Perdóname padre, porque he pecado.

La figura de Dios siempre ha estado en mi vida, omnipotente y omnisciente. Trazó el camino de la vida de mi familia, y como una especie de reliquia que se hereda, se suponía que debía guiar mi camino.

Pero hay veces en las que el camino que se traza no es el que se sigue, y aunque mi familia me ha impuesto a Dios en cada aspecto, no significó que yo siguiera su palabra en cada paso que diese. Ya sean pasos acertados o hacia caminos que se alejaban de lo que debía ser.

Mi familia y Dios, son emblemas de rectitud, sobriedad y pulcritud. Moldearon mi vida a su deseo, y planearon cada parte de mi vida como si fuese una obra arquitectónica. Y quizás para ellos, mi vida era su obra y gracia, era la misión que Él les había dado. Traer al mundo a un niño que siguiese los pasos del señor, guiado por su palabra, para poder llevar a todos un poco de esperanza al mundo.

Lastima para ellos, no salí como quisieron. Si bien, mi vida continuó estando entretejida por ellos, los pasos que daba a veces me alejaban más de lo que ellos planeaban, y no les quedaba otra cosa alternativa que resignarse y amoldarse a mi voluntad.

Mi voluntad no se comparaba a la de Él pero le hacía mucha competencia.

— ¿Me estás diciendo que soy un pecado? —preguntó la figura que tenía frente a mí, sentado sobre el respaldar de la cama, con las piernas abiertas que me daban acceso a ponerme de rodillas.

— No, estás lejos de ser un pecado —susurré, sonriendo maliciosamente, con los ojos encendidos—. Eres mi Dios.