Capítulo XIII
Abrí la puerta de mi pequeño apartamento con un suspiro, recosté mi espalda contra la fría madera y cerré mis ojos. Necesitaba saborear el silencio que ofrecía la solitaria habitación por unos segundos. A veces anhelaba tanto ser normal, poder caminar por la vida con la misma experiencia y los mismos años vividos que los humanos tanto despreciaban. Aún podía morir, pero mi alma iría a parar al Infierno junto a los demonios.
Dejé caer mi bolsa en el medio de la habitación de camino hacia mi alcoba, y me tumbé en la cama, ignorando por completo la frialdad que entraba por la ventana abierta. Había olvidado cerrarla en la mañana antes de partir al periódico. Una pequeña sonrisa agració mis labios cuando mi cansado cuerpo quedó enterrado entre las suaves sábanas. Respiré hondo, inhalando el olor a vainilla que ya era tan familiar en mi pequeño espacio. Y a Miguel. Extrañamente, mis sábanas también olían a él.
***
—¡Mamá!
Miré a mi alrededor, intentando encontrar la fuente de los gritos, pero todo lo que podía ver era un interminable desierto de oscuridad.
—¡Mamá! ¿Dónde estás? —gritó una voz dulce y asustada.
Sentí una opresión en el pecho, como si alguien hubiera tomado mi corazón en su puño y lo estuviera apretando con todas sus fuerzas, intentando arrancarlo de mi pecho.
—¡No! ¡Mamá, no me dejes!
No, no, no, no. No podía dejarla. Tenía que protegerla. Necesitaba encontrar a mi pequeña.
—¡Mamá!
Lágrimas de frustración y angustia llenaron mis ojos mientras miraba frenéticamente a los alrededores, pero la voz parecía venir de todas partes. El suelo bajo mis pies se desvaneció y comencé a caer, otra vez, hacia las llamas.
¡No! No podía dejarla sola. Tenía que mantenerla a salvo.
—¡Elizabeth! —grité, despertándome con la respiración pesada, mis latidos acelerados casi rozaban lo frenético.
La humedad de las lágrimas que había derramado en mis sueños empapaba mis mejillas y utilicé la palma de mis manos para borrar todo rastro de estas. No lo entendía. Esa era la primera vez que no había visto a Lucifer en mis sueños. Que no lo había escuchado, o había olido el hedor a piel quemada. Esta vez no estaba siendo cazada, o sufriendo bajo las agonizantes llamas del fuego. Sin embargo, el dolor que había sentido en este sueño no se comparaba a ningún otro.
No era físico, era una opresión desgarradora en mi alma.
Esa necesidad de proteger y abrigar al recuerdo distante de una pesadilla abrumó mi mente. Mi cabeza daba vueltas, intentando encontrar una explicación a algo que no tenía ningún sentido.
¿Quién era ella? En mi corazón, muy adentro, lo sabía. Sabía que sin importar quién fuera esa persona, haría lo que fuera por mantenerla a salvo.
Respiré profundo, intentando calmar mis erráticos latidos. Mis pesadillas me habían atormentado por los últimos miles de años. Me habían seguido a todas partes. Y con la excepción de esos primeros ataques de pánicos, yo había sido capaz de controlar mi miedo irracional con el paso de los siglos. El tiempo pasó y yo me acostumbré a la vívida sensación de mi piel quemándose. Me acostumbré a la constante casa, y me acostumbré a él.
Ella me había llamado mamá. Ni siquiera sabía su nombre y, aun así, ella me había llamado mamá.
—¿Otra pesadilla? Esta parecía diferente.
La voz de Miguel me tomó por sorpresa, dejándome ver cuán inmersa realmente estaba en mis pensamientos. No había sentido su presencia esta vez, y eso era algo poco usual.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Un rato. Sentí tú malestar. Era... intenso —replicó, frunciendo un poco el ceño.
Inhalé profundo y cerré mis ojos por un segundo antes de encontrar los suyos a través de la habitación. Miguel sostuvo mi mirada, pero podía notar en la frialdad de sus ojos y la rigidez de sus hombros que estaba intentando mantener su distancia.
—Tienes razón. Esta pesadilla fue diferente. Fue más... profunda —expliqué.
Miguel asintió.
—¿Era sobre Elizabeth?
Fruncí mis cejas en confusión.
—No. ¿Por qué lo sería?
—Gritaste su nombre cuando despertaste.
—Yo... No sé. No soñé sobre ella. Al menos no creo que lo haya hecho. —Llevé mis manos a mi cabeza, enredando los dedos en mi pelo en frustración. Apenas podía recordar la pesadilla, pero aún podía escuchar esa voz suplicante en mi cabeza, pidiéndome que no la dejara.
Miguel cruzó la habitación con pasos seguros y se sentó a mi lado en la cama, tomando mi mano en la suya y dibujando pequeños círculos en mi palma. Era un gesto automático. Lo sabía porque la distancia seguía ahí, creando un abismo entre nosotros.
—¿De qué se trató la pesadilla? Cuéntame.
Recorrí la habitación con mis ojos, intentando evitar su mirada. No creía poder explicar lo que había sentido esa vez. Hablar de mis pesadillas se había vuelto una costumbre entre nosotros, una forma de desahogar todos los sentimientos que estas despertaban en mí. Pero, por primera vez, quería callar. Quería quedármela solo para mí.
—Era igual que siempre. Una pesadilla como cualquier otra. No tiene tanta importancia.
Miguel asintió, pero sus ojos estaban llenos de desconfianza. Él sabía que no le estaba contando la verdad. Si había alguien que me conocía mejor que nadie, ese era Miguel.
Pero sentía que el abismo que nos separaba se iba agrandando cada día que pasaba. Con cada mentira y cada secreto que arrojábamos en él, lo hacíamos más profundo, más imposible de evitar e ignorar.
Liberé mi mano de su agarre y lo miré con decisión.
—¿Por qué lo hiciste? —La pregunta fue repentina, pero no fue necesario elaborar. Él sabía de qué hablaba.
Miguel respiró profundo. Podía reconocer en la expresión de su rostro la aprensión. Le estaba exigiendo respuestas que no estaba preparado para dar.
—Era una medida desesperada. El Concejo Celestial comenzó a sentirse entre la espada y la pared. Cuando se rompió el Primer Sello, los ángeles entraron en pánico y exigían que detuviéramos a Lucifer. Y yo... —Tragó en seco, se levantó de la cama y caminó hacia la pared contraria de la habitación—. Estaba confundido, aunque parezca ridículo. Pensé que sería capaz de hacerlo, pero había subestimado demasiado el efecto que volverte a ver tendría sobre mí.
—¿Y qué sucedería si llegaras a cumplir tú pedido? ¿Se detendría la Profecía?
Un suspiro resignado escapó de sus labios. Se le veía exhausto, enfundado en un traje oscuro que parecía pesar toneladas sobre su cuerpo esculpido. Imaginaba que cargar con tantos secretos debería ser agotador.
—No lo sé, Lilith, tal vez jamás lo haga. Gabriel tenía razón cuando decía nunca seré capaz de dejarte ir.
Sentí una opresión en mi pecho, esta vez diferente, pero no menos dolorosa. Mis ojos se llenaron de lágrimas y mis manos comenzaron a temblar del esfuerzo que hacía para contener las ganas de lanzarme a los brazos de Miguel. Necesitaba respuestas. Necesitaba saber la verdad, o por lo menos parte de ella. Necesitaba un poco de libertad en esa prisión eterna que llamaba vida.
—Mis sueños no son solo sueños, ¿no es así? Son algo más, puedo sentirlo.
La garganta de Miguel subió y bajó con un trago seco.
—Creemos que tus sueños son premoniciones, que el destino está mostrándote el final. No fue una casualidad que tus pesadillas comenzaron el día que se rompió el Primer Sello. Aquella noche, en el hospital en Londres, cuando te desmayaste, fue la primera vez que Lucifer probó un ápice del poder que obtendría si la profecía llegara a cumplirse.
—¿Pero por qué yo? ¿Por qué fui yo la escogida para la profecía entre tantas? ¿Qué no me estás contando, Miguel?
Escondí el rostro en mis manos, abrumada. Era todo tan confuso, tan cansino. Estaba harta de ser un peón en el juego de Lucifer, ya no podía contener la frustración que me provocaba tanto misterio.
—No creo que quieras saber, Lilly. A veces la ignorancia es una virtud.
Alcé la cabeza, clavé mis ojos en los suyos y sostuve su mirada.
—La ignorancia es una virtud cuando se desconoce, Miguel. Pero también es un arma que se puede usar para destruir vidas. Creo que es momento de que yo misma decida que debo o no saber.
La comisura de los labios de Miguel tembló levemente, como si intentara contener una sonrisa. Le miré incrédula, un poco anonadada y sin ser capaz de comprender ese gesto tan extraño en sus facciones.
—No vas a dejarlo ir, aunque te lo ordene, ¿no es así? Siempre has sido una necia.
Me acomodé en la cama y sacudí mi cabeza de un lado a otro en respuesta. La manta que me cubría se había resbalado hacia mis rodillas, dejándome expuesta al frío que se colaba por la ventana abierta de mi alcoba. Pero no me quejaba, amaba sentirme abrazada por el helado viento.
—Merezco la verdad, Miguel. Yo no pedí estar en medio de esta guerra, y necesito saber el porqué de todo este tormento.
Miguel asintió. Sus facciones se endurecieron en decisión.
—Muy bien. Te diré todo lo que quieras saber con una condición.
Alce mis cejas, sorprendida por las palabras de Miguel.
—¿Qué condición?
—Quiero que dejes Nueva York.
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