Capítulo XXVI
El tazón de mezclar golpeó la madera con un estruendo cuando se resbaló de mis manos, su contenido esparciéndose por el pequeño espacio de la cocina. Con un suspiro exasperado, tomé el papel de cocina y me arrodillé en el suelo para así intentar limpiar el desastre de levadura que se esparcía por todos lados. Había estado intentado hacer galletas navideñas las últimas tres horas, solo para fallar miserablemente cada vez.
En mi primer intento casi quemo la cabaña al olvidar que el rústico horno estaba encendido con las galletas adentro. En el segundo terminé por hacerlas saladas en vez de dulces por accidente.
Ya iba por el intento número cuatro.
Me negaba a aceptar que no podía cocinar. Había vivido siglos en la tierra luchando por mi supervivencia y me rehusaba a permitir que unas simples galletas me derrotaran.
Aunque sabía que la verdadera razón por mi deseo repentino de hornear galletas tenía más que ver con el hecho de que me estaba comenzando a ahogar encerrada en esa cabaña día y noche, haciendo lo mismo una y otra vez. La soledad no era tan latente cuando Miguel estaba a mi lado, pero su ausencia solo servía para recordarme que ya no podíamos seguir viviendo en una burbuja de fantasía que amenazaba con explotar a cada segundo.
Una vieja memoria se coló en mi mente. El olor dulce a jengibre, la risa libre y alegre llenando la habitación. Elizabeth amaba hornear y era muy buena en ello también. Una sonrisa triste tocó mis labios, pero sacudí mi cabeza, borrándola inmediatamente de mi rostro. Ya era hora de recordarla como ella se merecía, con felicidad y amor, no tristeza y culpa. Cada semana que pasaba se hacía más fácil lograrlo. Y aunque el dolor siempre estaría ahí, iba aprendiendo a vivir con él poco a poco.
Aún no recordaba lo que había sucedido aquella noche, pero eso estaba bien. Era más fácil dejar el pasado atrás y seguir adelante cuando no había malas memorias encadenándome a él.
Terminé de limpiar el desastre en el suelo y lancé el papel de cocina estrujado en el cesto junto al pequeño mostrador de roble. Ya era hora de renunciar a mis talentos culinarios inexistente porque estaba bien que no encajaban entre mis tantas virtudes. Mi vestido casual de color rojo vino estaba manchado con harina blanca por todos lados, su color casi irreconocible. Me reprimía a misma mentalmente por mi estúpida opción de ropa cuando la puerta de la cabaña se abrió y cerró detrás de Miguel. Me di la vuelta hacia él, mis labios formando una sonrisa deslumbrante que se fue apagando ante el ceño fruncido y la mirada perdida de mi Ángel de la Guardia.
Algo le estaba molestaba profundamente.
—¿Miguel? —pregunté dando un paso en su dirección.
El sonido le hizo entrar en razón, obligándole a sacudir su cabeza para despejar la expresión distanciada de su rostro. Caminó hacía mí sin titubear, sus ojos viajaron por mi cuerpo y captaron mi pelo alborotado y ropa sucia. Mi corazón se regocijó en júbilo cuando vi como un indicio de diversión apagó la oscuridad en su mirada.
Miguel era contradicción pura en su verdadera forma. Una tormenta enfurecida que solo esbozaba calma y frialdad. Al principio de mi tiempo en el Cielo, yo solía pensar que Gabriel, Rafael y él eran el perfecto ejemplo de una tormenta. Eran diferentes, pero, aun así, encajaban a la perfección. Miguel era la calma, Gabriel el viento violento y Rafael el arcoíris que acompañaba a las tormentas para llenarlas de calma y claridad.
Mi Ángel Guardián no detuvo su paso hasta que sus zapatos negros chocaron con mis pies descalzos, lo suficientemente cerca como para que su aliento soplara en mi mejilla, pero lo suficiente lejos como para que su traje negro permaneciera precisamente así, negro e impecablemente limpio.
—¿Qué estabas haciendo, mi ángel? Estás cubierta en polvo blanco por todos lados.
Una sonrisa ahogada quedó atorada en mi garganta ante su elección de palabras. Con cuidado de no ensuciar su ropa, me paré en puntillas y besé sus labios con suavidad y con ternura —como si llevara siglos haciéndolo—, antes de apartarme otra vez.
—No es polvo blanco, Miguel, aunque así lo parezca. Esto es… —Arrugué mi nariz, apuntando al desastre que cubría mi vestido— harina para hornear.
Miguel elevó las cejas, sorprendido.
—Mi ángel, tú no sabes ornear.
—Puedo aprender —musité indignada—. Nadie nace sabiendo todo.
Los ojos de Miguel brillaron divertidos y podía ver cómo una esquina de su boca se arqueaba en una media sonrisa.
A veces deseaba con fiereza que ese suave movimiento de labios pudiera convertirse en una carcajada liberada. Nunca, en todos los siglos que había conocido a Miguel, lo había escuchado reír. Tampoco necesitaba hacerlo. Sabía que no era parte de su naturaleza, pero aun así el anhelo de escuchar el sonido de su voz proyectándose con tanto júbilo no se apartaba de mi alma.
Miguel frunció sus cejas y acunó mis mejillas entre sus palmas hasta elevar mi rostro al suyo.
—Tú has visto más de mí de lo que nadie jamás ha visto, Lilith.
—Y tú me conoces mejor que nadie, mi Ángel Guardián —susurré de vuelta mientras trazaba la curva de sus labios con mi mirada—. Conoces incluso aquello que callo.
Liberando mi rostro, Miguel tomó mi mano y entrelazó nuestros dedos.
—Vamos, mi ángel. Tenemos que limpiar ese polvo blanco de ti.
Asentí, sonriendo, y dejé que me guiara fuera del baño. Una vez adentro, Miguel llenó la bañera con agua tibia antes de volverse hacia mí.
—Es increíble lo fácil que puedes perderte en esa hermosa cabeza —dijo antes de depositar un beso casto en mi frente y mover sus manos al borde de mi vestido.
Alcé mis brazos y Miguel me quitó el vestido por encima de mi cabeza, dejándolo caer a un lado de la habitación de baño.
—Mi cabeza puede ser un lugar muy interesante, déjame decirte.
—No lo dudo por un segundo, mi ángel oscuro —meditó Miguel con una expresión de completa seriedad, haciéndome reír—. Por qué mejor no limpias todo ese polvo blanco de ti y te relajas en poco en la bañadera mientras preparo la cena.
Asentí una vez más y Miguel rozó un beso en mi sien antes de darse la vuelta y salir del baño. Removí mi ropa interior y abrí la ducha, cerrando mis ojos bajo el frío chorro de agua hasta que la última gota de harina dejó mi cuerpo.
El baño era la única habitación con decoración moderna de toda la cabaña. Las paredes estaban vestidas con baldosas blancas mientras el suelo estaba cubierto de baldosas marrones. No era muy espaciosa, solo lo suficiente para ocupar un inodoro y un lavabo con un espejo encima a la derecha. También había una bañadera de mármol y una ducha al lado opuesto.
Cerré el grifo hasta cortar completamente el flujo del agua, salí de la ducha y me senté en la bañadera. Apoyé la cabeza en el borde y cerré mis ojos, suspirando satisfecha. Nunca pensé que la paz fuera un sentimiento que fuera a volver a experimentar otra vez, no después de todo mis errores pasados, pero el estar en esa cabaña con Miguel me había enseñado que era posible ser feliz. Solo lo necesitaba a él.
Miguel siempre me había protegido, siempre me había hecho sentir a salvo, pero este nuevo sentimiento era diferente. No solo era él protegiéndome como un guardián, sino como un hombre que me amaba.
Mis pestañas comenzaron a sentirse pesadas, obligándome a cerrar mis ojos por unos segundos. La calma y la serenidad llenaron mi mente mientras el cansancio me sometía al vacío.
«Solo un momento» pensé. «Solo unos segundos más.»
El sonido de una risa libre y aguda llegó a mis oídos, la más dulce y acogedora que jamás había escuchado y mi corazón se agrandó con amor y orgullo.
—Ten cuidado, ángel. No gires tan rápido —advertí.
Mis ojos siguieron el movimiento de la preciosa niña pequeña con el pelo castaño y los ojos azules celestes mientras giraba sin parar, pretendiendo ser una bailarina.
—¡Mami! Mira, soy el cisne negro —rió mi pequeña con descuido y felicidad.
Paró de dar vueltas y caminó hacia mí. Alzando sus pequeñas manos en el aire en forma de un arco y me regaló la más hermosa sonrisa en el mundo. La alcé en mis brazos y la coloqué en mi regazo antes de llover besos en sus regordetes cachetes, haciéndola reír con más fuerza.
—¡Mami! —chilló, contoneándose en mi regazo, queriendo estar libre en sus pies otra vez, pero yo la sostuve más fuerte contra mi cuerpo e inhalé su dulce aroma a vainilla. Moviendo el cerquillo de su cara, deposité un beso en su frente.
Mi pequeña era la vívida imagen de su padre. Mi corazón dolía tanto por el hombre que había amado más que a mi propia vida solo para luego perderlo para siempre. Aunque, al final, todo ese dolor valió la pena. A veces lo más preciado viene de los sacrificios más dolorosos y mi hermosa pequeña valía pelear mil guerras de fuego y sufrimiento. Y pelearía cada una de ellas si ese era el precio de mantenerla a salvo.
—Un día, mi ángel. Un día estaremos todos juntos y tendremos nuestro final feliz. Te lo prometo.
Una risa distante sonó en mi mente como una memoria perdida en mi subconsciente. La presión en mi pecho se intensificó junto con mi repentina necesidad de respirar. Manos firmes agarraron mis hombros, jalándome a la superficie. Respiré profundo, tosiendo y escupiendo agua mientras mis pulmones luchaban por respirar. Las manos de Miguel movieron mi pelo mojado de mi rostro, sus ojos me observaban preocupados.
—Lo siento. Creo… creo que me quedé dormida. Estaba… —Sacudí mi cabeza, intentando apartar la neblina en mi mente—. Perdón, Miguel —me disculpé, mi voz temblaba violentamente.
—Shhh, está bien —gruñó Miguel, atrayendo mi cuerpo contra su pecho.
Los brazos de Miguel rodearon mi figura, apretándome entre ellos de una forma casi dolorosa, pero no me importaba, él era el único capaz de calmar mi alma. Miguel envolvió mis hombros con una toalla y me ayudó a salir de la tina antes de secar mi cuerpo con sorprendente ternura.
Levantándome en sus brazos, salió del baño y se dirigió a la cama, depositándome en el medio de esta y cubriendo mi cuerpo desnudo con la gruesa colcha. Estudió mi rostro con vehemencia, su expresión destilaba preocupación. Y esos ojos suyos, azules como el cielo, no pararon de memorizar cada rincón y entresijo de mi rostro. El recuerdo de unos iris celestes se coló en mi mente, los mismos del hombre que ahora estaba junto a mí.
«Mi niña pequeña, tan bella y valiente como su padre.»
El peso de la cama hundiéndose a mi lado y el calor abrazador del cuerpo de Miguel pegándose a mi espalda apartaron mi pensamientos.
—Hay algo de lo que quería hablarte. Es sobre Daniel Williams.
Mi cuerpo se tensó instintivamente, aun recordaba aquella mansión en medio de la nada y la moneda del Recolector de Deudas que encontré en ella.
—¿Está muerto? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Aquella moneda solo podía haber significado una cosa, su alma pagaría su deuda sufriendo en el Caldero de los Infieles por toda la eternidad.
Miguel giró mi cuerpo hasta quedar frente a frente.
—No pareces sorprendida —notó mientras inspeccionaba mi rostro.
Negué, no serviría de nada decir mentiras, al hacerlo terminaría por darle a él la razón.
—Fui a encontrarme con él en la dirección acordada como, estoy segura, ya sabes, pero no estaba allí. Encontré una moneda bañada en el oro sagrado y con la insignia del deudor en una de las habitaciones de la mansión.
—Así que sabes que él tenía un Pacto con el Diablo? —Asentí–-, ¿pero sabes que fue el mismo Alkaziel el que hizo el pacto inicial con el padre de Daniel Williams años atrás? Al morir por causas naturales, el difunto fue a pagar sus acciones al Infierno, pero la deuda quedó pendiente y la heredó su hijo.
La verdad era que aquella información tampoco me sorprendía, Daniel hablaba con tanto desprecio hacia su padre, y siempre sospeché que había una razón más grande detrás de tanto odio.
—Hay algo más —prosiguió Miguel—. Daniel Williams conocía a Alkaziel, Lilith. Él lo estaba utilizando para acercarse a ti.
Suspiré y acomodé mi cabeza sobre el pecho de Miguel, cubierto por una camisa azul y un pantalón de hilo que había intercambiado por el traje anterior.
—Aún no sabemos cuáles eran sus verdaderas intenciones, Miguel. Tal vez nunca lo sabremos, pero él no parecía querer hacerme daño aquella noche en el restaurante. Tal vez quería advertirme de Alkaziel.
—El temor a la muerte puede consumir hasta las almas más bondadosas, mi ángel oscuro, pero si ese fue el caso de Daniel Williams no sabría intuir.
Asentí, estando de acuerdo con dar por zanjado aquella conversación. Había asuntos más interesantes que podíamos discutir, por ejemplo…
—Verte aquella noche frente a mi chimenea después de la cena con Daniel, ardiendo en celos, fue la primera vez que sentí que no te era totalmente indiferente.
Miguel guardó silencio por unos minutos, los dos refugiándonos en el vaivén calmados de nuestros corazones.
—En aquel entonces no sabía como lidiar con mi emociones, Lilith. —confesó mientras enredaba sus dedos entre las hebras de mi cabello— Aún me cuesta hacerlo a veces, incluso estando aquí contigo. Es complicado para un ángel sentir tanto a la misma vez, nos abruma y nos vuelve erráticos y descuidados.
Jadeé y llevé mi mano libre a mi pecho, fingiendo indignación.
—¿Dices que probar mis labios después de siglos sin tenerlos fue un descuido?
—No, mi ángel oscuro. Un descuido fue no haberte dicho que te amaba cuando desnudaste tú alma y tú cuerpo para mí al confesarme tus sentimientos.
Miguel acunó mi rostro entre sus palmas y posó sus labios sobre los míos en un beso profundo; la expresión decidida en su rostro y la adoración en sus ojos hizo que mi aliento quedara atrapado en mi garganta.
—No ha habido un solo día desde que te conocí, Lilith, que haya sentido nada parecido a indiferencia por ti. Te amé esa noche mientras admiraba tu cuerpo bajo el agua perfumada de la tina, y cada día antes de ese, y te amaré cada día después, por el resto de nuestras existencias.
Asentí, incapaz de formar palabras a través del nudo en mi garganta, mientras Miguel traía mi boca de vuelta a la suya. Enredé mis manos en su pelo y apreté mi cuerpo al suyo hasta solo dejar espacio para oxígeno entre nosotros, y lo besé de vuelta. Lo besé con rabia, enojada con aquellos que no nos permitieron amarnos pronto. Lo besé con anhelo por aquellas noches que lo tuve a mi lado, pero fuera de mi alcance. Lo besé con la convicción de que nunca me apartaría de su lado, sin importar lo que haya elegido el destino para mí.
A menos que alguien más me encontrara. Alguien que amaría más de lo que lo amaba a él, más que a mí misma, más que la vida. Alguien por quien quemaría el Cielo y el Infierno hasta las cenizas y a quien protegería con mi propia vida.
Alguien por la que valdría luchar un millón de guerras para mantenerla a salvo.
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