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𝒞apítulo tres.

𓆸

Emily había sugerido, al menos, intentar pasar unos minutos en el patio trasero. Aunque la idea no le resultaba cómoda ni, mucho menos, interesante, Sadie terminó aceptando. La contraria comprendía que ella había sido quien más sufría por la pérdida, y no buscaba presionarla a retomar su vida de inmediato. Su intención era acompañarla en su proceso de sanación, respetando su propio ritmo.

Desde su lugar, la observó sentarse en la silla, recogiendo las piernas y abrazándolas contra su pecho. La postura reflejaba su intento de mantenerse tranquila, como si esa pequeña fortaleza física pudiera protegerla de los pensamientos y personas que pudieran alterar su día.

— ¿Aún no has ido? —preguntó de pronto, rompiendo la calma que Sadie intentaba preservar.

— ¿Disculpa? —respondió, confundida.

— A la casa de Adelaide —la aclaración llegó con suavidad, pero cargada de un trasfondo que ambas entendían. Durante su relación, rara vez había visitado aquel lugar. Los padres de la fallecida eran estrictos y no veían con buenos ojos las visitas constantes de la pelirroja. Sin embargo, las pocas veces que estuvo allí, siempre fue a escondidas, gracias a la complicidad del hermano menor de Adelaide, quien distraía a los adultos y les daba un momento de privacidad. — Ella te dejó sus cintas.

El rostro de la pelirroja se tensó ante la última frase. En lugar de responder, desvió la mirada hacia el patio, fijando sus ojos en algo indefinido. Las palabras se le atragantaron; no encontraba la valentía para enfrentarse a la pregunta ni al recuerdo que evocaba.

Adelaide tenía un don especial para registrar la vida a través de cámaras y grabadoras, una pasión que surgió cuando sus abuelos le regalaron una caja llena de equipos electrónicos. Desde entonces, filmaba cada momento que consideraba importante. Había crecido rodeada de cámaras, siguiendo una tradición familiar donde sus padres documentaban cada instante significativo de la vida de sus hijos. Con ese regalo, la primogénita encontró la oportunidad de perpetuar esa costumbre, creando sus propios recuerdos.

Sink no se sentía capaz siquiera de mirarlas nuevamente, ni siquiera a través de una pantalla. El presentimiento de un colapso inminente la atormentaba. Comenzó a negar con la cabeza, ignorando por completo las palabras de su amiga, mientras un par de lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas.

— No puedo —confesó, repitiendo la frase en voz baja, como un mantra de desesperación.

— Sadie, ella te dejó esas cintas para ti.

— ¿Cómo es eso posible? —preguntó, incredulidad marcando su tono. Al alzar la mirada hacia Emily, notó que sus párpados estaban enrojecidos, signo de un llanto reciente. Hacía tanto que no la veía llorar que, por un instante, su propio corazón se resquebrajó. Las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta—. Ella no sabía que esto sucedería.

Emily apoyó el codo en el reposabrazos de la silla y presionó su palma contra su rostro, un gesto cargado de agotamiento y dolor contenido. La reacción sorprendió a Sadie, quien sollozaba en silencio al ver cómo la otra intentaba lidiar con su sufrimiento en solitario.

Sadie no lograba comprenderla. No podía descifrar la maraña de pensamientos que agitaban la mente de la contraria, ni el motivo detrás de su silencio. Aquella desconexión, la falta de una respuesta clara, era un abismo que le costaba atravesar.

Adelaide estaba enferma, eso era algo que todos sabían, pero lo que ignoraban era que no le quedaba mucho tiempo. Aunque la información sobre su estado de salud era limitada, la preocupación entre los cercanos a ella se mantenía latente, siempre disimulada. Desde pequeña, había enfrentado complicaciones que no podían evitarse, y no era raro que la consideraran la "niña enferma", a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo.

Emily era la única persona que conocía la gravedad de la situación. Siempre le preguntaba cómo se sentía, interesada y preocupada, pero nunca rompió el juramento que había hecho: mantenerse en silencio hasta que Adelaide tuviera el valor de compartir la verdad con los demás. La promesa de la chica era clara: no revelaría lo que sucedió ese día en el supermercado. Aunque sabía que la fallecida lidiaba con problemas médicos graves, como el rechazo de su sistema inmune al corazón trasplantado, todo parecía estar bien al principio.

Sin embargo, con el paso de los meses, mientras el trasplante se estabilizaba, algo comenzó a cambiar. Nadie parecía advertir cómo Adelaide perdía fuerzas lentamente. Solo ellas dos y la familia sabían lo que realmente ocurría en su cuerpo. Emily no podía evitar sentirse constantemente preocupada, temerosa de que, en cualquier momento, el corazón pudiera detenerse sin previo aviso. Su mayor temor era que esta pesadilla ocurriera frente a Sadie, quien desconocía por completo lo que había sucedido después del trasplante.

— Simplemente debes ir, Sadie —respondió, después de unos segundos, su rostro teñido de un tono carmesí por el llanto reciente. Sentía la necesidad de mantenerse firme, sin quebrarse frente a la pelirroja—. Conocí a Addie. Sé que a ella le hubiese gustado que vieras su historia.

— Conozco su historia.

— Nadie la conoció realmente, y lo sabes —interrumpió con una firmeza que reflejaba una verdad dolorosa. —Nadie conoce la historia de nadie, en realidad.

Rudd, en su mente, se transformó en la imagen de la niña alegre, siempre saltando y riendo, rodeada de un optimismo desbordante. Ver cómo las lágrimas caían por sus pómulos, ahora ruborizados por el llanto, hacía que el corazón de Sink se encogiera. Quizás había sido la pérdida de una nueva amiga lo que había quebrado esa fachada radiante. Sink no comprendía cómo, en tan poco tiempo, se había formado un lazo tan fuerte entre ellas, pero de alguna manera, le parecía tierno.

No se atrevió a mirarla por mucho más tiempo; ver a Rudd en ese estado de vulnerabilidad era como un golpe directo a su lado más sensible.

— Simplemente ve. Amarás ver el mundo de la misma manera en que ella lo hacía —suspiró finalmente, apartando la mirada de la pelirroja herida—. Puedo llevarte.

— Sus padres me matarán si me ven.

— No están —Sadie giró la cabeza hacia ella, sorprendida por la afirmación—. Decidieron poner la casa en venta. Casi nunca están, ocupados con todo el papeleo. Solo su hermano está.

Convencerla fue complicado. Cada intento era recibido con dudas y pavor, temerosa del rechazo de la familia o de no ser capaz de soportar la carga emocional de enfrentarse a un entorno impregnado de los recuerdos de Adelaide.

Emily no era del tipo de persona que hacía promesas vacías, como un simple "iré pronto". Conocía cada uno de sus tonos: el más débil, que dejaba entrever el miedo, y el de la duda, que revelaba la inseguridad. Insistió. A pesar de querer darle una orden para que fuera valiente, entendía el peso del duelo. Nadie está preparado para dejar atrás ese rincón de calma y consuelo que una vez ofreció algo tan especial.

Finalmente, Sadie se levantó de su asiento, captando la atención de Emily.

— Iré —afirmó, con determinación—. Pero sé que no será sencillo.

— Bien, te llevo —pasó las yemas de los dedos por su mejilla, borrando cualquier rastro de humedad—. Solo tienes que entrar, tomar lo que te pertenece de su recuerdo y regresar.

Las palabras eran fáciles de decir, pero flotaban en el aire, llenas de dudas, mientras su mente se debatía sobre si era lo correcto. No se apresuraron a salir. Se quedaron unos minutos más en la cocina, donde la conversación se llenó de palabras reconfortantes por parte de Emily, mientras el aroma a café llenaba el aire, envolviéndolas en una sensación de calma momentánea.

Sadie se sonó la nariz antes de tomar un sorbo de su taza, sintiendo cómo el vapor quemaba ligeramente su piel.

— ¿Aún tienes la televisión vieja en el sótano? —preguntó Emily, recibiendo como respuesta solo un pulgar arriba—. Bien, perfecto... Consigue las grabaciones. Recuerdo que siempre las guardaba en la caja bajo su cama. Quizás tengan algo de polvo. Adelaide al final no usó tanto la cámara.

Sadie no se molestó en contestar, su mente atrapada en otro escenario. Imaginaba estar en la habitación de la fallecida, observando ese espacio que alguna vez estuvo lleno de risas juveniles y conversaciones sobre futuros prometedores. Un vacío se instaló en su pecho, amenazando con asfixiarla. El pánico, como un enemigo invisible, se apoderó de ella, convirtiéndose en un obstáculo que dificultaba cada uno de sus pasos.

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