esa noche, porque apenas me estaba recuperando de la gripe, pero acompañé a Merle con un vaso de agua, vimos un partido de hockey y reímos un rato hasta que un tipo interrumpió nuestra charla.

—Merle, ¿hablamos? —le dijo.

Merle asintió y cuando el tipo se apartó, me miró.

—Seguro ya viene Daryl, esperame aquí —me comentó mi hermano antes de irse detrás del sujeto desconocido para mí.

Se perdieron entre el gentío del bar, pero luego el lugar se despejó un poco. Vi como el hombre le daba dinero a Merle (bastantes billetes) y este le pasaba una bolsita transparente con un polvo blanco dentro.

Sentí mi corazón detenerse. Merle vendía drogas. Y eran drogas fuertes, cualquier polvo era una droga fuerte. Tal vez no tanto como las inyectables, no tanto como las que consumía mi madre, pero aún así...

Sentí una leve decepción. No sabía que Merle estuviera metido en eso. ¿Fumaba? Sí. ¿Le gustaba la marihuana? También. Pero aquello, no tenía ni idea.

Algo extraño se asentó en mi estómago. No podía evitar compararlo con aquellos hombres que le vendían droga a mi madre.

Sabía que él había tenido una vida difícil, al igual que Daryl; sabía que a veces tomaba horribles decisiones, sabía que no se dejaba llevar mucho por la moralidad, que poco le importaban los sentimientos de otros, que había tenido que salir adelante solo y que debido a eso se había vuelto duro y frío, con un muro enorme que protegía su corazón.
Un muro que a veces yo pensaba que había logrado derribar, y que otras veces pensaba que no llegué siquiera a hacer una grieta.

Pero sabía que él tenía un corazón y no era una mala persona, por más que a veces tomara decisiones muy cuestionables. Él no era como esos hombres que le vendían a mí madre, él no era como...

Merle regresó conmigo, pidió otra cerveza. Estaba ya un poco ebrio.

—¿Por qué me miras tanto? —dijo, frunciendo el ceño.
—¿Tienes un nuevo negocio? —solté, inexpresiva.

Noté en su expresión, que cambió un poco, que no le gustó mucho la idea de que lo hubiera visto.
Se encogió de hombros, evitó mi mirada, aunque sus ojos tenían una expresión dura. No le gustaba que lo estuviera juzgando.

—No te estoy juzgando —confesé.
—Como sea, ¿qué importa? —respondió, tratando de sonar indiferente; quedamos en silencio mirando el partido de hockey por unos minutos hasta que susurró—. Necesito el dinero.
—Entiendo —respondí.

Quedamos en silencio otro rato.

—¿Nunca te aprovecharías de eso?
—¿Que quieres decir? —preguntó, mirándome.
—Quiero decir, aprovecharte de un adicto, ya sabes.

Su expresión cambió, supuse que me entendió.

—Tengo clientes fijos. Solo acepto su dinero, o como mucho, tal vez, algún bonito reloj o alguna joya. Nada raro, nada ilegal.

Casi me rió, «nada ilegal» como si las drogas no lo fueran.

—Bien —murmuré, más relajada.
—Tú me conoces bien, niña. O pensé que lo hacias... —Sonó algo ofendido.
—Sí, tienes razón, solo quería asegurarme.

Otro silencio.

—¿Consumes? —Me animé a preguntar al final.

Soltó una risa sin gracia.

—Sí, a veces —respondió—. Disfrutar un poco de vez en cuando no hace daño.
—¿Qué tanto? —interrogué, aunque traté de sonar casual, no preocupada.
—No lo sé, no las cuento. De vez en cuando, a veces aquí, a veces con amigos, a veces en mi departamento.
—¿En la cabaña?
—Nunca en la cabaña —confesó.
—¿Por qué?
—No lo sé, ¿por qué lo haría? Estás ahí, supongo qur no te gustaría.

Asentí. Otro silencio.

—¿Y aquí? ¿Conmigo aquí?
—Sí —confesó.
—¿Y Daryl? —La última pregunta importante.
—Eso deberías preguntárselo a él.

Bufé y lo miré. Él me observó, puso los ojos en blanco. Sabía que yo no me rendiría sin esa respuesta.

—Sí, Daryl también. No en la cabaña, sí aquí, contigo o sin ti; sí en mi departamento, sin ti; sí con sus amigos. ¿Quieres saber algo más? ¿Estás jugando a ser policía?
—Solo quería que fueras sincero —murmuré, algo molesta por su reacción.

Otro silencio. Merle hizo una seña a Albert, que llegó con otra cerveza para él y rellenó mi vaso de agua.

—En su mayoría, consume conmigo. Me acompaña, no es de hacerlo solo.
—No tienes que contarme nada más —negué.
—Mereces saberlo, ¿no? Después de todo vivíamos juntos y tú sigues viviendo con él. Es tu novio.

Asentí, di un trago a mi agua.

—¿Te importa? —Oí que preguntó.
—Yo... no, ustedes pueden hacer lo que quieran, son sus vidas, son adultos —murmuré.
—¿No estás molesta o algo así?

Lo pensé antes de negar.

—No, solo no me gustan los secretos.

Y era cierto. No me sentía molesta. Solo algo... ¿desilusionada? Pero no los juzgaba. Aquel sentimiento pronto se me pasaría porque, como antes había dicho, yo sabía que Merle era buena persona, era mi hermano. Y también sabía que Daryl también era bueno y era el amor de mi vida. ¿Y quién sería yo para juzgarlos, más ahora que fumaba como chimenea y disfrutaba de la marihuana?

No, las drogas no nos hacían malas personas. Las drogas nos ayudaban a salir un poco de la realidad cuando esta se ponía demasiado difícil.

Pero, al final, había un precio que pagar, y no se trataba del dinero. No.
Pagabas con tu vida.

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