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Capítulo XXVII


—Tal vez podríamos caminar un poco por el pueblo. ¿Qué te parece?

Miguel se congelo en su lugar, sus hombros tensándose. Terminó de echarle leña al fuego antes de voltearse hacia mí con una mirada cargada de sospecha.

—¿Cómo sabes que hay un pueblo cerca? Yo no lo he mencionado.

—Me entrego explorando los bosques cuando no estas—. Le lancé un guiño.

Miguel frunció el ceño. La molestia evidente en sus ojos.

—Esto no es un juego, Lilly. Lucifer no cometerá el mismo error una tercera vez. La próxima se asegurará tenerte, viva o muerta.

Con un suspiro, me acerqué a él. Coloqué mis brazos en sus hombros y enredé mis dedos en su pelo, las suaves edras se sentían como seda bajo mi toque.

—Solo estaba bromeando, Miguel. Veo las luces del pueblo a la distancia en las noches que me siento en el columpio. —Pausé por un segundo para besar la comisura de su boca—. A veces me molesta que me trates como una simple humana. Siento que olvidas quién soy y cuanto he vivido.

Sus pupilas se escurecieron, sus manos rodearon mi cintura y me atrajeron hacia él hasta pegar mi cuerpo al suyo.

—Eso no es algo que podría olvidar, mi ángel.

—Yo tampoco —repliqué en un susurro. Mi existencia había estado llena de caminos de pétalos y espinas, nunca sabía dónde pisar, o si mis pies pisotearían las espinas. Pero no me estaba quejando. De alguna forma, todo lo que había vivido, había valido la pena.

Miguel asintió, sus ojos se llenaron de esa adoración oculta que tan bien podía reconocer ahora.

—No podemos estar allí por mucho tiempo. La cabaña es segura, pero el pueblo no lo es.

Una sonrisa iluminó mi rostro.

—¿Eso es un sí?

Una esquina de los labios de Miguel se alzó en diversión ante mi júbilo por algo tan mundano como pasear por un olvidado pueblo en medio de la nada.

—Pero solo por esta noche, mi ángel. No podemos arriesgarnos a que te encuentre. Ahora menos que nunca.

—Lo entiendo. ¡Gracias! —chillé como una niña pequeña. Me desperecé de sus brazos y crucé la habitación corriendo, dirigiéndome hacia mi armario.

—Si hubiera sabido que ir al pueblo te haría tan feliz, te hubiera llevado antes —resopló, atónito por mi comportamiento.

Sí, así mismo fue. Miguel, el Arcángel, resopló.

Una sonrisa tonta se escapó de mis labios cuando vi la expresión de maravillado asombro en su rostro.

—No solo ir al pueblo, sino ir contigo. Necesitamos vestirnos pronto. No quiero llegar tarde a la celebración que hacen los fines de semanas —dije con otro guiño, antes de agarrar la ropa que había preparado con la esperanza de que Miguel accediera a mi petición y correr hacia el baño a arreglarme.

Media hora después ya estaba lista, habiendo cambiado mi vestido de verano –muy impráctico para el invierno, como a Miguel le gustaba tanto recordarme– por un pantalón de traje color crema, suelto, que abrazaba mi cintura por encima de mi suéter rojo favorito, y unas ballerinas rojas lizas –también imprácticas para el frío, según mi ángel guardián.

Era el conjunto de ropa menos atractivo que había encontrado, pero la mirada lasciva que Miguel me lanzó a través de la habitación y la manera en la que sus ojos recorrían mi cuerpo, me hicieron sentir desnuda. Se acercó a mi lado y depositó un beso suave en mis labios antes de ayudarme a ponerme el abrigo de invierno, y tenderme la bufanda y mis guantes.

Me permití admirar a mi Arcángel por unos minutos. Bajé mi mirada apreciativa por su piel cubierta por otro traje de tres piezas azul marino, uno que recordaba muy bien de aquella noche en la que me había besado en Nueva York. Ni siquiera se había molestado con guantes y un abrigo, no lo necesitaba.

—¿Estás lista, mi ángel? —preguntó con la voz ronca por el deseo.

Suspiré y me saboreé los labios con la lengua distraídamente, atrayendo la atención de sus ojos a ese punto.

—No me mires así —protesté—. Se supone que vamos a ir al pueblo.

—Por desgracia, te dije que te llevaría, y lo haré —dijo arrastrando las palabras, como si hubiera sido un esfuerzo para él decirlas.

Reí ahogadamente, tomé su mano en la mía y entrelacé nuestros dedos.

El aire invernal nos rodeó cuando dejamos la cabaña atrás, mi piel se erizó ligeramente, aun estando cubierta por tantas capas de ropa. Afuera, la nieve blanca nos saludó, cubriendo cada superficie y cada árbol. Fruncí el ceño, llegando a la conclusión de que no podría caminar al pueblo en estos zapatos con tanta nieve.

Miguel froto su pulgar sobre mi palma.

—No te preocupes. Te llevaré a allí como prometí —me consoló al leerme los pensamientos en el rostro.

Mi aliento se atoró en mi garganta. Solo había una forma de llegar sin caminar y era considerado traición hacerlo. Los ángeles solo podían utilizar sus alas en la Tierra cuando un humano llamaba por ellos, lo que ya no ocurría muy seguido. Con el pasar de los milenios, las personas habían comenzado a perder la fe en los seres alados.

—No —protesté firmemente—. Sabes que está prohibido, Miguel, no te dejaré hacerlo. No otra vez, y menos por algo tan frívolo como un paseo.

—Hacerte feliz nunca será un acto frívolo para mí, mi ángel. —Tragó en seco y se volteó a mirarme—. Después de todo, amarte también es prohibido y, aun así, lo hago libremente.

Mi corazón revoloteó en mi pecho y las lágrimas nublaron mi vista. Eran pocas las veces que Miguel me decía que me amaba, pero cada vez que lo hacía mi alma se llenaba de un contento tan inmenso, que me dejaba saciada por días.

—No quiero que sigas rompiendo las reglas por mí —murmuré antes de apartar la mirada.

Miguel tomó mi mentón entre sus dedos y volteó mi rostro hacia el suyo.

—Rompería cada regla y cada creencia que alguna vez he tenido si así pudiera mantenerte a salvo, Lilith. Solo me importa que seas feliz. —Liberó mi mentón y rodeó mi cintura con su mano hasta apretar mi cuerpo al suyo y esconder su rostro en mi pelo—. No solo la cabaña fue construida sobre Tierra Santa, sino que todo este bosque nació también sobre tierra bendecida por Dios, así que puedo usar mis alas con libertad sin romper ninguna regla. Solo tendremos que caminar medio kilómetro desde la carretera hasta el pueblo.

Una risa sarcástica se escapó de mi garganta sin poder detenerla.

—Ahora sé por qué estabas tan seguro de que estaríamos a salvo aquí. Me trajiste a una cabaña en el medio de la nada, rodeada de tierra santa. Es un refugio a prueba de demonios, prácticamente.

Miguel frunció el ceño, malinterpretando mis palabras.

—¿No te gusta estar aquí?

—Lo amo —repliqué con honestidad—. Se siente como casa.

Miguel reconoció mi respuesta con una mirada ardiente y un rápido beso en los labios antes de pedirme que cerrara los ojos. Obedecí, apoyando mi cabeza contra su pecho y, mientras el viento frío nos rodeaba, nuestros pies se alzaron del suelo. Apenas unos pocos segundos después, la voz ronca de Miguel me susurró al oído que abriera mis ojos.

Sentí al duro pavimento de la carretera golpear mis pies y sus manos estabilizándome. Mi vista quedó atrapada por las bellas plumas blancas que brillaban bajo la luz de la luna, llenando mi corazón de anhelo por esa vida pasada que había perdido. Una vida que ya no tenía derecho de reclamar.

Las alas de Miguel se contrajeron en su espalda hasta desaparecer sin dejar rastro de su presencia.

—Lo extrañas —dijo, una afirmación, no una pregunta.

—A veces. Tuve una buena vida en el Cielo, no puedo negar que fui muy feliz allí. Se que nunca volveré, pero ya no duele tanto como antes.

Miguel tomó mis mejillas entre sus manos, apoyando su frente en la mía.

—Tú fuiste un buen Guardián, Lilith. La mejor que ha existido. Fue culpa del destino que manchó un alma pura como la tuya y te despojó de un Cielo que debería haber sido tú hogar.

—Shhh. Eso está en el pasado. —Callé sus labios con un beso—. A veces una puerta debe cerrarse para que otra pueda ser abierta. No podemos ir por la vida dejando puertas abiertas detrás de nuestros pasos. No me arrepiento de mi pasado porque me dio un regalo muy preciado: a ti. Eso es mucho más de lo que jamás me hubiera atrevido a pedir.

—Siempre me tendrás, Lilith. Eso puedo asegurártelo.

—¿Sin importar lo que nos depare el futuro?

—Sin importar nada —afirmó antes de sellar sus labios a los míos con una promesa.

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