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Capítulo XXIV

Los ojos de Miguel siguieron mis movimientos con cautela mientras me acercaba más a él. Nuestros pechos chocaron y mis manos apunaron su camisa blanca hasta tirar de su boca hacia la mía. En el momento que sus labios se estrellaron contra los míos, sentí el infierno llamear en mi interior. Un infierno que, a la vez, se sentía celestial y prohibido.

Así era como se respiraba aire de vida: con los besos apasionados del hombre que se amaba, y el fuego que Miguel provocaba era el único que deseaba tocar.  Lo besé con fuerza y, después de solo unos segundos de duda, él me devolvió el beso con igual fiereza, tomando el control de nuestros movimientos. Posó sus manos en mis caderas y terminó por eliminar el poco espacio que separaba nuestras pieles escondidas bajo telas de ropa, no había lugar para el oxígeno entre nuestros cuerpos y, el poco que se escabullía por entre las rendijas que abrían nuestros movimientos buscos y desesperados, se terminaba por quemar bajo el fuego ardiente que nos consumía.

Nuestros labios se movieron hambrientos y posesivos, sin miedo de devorar nuestros si gemidos y gruñidos.

Miguel movió una de sus manos hasta enredarla en mi cabello y, dejando la otra en mi cadera, inclinó mi cabeza para profundizar el beso. Su lengua encontró mi labio inferior, demandando entrada, y yo cedi con gemido de puro placer.

Miguel rompió el beso y apoyó su frente en la mía. Sus ojos estaban nublados con deseo, pero también había un asomo de preocupación en ellos.

—Necesito saber qué quieres esto, Lilly. No porque solo quieras sentir, sino porque quieres estar a mi lado —Miguel suspiró—. No creo que esta vez pueda dejarte ir.

Una sonrisa tomó forma en mi rostro sin hesitación. Los últimos días había pensado que la nube de vacío que llovía sobre mí nunca desaparecería, pero aquí estaba, sonriendo al hombre que había amado por siglos porque ya no me dejaría ir.

Los ojos de Miguel brillaron con adoración mientras me observaban atentamente, la esquina de sus labios se curvó con sutileza.

—Entonces no me dejes ir. Tú eres todo lo que necesito para seguir adelante, Miguel. No me dejes ir nunca —dije antes de besar la esquina de esos labios tentadores que raramente sonreían, solo para mí.

Moví mis manos por los hombros amplios de Miguel y subí por su cuello, tanteando hasta enredar mis dedos en los mechones oscuros de su cabello y traer su boca a la mía una vez más. Nos perdimos el uno en el otro, consumidos por esa misma pasión que tantas veces habíamos intentado suprimir en el pasado. Su mano libre se movió de mi cintura para rondar mi cuerpo, acarició mi espalda y el exterior de mis pechos, amasó mi trasero, y presionó mi centro contra la dureza en sus pantalones.

Gruñí, frustrada por tener tan poco cuando quería tanto. Lo quería todo. Las sensaciones abrumadoras que recorrían mi cuerpo mientras movía mis caderas contra la erección de Miguel causaban que gemido tras gemido se escaparan de mi boca. Mis manos se tensaron en su cabello, profundizando el beso aún más, pidiendo con mi boca lo que quería mi cuerpo. Lo que quería mi alma.

Sin separarnos por un segundo, Miguel nos movió hasta quedar acostados en la suave cama, el colchón hundiéndose bajo el peso de nuestros cuerpos. Separé mis piernas, invitándolo entre ellas, y él accedió sin vacilación. Su boca viajó por mi piel, dejando un rastro de fuego desde mis labios hasta mi cuello y más abajo hasta el collar de mi camisola. Miguel besó uno de mis pechos sobre la seda y yo arqueé mi espalda en placer, gimiendo. Él los acunó con sus manos, aplicando presión en mis pezones antes de tomar uno en su boca, succionando la carne suavemente. El material húmedo de mi camisola se adhería a mi sensible piel, haciéndome gemir alto mientras tiraba de su camisa desesperadamente. La necesidad de sentir su piel, de tocarlo, me estaba consumiendo.

Miguel se sentó antes de arrancar su camisa sobre su cabeza y lanzarla al pie de la cama, dejando su perfecto cuerpo a mi merced. Me tomé mi tiempo mirándolo, recorriendo cada centímetro de su perfecta piel, siguiendo ese perfecto rastro de bello que terminaba justo bajo sus pantalones, pantalones que ya estaban restringidos por su duro miembro. Mis manos vagaron por su pecho, admirando la forma en la que sus músculos se flexionaban bajo mi toque. Los ojos de Miguel se oscurecían más y más en deseo cada segundo bajo mi tacto.

Antes de que pudiera seguir explorando, Miguel apoyó su peso entre mis piernas nuevamente y tomó mi boca en un beso carnal. Su mano se deslizó bajo mi camisola hasta rozar el contorno de mis bragas con sus dedos. Un quejido exasperado de escapó de mí. Levanté mis caderas de la cama, frotando mi centro contra su erección, buscando desesperadamente las sensaciones que mi cuerpo tanto necesitaba. La fricción que sus pantalones creó envió escalofríos por toda mi piel, pero aun así no era suficiente. Quería más.

Rompiendo nuestro beso apasionado, deslicé mi mano dentro de sus pantalones, sintiendo el peso de su miembro en mi palma. Miguel gruñó cuando lo acaricié lo mejor que podía en los confines que brindaba el áspero material, mis ojos nunca dejaron los suyos mientras me devoraban hambrientos.

—Te quiero ahora, Miguel —gemí.

Miguel sonrió burlonamente –sí, burlonamente– antes de mover sus manos al borde de mi camisola y alzarla lentamente por mi cuerpo. Tan lento que me volví impaciente. Me senté en la cama y levanté mis manos, permitiéndole mover la prenda lejos de mi cuerpo.

—Miguel —susurré, mi voz llena de incontenible lujuria.

—¿Qué necesitas, Lilith?

Mi respiración se quedó atorada en mi garganta bajo la mirada febril de Miguel. Podía notar que apenas se estaba controlando, pero no quería que lo hiciera. El hecho de haberme llamado por mi nombre real en ese momento tan íntimo, de que me reconociera y aceptara sin importar mi pasado o mi futuro, trajo lágrimas a mis ojos. Hacía poco tiempo desde la última vez que había llorado, justo desde esa noche que había descubierto que había sido la responsable de la muerte de mi mejor amiga.

Miguel buscó mis ojos antes de besar primero un parpado y después el otro. Moviendo las manos de mi cuerpo, acunó mis mejillas con una veneración que sabía, no merecía. Fueron tantas las emociones que me inundaron a la vez en ese momento, como si el candado que las mantenía encerradas en el fondo de mi corazón se hubiera roto, liberándolas a todas a la misma vez. Me sentía abrumada, abatida, dolorida y culpable. Sentía odio, sentía amor, sentía placer. Pero lo que ya no sentía más era vacío.

Las lágrimas recorrieron mis mejillas una tras otra sin parar mientras Miguel abrazaba mi cuerpo contra el suyo, ahogando mis sollozos en su camisa.

Mi guardián. Siempre, en la tormenta o en la calma, él había estado ahí.

Dios, lo amaba. Lo amaba tanto.

—Te amo —susurré contra su pecho, mis palabras casi ahogadas por el sonido de mi llanto que ya había comenzado a disminuir.

El cuerpo de Miguel se tensó contra el mío. Yo me aferré a su agarre con fuerza, temerosa de que huyera de sus sentimientos como lo había hecho la primera vez que le había confesado mi amor.

—No tienes que decirlas de vuelta sino lo sientes, Miguel. Yo sé que te importo, y eso es suficiente.

No era suficiente, pero por él pretendería. Lo haría porque, a pesar de que me sentía como un ser débil y una carga, tenía que aceptar que lo necesitaba con desesperación. En ese momento más que nunca.

Miguel apoyó su frente en la mía —un gesto que se había vuelto tan natural para él—, y respiró profundo. Su mirada estaba llena de pura adoración, opacando el frío que la aplacaba.

—Y yo también te amo, Lilith.

Mis pulmones dejaron de respirar, mi corazón se detuvo por completo en esa milésima de segundo que luché por entender sus palabras, segura de haberlo malinterpretado.

—No lo digas si no lo sientes —supliqué mientras empuñaba su camisa con desesperación—. No me engañes Miguel.

Miguel tomó mi labio inferior entre los suyos, chupándolo en su boca antes de besarme posesivamente.

—Te amo, tan simple como es. Te he amado desde hace muchos siglos. Amé la mujer inocente que quedó cautivada por la belleza del Cielo. Amé el Guardián confidente y decidida en la que te convertiste. Amé tus fallos y tus victorias, cada uno de ellos. Amé la luchadora en ti que sobrevivió años de soledad en la Tierra. Y amé cada experiencia que vivimos juntos en este viaje. Pero amo más la mujer en la que te convertiste ahora, Lilith.

Sin siquiera haberlo notado, mis labios se habían transformado en una sonrisa. Mi corazón galopaba salvaje en mi pecho. Podría decir que estaba conmovida en ese momento, pero esa expresión se hubiera quedado corta. Me sentí eufórica, adorada y única.

Miguel inclinó su cabeza hasta rozar sus labios con los míos y continuó susurrando sobre mi boca.

—Y no solo te amo, mi ángel oscuro, sino que te admiro también. Eres el ser más fuerte que ha cruzado mi camino en toda mi existencia. Por muchos años intenté convencerme a mí mismo de que admiración era la único que sentía por ti y todo lo demás era solo el efecto secundario de tener una tentación viviente a mi lado. Eres tan perfecta, tan hermosa, Lilith, que a veces duele mirarte —Miguel suspiró, sus ojos se nublaron por unos segundos, llenando los azules iris de oscuridad—. Cuando sentí tu dolor aquella noche e intenté buscar tu rastro, pero sin poder encontrarte, algo cambió dentro de mí. Y después, cuando llegó la oscuridad y se fue el dolor, por un momento, pensé que te había perdido para siempre. En ese momento me di cuenta que no podía seguir negando lo que sentía por ti.

Sus labios se torcieron en una sonrisa siniestra que tocó las partes más oscuras de mi alma.

—Te amo, Lilith. Eres mía.

—Soy tuya. Sin importar lo que pase, siempre seré tuya —confirmé en un susurro—. Ahora hazme el amor, Miguel, como si no hubiera un mañana.

Porque era muy probable que no lo habría. El destino tenía sus propios juegos y planes, y ya solo nos quedaba esperar obedientes al desenlace final.

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