Capítulo II
Estaba parada en el medio del desierto, mi piel quemada por el imponente sol sobre mí mientras que mis ojos vagaban por los alrededores, confundidos.
¿Cómo he llegado aquí?
Estaba tan sedienta. Mi garganta ardía como si mis adentros estuvieran en llamas. Necesitaba agua antes de que muriera de deshidratación.
Estúpida, Lilly. Lo que estaba viviendo era solo un sueño. La maldición no me dejaría morir tan fácilmente. Dejar este mundo cruel atrás no era una opción que Dios me obsequiaría después de mi traición. Mi cuerpo se secaría desde mis adentros hasta que solo quedara dolor y pena, pero no moriría.
El fuerte olor de piel quemada alcanzó mi nariz, causando que un grito horrorizado escapara mis labios. Estaba ardiendo. Podía sentir el fuego consumiendo mi cuerpo, abrazándome de adentro hacia afuera.
Ardía tanto. Demasiado.
Sin pensar las consecuencias, comencé a rascar mi piel con ferocidad, intentando encontrar alivio del incesante dolor. Mi piel comenzó a desprenderse, la sangre a manchar la arena, mi pánico a crecer.
Miré a mi alrededor con desesperación, intentando encontrar refugio del agonizante dolor, pero no importaba donde mirara, solo había un oscurecido desierto.
El suelo bajo mis pies se abrió y yo comencé a caer, pero, esta vez, no estaba siendo expulsada del Cielo, sino lanzada a las llamas del infierno.
—Mi hermosa dama. Siempre serás mía. Déjame entrar. Yo haré el dolor desaparecer.
Me desperté de la pesadilla jadeando fuertemente y odiándome a mí misma por mis errores pasados con más furor que nunca. Era siempre el mismo sueño. No cambiaba, ni siquiera los pequeños detalles que lo hacían tan imposiblemente vívido.
Él se estaba volviendo más fuerte, podía sentirlo.
Me senté en la cama con cuidado, intentado apartar el vértigo de mi mente. Cuando estaba segura que podía caminar sin caer o desmayarme, me levanté lentamente y me acomodé en el sillón junto a la ventana de mi habitación, suspirando aliviada cuando mi exhausto cuerpo tocó la fría madera.
El frío siempre me hizo sentir viva.
Ya no tenía las fuerzas para seguir luchando. Mi cuerpo se estaba volviendo débil y, con cada día que pasaba, su presencia se volvía más demandante.
Ya habían pasado casi tres meses desde que me desperté en una de las camas del hospital en el que solía trabajar. Isabella estaba junto a mí cuando abrí mis ojos. Ella me explicó calmadamente que había tenido un ataque de pánico y me había desmayado la noche anterior. El momento que recuperé todos mis sentidos, me levanté de la cama y salí corriendo del hospital sin mirar atrás.
Ya habían pasado tres meses de interminables pesadillas. Tres meses luchando su control sobre mí, y estaba perdiendo mi vida en el proceso.
Por cada día que pasaba, mi cuerpo y mi mente morían cada vez más, pero yo estaba dispuesta a dejar este mundo atrás antes de permitir que él ganara.
Cambié mi bata blanca de dormir por un cómodo vestido color verde esmeralda, teniendo cuidado de no tropezar con la suave tela y caer, y me dirigí hacia la cocina, persiguiendo ese olor a comida que emanaba del lugar. Tal vez algo de comida era lo que necesitaba para que mi cuerpo recuperara algo de su fuerza.
Cuando alcancé la cocina, me apoyé ligeramente contra la pared y observé como Elena se movía en el reñido espacio con una leve sonrisa en sus labios. Este era el único lugar donde ella dejaba que la fría aura se escapara de ella. El único lugar donde lucía casi feliz.
Elena amaba cocinar.
El momento en que me avistó apoyada en la pared, la frialdad regresó a sus ojos, pero había algo más en ellos.
Preocupación, tal vez.
Elena estaba preocupada por mí. La misma mujer que no había sido capaz de mirarme con nada más que indiferencia los últimos cuatro años ahora llevaba una expresión de preocupación en su rostro. Debía lucir peor de lo que pensaba.
—Siento molestarla, Elena. Sé que no gustas de compañía cuando estás cocinando. ¿Necesitas ayuda? —pregunté, aun teniendo la certeza de que no sería muy útil en mi estado, pero queriendo actuar como yo misma por una vez.
Estaba demasiado cansada para mantener la fachada fría a la que ya me había acostumbrado, y puede que fuera inútil ahora que no faltaría mucho para el final. Mi final.
—No creo que debería estar parada, Lilly. Preferiría que estuviera en su habitación descansando mientras preparo la cena.
Elena adornó sus palabras con una mirada llena de irritación, haciéndolo parecer como si mi sola presencia le molestara, pero yo veía más allá de su fachada. Sabía cuan frágil me veía ante sus ojos. Cuan rompible. Ella estaba preocupada, pero no quería mostrarlo.
Pero, lo que ella no sabía, es que estaba equivocada. Me sentía débil, sí, pero no era frágil. Él era más fuerte que yo, pero había aprendido a ser una luchadora bajo la soledad y la perdida. Había muchas situaciones que podrían derrotarme, pero nada me doblegaría sin antes una fuerte guerra.
—Gracias, pero creo que voy a salir a tomar aire fresco. Caminar un poco alrededor del mercado. Estaré en casa a la hora de cenar —le sonreí genuinamente por una vez.
La mirada irritada de Elena me dejó bien claro que no estaba feliz con mis palabras. Sin embargo, su boca no emitió protesta alguna. Tampoco intentó detenerme, y me encontré deseando que lo hiciera, encontré a mi antiguo yo deseando que le importara lo suficiente como para poner mi bienestar por encima de todo, y no podía evitar sentirme decepcionada ante su silencio. En ese momento reconocí en mi interior que necesitaba afecto, algo que llenara el vació que quedó atrás en mi alma perdida. Necesitaba importarle lo suficiente como para pedirme que me quedara.
Patético, tal vez, pero esa era mi triste realidad. La maldición de vivir por tantos siglos era olvidar lo que era amar y sentirse amada.
Tomé mi capa de invierno y abrí la puerta. Era finales de febrero y la briza invernal estaba aún en la atmósfera. Salí a la calle, dejando que el frío aire adormeciera el dolor de mi cuerpo y se llevara la confusión y el vértigo lejos.
Amaba Londres.
Siempre abarrotado.
Siempre en movimiento incluso después de todo lo que había pasado.
Dejé que mis pies me llevaran a través de las calles atestadas de gente, sabiendo que esa podría ser la última vez que las caminaría. No sabía cuánto más podía lucharle ni lo que él quería de mí.
Caminé sin curso alguno, tomando cada memoria conmigo y permitiendo que mis sentidos se desbordaran y tomaran el control. El olor a tierra mojada. Las cosquillas que causaba la frialdad en mi piel. El silencio.
¿Silencio?
Abrí mis ojos abruptamente sin siquiera haberme dado cuenta que los había cerrado en lo absoluto. Miré a mi alrededor, intentando ajustar mis ojos para ver en el oscuro y solitario callejón en el que me encontraba. No sabía cómo había terminado allí, lejos de la multitud, pero el desolado lugar parecía familiar de alguna forma. Me di la vuelta, decidida a volver a casa y reposar mi cansado cuerpo en cama cuando una figura en la sombra atrapó mi atención. Ahí fue cuando lo vi, parado en la oscuridad y brillando a pesar de ella. Alto y perfecto como siempre.
—Hola, Lilith —habló la calmada voz de Miguel, atravesando el frío y grueso aire y envolviendo mi cuerpo como una manta. Sus palabras hicieron eco en la noche silenciosa, llenando mis incrédulos oídos.
—Miguel.
Su nombre dejó mis labios en un suspiro ahogado, mi miente desconfiaba de mis propios ojos, aun cuando mi corazón me gritaba que todo era real, que él estaba aquí.
Había pasado tanto tiempo, el dolor y el anhelo enterrados en lo profundo de mi alma cayeron sobre mi como una gran ola de emociones, trayéndome a mis rodillas. Mi borrosa visión se volvió negra y mis piernas cedieron bajo el peso de mi cuerpo. Sentí los brazos de Miguel envolviéndome, evitando que mi cuerpo flácido golpeara el suelo, atrayéndome junto a su cálido pecho.
—Lo siento—. Tenía que saberlo. Si iba a morir, esa podría ser mi única oportunidad—. Lo siento tanto —repetí con la voz rota mientras que mi pesado aliento abandonaba mi cuerpo.
• • •
Miguelito, Miguelito. Lo bueno que debes estar para lograr que Lilith se desmaye nada más verte.
Tengo sueño, mucho sueño, porque cierta gordita se despertó ayer cada tres horas a tomar leche.
*La autora termina de escribir y se desploma en el suelo*
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