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¿Y si... no hubiera apocalipsis? ¿Se habrían conocido Áyax, Rick y los demás?

Un vistazo a un mundo alternativo, en el que Áyax vivió junto a sus dos hermanos y su padre, quien únicamente les maltrataba, sin que ocurriera aquello por lo que fue dejado en el orfanato. Un mundo que sería canon si el apocalipsis no hubiera sucedido. 

El estúpido policía aplasta mi mejilla con fuerza contra el capó del coche patrulla mientras retiene mis brazos contra mi espalda, intentando esposar mis muñecas. Con cierta dificultad, ya que no paro de removerme.

—¡Suéltame, joder! Maldito gilipollas —gruño, antes de escupir a un lado la sangre que no deja de llegar a mi boca al tener la nariz reventada. Contraigo el rostro en una mueca de dolor cuando el pómulo izquierdo empieza a arderme.

El policía a mi espalda chasquea la lengua y aprieta el agarre.

—Deja de empeorar las cosas, chaval. ¿Es que nunca has oído eso de «todo lo que digas será utilizado en tu contra»?

—Qué te jodan —mascullo mirándole por encima de mi hombro.

Y entonces le escupo en la cara.

El policía se queda rígido como un palo y abre los ojos de par en par. Tensa la mandíbula con fuerza y se pasa el dorso de su mano izquierda por el rostro. Cuando cree que su compañero no está mirando, me agarra del pelo y estampa mi cabeza nuevamente contra el capó.

—¡Shane! —brama este, que le ha visto perfectamente desde el otro extremo del coche—. ¿Qué coño haces? ¡Es solo un crío!

El hombre me somete al escrutinio de sus ojos azules, observándome con cautela y ligera preocupación cuando ve bajar la sangre de mi ceja. Más concretamente, del corte reciente por culpa del imbécil de su compañero.

—¿Un crío? ¿De verdad, Rick? —inquiere el tal Shane con hartazgo. Cachea mi torso y mete las manos en los bolsillos de mi chaqueta de cuero para después sacar de ellos una navaja, un puño americano y unos cien dólares en dinero negro—. Oh, sí. Un jodido crío, desde luego. Al que, por cierto, han detenido ya unas cuántas veces. —Entonces aproxima su cabeza a la mía—. ¿Es que nunca aprendes?

—Se lo estaba guardando a un amigo —replico sarcástico.

Shane alza las cejas con escepticismo.

—¿Es que me has visto cara de imbécil?

Me carcajeo con ironía.

—¿De verdad quieres que te responda? —gruño. Shane me tira del pelo y emito un quejido de dolor, que hace que el otro agente le mire de mala gana—. Me has pillado, sheriff capullo, lo hago a propósito por ver tu bonita cara una vez más.

Shane vuelve a apretar los dientes y da un vistazo a su compañero, a quien ahora identifico como Rick, enfatizando con la mirada la razón de sus palabras. El sheriff de ojos azules, que inevitablemente me recuerdan a los de alguien en especial, resopla con cansancio, se quita su sombrero y pasa una mano por los rizos de su pelo corto, con algunas canas en él y pulcramente peinado, antes de volver a colocárselo.

—Bien, vámonos, le procesaremos nosotros —dice, rascando su barbilla libre de barba alguna. Acto seguido se vuelve hacia el otro coche patrulla en el extremo opuesto de la calle principal de mis suburbios, donde un par de agentes más retienen a un desesperado Víctor, que no para de moverse y amenazarme con romperme un brazo en cuanto me vuelva a ver.

—¡Inténtalo! Estaré encantado de partirte esa estúpida bocaza otra vez, ¡puto soplón! —rujo hacia él.

El tal Rick arquea una ceja y frunce los labios en un gesto de desaprobación, negando con la cabeza.

—En serio, ¿qué parte de «todo lo que digas será utilizado en tu contra» sigue sin quedarte claro? —Suspira a la vez que abre la puerta trasera del coche. Shane me mete sin demasiado cuidado por su parte y después se sube al asiento del piloto. Rick, apoyado en la puerta, me da un último vistazo—. Piensa en lo que has hecho, chico. No es ninguna tontería. Ya tienes antecedentes, y después de esto... la cosa no acabará bien para ti.

Pongo los ojos en blanco.

—Oh, no imagina el miedo que me da... —Entrecierro los ojos para leer el cargo y el apellido bordado en su camisa—. Oficial Grimes.

El mencionado vuelve a suspirar por décimo quinta vez en menos de un minuto, casi como si realmente le apenara verme en esa situación a pesar de no saber nada de mí. Más allá de las otras cinco detenciones, quiero decir.

—Pues debería dártelo —afirma. Cierra la puerta y se sienta en el asiento del copiloto, dejando su sombrero en el salpicadero. Su compañero arranca el coche—. ¿Cuántos años tienes? Diecinueve, según esto —dice, señalando mi carnet de conducir.

—Y a ti que te importa —gruño entre dientes, sin tan siquiera mirarle.

Rick Grimes me da un vistazo a través del retrovisor central mientras Shane conduce.

—A quién probablemente le importe, será al juez que te condene.

Mis ojos casi se salen de las cuencas y trago saliva con lentitud, de forma audible.

—¿Condenar? —murmuro, acercándome a las rejillas que separan ambas partes del coche.

Shane se carcajea y niega con la cabeza, conduciendo con una mano mientras que apoya el codo del otro brazo en la ventanilla bajada.

—¿Qué te esperabas, chaval? Ya van al menos cinco detenciones por peleas ilegales de parte de otros compañeros.

—Me dijeron que a la décima detención me darían un premio —comento con sarcasmo, dando una patada al asiento delantero, a lo que Shane prácticamente gruñe en respuesta, asesinándome con la mirada, más que cansado de mis vacilaciones.

El Oficial Rick niega con la cabeza y me da un vistazo reprobatorio, antes de teclear en el pequeño ordenador portátil en su regazo.

—¿Alguien a quien podamos llamar para informarle de tu situación? ¿Algún familiar, tal vez?

Trago saliva.

Mierda.

—No, estoy solo —miento descaradamente.

Y he debido de hacerlo tan mal, o ellos tienen tanta experiencia en este mundillo, que se miran entre sí arqueando una ceja. Rick teclea mi nombre en el ordenador tras echar una mirada a la credencial que me ha quitado de mis pertenencias.

—Áyax William... Dixon... ¿Dixon?

Shane se carcajea una vez más.

—Oh, joder, por supuesto que eres un jodido Dixon.

—¿Algún problema? —escupo cada palabra con rabia, fulminándole a través del retrovisor central.

—El hermano menor de Merle Dixon, ¿no es así? —pregunta en dirección a Rick, ignorándome por completo. Este asiente con la cabeza tras mirar de nuevo la pantalla—. Joder, a este paso deberíamos habilitaros una celda exclusivamente para vosotros en comisaría.

El Oficial Rick alza las cejas con sorpresa, observando mi historial y el de Merle, sin poder evitar dedicarme una mirada asombrada y para nada halagadora.

—Habrá que llamar al mediano, parece tener menos expediente que ellos según esto...

—¿Daryl? —pregunta Shane.

Joder, ¿es que nos tenían fichados a los tres?

Por supuesto que sí.

—Mierda, no, a Daryl no —murmuro, apoyando mi cabeza en el duro y rígido asiento, resoplando.

Si llamaban a Daryl... esto se iba a salir aún más de control. Por no hablar de que no me dejaría volver a ver la luz del sol.

Mierda. 

_____________________________________________

Entro en la comisaría de King como he hecho cientos de veces, con mi madre a mis espaldas, que lleva a Judith de la mano. Me detengo brevemente en la recepción de la entrada y le pregunto por mi padre a la señora Margot Harris, una agente algo mayor, muy simpática y agradable, con quien mi madre charla a menudo y que ocasionalmente hornea galletas y bizcochos para toda la comisaría. «Y hoy parece ser ese día, para mi gran suerte» pienso mientras me como una. Me dice que está en su mesa, rellenando unos informes repentinos a causa de un detenido a última hora, razón que me da el porqué de su tardanza en terminar su turno.

Paso una mano por mi pelo. Corto por los lados y algo largo por arriba, curvándose en las puntas, lo que ocasionaba que de vez en cuando algún mechón rebelde cayera por mi frente y siempre tuviera que apartarlo. Me adentro en el lugar y le veo sentado frente a su escritorio, con el ceño fruncido y una pequeña arruga de concentración entre sus cejas, acariciando su sien izquierda con los dedos de una mano mientras que con la otra sostiene unos papeles frente a él.

Sonrío.

A pesar de haberle ascendido hace un par de años, mi padre se negaba a tener un despacho propio y seguía utilizando su vieja y algo desordenada mesa. Él y su afán por mantenerse, y cito textualmente, «siempre en las trincheras y al lado de sus hombres» era casi algo encomiable. Adoraba estar codo a codo con sus antiguos compañeros y que le sintieran como tal, más que como a un superior, por mucho que así fuera.

Carraspeo para hacerme notar cuando llego ante él, ya que ni siquiera ha advertido mi presencia a pesar de que solo hay un par de agentes más rondando por el resto de mesas. Alza la vista y sonríe con grata sorpresa al verme.

—Oh, vaya —murmura dejando los papeles en el interior de la carpeta para después cerrarla—. Ya es la hora, ¿no?

Río y asiento.

Mi padre chasquea la lengua y suspira. Arrastra la silla y se pone en pie, para después seguir recogiendo algunos papeles más.

—Disculpa, este último detenido nos ha descuadrado el horario de salida —añade sonriente—. ¿Y tu madre?

—Ella y Judith están con Margot, en la entrada. Llevábamos un rato en la puerta, esperándote —comento, señalando la salida a mis espaldas.

Este suspira, apenado.

—Perdona, se me ha ido el santo el cielo.

Pongo los ojos en blanco.

—No hay problema, papá, entiendo que estas cosas ocurran en tu trabajo.

Mi padre sonríe una vez más y asiente con ambas manos en sus caderas.

—Ya, pero no todos los días son la cena en la que voy a conocer al novio de mi hijo —señala enarcando las cejas.

Muerdo mis labios y agacho la cabeza, ligeramente avergonzado, pero una sonrisa no tarda en dibujarse en mi rostro.

—Bueno, vale, no lo hagamos tan exagerado —murmuro quitándole importancia con evidente nerviosismo.

—Está bien —responde alzando las manos en señal de rendición—. ¿Y dónde está él? Le habías dicho a las ocho y media en casa, ¿no?

Asiento algo serio y trago saliva. Meto mi mano en el bolsillo y de este saco mi móvil.

Las ocho y veinte.

—Sí, pero le estoy escribiendo para decirle que nos retrasaremos un poco y no me contesta.

Mi padre se encoge de hombros y se gira para guardar la carpeta en uno de los armarios archivadores a su espalda.

—Siempre podría rastrearle...

—Papá... —murmuro mirándole mal a modo de broma, consiguiendo que este ría justo cuando mamá aparece tras de mí, soltándole la mano a Judith y lanzándole un beso al aire a mi padre, quien niega con la cabeza, avergonzado.

—Aprovecha para llamarle, aún tiene que venir la abogada de oficio que han asignado al detenido y he de decirle a Shane que se encargue de ello... ¡Judith, deja eso! —exclama arrebatándole la grapadora con la que pretendía hacerse.

Ella se cruza de brazos, quejándose de que nunca le deja jugar con ella.

Asiento nuevamente, sonriendo, y busco el número en mi agenda que me sé de memoria, al que ya he escrito tres veces en la última media hora. Aprieto el botón verde y pego el móvil a mi oreja.

Un tono.

Dos tonos.

Tres tonos.

Y abro los ojos de par en par cuando algo sucede.

La pantalla agrietada y algo rota de un móvil, que está en silencio y puesto en una bandeja sobre la mesa de mi padre con otras pertenencias en su interior, se ilumina.

Mi garganta se seca y aparto el mío lentamente de mi rostro.

Mis pupilas no se despegan de este.

Más concretamente, de la foto que aparece en la pantalla, asignada a un contacto.

El mío.

Porque en esa foto, salimos Áyax y yo, haciendo el imbécil. Él agarra mi barbilla y da un mordisco a mi mejilla mientras que yo bizqueo y saco la lengua.

Una foto absurda, una de tantas, de las que nos habíamos hecho meses atrás.

Y solo él podía poner esa foto en mi contacto.

Casi se me escurre mi propio móvil de las manos cuando cuelgo.

Sobre todo, porque mi padre también lo ha visto.

Ambos alzamos bruscamente la cabeza y nos miramos fijamente. Y tan solo dos segundos después, repetimos ese mismo exacto movimiento hacia quien cruza el umbral de la puerta a la izquierda de mi padre, que da a la sala de celdas.

—¡Rick! Me llevo a este completo idiota a la otra sala. Clarckson ha puesto al otro imbécil detenido a su lado y estaban discutiendo a gritos —informa con hartazgo, reteniendo al chico esposado frente a él, que intenta sacudirse del agarre.

Y cuando esos ojos negros y profundos conectan con los míos, casi me caigo de espaldas.

Y por su reacción, diría que él ha estado a punto de hacer lo mismo.  

___________________________________________

¿Qué coño hace Carl aquí?

Mi mandíbula se tensa y asesino al tal Rick con la mirada.

—Dijiste que llamarías a mi hermano, no a mi novio —gruño con enfado.

El hombre parece haber perdido todo atisbo de vida en sus ojos. Su tez ha palidecido al menos unos diez mil tonos, quedándose más blanco que la nieve. No deja de alternar la mirada en Carl y en mí. 

Carl simplemente no reacciona, se ha quedado de piedra.

Estático.

Rígido.

Congelado.

Como si le hubieran adherido los pies al suelo.

—¿Has venido para decirle al Oficial capullo que me suelte? —pregunto con sorna dando un vistazo a Rick.

Carl traga saliva de forma audible. Parece que sus ojos vayan a salirse del sitio en cualquier momento y parpadea de forma muy lenta.

—Áyax... el Oficial capullo... es mi padre —susurra casi sin voz.

Y entonces, los ojos que están a punto de salirse de su sitio, son los míos.

—Dejad de llamarme así los dos —gruñe su padre.

Mi alma escapa de mi cuerpo y cae completamente a mis pies.

Mi garganta se ha cerrado de tal forma, que he estado a medio centímetro de atragantarme con mi propia saliva.

Mi mirada salta de Carl a Rick.

De Rick a Carl.

Y de Carl a Rick una vez más.

Son dos puñeteras gotas de agua.

Carl Grimes.

Joder.

OH, JODER.

—Oh, joder —susurro simultáneamente a mis pensamientos.

Ojalá me caiga la perpetua.

La carcajada gutural de Shane a mis espaldas me despierta del letargo en el que estoy sumido.

—¡No me fastidies! ¿Este es tu novio? —exclama señalándome con desdén—. No te ofendas, Carl, pero no se te da muy bien elegir.

Aprieto los dientes y le miro mal por encima de mi hombro.

—¿Por qué? ¿Es que me quieres solo para ti? —espeto socarrón.

Y sé que, si estuviéramos solos, Shane ya me habría sacudido más de un puñetazo.

Rick resopla con fuerza. Se cruza de brazos y pinza el puente de su nariz.

—Dijiste... —murmura hacia su hijo—. Dijiste que era un compañero de tu Instituto.

Carl pone un rostro angelical perfectamente ensayado, que he visto en más de una ocasión.

Solo que en un contexto muy diferente.

Un contexto en el que ambos estábamos en mi cama y con muy poca ropa.

—Dije... dije que merodeaba cerca de mi Instituto.

Rick clava sus pupilas en mí y yo esbozo una tensa y lenta sonrisa en la que muestro todos mis dientes. Me he quedado recto como si me hubieran atravesado un palo de escoba allá por donde nunca se asoma el sol.

El Oficial capull-Grimes niega con la cabeza y muerde sus labios con fuerza, posando ambas manos en su cintura.

—No sé cómo decirte de una forma educada y agradable que no pienso dejar que le vuelvas a ver, Carl.

Sus palabras me impactan con crueldad. Este boquea como un pez fuera del agua y le mira con enfado.

—¿Es una puta broma? ¡Y una mierda!

—Esa boca, hijo —sisea su padre en un susurro iracundo, dándome un vistazo, como si el mal vocabulario de su hijo también fuera cosa mía.

Si supiera la de cosas que su hijo ha soltado por esa boca.

O la cantidad de cosas que ha hecho con ella.

Cierro los ojos y sacudo la cabeza.

Dios mío, va a matarme.

Va a despedazarme y después les dará la cadena perpetua a mis pedacitos.

Y se pudrirán en una celda.

Y Daryl vendrá a visitarlos.

—Con todos mis respetos, señor Grimes... —empiezo a decir, balbuceando.

—A buenas horas muestras respeto —me interrumpe entre dientes, instigándome con esa acusatoria mirada con la que ni siquiera parpadea.

Trago saliva.

—Que él y yo nos veamos... no puede decidirlo usted —susurro desviando la vista.

El hombre se carcajea con cinismo, como si no estuviera dispuesto a que alguien como yo le diera lecciones.

La mujer morena de pelo largo a la espalda de Carl coge a la niña pequeña entre sus brazos y mira a Rick, con lo que interpreto que se tratan de la madre y la hermana de Carl.

—Rick, cielo... hablaremos en casa, ¿de acuerdo?

Este no es capaz de mirar a ninguno de los presentes.

—Solo... quiero que sirva de precedente que... lo que siento por su hijo es real, señor Grimes —confieso algo compungido—. Yo no quería que él se viera envuelto en esto.

El Oficial chasquea la lengua.

—Habértelo pensado antes de participar en peleas ilegales —sentencia, dedicándome una mirada furibunda.

—¿Qué has hecho qué? —Carl alza las cejas con sorpresa y se aproxima a mí, pero su padre rodea con rapidez el escritorio y se interpone, para alejarle. El chico aparta el brazo de su padre de un manotazo y ambos se desafían con la mirada durante breves segundos.

—Le hemos pillado por una llamada anónima... que después ha resultado ser el otro idiota detenido, donde nos alertaba de que alguien había organizado una pelea ilegal en un almacén abandonado. En el interior había al menos cincuenta personas apostando, y este imbécil y otro, que ha escapado, subidos en el ring —explica Shane. Palmea mi hombro varias veces con sarcasmo—. Aquí nuestro amigo Áyax Dixon, ha intentado escapar, pero hemos conseguido detenerle en la calle principal junto al soplón.

Aprieto la mandíbula.

Víctor... jodido imbécil.

—Y cuando hemos llegado, se estaban dando una paliza —añade sin más, como si fuera otra jornada laboral resuelta.

Carl suspira, observándome el rostro herido con dolor, y yo agacho la cabeza.

—Joder, Áyax, ¿otra vez?

Alzo la vista hasta él.

—Necesito el dinero, Carl, lo sabes —confieso con el enfado y la rabia enrojeciendo mis mejillas. Porque el capullo detrás de mí pretende ridiculizarme.

Rick nos observa y sus ojos se entrecierran sobre su hijo.

—Espera —gruñe con advertencia—. ¿Cómo que «otra vez»? ¿Lo sabías, Carl? ¿Tú sabías a lo que se dedicaba?

Su hijo da un respingo que pretende disimular de forma fallida. Mira a su madre, a su padre, a Shane y después a mí. Muerdo mis labios.

—¿Sabes que encubrir algo así se trata de un delito? —inquiere su padre, acercándose a él.

—Solo lo ha hecho unas pocas veces —alega en voz baja, como si eso fuera una excusa.

El rostro de Rick muta en una mueca indescifrable.

Pero no da tiempo a mucho más, porque unas estruendosas voces irrumpen la comisaría como una estampida de ñus, acabando con el tenso silencio.

—¿Dónde cojones está mi hermano? ¡Quiero ver a ese capullo problemático!

—¡Daryl, cálmate!

—¡Que te jodan, Merle! ¡Cálmate tú!

Pongo los en blanco.

Ojalá me caigan dos cadenas perpetuas.

—Ahí estás —gruñe Daryl asesinándome con sus pupilas, con esa mirada de estaveztehaspasadoÁyaxvoyaasfixiartemientrasduermes que siempre suele tener en estos casos. Tensa tanto la mandíbula que debe de estar a punto de fragmentársela. Acorta la distancia que nos separa en grandes zancadas, de tal forma que Rick tiene que interponerse en nuestro camino para separarle.

—¡Daryl, basta ya! —exclama Merle, sujetándole a la vez que Shane retrocede un par de pasos, tirando de mis esposas para que yo también lo haga.

—¡Tú, poli capullo! ¡Suéltale! —le grita a Shane. Se queda estático, escrutando mi rostro y señala mi ceja de malas maneras—. ¿Qué le habéis hecho?

—Tu hermano se ha hecho eso él solito —responde el hombre a mi espalda.

Daryl entrecierra los ojos, desafiante.

—Sé reconocer un golpe que no es de una paliza cuando lo veo.

Aparto la mirada, suspiro y Merle arquea una ceja, alzando la barbilla.

—Y también sabemos cómo trata a los detenidos ese cabronazo —añade este casi en un gruñido, para después mirar a Rick.

—Vaya, los pobres y desgraciados Dixon tienen algo en mi contra, qué sorpresa —dice con sarcasmo.

Me zarandeo en el agarre de ese gilipollas y me retiene con más fuerza. Mis hermanos y él se asesinan mutuamente con la mirada, impotentes por no poder hacer nada al respecto.

—Caballeros, por favor, este no es el lugar —sisea Rick, alejándoles, dedicándole una mirada de advertencia a su compañero. Da un vistazo a su mujer—. Hablaremos en casa, llévatelos de aquí.

—¡No! —replica Carl con los ojos desorbitados.

—Carl, por favor, hablaremos después —repite su padre, cada vez más enfadado. Entonces me da un vistazo—. Y dame tu móvil.

Carl ríe con cinismo.

—¿Qué? ¿Qué soy? ¿Un puñetero crío? Tengo dieciocho años.

—Dámelo, ahora —insiste el hombre, extendiendo una mano en su dirección.

—Rick, por favor... —dice su mujer, mirándole como si su marido se estuviera pasando en exceso con el chico.

Porque así es.

Carl deja tirado su móvil en la mesa de su padre y sale de la comisaría hecho una furia. Su madre mira a Rick y su marido aparta la mirada.

Y entonces, la mujer da un breve vistazo a Shane. De reojo veo como este traga saliva y esquiva su mirada. Ella se marcha con su hija en brazos, tras los pasos del chico, llamándole en un intento por calmarle.

¿Qué cojones?

Sacudo la cabeza.

Enarco las cejas, ignorando el pinchazo de dolor que eso me genera.

—No se ofenda, Oficial. Pero si quiero contactar con su hijo, tengo muchas formas para hacerlo y usted no va a ser precisamente quien me lo impida —aseguro con absoluta prepotencia.

Rick me mira como si quisiera estrangularme con sus propias manos.

—¿Quieres una orden de alejamiento?

Sonrío.

—¿Quiere que denuncie a su compañero por brutalidad policial de la que usted ha sido testigo sin hacer nada al respecto?

El silencio reina en la comisaría.

Y mis dos hermanos sonríen a la par.

Rick Grimes exhala cada centímetro cúbico de aire que almacena en sus pulmones a la vez que cierra los ojos, apretando los dientes con fuerza.

—Por el momento, tendrás que pasar toda la noche en comisaría después de lo que has hecho.

El repicar de unos tacones inunda el lugar, apareciendo por la puerta principal.

—No lo creo, señor Grimes —responde una voz con firmeza.

Una voz que conozco demasiado bien.

Rick hace una mueca y frota sus ojos, suspirando con hastío, como si se preguntara por qué demonios le pasa todo a él.

—Señorita Hawthorne —dice entre dientes a modo de saludo, sin tan si quiera mirar a la mujer que se dirige hacia nosotros, enfundada en un elegante traje gris de chaqueta, con sus rastas pulcramente recogidas en un moño bajo y un maletín negro en la mano derecha.

Oh, joder, ella no.

Alzo la vista al cielo.

En serio, ¿quién demonios escribe mi vida?

—Señorita Hawthorne... —añade también Shane como saludo, junto con un leve asentimiento de cabeza, descontento de que la abogada de oficio haya llegado tan pronto.

Aparto la mirada cuando los acusatorios ojos de la mujer me observan concienzudamente.

Suspiro.

—Hola, Michonne —murmuro, incapaz de mirarla.

Ella deja el maletín sobre la mesa de Rick y se cruza de brazos.

—Hola, Áyax —contesta. Arquea sus cejas—. Otra vez.

Vuelvo a suspirar.

Si sigo haciéndolo, terminaré por desinflarme cual globo con un agujerito.

Daryl frunce el ceño mirando a Michonne, sin comprender una mierda de quién o qué es ella, por qué está aquí y por qué me conoce.

Y, cómo si lo supiera, ella sonríe.

—Mi nombre es Michonne Hawthorne, y soy la abogada de oficio asignada a su hermano menor —explica, mirando a mis hermanos y después a todos los presentes, sacando mi informe de su maletín y dejándolo sobre la mesa de Rick—. Fui su primera abogada en su primera detención, y desde entonces el juez me asignó su caso en cada reincidencia.

Se acerca a Daryl y le entrega una tarjetita.

—Por si me volvéis a necesitar, para que me llaméis directamente. —Entonces me mira fijamente—. Porque parece ser que me vais a necesitar.

Resoplo.

—Joder.

Ella da un par de pasos hasta quedar a mi altura, poniendo el dedo índice bajo mi barbilla, alzando mi cabeza, obligándome con ello a mirarle a los ojos.

—Y tanto que joder, Áyax —dice cabreada—. Sabes que tenéis terminantemente prohibido usar las técnicas de combate fuera del gimnasio ¡Puse esas normas para algo!

Arqueo las cejas.

—¿Para romperlas?

Ella suspira. Un inquebrantable y asfixiante silencio se hace en el interior de la comisaría, donde todos parecen ligeramente sorprendidos por lo que la mujer acaba de decir.

—Espera, espera... ¿qué narices es eso del gimnasio? —inquiere Shane sin entender una mierda.

Michonne abotona su americana y la alisa para después mirarle fijamente.

—Soy profesora de artes marciales, boxeo y algunos deportes de contacto más —aclara—. En mi tiempo libre dirijo un centro social gratuito en los barrios marginales del condado de King, un gimnasio donde los chicos acuden para entrenar.

—¿Los abogados tienen tiempo libre? —murmura Merle para sí mismo.

—Así que enseñas a pelear a futuros criminales, fantástico —replica el hombre a mi espalda, riendo con sarcasmo.

La mujer se cruza de brazos.

—Los saco de las calles y les enseño a canalizar su ira en algo más productivo. En cultivar su mente y su cuerpo de forma disciplinada, a cambio de un estado físico saludable —contraataca ella con orgullo—. Hago una labor social con la que, gracias a mí, los chicos del barrio no están todos los días por ahí sin importarles a nadie. He hecho más por la delincuencia juvenil de este condado que usted.

Y de nuevo, el sepulcral silencio.

Esa hostia verbal ha debido de dolerle hasta a la recepcionista y a sus galletas.

La comisura izquierda de mi labio empieza a elevarse en una sonrisa que pretendo ocultar y que se esfuma cuando Michonne me regaña con la mirada.

Agacho la cabeza.

Rick suspira.

—Su labor social es encomiable señora...

—Señorita —le corrige ella.

El Oficial carraspea y yo frunzo el ceño ante el furtivo y extraño intercambio de miradas que se dedican.

¿Pero qué?

—Señorita Hawthorne —completa Rick—. Pero creo que le ha salido una oveja negra.

Muerdo el interior de mi mejilla y ella ladea la cabeza en mi dirección, como si me analizara.

—Por ahora, ese es mi problema, Oficial.

Rick pone ambas manos en sus caderas y tuerce el gesto.

—En el momento en el que algo incumple la ley, empieza a ser problema nuestro —replica él, bastante en desacuerdo.

Michonne sonríe con suficiencia.

—Ya sé cómo resuelven ustedes los problemas —dice, alternando su mirada de Rick a Shane. El Oficial traga saliva, como si eso le avergonzara. El hecho de permitir que gente como su compañero se salgan con la suya—. Cuando empiecen a preocuparse de verdad por las gentes de este lugar, por todas, sin importar su clase o condición social... seguro que los resolverán de forma diferente.

—Tan solo hacemos nuestro trabajo —asegura Rick.

—Y no lo dudo —aclara ella con un profundo escepticismo, que puedo notar como cala en el Oficial de forma casi ofensiva—. Por ahora, el juez ha dejado en libertad con cargos a mi cliente, a la espera de un juicio. Así que no tendrá que pasar la noche en comisaría.

Mis hombros se relajan y suspiro en señal de alivio.

—¿Es una broma? —exclama Shane con sorpresa.

Rick rasca su frente con cansancio.

—Quítale las esposas, Shane —dice mirándome.

Observo al mencionado por encima de mi hombro.

—Sí, quítamelas, Shane. Hazle caso a tu jefe.

El hombre tras de mí muerde sus labios con fuerza y agacha la cabeza intentando contener su propia ira, haciéndome esbozar una ladina sonrisa. Me suelta y me empuja ligeramente hacia adelante, lo que hace que le fulmine con la mirada.

Michonne asiente con la cabeza.

—Buenas noches, caballeros —dice. Y entonces me mira—. Y tú y yo, nos vemos mañana por la mañana en el gimnasio, esto no voy a dejarlo pasar sin más. Ni se te ocurra escabullirte.

Trago saliva y asiento repetidas veces.

—Sí, ahí estaré... yo... Michonne lo...

—Cállate.

—Vale.

La mujer suspira con pesadez, se hace con su maletín y se va por donde ha venido. Shane se adentra de nuevo en la sala de las celdas, farfullando y mosqueado con el mundo en general, y Rick, tras entregarme mis pertenencias con algo de molestia, parece empezar a recoger las suyas propias.

Merle pasa una mano por mis hombros y me atrae hacia él, caminando hasta alejarnos hacia la entrada.

—Vámonos a casa —murmuro.

Daryl niega con la cabeza.

—A casa no podemos ir.

Trago saliva y levanto la vista hacia él.

—¿Qué? ¿Por qué? Ya se habrá dormido, ¿no?

Rick ladea la cabeza ligeramente en mi dirección, fingiendo que no me está escuchando, por mucho que yo haya intentado bajar el volumen de mi voz.

—No es por eso —responde Merle—. Se ha enterado de lo que has hecho... como te encuentre te mata. Te van a parecer pocos los golpes que te has llevado.

Mi piel se eriza ante esa frase cuando un escalofrío me recorre.

—Sí, que lo intente —gruñe Daryl con hartazgo.

Paso una mano por mi pelo y rasco mi nuca.

—Da igual, tengo que irme a trabajar, ya veré dónde paso la noche.

Rick se ha quedado estático. Aparta la mirada cuando le miro descaradamente, volviendo a centrarse en sus cosas, o a fingir que lo hace. Me despido de mis hermanos, quienes me aseguran que me avisarán si puedo volver a casa o no una vez entrada la madrugada, y le dedico una última mirada a Rick.

Y en sus ojos puedo ver algo muy diferente, pues la de ahora no era la misma mirada que la de hace unas horas, cuando me ha detenido.

En ella, había un brillo que no había visto hasta ese momento. 



Camino con una mano en el bolsillo de la chaqueta, bajo la penumbra de la luz que emiten las farolas rompiendo la tenue oscuridad de la recién empezada noche. Me coloco la capucha de mi sudadera cuando el frío me sacude y me encojo en mi postura, intentando salvaguardar mi temperatura corporal.

—¿Y te ha dicho algo más al respecto de lo nuestro? —pregunto, sosteniendo el móvil pegado a mi oreja.

No, cuando ha llegado a casa ha estado bastante callado —responde Carl desde el otro lado de la línea—. Se ha dado una ducha, hemos cenado en silencio y ahora está viendo la televisión con mi madre. Solo parecía pensativo.

Chasqueo la lengua.

Lo cierto es que me había sorprendido la grata llamada de Carl tan solo media hora después de despedirme de mis hermanos en comisaría. Lo bueno, era que ahora podía hablar con él de camino al trabajo.

—Confiemos en que se le pase —titubeo—. Oye, ¿con qué móvil me has llamado?

Carl ríe.

Con el de mi hermana.

—¿Tu hermana de diez años tiene teléfono móvil?

Así es, pero solo lo utiliza para jugar a videojuegos. —Lanzo una carcajada—. Me lo ha dejado a cambio de unas cuantas golosinas y de avisarle si me sale la notificación de que su mascota virtual tiene hambre, porque entonces se lo tendré que ceder momentáneamente y después podremos seguir hablando.

Vuelvo a reír a carcajada limpia.

—Soy el fan número uno de esa cría.

Lo sabe —reconoce riendo.

El silencio se hace entre ambos.

—Oye yo... —Me callo por unos segundos y en la calle solo se oyen mis pasos contra la acera—. Quería pedirte disculpas por lo que te he hecho pasar esta tarde.

Carl ríe.

No ha sido la mejor forma de conocer a tu suegro, desde luego. —Reímos a la vez—. Pero no me avergüenzo de ti, Áyax. No lo he hecho nunca, no pienso hacerlo ahora. Eres quien eres. Y con todo lo que has vivido a lo largo de tu vida, simplemente me pareces... un superviviente.

Una ladeada sonrisa aparece en mis labios.

—¿De los que luchan contra zombies?

Carl ríe con fuerza.

Efectivamente, principalmente de esos.

Sonrío y suspiro.

—Gracias, Carl... es justo lo que necesitaba oír ahora mismo —respondo con honestidad—. Más aun después de sentirme como un puñetero fracasado.

No lo eres, Áyax. Nunca lo has sido.

Detengo mis pasos a la altura del gran almacén, en la zona industrial, y leo el gran cartel con luces de neón verde.

«Almacenes Peletier&Co».

—Trabajando descargando cajas a un dólar cincuenta la hora hasta las tres y media de la mañana, para el imbécil de Ed Peletier... sí que lo parezco, créeme.

Una suave risa se escucha a través del auricular.

Me parece mejor eso que ofrecer tu cuerpo como saco de boxeo a cambio de dinero.

—Eh, que yo también devuelvo los golpes. Y se me da mucho mejor que esta mierda. —Carl ríe de nuevo, y por ende, yo también—. Tengo que colgar, ya llego tarde, y ese maldito idiota seguramente va a echarme la bronca por eso.

Está bien... y, Áyax, ten cuidado. No me gusta un pelo ese tío.

Tenso la mandíbula.

—Ya, a mí tampoco.

Pero ahora mismo, no me quedaba otra.

Suspiro.

Por cierto, alguien ha pinchado las cuatro ruedas del coche de Shane en comisaría, ¿tienes alguna idea de quién ha podido ser?

Mantengo todas mis fuerzas en contener una gran carcajada.

—Ni idea, quién sabe, tengo que irme —respondo muy deprisa intentando no romper a reír—. Adiós, Carl... te quiero.

Este ríe con ganas.

Y yo a ti, cielo.

Sonrío.

—Me encanta que me llames así.

Lo sé.

—Pero yo te encanto más.

¡Imbécil!

—¡Niñato! —replico yo a modo de broma.

Y esto conlleva que tardemos unos minutos más en despedirnos, porque soy un idiota enamorado incapaz de dejar de escuchar su voz.

Y si ya voy a escuchar un sermón, qué más me da entonces alargarlo un poco más si era por sentirle a él. 



Miro el reloj en la pantalla de mi móvil, con ligera dificultad por lo dañada que está.

Las dos de la madrugada.

Era hora de un descanso, al menos me regalaría eso a mí mismo, porque si no acabaría deslomándome en cualquier momento.

Borro todas las notificaciones y pantallas que tengo abiertas como Carl me enseñó, porque yo no tenía ni idea y siempre se llenaba la pantalla de cosas, de las que no me enteraba nunca porque siempre tenía el móvil en silencio y con un veinte por ciento de eterna batería.

«No sé para que lo tienes si nunca contestas» me había dicho Carl en varias ocasiones.

Y era cierto, odio la puñetera tecnología, no se me da bien. Prefería cuando todo era más sencillo y los chicos del barrio jugábamos con pelotas que habíamos hecho amasando y juntando muchas bolas de papel de periódico, que luego envolvíamos en cinta adhesiva.

O simplemente nos tirábamos piedras.

Eso, eran buenos tiempos. No tengo una pequeña y suave cicatriz en la mejilla por tener un maldito Smartphone, si no por no saber esquivar una pedrada en el momento oportuno.

Mierda, sueno como el abuelo Billy.

Sacudo la cabeza para apartar esas tonterías de mí y guardo el teléfono en el bolsillo de mi mono gris de trabajo. Parecía más un mecánico que un puñetero mozo de almacén, pero eran las estúpidas normas de Ed, y tenía que acatarlas. Me desabrocho la parte superior y la anudo en mi cintura, quedándome en una blanca camiseta sin mangas que deja a la vista mis brazos cubiertos de tatuajes. Salgo del almacén y me siento sobre unas cajas de madera amontonadas, las que acababa de sacar del camión abierto a unos cuantos metros de mí.

Me iría a comer algo con los compañeros, pero no tenía nada para comer, porque no he podido pasarme por casa por culpa del imbécil de mi padre. Tan solo llevo lo que tenía en los bolsillos de mi chaqueta, a excepción del puño americano, la navaja y el dinero que había ganado, porque eso había sido requisado. Ni siquiera había podido comprarme nada por el camino, y el estómago me ruge.

Pero estaba más que acostumbrado.

Resoplo y paso una mano por mi pelo, rascando mi nuca.

Saco la cajetilla de tabaco maltrecha de mi bolsillo y me llevo un cigarrillo a los labios, la guardo de nuevo en su sitio y palpo mis bolsillos en busca del mechero.

Mierda, el mechero.

Cierro los ojos ante mi mala suerte.

—¿Necesitas fuego?

Unas desgatas botas de sheriff aparecen frente a mis ojos cuando los abro de golpe.

Levanto la mirada lentamente, recorriendo a la figura ante mí.

Unos pantalones oscuros, una chaqueta marrón oscuro con el cuello forrado en un marrón más clarito, una mano sosteniendo un mechero plateado encendido frente a mí y una mirada azulada que me observa entre decepcionada sorpresa y suposición confirmada, con una ceja enarcada y una ladeada sonrisa.

—¿Qué...? —murmuro con el cigarrillo en los labios.

Me aproximo a la llama para encenderlo, y después, Rick Grimes lo guarda en su bolsillo y se sienta a mi lado en la gran caja. La luz anaranjada y tenue de las farolas perfila su rostro, mientras que la blanquecina y azulada, casi de hospital o morgue, saliendo del almacén, nos da a la espalda. Exhalo el humo de forma temblorosa.

—¿Qué haces aquí?

—Solo paseaba —responde encogiéndose de hombros.

Alzo las cejas.

—¿A las dos de la mañana por una zona industrial de almacenes? —Río con cinismo—. Como se nota que no eres una mujer, un chico negro o un chico gay.

Rick ríe escuetamente, negando con la cabeza.

—Las otras dos opciones las comprendo, pero ¿lo de gay? ¿Cómo iban a saberlo? —inquiere, observándome con curiosidad.

Me encojo de hombros igual que él y doy una calada.

—Créeme, lo saben.

Rick ríe una vez más.

—Me ha costado encontrarte, no hay muchos chicos de tu edad que tengan tres trabajos —dice, mirándome de la misma forma que lo ha hecho cuando me he ido de la comisaría.

Sostengo el cigarrillo entre mis dedos y lo alejo de mis labios.

—¿Cómo sabes eso?

Rick me mira sonriente y con ese brillo de superioridad de quien tiene todas las respuestas.

—Porque soy policía. Uno bueno en su trabajo, de hecho. —Río—. Y también he visto tu detención por estar bajo la influencia de sustancias poco legales tras salir de uno de esos trabajos.

Me tenso en mi sitio, quedándome recto como un palo y le dedico una sonrisa que parece más una mueca lunática.

—¿Perdón? —me disculpo con voz demasiado aguda.

Levanta la vista al cielo y hace un gesto con la mano para quitarle con importancia, como si dijera «con esas vas a venirme a estas alturas si de ti ya nada me sorprende».

Carraspeo y muerdo mis labios.

—En la pizzería trabajo solo lunes y martes. En el Club sábados y domingos... —comienzo a explicarle.

—Y aquí miércoles, jueves y viernes, ¿no? —termina él. Asiento—. Sí, eso me ha dicho el chico coreano de la pizzería en mi segundo intento de encontrarte. Ha sido muy amable.

Sonrío y doy una calada.

—Glenn es un gran tío.

—El dueño del Club no lo ha sido tanto.

—Porque Simon es un imbécil —aclaro, haciéndole reír—. Ese tío tiene varios Clubs importantes por el estado y por eso se cree alguien, cuando quien realmente regenta los lugares es su mujer.

Rick frunce el ceño y me mira, todavía con las manos en su bolsillo.

—¿Y por qué trabajas ahí?

Alzo las cejas con obviedad.

—¿Por dinero? —respondo—. Y por el alcohol gratis.

Y el que ahora levanta las cejas es él.

—Eres menor todavía.

—No he dicho que me lo beba yo.

Sus cejas están a punto de unirse a la línea de nacimiento de su pelo.

Suspiro.

—Es una buena forma de mantener a mi padre tranquilo. Casi le conviene más a él que yo tenga ese trabajo, que a mí. —Doy una calada y exhalo el humo hacia un lado, evitando que le dé a él, y el viento parece estar a mi favor—. Yo ni siquiera quiero estar ahí, ¿o es que crees que me gusta perder los fines de semana en ese antro, sirviendo copas a pijos y ricachones que me tratan como si fuera la última mierda? Vamos, Rick...

Este sonríe con suficiencia, alzando el mentón de una forma que me recuerda a Carl.

—¿Ya no me tratas de usted?

Sonrío.

—Tú no quieres eso de mí, y yo no voy a seguir haciéndolo si no es así.

Y él sonríe también.

Doy una última calada y apago el consumido cigarro en la suela de mis Converse negras, viejas e increíblemente desgastadas, para después lanzar la colilla por ahí.

—Tengo curiosidad por saber cómo os conocisteis Carl y tú —confiesa, aunque estoy seguro de que ese no es, al menos, el motivo principal por el que se encuentra aquí.

Mi sonrisa se ensancha con cariño al recordar ese momento.

—Yo iba de camino a la pizzería, como cada lunes por la tarde. Y siempre suelo usar la moto de Daryl para ir, la cual es bastante llamativa y atrae miradas allá por donde pasa. La de Carl no fue la excepción —empiezo a decir. Rick curva sus labios en una pequeña sonrisa, escuchándome atentamente, como si se hubiera esfumado el Oficial gruñón que ha sido cuando se ha enterado de lo nuestro en comisaría—. Tras la verja de su Instituto, donde estaba apoyado con sus colegas a la espera de entrar a clase, miró la moto cuando hice que rugiera a propósito y después me miró a mí. Y yo le miré a él. Ambos nos sonreímos, pero el semáforo se puso en verde y tuve que marcharme. —Trago saliva un poco incómodo por estar hablando de esto con su propio padre—. Así que, al día siguiente, tenía que volver a pasar por ahí. Y allí estaba él de nuevo, casi parecía que también me estaba esperando, o al menos me aferré a esa esperanza.... Y seguí pasando por ahí toda esa semana, aunque no tuviera un sitio al que ir en concreto y no fuera necesario. Y ahí estuvo él todos los días.

Rick niega con la cabeza y yo sonrío bobamente, con las mejillas ligeramente enrojecidas, incapaz de mirarle por la vergüenza.

—El lunes de la semana siguiente, cuando él iba de camino a clase, vi como una de las carpetas que llevaba en la mano se le caía sin que se diera cuenta. Así que, paré la moto y fui a dársela. Cuando empezamos a salir me reconoció que lo hizo a propósito, buscando mi reacción, y que, si no la obtenía, al día siguiente se acercaría él directamente.

Su padre ríe con ganas y yo me uno a él de manera inevitable.

—Ese día charlamos unos minutos y ambos llegamos tarde a nuestros respectivos asuntos. —Rick me mira mal a modo de broma y yo río de nuevo—. Al día siguiente intercambiamos los números de nuestros móviles y, después de eso, yo salía de casa media hora antes para poder estar ese tiempo con él. Y comprendí que él hacía lo mismo.

Rick asiente con los ojos cerrados.

—A estudiar, a eso decía que iba antes a clase.

Una carcajada escapa de mi garganta.

—Hasta que empecé a recogerle cerca de vuestra casa, y le llevaba en moto —reconozco.

El hombre suspira de forma profunda y pesada.

—¿Has estado llevando a clase, en moto, a mi hijo?

Trago saliva con fuerza.

—¿Por qué me da la sensación de que cada vez que digo algo la fastidio más? —Rick ríe y niega con la cabeza, totalmente rendido. Le miro fijamente—. Rick... ¿por qué estás aquí?

Este exhala de nuevo con fuerza y parece meditar durante unos segundos la respuesta.

—Lo que ha dicho Michonne... la señorita Hawthorne —corrige, como si tomarse esas confianzas fuera algo indecoroso—. Me ha dejado pensativo. —Entonces me mira concienzudamente, como si pretendiera hasta analizarme el alma—. Conozco a Carl casi mejor que a mí mismo, y sé que nunca elige mal en quién debe confiar. Y si te quiere a ti... cosa que he podido comprobar estos meses en los que, indudablemente, su felicidad ha ido aumentando cada vez más... es porque hay algo más en ti que no he sabido ver, y he cometido el error en prejuzgar.

Miro al cielo completamente negro, que nos acoge en la noche ya cerrada, paseando mis pupilas por las pocas estrellas que en este pueden apreciarse. Y siento como mi corazón late de forma errática ante sus palabras.

Es, probablemente, la primera vez que alguien que no sea Carl, cree en mí.

—Bueno, yo tampoco te lo he puesto demasiado fácil —aseguro, ganándome una risa suave por su parte—. Pero no creo que tengas ra...

Mis palabras se cortan cuando el fiero rugido de un coche, prácticamente derrapando, inunda el ambiente. Alguien aparca con brusquedad frente a la entrada central del almacén y Rick y yo giramos nuestras cabezas en esa dirección a la vez. Un hombre sale del asiento del conductor, cerrando la puerta de un golpe seco y discutiendo a gritos con la mujer que sale por la puerta del copiloto.

Y por inercia, me tenso en mi sitio y me pongo en pie.

Lo que no he notado, es que Rick lo ha hecho de manera simultánea a mí.

—¿Quién es...? —pregunta en voz baja.

Entrecierro los ojos y chasqueo la lengua.

—Es Ed, y esa es su mujer —respondo sin despegar mis ojos de la escena—. Carol Peletier.

Rick frunce el ceño.

—¿Y siempre discuten así?

Enarco las cejas fugazmente.

—Ojalá fuera solo eso.

Ed camina a toda prisa hacia la entrada del almacén, sin tan siquiera darse cuenta de que, a unos veinte metros, le estamos viendo. Pero su mujer le detiene por el brazo y entonces se gira hacia ella.

Y la tumba de una sola bofetada.

—¡EH! —bramo desde mi posición automáticamente. Aprieto los puños con fuerza—. ¡Tú, maldito hijo de puta!

Ed se gira hacia mí con asombro, quedándose congelado en su sitio, y yo avanzo a pasos rápidos hacia él quedándome a escasos centímetros de su rostro.

—Te gusta pegar a tu mujer, ¿eh? —gruño, asesinándole con la mirada—. ¿Te hace sentir muy hombre?

El pedazo de ridícula escoria que tengo frente a mí me mira, balbuceante, con un intento de seguridad que no tiene.

—¿Y qué vas a decir? ¿Quién coño te va a creer? —dice mirándome con cinismo, tartamudeando, porque el aliento le apesta a whisky de tal forma que hasta Rick ha debido de oler su estado—. ¿Vas a decir algo? Porque si es así... ya puedes despedirte de trabajar. Pienso encargarme... de que no te contraten en kilómetros a la redonda —asegura, dándome un seco empujón. Tenso la mandíbula con rabia—. ¿A quién van a creer? ¿A un delincuente... medio yonki... con antecedentes o a mí?

Inhalo y exhalo de forma acelerada, con el corazón latiendo con fuerza contra mis costillas y la rabia convirtiendo en fuego líquido la sangre en mis venas.

—¿A quién van a creer? —ruje con enfado volviendo a empujarme.

Aparto la mirada unos segundos.

Relamo mis labios.

Y cuando estoy a punto de asestarle un puñetazo, Rick me detiene por el brazo.

—A mí —sisea mirando a Ed fijamente.

Giro la cabeza hacia él y la expresión enfurecida de su rostro desencajado me congela. Agacha ligeramente la cabeza, pero mantiene los ojos clavados en la mierda inmunda frente a ambos, y en su oscurecida mirada veo un brillo extraño y aterrador que no he visto jamás en alguien. Me suelta y se acerca paulatinamente hacia él.

—Policía —sentencia, mostrando la placa en su billetera que acaba de sacar de su bolsillo—. Queda usted detenido por agresión y por conducción temeraria bajo los efectos del alcohol —espeta entre dientes con el mayor asco con el que alguien pueda hablar.

Lo coge por la chaqueta y lo estampa contra la pared del almacén, para proceder a cachearle.

Cuando me recupero de mi propio asombro doy un vistazo a la mujer en el suelo, medio incorporada, que llora de dolor mientras se sostiene el codo. Frunzo el ceño y me aproximo raudo hacia ella, arrodillándome a su lado.

—Carol, ¿estás bien? —le pregunto inspeccionando su brazo.

Ella asiente como puede, compungida por el dolor y el aterrador momento que acaba de vivir. Limpia sus lágrimas y asiente de nuevo.

—Sí... solo... solo me duele el brazo, Áyax. Es lo de siempre —murmura intentando sonreír.

Le devuelvo la sonrisa con tristeza.

Carol no se merecía esto, era una buena mujer que podía y debía rehacer su vida lejos de esa escoria. Desde que la conocí, pude ver en sus ojos el mayor pavor que alguien podía sentir. Y nadie, menos ella, debía vivir así. En este almacén, era la única persona que trataba bien a los trabajadores que tenía su marido, y que, al menos, se sabía sus nombres. Incluso, en más de una ocasión, aparecía en mitad de la madrugada con bocadillos recién hechos para nosotros.

Y siempre, sin excepción, a mí me daba uno extra a espaldas de los demás.

Porque era el único que se acercaba a entablar conversación con ella, o que la defendía de ese cabrón maltratador.

Tal y cómo había pasado ahora.

—Esto tiene que parar, Carol. No puedes seguir así.

Ella me mira con sarcasmo.

—Mira quien lo ha dicho —comenta mientras le exploro el brazo.

Resoplo.

Tenía razón.

Por eso yo la comprendía mejor que nadie.

Porque era el único que sabía lo que es vivir con un pedazo de mierda con patas que te apalea como a un perro a la mínima ocasión que se le presenta, que te hace sentir como una mierda y que se queda más de la mitad del dinero que ganes.

Inhalo y exhalo.

—Te has dislocado el brazo al caer—digo ignorando sus palabras—. Voy a recolocártelo.

Rick, al teléfono, probablemente llamando a comisaría, me da un vistazo tras oír lo que he dicho.

Miro a la mujer y ella asiente resignada. Sostengo su brazo todo lo recto que puedo, y tras una cuenta regresiva que no termino de cumplir para atraparla desprevenida, le coloco el hombro en su sitio.

Carol oprime un quejido y un sollozo, acto seguido se derrumba sobre mi hombro, llorando sin consuelo.

Probablemente, llorando todo el dolor, la rabia e impotencia acumuladas en el tiempo.

Y yo no puedo hacer otra cosa que abrazarla con fuerza e intentar calmarla, bajo el escrutinio de un sorprendido Rick Grimes. 



Al cabo de unos diez minutos apareció un coche patrulla que se llevó a Ed consigo. En nuestro caso, Rick se ofreció para llevar a Carol a casa en su coche, y está accedió, explicándonos que ahora vivía en casa de su hija Sofía, que se había graduado y podía permitirse un pequeño apartamento con su trabajo. Nos contó que la chica le ofreció vivir con ella para sacarla de casa de su padre ahora que, al parecer, la mujer le había pedido el divorcio al fin. Es entonces cuando comprendí el motivo por el que Ed estaba cabreado y la había tratado así, y me alegró que Carol empezara a poner en orden su vida. Esta nos dio infinitas gracias por ayudarla antes de entrar en el edificio, asegurándonos que ese, era el último golpe que ese cabrón le daba.

Sobre todo, porque Rick le haría pasar un tiempo en la sombra.

Aliviaba saber que, a algunas personas, la vida podía cambiarles a mejor.

—Déjame invitarte a comer algo —dice el hombre dándome un vistazo antes de arrancar de nuevo.

Desde mi sitio en el asiento del copiloto, frunzo el ceño y niego con la cabeza.

—No es necesario, de verdad. Ya hemos vivido bastantes aventuras por hoy.

Rick ríe con suavidad.

—Es lo menos que puedo hacer después de que ese tío te haya despedido por mi culpa —insiste.

Me encojo de hombros, cediendo a su petición.

—Me ha hecho un favor, odiaba ese trabajo tanto o más que a su fea cara.

El hombre vuelve a reír mientras nos conduce de vuelta a la carretera en mitad de esta extraña madrugada.

Tras deambular unos minutos, me lleva a una de esas cafeterías abiertas las veinticuatro horas del día, al pie de la carretera, y nos apeamos del coche una vez estacionado. Entramos en el lugar bajo el sonido de una campanita cuando la puerta es abierta, y el olor del café recién hecho y la apetecible comida golpea mi nariz, despertando de nuevo mi hambriento estómago. En el lugar hay al menos unas diez personas, dispersadas por diferentes mesas de la cafetería, así como en la barra, que comen con tranquilidad.

—Bienvenido, Oficial Grimes —dice una joven camarera tras la barra, de un rubio despampanante, anudando el ceñido delantal rosa claro a su esbelta figura—. ¿Horario nocturno?

Rick se encoge de hombros.

—A veces sí —responde sonriente, palmeando mi hombro de forma fraternal. Y es la primera vez que tiene un gesto así conmigo—. Vamos, por aquí.

Me indica una de las mesas con dos bancos rojos, uno frente a otro, al lado del ventanal, como toda esa hilera de mesas. Nos sentamos en ella y me quito la chaqueta de cuero, quedándome en una simple sudadera negra sin mangas. Rick imita mi gesto y se deshace de su chaqueta, dejándome ver la camisa de un beis claro que lleva debajo, de la que empieza a remangar sus mangas para estar más cómodo.

—¿Qué va a ser? —dice la muchacha cuando llega a su altura, centrada en su libreta y en pulsar repetidas veces el boli, poniéndome ligeramente nervioso con el sonido—. ¿Dónde está Shane, por cierto?

Arqueo una ceja.

—¿Es que no te sirvo yo? —inquiero, poniendo ojitos inocentes, sonriendo de lado.

En lo que Carl llama mi sonrisa especial.

Y que suele causar un efecto en concreto.

La chica parpadea varias veces y balbucea algo ininteligible, la sangre empieza a arremolinarse en sus mejillas, tiñéndolas de un color rosado.

—No, sí, no, claro, sí —dice atropelladamente. Rick frunce el ceño—. ¿Qué será?

Despego la grasienta carta de la mesa y la ojeo por encima.

—Un sándwich de huevos fritos con beicon y un café —respondo—. Oh, y si el pan pudiera estar untado en mantequilla, por favor. Eso sería genial... —Entrecierro los ojos y miro el nombre en la plaquita de su delantal—. Cindy.

Ella asiente avergonzada y mira a Rick.

—Yo tan solo un café, gracias.

Aparto la vista, un pelín incómodo de que yo sea el único que haya pedido comida sin miramientos y Rick ríe.

—Perdón —murmuro con una sonrisilla inocente.

El hombre niega con la cabeza.

—No pidas perdón por eso —dice—. He sido yo el que te ha invitado a comer, no me va a sorprender que lo que pidas sea exactamente eso: comida.

Asiento conforme y miro a Cindy.

—Pues añádele patatas fritas al sándwich, por favor.

Rick ríe una vez más.

Me muero de hambre.

Esta asiente y entonces le guiño un ojo antes de que se marche.

—¿Por qué ligas con ella? —pregunta un muy confuso Rick cuando nos quedamos solos.

—Porque a veces me dan comida gratis.

Él arquea las cejas medianamente sorprendido.

—Pero eres gay, estás con mi hijo y estás sentado justo delante de mí, que soy su padre y te estoy viendo.

Me encojo de hombros.

—Pero es comida gratis.

Rick alza las manos, sonriendo y dándose por vencido, haciéndome reír.

—Supongo que es un buen punto, pero intentar conseguir cosas aprovechándose de la gente, está mal —afirma con obviedad.

Enarco una ceja y ladeo la cabeza.

—¿Es por lo que me has traído aquí? ¿Para enderezar mi vida y mi futuro?

Esa suposición no la espera, porque he dado exactamente en el clavo, y eso es lo que me dice su reacción. Sus labios se estiran en una sonrisa y entrelaza las manos sobre la mesa.

—Eres muy listo —señala asintiendo con lentitud—. Serías un buen policía.

Me carcajeo.

—Se me da mejor ser delincuente, es más sencillo.

Rick me señala con su dedo índice.

—Ese es exactamente el problema, que es la vía fácil.

Le miro fijamente y me cruzo de brazos.

—¿Es por lo que dijo Michonne en comisaría?

El hombre ante mí asiente con firmeza.

—Desde la perspectiva de mi trabajo, es muy fácil nublarse el juicio tras un tiempo —empieza a decir—. Detienes a tantas personas a lo largo de la semana que, llegados a un punto, lo ves como un movimiento mecánico más. Pasan a ser números y dejan de ser seres humanos con una vida y una situación propia, todas diferentes entre ellas. Y no, eso no justifica que hagan lo que hacen... pero también sé que la circunstancias pueden empujarte al camino fácil cuando crees no tener otra alternativa, a pesar de que siempre la haya. Y soy consciente de que ese es el punto de origen, en lo que deberíamos centrarnos como sociedad. —Entonces me mira fijamente—. Quiero empezar a cambiar eso... ayudar en la medida de lo posible, desde el trabajo que como policía del condado podemos hacer.

Le observo con asombro ante tan convencido e inspirador discurso. Pues sí que parecía haberle calado hondo todo lo que Michonne ha dicho.

—Entonces deberías empezar por despedir a Shane.

Rick ríe ante mi respuesta justo cuando la camarera trae lo nuestro en una bandeja. Deja dos tazas en la mesa y las rellena de café hasta el borde, después deja el plato con el sándwich y las patatas frente a mí. Y a continuación coloca un batido de fresa al lado, guiñándome un ojo y acariciando mi hombro de pasada mientras se marcha. Alzo las cejas hacia Rick.

—¿Lo ves?

Este se carcajea y asiente.

—La próxima vez podría haber sido algo para mí —comenta a modo de broma.

—Si quieres le pido el número de teléfono y quizá aparezca con un bollo —digo señalando por donde se ha ido la camarera, comenzando a girarme.

—¡Estate quieto! —dice, haciendo ademán de detenerme, ganándose una carcajada por mi parte. El hombre se lleva la taza a los labios, negando con la cabeza, mientras que yo me hago con un sobrecito de kétchup con el que me peleo unos segundos hasta que logro abrirlo—. Volviendo al tema...

—¿Al de despedir a Shane? —añado como si nada, echando la salsa en las patatas y después en el sándwich.

Rick vuelve a negar mientras ríe.

—Shane no es un mal tío... sus formas son un poco bruscas... pero no es un mal hombre. Solo tiene que corregir unos cuantos detalles.

Levanto las cejas fugazmente y me llevo una patata a la boca.

—Sí, que se lo digan a mi ceja —contesto masticando.

Rick remueve con parsimonia su café con la cucharilla.

—Pero, ¿qué hay de ti, Áyax? ¿Cuál es tu plan de vida? —pregunta, sometiéndome al escrutinio de su inquisidora mirada—. ¿Saltar de trabajo en trabajo? ¿De pelea ilegal en pelea ilegal?

Le miro con ligera sorpresa y doy un gran mordisco al sándwich, que está apunto de desmoronarse en mis manos.

—¿Este es ese típico momento de película mala de la tele en el que el policía le cambia la vida al joven delincuente, diciéndole que persiga sus sueños, y yo termino por ser un bateador de élite en la liga profesional de béisbol? —respondo con la boca llena.

El hombre ríe y me tiende una servilleta, con la que limpio los restos de kétchup que se me han extendido por las comisuras de mis labios.

—Depende, ¿te gusta el béisbol?

—No.

—Entonces no.

Y se encoge de hombros sin más, fingiendo haber fracasado en su misión y haciéndome reír. Entonces suspira.

—Mira, Áyax, yo no pretendo cambiarte la vida —comienza a decir con honestidad, observándome mientras como—. Nadie, salvo tú, puede decidir qué debe de hacer. Solo me preguntaba si tienes aspiraciones, si hay algo que realmente querrías hacer, pero que, por lo que sea, no puedes. Y por eso te metes en líos absurdos, y en trabajos abusivos y temporales que no te llevarán a nada.

Dejo el sándwich medio comido en el plato y limpio mis manos con la servilleta, para después dar un trago del café.

—Con mi historial no es sencillo encontrar un único trabajo decente.

—Pero te das cuenta de que eso es cíclico, ¿no? —inquiere—. Te metes en líos por dinero, porque no encuentras trabajo, y esos mismos líos te impiden, a su vez, encontrarlo.

Le miro como si me hubiera descubierto un mundo de luz y color, con los ojos abiertos de par en par.

—No lo había visto así —murmuro, antes de darle un sorbo más al café.

Y después sigo comiendo como si me fueran a quitar el plato de la mesa, mientras Rick me mira con cierta... ternura, en su gesto.

Es la primera vez que me mira como si al que viera sentado frente a él fuera a Carl y no a mí.

Y, de alguna extraña forma, soy consciente de que nunca, jamás, en mi vida, una figura autoritaria me había llevado a comer un sándwich y un batido para hablarme de cómo encarrilar mi vida.

Carraspeo con dificultad y me termino el último pedazo del sándwich.

—¿Por qué necesitas tanto el dinero? En la comisaría... he oído que...

—Sé lo que has oído —le corto bruscamente.

Me mira a los ojos y yo le miro a él.

—Y yo sé quién es tu padre —responde de igual modo—. Y qué clase de hombre es.

Suspiro con pesar y sigo comiendo patatas.

—Mi padre se queda la mitad de todo lo que gano.

—Por eso tienes... tenías, tres trabajos.

Asiento.

—Pero intento darle menos, porque tampoco sabe lo que gano —añado con una pícara sonrisa que se contagia en su rostro, llevándome una patata a la boca—. Merle podría vivir en otro lugar si quisiera, igual que Daryl, pero Daryl y Merle son Daryl y Merle, trabajan de lo que pueden y con lo que ganan es imposible que nos costeemos un lugar nuevo en el que vivir. Y ninguno de los dos quiere dejarme a solas con él porque... bueno, los Dixon no nos abandonamos unos a otros.

Rick asiente y sonríe.

—Contra ellos ya no puede, porque son adultos... pero conmigo... —Hago una mueca triste y cojo el batido una vez me termino las patatas—. Es más difícil.

Él enarca una ceja.

—Por eso entrenas con Michonne —dice. Trago saliva y sorbo de mi batido en respuesta, haciendo impertinentes burbujitas—. Entiendo.

—Pero después vi que podía sacarle una rentabilidad a eso con las peleas ilegales.

Rick asiente convencido.

—Mucho dinero en poco tiempo.

Y asiento yo también.

—No solo para dárselo a él y que me deje en paz —añado algo avergonzado—. Hay algo que... bueno, en parte tienes razón.

El padre de Carl me observa con interés repentino, más todavía, como si yo fuera un curioso enigma que pretende descifrar. Suspiro, resignado.

—Empecé un curso de enfermería —admito, ganándome una sorprendida mirada por su parte—. Era una buena forma de curarme a mí mismo y a mis hermanos sin que los médicos hicieran preguntas. —Rick me observa con la dureza devorando su rostro—. Pero realmente... lo hacía más porque me gustaba, ¿sabes?

—¿Y qué pasó?

Cojo aire, sin saber por dónde empezar.

—¿Te expulsaron? —comenta a modo de broma, centrando la vista en su café para después darle un trago.

Sonrío.

—No tenía dinero para seguir pagando el curso —admito.

Y Rick me mira de golpe, dejando la taza sobre la mesa, como si quisiera que un agujero se abriera en el suelo y se lo tragara, totalmente arrepentido.

—Oh, joder, lo siento. Lo he vuelto a hacer.

—¿Prejuzgarme? Estoy acostumbrado —aseguro antes de reír y sorber mi batido nuevamente, vaciándolo hasta la mitad.

Rick pinza el puente de su nariz y mantiene los ojos cerrados, resoplando, francamente avergonzado de hacer justamente eso que había jurado no querer volver a hacer.

Pongo los ojos en blanco, quitándole importancia.

—No importa, seguramente lo hubieran terminado haciendo. —Me encojo de hombros. Rick me mira con el ceño fruncido—. Robaba alguna de la medicación que nos mostraban para venderla.

Y estampa una de sus manos en la cara.

—Joder, Áyax, no me cuentes esas cosas —me advierte, recordándome que es policía.

Y el padre de mi novio.

Me carcajeo.

—El caso es que no tenía dinero para continuarlo, y ese curso podía darme un trabajo digno o acceso a la universidad sin necesidad de costearme y prepararme una prueba previa —confieso. Termino de beberme el batido y dejo el vaso en la mesa.

Rick me mira con algo de orgullo.

—¿Es eso lo que te gustaría? ¿Ir a la universidad para graduarte en Enfermería?

Aparto mis ojos de los suyos, avergonzado.

—Realmente querría graduarme en Medicina —admito sin despegar la vista de la mugrienta carta pegada a la mesa. Trago saliva—. Pero no me veo capaz de algo así, es demasiado para mí.

Y cuando alzo escuetamente la vista, Rick esboza la más sincera de sus sonrisas y se cruza de brazos, apoyando su espalda en el asiento.

—Yo te veo capaz de hacer cualquier cosa que te propongas, Áyax Dixon.

Un bufido similar a una risa vergonzosa escapa de mis labios mientras niego con la cabeza. Miro la pantalla de mi móvil y, de nuevo, borro las tropecientas notificaciones de aplicaciones que no sabía ni que tenía, para poder ver la hora.

Las tres y media pasadas.

—Dios, qué tarde es, va a matarme.

Eso se ha escapado de mi boca sin mi consentimiento.

Rick arquea una ceja.

—¿Tienes dónde pasar la noche?

—Ah... —Boqueo como un pez fuera del agua durante unos segundos—. Me las apañaré, no te preocupes por eso, estoy acostumbrado.

Rick, cruzado de brazos sobre la mesa, me mira prácticamente sin expresión en su rostro.

—Áyax, que te hayas acostumbrado al maltrato, no lo normaliza. —Es la primera vez que le oigo verbalizarlo y llamarlo como tal, y eso me hace tragar saliva, consciente de que él le da la gravedad al asunto que yo le resto—. ¿Tienes algún sitio donde puedas pasar la noche?

Niego, compungido.

Rick pinza el puente de su nariz de nuevo y suspira, como si se debatiera con el ángel y el demonio sobre sus hombros.

—Está bien, yo te llevaré a uno, pero solo si me haces una promesa.

Mi entrecejo se frunce con extrañeza.

—Vale —respondo no muy convencido.

—Si tu padre vuelve a hacerte algo... me llamarás. ¿Ha quedado claro? —Trago saliva y le observo fijamente—. Lo harás, Áyax. ¿Ha quedado claro?

Asiento repetidas veces.

—Cristalino.

Rick recupera su rostro relajado con mi respuesta y se pone en pie, para después colocarse su chaqueta, gesto que yo imito. Deja un billete de veinte dólares sobre la mesa, diciéndole a Cindy que puede quedarse el cambio, mientras pone una mano en mi hombro.

Una vez más.

—Vamos, yo me encargo —me asegura.

Creo que es la primera noche en mi vida que suspiro de tranquilidad y alivio, sabiendo que, al menos hoy, voy a poder dormir de forma segura.

Y, sobre todo, sin miedo. 



Cuando Rick me habló de llevarme a un lugar en el que pudiera pasar la noche, ni en mil vidas hubiera imaginado que se estaba refiriendo a su propia casa. Y es ahí donde me encuentro, frente a la puerta de su hogar, con este encajando la llave en la cerradura, mientras tiemblo como una hoja en una helada noche invernal.

Y ni siquiera tiemblo de frío.

Al entrar, la sorpresa nos golpea gratuitamente cuando nos encontramos con Carl poniéndose su chaqueta en mitad del recibidor, con unas llaves en la mano. Pagaría porque le hicieran una foto a la cara de Rick en este instante.

Y a la de Carl.

—¿Qué haces despierto? —pregunta su padre—. ¿A dónde demonios ibas?

Carl parpadea confuso, sin estar muy seguro de estar viéndome al lado del hombre, y entonces le mira con una seguridad y firmeza que no está sintiendo.

—¡Lo mismo digo! —replica con confusión.

Rick me señala, tartamudeando el inicio de una frase que no llega a producirse, señala también la puerta y después a sí mismo, hasta que exhala con pesadez y alza la vista al cielo.

El chico pasa una mano por su pelo con nerviosismo.

—Iba a buscarle en coche al trabajo, como siempre —confiesa. Rick arquea una ceja—. No me gusta que ande por esa zona solo a las cuatro de la mañana y...

Y Rick se vuelve hacia mí.

—Tú lo sabías, ¿eh?

Sonrío en una mueca tensa y rígida.

—¿Lo siento?

Él chasquea la lengua y asiente.

—Ya, claro, ni siquiera debería sorprenderme.

Tapo mi cara con ambas manos y suspiro, frotando mis ojos con cansancio.

—¿Y qué haces tú con él? —pregunta Carl, con la confusión en sus ojos de quién ve frente a él a un alien y un chupacabras montados a caballo—. ¿Qué has hecho ahora?

Abro la boca con ofensa.

—¡Eh! ¿Pero quién os creéis que soy? ¿Ted Bundy? —exclamo—. ¿Qué imagen tenéis de mí?

Padre e hijo alzan una ceja, la misma, de forma simultánea. Y ha sido tan idéntico que me ha asustado ver la similitud de su gesto.

Y eso no me hace sentirme muy halagado.

—¿Qué son esas voces?

Una voz femenina irrumpe la oscuridad y penumbra del recibidor, apareciendo por las escaleras.

La madre de Carl se abrocha su bata de cama y se coloca un mechón de pelo tras la oreja, observándonos con curiosidad y sueño.

—¿Qué está ocurriendo aquí?

Rick y Carl se miran entre ellos.

—Yo iba...

—Yo venía...

De tal palo, tal astilla.

Muerdo mis labios para no reírme en sus caras.

La mujer se cruza de brazos, arqueando una ceja al más puro estilo Grimes.

Y el súper oficial de policía y su hijo el valiente, se han hecho ridículamente pequeñitos ante su presencia.

—Buenas noches, señora Grimes —empiezo a decir—. Su marido y yo hemos estado intentando... empezar nuestra relación de una mejor forma y...

—Y como el chico no tiene un lugar donde pasar la noche, he creído conveniente traerle... sobre todo, después de hacer que le despidan.

Eso último lo ha dicho muy bajito.

Y aun así no ha evitado que su mujer y su hijo le miren con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—Es una historia muy larga —aclara él, en un intento por calmarles.

No te rías, no te rías, no te rías.

La madre de Carl sonríe y niega con la cabeza.

—Seguro que mi hijo puede dejarte algo de ropa cómoda —me asegura—. Iré a por algunas mantas más.

—Oh, no es necesario. Con tirarme en el sofá me es más que suficiente —respondo, señalando los amplios sofás del salón.

Rick se quita la chaqueta y la deja colgada en el perchero.

—Áyax, tenemos una habitación de invitados para situaciones como esta.

—¿Para novios perdidos en mitad de la noche?

Carl se aguanta una carcajada.

—O... también puede dormir con Carl, Rick. Sería lo lógico —añade su mujer, mirando a su marido fijamente.

La mandíbula de Rick se tensa de tal forma que deben de estar doliéndole las sienes. Traga saliva y mira a Lori, como si se estuvieran comunicando mentalmente al grito de «debes haber perdido el juicio si crees que voy a dejar que el novio delincuente de mi hijo duerma con él, amor mío».

—O también puede dormir en el cuarto de invitados, Lori —replica con insistente obviedad, asombrado de que su mujer no vea la evidencia frente a ella.

—O en el cuarto de Carl.

—O en el felpudo, de verdad, no me importa, se ha quedado buena noche —murmuro señalando la puerta a mi espalda, empezando a girarme hacia ella.

Pero Rick pone una mano en mi hombro, deteniéndome.

Cadena perpetua, cadena perpetua, cadena perpetua.

Muerte.

Destrucción.

Caos.

Apocalipsis zombie.

Rick suspira en profundidad, manteniendo la vista al frente, rompiendo mi hilo de pensamientos destructivos.

—Duerme con él, es tu novio, es lo lógico —dice asintiendo. Aprieta mi hombro en un gesto que, externamente parece de cariño, pero lo ha hecho con un ligero incremento en su fuerza.

Lori sonríe orgullosa.

Carl sonríe orgulloso.

Y yo sonrío aterrado.

—¿Qué hacéis todos despiertos? ¿Se ha adelantado Santa Claus y no me habéis dicho nada?

Carl se carcajea ante el comentario de su hermana pequeña, que aparece al principio de la escalera con su móvil en una mano y las baja poco a poco hasta quedar a la altura de su madre.

Rick masajea sus sienes y señala a su hija.

—Claro, por qué no, toda la familia despierta —dice—. ¿Estabas jugando con el móvil y por eso no estás durmiendo, Judith?

La pequeña abre su boca en forma de «o» y observa el aparato en su mano, que con la pantalla iluminada alumbra medio salón, y lo esconde tras su espalda.

Que alguien le enseñe a la pobre niña a bajar el brillo o terminará por quedarse ciega.

Bueno, yo no podía hablar al respecto, no sabía subirlo.

—Vale, se acabó, todo el mundo a la cama —sentencia Rick, dando por concluida esta extraña reunión.

Lori ríe y coge de la mano a Judith, llevándola de vuelta a su cama.

—Te espero arriba —dice Carl, sonriente, dejando su chaqueta en el perchero tal y cómo ha hecho su padre, y las llaves en una bandejita sobre una pequeñita mesa al lado de la entrada, junto a muchas otras llaves. Y entonces se pierde escaleras arriba.

Pero no me dejéis solo, no me oiréis gritar.

Rick me mira con seriedad y de repente sonríe.

Falsamente.

Posa una mano en mi hombro y lo aprieta ligeramente de nuevo.

Aprieto los dientes, fingiendo que no estoy notado como me ha hundido el pulgar en la clavícula, en ese exacto punto entre el máximo dolor, pero no el suficiente como para alcanzar el desmayo.

—Confío en que serás un buen chico, ¿verdad?

Lo ha dicho en un rugido susurrante entre dientes, que ha reverberado desde lo más profundo de su pecho.

Asiento al menos unas siete veces, incapaz de contestar.

Palmea mi espalda con fuerza, de tal forma que casi me caigo de boca contra la alfombra de la entrada.

—Respuesta correcta —gruñe antes de echar a andar hacia la escalera y empezar a subirla—. Buenas noches, Áyax.

Trago saliva, quedándome como un cactus plantado frente a la puerta.

—Bu-buenas noches.

No le ha hecho falta decir nada más que esa amenaza velada.

Porque me ha advertido.

Porque me ha invitado a su casa.

Porque me ha dedicado esa mirada de comooigaunsolomuellecrujirtecortolaspelotasyamanecesconuntiroenlanuca antes de marcharse.

Pero, sobre todo, porque Rick Grimes da verdadero miedo. 



Me coloco el viejo suéter negro que Carl me ha dejado, junto con un pantalón de pijama azul cielo, que tiene estampado por todas partes la máscara de Spiderman. Miro a Carl arqueando una ceja, evitando reírme con fuerza.

—¿Qué? —pregunta en voz baja, indignado—. Me gustan los comics, ya lo sabes.

Río y niego con la cabeza.

Carl se tumba en la cama y me hace un hueco en ella, la cual, por suerte era bastante grande. En su cama cabía prácticamente mi cuarto entero.

Y encima tenía que compartirlo con Daryl, pero lo prefería. De compartirlo con Merle, jamás podría dormir con sus ronquidos.

Observo el cuarto de Carl con cierto cariño, apreciando el detalle de que nunca lo había visto hasta ahora. En las paredes hay posters de héroes y algunas películas, sus estanterías están plagadas de libros, cómics y CDs, así como de algún que otro trofeo de la infancia al mejor collar hecho con macarrones, imagino. Carl tiene varias fotos enmarcadas: de él con sus padres, de él con Judith, de estos solos...

—Ahora ya podré poner nuestras, y tenemos muchísimas —dice tras seguir la inspección de mis pupilas.

Sus palabras me hacen sonreír, tiñendo mis mejillas de un rojo intenso.

Me tumbo a su lado y es cuestión de segundos que apoye su cabeza en mi hombro y esconda su cara en mi cuello.

Comenzando a dejar pequeños besos en él.

—¡Ni de coña! —susurro, mirándole como si estuviera loco.

Carl alza la cabeza bruscamente y frunce el entrecejo.

—¿Por qué?

Una risa muda y sarcástica escapa de mis labios.

—¿Por qué aprecio mi vida, quizá? —respondo con obviedad—. Y a mis partes también.

El chico muerde sus labios, intentando no reírse de mí.

—Ya, yo también.

Frunzo el ceño.

—De cuál de las dos hablas tú.

—De las dos, por supuestísimo.

Golpeo su hombro.

—Eres idiota —siseo en voz baja.

Carl me mira con curiosidad, apoya ambas manos sobre mi pecho y después descansa su barbilla en ellas, intensificando la presencia de su mirada en mi campo de visión.

—¿De qué habéis hablado? —pregunta como si lo intuyera—. Estás diferente, como si te hubiera reseteado.

Río en voz baja y niego con la cabeza.

—Quería empezar con buen pie. O empezar, directamente.

—Solo tú puedes conocer a tu suegro siendo detenido por este —señala riendo.

—Es parte de mi encanto. —Me encojo de hombros con fingido orgullo, aleteando mis pestañas teatralmente—. Va en el pack de novio guapo, motero y delincuente.

Carl tapa su boca para esconder una carcajada.

—Pues yo me enamoré de ese guapo motero delincuente con un corazón de oro. No quiero que mi padre lo cambie ahora.

Muerdo mis labios para no reír, una vez más. Niego con la cabeza.

—Solo hemos hablado de la vida... de lo que queremos de ella. —Carl me observa con algo de fascinación—. Me ha hecho replantearme unas cuantas cosas, ¿sabes?

Él sonríe.

—A mi padre eso se le da demasiado bien.

Asiento, convencido.

Sí, me he dado cuenta.

El chico se pone frente a mí y acaricia el perfil de mi mandíbula, haciéndome cerrar los ojos ante el contacto. Acaricio su nariz con la mía y termina por besar mis labios con dulzura.

No me voy a negar un simple beso, le había echado de menos como a nadie y necesitaba al menos eso en está larguísima noche.

El problema con Carl, es que la mayoría de las veces no siempre era un simple beso.

Y yo me daba cuenta tarde. Era experto en hacerme dar cuenta cuando ya era demasiado tarde.

Como ahora, que nuestras bocas se devoraban con ansia la una a la otra y sus manos se aferraban a mi pelo y las mías a su cintura.

—Mierda, Carl, para —consigo gruñir cuando sus labios me dan algo de tregua.

Este frunce el ceño y besa mi labio inferior para después morderlo con suavidad.

—¿Seguro? —pregunta con voz angelical.

Me cuesta un mundo, y tengo que pedirlo como favor a varios dioses y demonios, pero consego decir lo siguiente:

—No... quiero decir sí, por favor, no aquí. Quiero hacer las cosas bien.

—íbamos a hacerlas muy bien.

—¡Carl!

—¡Vale, vale!

Pone los ojos en blanco con fastidio, me da un último beso y se acomoda de nuevo en mi pecho y mi cuello.

Suspiro.

—Vamos a dormir, es muy tarde. —El silencio se hace en su cuarto—. Carl.

Siento como este frunce el ceño en la piel de mi cuello.

—¿Qué?

Una ladeada sonrisa tira de mis labios.

—Mañana por la tarde tendré la casa sola.

Y me dedica la más bonita de sus risas suaves, asintiendo.

—Me parece un plan maravilloso.

Puedo asegurar que es la primera vez en mi vida, que me duermo con una sonrisa en los labios. 



La mañana llegó más rápido de lo esperado, para mi desgracia. Me hubiera encantado permanecer más tiempo tirado en la cama con Carl, hasta que comprendí que estaba tirado en la cama con Carl, y no solo eso, sino que estaba en su casa.

Fue agradable despertar a su lado y que sus ojos azules fueran lo primero que los mío vieran, algo a lo que podría acostumbrarme sin problema.

Y también fue extraño desayunar junto a la familia Grimes, a pesar de mi insistente negativa a ello, alegando que ya les había parasitado demasiado. Lori me dijo que eso era una tontería y que qué iba a hacer entonces con las tostadas y el zumo exprimido extras que había hecho para mí.

Mi corazón se hinchó un poquito solo por el hecho de que alguien hubiera dedicado minutos de su tiempo a hacerme unas tostadas y exprimir algo más de zumo, pensando en mí.

Así que no pude decir que no y desayuné junto a ellos.

Fue extraño, sí, pero también muy agradable.

Para mi suerte, Rick no tuvo instintos asesinos. No sé qué vería en nuestras caras, frustración por no haber podido hacer nada, supongo, pero se mantuvo feliz esa mañana.

Cuando me despedí de Carl y antes de que me fuera de su casa, Rick me dijo que dentro de unas horas me pasara por comisaría con Daryl, porque quería hablar con nosotros a cerca de algo importante.

«Creo que puedo ayudaros con ese tema del trabajo, tengo algunas ideas que quizá os puedan funcionar» dijo, y por mucho que le insistí con que dejara el tema, se mantuvo en sus trece y no me hizo ni puto caso. Así que me resigné a asentir.

Me dirigí hacia mi casa algo temeroso, abriendo la puerta con extremado sigilo, pero al ser media mañana, estaba seguro de que el viejo no estaría por aquí.

Suspiro tranquilo, cerrando la puerta a mis espaldas, con intención de perderme por el pasillo hacia mi cuarto para cambiarme de ropa e irme al gimnasio. Saco el móvil y borro unas cuantas notificaciones más.

Hasta que mis ojos topan con una en concreto que me hace detenerme antes de llegar al pasillo.

Un mensaje de Daryl.

«Ni se te ocurra ir por la mañana, ese cabrón sigue en casa ¿Dónde estás? Te estoy buscando».

Mis ojos se abren de par en par.

—Vaya, al fin ha llegado la princesita —gruñe una voz a mis espaldas.

Y mi móvil se escurre de mis dedos hasta el suelo.

Mis manos tiemblan, me giro lentamente hacia él. Me mira como si yo fuera el mayor error de su vida, con los ojos inyectados en sangre, como si quisiera arrancarme la laringe con sus propias manos.

Mi primer instinto es el único que aparece en mi mente en blanco.

Corre.

Pero ni siquiera puedo intentarlo, porque me sacude un puñetazo, me agarra por el cuello y estampa mi espalda contra la pared.

—¡Dónde está el dinero de la pelea! —ruje a centímetros de mi cara.

Porque eso es lo único que realmente le importa.

Niego como puedo.

—No lo tengo... —murmuro.

—¡NO ME MIENTAS!

Me suelta y me lanza un puñetazo en el estómago que me dobla. Vuelve a apresarme por el cuello y me da un cabezazo contra la pared. Cierro los ojos con fuerza cuando dos lágrimas de dolor escapan de mis ojos. El aliento le apesta igual que a Ed, así que ya sé en qué estado se encuentra.

En el más peligroso de todos.

Es ahí cuando empiezo a replantearme la idea de que quizá no salga vivo de esta.

—Es la verdad, papá, te lo juro. Me lo quitó la policía —tartamudeo sin aire. Le empujo todo lejos de mí que puedo, pero es imposible, es más grande y más fuerte que yo. Y a más le empujo, más me estrangula.

Me da otro puñetazo en la cara y uno más en el estómago, que me deja tirado en el suelo, sin aire.

—Eres un puto inútil que no sirve para nada —gruñe con rabia, propinándome una patada en la cara que me revienta el labio.

Grito de dolor y me arrastro por el suelo, pero él me atrapa de una pierna y tira de mí, arrastrándome de nuevo hasta él, donde me da unas cuantas patadas más en el abdomen. Y a cada una de ellas, me recuerda la mierda que soy.

Lo poco que me merezco.

El asco que le doy.

Y lo poco que valgo.

Otro grito escapa de mí y él me asesta un puñetazo para que me calle.

—¡Deja de gritar! ¿O es que quieres que te dé una verdadera razón para que lo hagas? —sisea, acariciando de forma repulsiva mi mejilla ensangrentada. Le miro, paralizado. Con su mano cubre mi boca repentinamente—. Lo intenté una vez, ¿sabes? Pero tus estúpidos hermanos volvieron antes de tiempo porque algo sospechaban... pero ahora no hay nadie en casa, ¿no? No hay nadie que te proteja.

Me he quedado congelado en el suelo, temblando, con las lágrimas cayendo por mis sienes mientras él aprieta su mano contra mi boca, silenciándome.

Y su mano libre vuela a su cinturón, desabrochándolo.

Mis ojos se abren ligeramente y empiezo a revolverme, intentando librarme de su agarre, asestándole un puñetazo, que me devuelve de forma inmediata.

Inhalo y exhalo, furioso, sintiendo como con una mano intenta desvestirme.

Mi corazón late errático, desbocado.

Mi cuerpo tiembla.

Mi garganta se seca.

Y sus pupilas se clavan en las mías, sabedor de que va a salirse de la suya.

Empiezo a escucharlo todo de forma lejana.

Las cosas a mi alrededor empiezan a perder su forma.

Y mi campo de visión comienzan a ser devorado por un círculo rojo que se cierra más a cada segundo.

Hasta que oigo algo que no he escuchado jamás en mi vida.

Un suave pitido al fondo de mi cabeza, que, a cada milésima de segundo, se hace más y más audible.

No veo.

No siento.

Solo oigo eso.

Y entonces algo en mí se desconecta.

Y, como si volviera a la vida de nuevo, abro los ojos y muerdo su mano con fuerza.

El alarido de dolor que rompe su garganta han debido de escucharlo en kilómetros a la redonda, pero no me detengo.

Muerdo cada vez con más fuerza, tirando.

Hasta arrancarle el dedo meñique y el anular con los dientes.

Mi padre cae de espaldas, gritando y llorando de dolor, sosteniendo su mano, desangrándose.

Escupo los dedos hacia un lado y me pongo en pie, tambaleándome.

Y ni siquiera lo pienso, simplemente es un acto reflejo, es lo único que logro hacer: salir corriendo.

Salir corriendo de esa casa.

Todo lo lejos que pueda, todo lo lejos que llegue.

Llego al gimnasio con el corazón latiendo en mis sienes, en mi garganta y en mis oídos. El sudor caliente se desliza por mi rostro, mezclándose con la sangre. Mi garganta esta seca de la respiración agitada por correr hasta aquí. Por suerte, Michonne todavía no ha llegado. Algunos compañeros me miran con los ojos abiertos de par en par, y sé que ninguno va a querer pelear conmigo en este estado, pero es lo único que ahora mismo necesito. Solo alguien con muy pocos escrúpulos y a quien le encantaría verme así lucharía conmigo.

Ahí está.

—Víctor —siseo.

Este se tensa. Los fuertes músculos de su espalda se quedan rígidos y deja de golpear brutalmente el saco, deteniendo el vaivén de este. Se gira hacia mí con lentitud y me mira de arriba abajo, alzando las cejas, con una asquerosa sonrisa divertida al verme el rostro reventado. Pero con esa mirada de deseo que siempre me dedica cuando me recorre de pies a cabeza, esperanzado de que algún día volvamos a lo de antes.

Era increíble como ese chico y yo habíamos pasado de salir de fiesta, emborracharnos, drogarnos juntos y follar en su coche, a reventarnos a puñetazos en un ring con auténtico asco el uno por el otro.

—Quiero pelear —gruño—. Diez asaltos, solo con vendas, sin protectores. ¡Ahora!

Víctor arquea una ceja.

—Solo con vendas y sin protectores está prohibido.

Me quito la sudadera y la lanzo contra uno de los bancos.

—¡Me importa una mierda! —bramo en su dirección. Me acerco hasta él, uniendo su frente a la mía, empujándole—. ¿O es que eres un puto cobarde?

Él mueve la cabeza de lado a lado, lentamente, mordiendo sus labios.

—Cuidado, Áyax.

Me separo y me dirijo a las taquillas y de la mía saco un pantalón deportivo, cambiándome a toda prisa, comienzo a enrollar las vendas alrededor de mis manos.

—Un puto cobarde y un puto soplón, ¿qué más tienes? —gruño de camino hacia el ring, chocando su hombro con el mío de paso, agachándome para pasar entre sus cuerdas—. Eres un puto inútil que no vale para nada.

Un pinchazo perfora mi pecho.

Víctor exhala con rabia y se arranca los guantes, iracundo.

—Tú lo has querido, bicho raro —ruje, caminando deprisa hacia mí, adentrándose al ring—. Si te mato, nadie te echará de menos.

Sonrío en una mueca desquiciada y crujo mi cuello cuando le tengo frente a mí.

—Solo tú lo harás.

Y ni si quiera le doy tiempo a reaccionar cuando lanzo el primer golpe.

Un puñetazo, otro más, otro más y otro más. Estampo mis puños contra su cara una y otra vez, deseando que el que reciba mis golpes sea mi padre en lugar de un irreconocible Víctor, que ya tiene el rostro desfigurado. El me sacude un codazo y después un par de puñetazos, las vendas raspan mis mejillas y mi cara de forma incesante en los últimos minutos. Le doy una patada, alejándole de mí, y me levanto para abalanzarme de nuevo a por él.

Ambos caemos al suelo y vuelvo a pegarle de nuevo, de tal forma, que su sangre mancha ya mis vendas y mi cara, mezclándose con la mía.

Una vez más, no siento, ni oigo, ni veo.

Y lo que menos noto aún, es cuando unos fuertes brazos me aprisionan por la espalda, arrancándome lejos de Víctor.

—¡ÁYAX!

Me quedo de pie, jadeando. La imagen frente a mi está borrosa. Me paseo de un lado a otro como un animal enjaulado, queriendo esquivar la sombra frente a mí que me impide alcanzar de nuevo a Víctor, intentando lograrlo. Unas manos se colocan a ambos lados de mis mejillas, ayudándome a enfocar la vista en quien tengo delante.

—¡Áyax, basta! ¡Qué coño haces! —brama un uniformado Rick Grimes frente a mí.

—¡Llevaos a Víctor de aquí! ¡Llevadlo al hospital! ¡Ahora! —grita Michonne hacia el resto de compañeros, que no dudan en acatar sus órdenes.

Pero cuando ni siquiera se dan cuenta, me escabullo en un par de movimientos, a punto de llegar hasta él de nuevo. Y entonces son Daryl y Merle quienes me aprisionan, arrastrándome hasta una de las esquinas del ring.

Merle me abraza con fuerza, estrechándome contra él.

—Le hemos visto en casa, hemos visto lo que ha pasado. Rick lo ha visto con nosotros —susurra en mi oído—. Ya está, Áyax. Se acabó, se acabó.

Y es exactamente ahí, cuando las fuerzas me abandonan.

Cuando me derrumbo sobre su hombro, rompiendo en un llanto desgarrador que hace eco por el gimnasio ya vacío.

Cuando todo lo que he vivido en las últimas dos horas, me sacude de nuevo, haciéndome temblar.

Y mis rodillas fallan.

Pero Daryl y Merle me sostienen, acompañándome en mi caída.

Porque siempre lo habían hecho.

Daryl me abraza contra él cuando me quedo sentado, hecho un ovillo, intentando tranquilizarme.

Y no sé en qué momento Michonne me ha ayudado a lavarme la sangre y a vestirme. Ni cuando Daryl me ha ayudado a caminar hasta el coche de Rick. Ni cuando este me ha llevado al hospital junto a todos ellos.

Ni por qué ahora estoy tumbado en una camilla, tras una serie de pruebas médicas, con la vista pegada al fluorescente del techo que parpadea de forma impertinente, con Daryl sentado en la silla a mi lado, Michonne paseándose de un lado a otro de la pequeña habitación de la zona de urgencias, y Rick y Merle hablando en el pasillo.

—Que sea la última vez... que peleas únicamente con vendas y sin protectores. Podrías haberle matado, o él a ti —dice la mujer—. No sé cómo coño se te ha ocurrido algo así.

Porque necesitaba sentir dolor.

Porque necesitaba infringirlo.

Una pequeña sonrisa tira de mis labios, y ese gesto hace que el rostro me hormiguee y pequeñas agujas se claven en cada una de mis heridas.

—Que creas que Víctor puede conmigo, me ofende.

Michonne alza la vista hasta mí, al igual que Daryl, pues es la primera vez que he hablado en este lapso de tiempo, y la mujer deja escapar una risa temblorosa.

Al igual que mi hermano a mi lado.

Los tres reímos a la vez.

Muy probablemente por el shock.

Michonne parpadea para disipar las lágrimas, inhala y exhala y entonces sale de la pequeña sala, en busca de algo de aire. Pues con su profesionalidad de gran abogada, parece que no se permita a sí misma mostrar un lado vulnerable.

El silencio se hace entre Daryl y yo.

Veo como muerde sus labios con nerviosismo.

—Joder, debía estar ahí —murmura, casi para sí mismo.

Frunzo el ceño y me incorporo en la camilla ligeramente.

—Ya has estado ahí, siempre lo has estado. —Cojo su mano y la entrelazo con la mía—. Vosotros lo impedisteis cuando era más pequeño, yo lo he impedido ahora.

—Pero debí... podría haber... tendría que haberte sacado de esa casa.

Aprieto con cariño nuestro agarre unos segundos.

—Daryl, basta —replico, intentando que deje de culparse—. ¿Qué ibas a hacer? ¿Abandonarme por ahí?

—Si hubiera sido necesario, con tal de alejarte... haría lo que hiciera falta, por mucho que eso pudiera dolerme a mí.

—Lo sé, pero ya está —susurro—. Ya pasó.

Daryl asiente y deja un beso en el dorso de mi mano vendada.

—Todo ha acabado —afirma mirándome a los ojos—. Para siempre.

Sonrío.

Y las lágrimas no tardan en aparecer al borde de mis ojos y de los suyos.

—Y cuando algo termina... otro camino debe comenzar —asegura, carraspeando, rebuscando en su bolsillo. De este saca unos cuantos cientos de dólares. Bastantes cientos de dólares—. Y alguien me ha comentado que tienes unas cuantas ideas por las que empezar.

Mis ojos casi se salen de sus cuencas.

Me siento de golpe en la camilla, por lo que me sacude un leve mareo por el que Daryl se preocupa, pero con una mano le indico que estoy bien.

—¿De dónde has sacado todo ese dinero? —pregunto sorprendido.

Daryl se encoge de hombros.

—Ese cabrón lo tenía escondido, y ya no va a necesitarlo. Podría pagar su fianza, pero... —Se encoge de hombros y me mira sonriente—. ¿Quién demonios querría eso?

Río con ganas, limpiando las lágrimas de nuevo, con cuidado al tocar mi rostro magullado.

—Joder, ¿nos ocultaba que tenía dinero y tú se lo has robado? —digo con asombro—. Y yo que pensaba que era imposible quererte más.

Este se carcajea y se levanta para darme un abrazo, que correspondo con fuerza. Daryl se sienta en la camilla conmigo y pasa un brazo por mis hombros, atrayéndome hacia él, dejándome un beso en la sien.

—¿Cómo sabías que...?

—¿Qué necesitabas el dinero para estudiar? —inquiere, con esa mirada de hermano que lo sabe todo. Río—. He hablado con Rick. Me ha llamado, diciendo que te había comentado algo de que nos pasáramos por allí. Al principio he pensado que ya habías vuelto a joderla de nuevo. —Pongo los ojos en blanco—. He ido para allá y hemos estado hablando, pero he empezado a preocuparme porque no aparecías. Y más aún cuando no respondías al teléfono, aunque en ti es bastante normal. Así que...

—Habéis ido a casa.

Daryl traga saliva y asiente, mordiendo sus labios hasta convertirlos en una fina línea, en un gesto muy Dixon.

—Merle estaba allí cuando llegamos y ese... —Tensa la mandíbula—. Estaba inconsciente. Y Rick ha llamado a comisaría. En pocos minutos un par de patrullas habían aparecido. Le han detenido, han tomado huellas, muestras de sangre del suelo y las paredes, fotos...

Carraspeo.

—Pero yo le he...

Daryl asiente.

—Ya, que se joda, merecido lo tiene —gruñe. Entonces me mira fijamente—. Oye, Áyax... le hemos denunciado, mientras te hacían pruebas nos han tomado declaración a Merle y a mí y... Rick dice que ahora tendrán que hablar contigo, y no solo eso. Te harán un examen psicológico. Te tomarán fotos de las marcas que ese... —Señala mi cuello y tiene que parar unos segundos cuando la rabia le puede—. Te ha dejado.

Frunzo el ceño.

—¿Y cómo van a diferenciar unos golpes de otros?

Mi hermano ríe desganado.

—Porque un boxeador no te estrangula, ni te intenta abrir la cabeza contra la pared, ni te apalea el estómago a patadas como si fuera un pandillero.

Alzo las cejas.

Sí, creo que quedaba clara la diferencia.

Asiento, suspirando con pensar.

—Sé que no va a ser algo agradable, pero... es lo que necesitamos para terminar de encerrarle. Para siempre —sentencia—. Ahora sí que podemos acabar de una vez por todas, porque Rick se está encargando personalmente.

—Y para la policía ya no somos unos pobres desgraciados con una familia desestructurada que vive en los barrios marginales, ¿no?

Daryl ríe amargamente.

—Bueno, eso seguiremos siéndolo —dice, haciéndome reír—. Pero esto es distinto, lo de esta vez lo es. Al fin nos han hecho caso, y es nuestra oportunidad. Le esperan unos cuantos años en la sombra.

Vuelvo a asentir.

—Amén entonces.

Ambos reímos y yo apoyo mi cabeza en la suya.

—Así que estoy ante el futuro Doctor Dixon, ¿eh?

Una carcajada escapa de mi garganta y oculto mi rostro con ambas manos. Cuando las aparto, le miro fijamente.

—¿Cómo han cambiado tanto nuestras vidas en menos de veinticuatro horas?

Porque lo que no le pasara a los Dixon, no le pasaba a nadie. 



Tal y cómo dijo Daryl, los días siguientes a ese tuve que pasarlos en comisaría prestando declaración. Lo conté todo. Los golpes, las palizas, las amenazas, los constantes robos de dinero y como nos tenía a los tres maniatados por ello, sin posibilidad de que pudiéramos irnos de su lado, porque nunca teníamos el suficiente dinero para hacerlo. Todo eso, las declaraciones de mis hermanos, sumado al intento de abuso por parte de ese hijo de perra, con las pruebas y marcas que había dejado en mí, más allá de las secuelas psicológicas, le habían llevado a un total de al menos veinte años de cárcel.

Y lo mejor, es que no era solo por lo que nos había hecho a nosotros, sino que además tenía varios delitos de estafa a sus espaldas. Porque había estafado dinero a gente para pagar a prestamistas y usureros a los que siempre debía dinero, por gastárselo en lo que no debía.

Por eso siempre nos robaba a nosotros, porque o pagaba, o le partían las piernas.

Así que cuando estafar no le era suficiente, iba a por nosotros.

Bueno, ahora pasará veinte años a la fresca sombra de una pared de hormigón, acompañado de esos mismos prestamistas y usureros que habían terminado trincando por su culpa.

Así que buena suerte, papá, porque si sales de ahí, será en una caja de pino y con los pies por delante.

Desde ese momento, pudimos vivir tranquilos en, ahora sí, nuestra propia casa.

Nuestro propio hogar.

Entre los tres lo limpiamos, lo adecentamos e hicimos de él un lugar agradable, en el que al fin podíamos vivir en paz. Estaba en los suburbios del condado, pero me encantaba esa zona, era muy hogareña y acogedora. Contaba con un bosque tras ella, en el que había un pequeño río al que siempre iba de pequeño con Daryl, a esperar a que ese perro que tenemos por padre se durmiera y pudiéramos estar en paz. Aun así, adoraba esa zona. Era dónde había crecido, yo y muchos niños y familias vecinas de origen muy humilde, como nosotros.

Merle se quedó la habitación de ese cabrón, Daryl la de Merle, y yo pude tener habitación propia. Recuerdo con mucho cariño el día en el que Carl y yo nos perdimos por los pasillos de una gran tienda de decoración, porque el chico estaba ilusionado con la idea de que ahora pudiera adornarlo todo a mi gusto. Así que compramos ropa de cama, algunos cojines y unas tiras de lucecitas decorativas, porque me empeñé en que yo también quería tener fotos en mi habitación tal y cómo Carl tenía, y quería colgarlas ahí. Y así estaban en una de las paredes de mi habitación. Nos hicimos con botes de pintura de un color verde suave y nos pasamos toda una tarde pintando mi nuevo cuarto, hasta que Carl tuvo la mala idea de pintar mi camiseta de Guns N' Roses, y yo le pinté la suya de Batman. Y eso acabó con los dos estrenando mi nueva cama.

Es decir, acabó genial.

Todo lo genial que puede ser que luego Daryl nos gritara que por favor nos esperáramos a que él estuviera fuera de casa, mientras se tapaba los oídos teatralmente y asesinaba a Carl con la mirada, con Merle riéndose de él a carcajadas.

Yo había conocido a mi suegro porque este me había detenido en mi peor momento, pero Carl había conocido a sus cuñados después de un buen polvo que estos habían escuchado.

Ja, empate en vergüenza, ya sabes lo que se siente.

También me compré una plantita porque me hacía ilusión tenerla en el cuarto.

Pero se murió a los pocos días porque olvidé regarla.

Así que Carl me regaló un pequeño cactus de plástico, alegando que sería más práctico en el futuro que nadie dejara a mi cargo nada vivo.

Mala idea teniendo en cuenta lo que quería estudiar.

Entre todas las cosas que compramos, había unas estanterías, que ahora estaban plagadas de libros y apuntes, y un escritorio, que ya podía utilizar para estudiar. Porque me había apuntado a las pruebas de acceso de la Facultad de Medicina de Atlanta, y tenía un nudo en el estómago cada vez que recordaba todo lo que tenía que estudiar. Al menos al fin tenía un lugar propio en el que hacerlo, porque a la biblioteca ya no podía seguir yendo tal y cómo había hecho en los últimos meses, no después de que a Carl y a mí nos echaran por escándalo público por...

Bueno, por usar los baños de forma indebida.

Carraspeo, aclarándome la garganta cuando me acuerdo de ese momento y de la cara de Rick cuando casi tiene que detenernos a ambos por eso. La bronca de Daryl y él, ese día, fue monumental.

Me reclino en el asiento, garabateando con el boli en la libreta abierta frente a mí, perdiéndome de nuevo en mis pensamientos.

El caso era que había aprobado las pruebas de acceso, y con nota, por lo que los ahorros de mi padre, invertidos en la compra de muebles y el examen, no había sido un dinero en balde. Lo bueno, era que ya no nos faltaría. Tampoco nos sobraría, pero dos sueldos eran mejor que tres medios sueldos patéticos robados por un padre cabrón.

Y es que, cuando Rick dijo que podía ayudarnos con lo del trabajo, lo decía en serio. Resulta que, en los límites del condado, entre el nuestro y el vecino, un amigable anciano regentaba una gasolinera que a su vez era también un taller mecánico, especialista en motocicletas. Y necesitaba ayuda para ello ahora que él estaba a punto de jubilarse. Así que ambas vacantes llevaban mi nombre y el de Daryl. Yo atendía en la gasolinera, que no era el trabajo de mi vida, pero era un buen horario y un buen dinero, y Daryl arreglaba motos en el taller, con lo que estaba más que encantado. Y de vez en cuando me pasaba a ayudarle, aprender y, por qué no, a molestarle un rato cuando ninguno teníamos clientes. Eso lo hacía mientras no estaba cumpliendo las horas de servicio a la comunidad dictaminadas por el juez, por mi detención. Por lo que tenía que pasar las tardes de los fines de semana recogiendo basura de la estúpida vía pública con un estúpido chaleco. Era mejor eso que estar yo también a la sombra de una pared de hormigón. Mientras tanto, Merle trabajaba de lo que podía haciendo alguna que otra chapuza por ahí. Tampoco era oro todo lo que relucía, pero eran tiempos mucho mejores y bastaba para que saliéramos del paso, y yo pudiera costearme mi propia carrera.

—Hola.

Doy un respingo cuando la voz de una chica, que se sienta justo a mi lado derecho, me saca de mis mundos.

—¿Te he asustado? —pregunta a modo de disculpa, recolocándose las gafas redondas en el puente de su nariz.

Sonrío amablemente y niego con la cabeza.

—Mi nombre es Denisse —dice tendiéndome una mano, que yo estrecho con gusto.

—Soy Áyax, encantado —me presento yo.

De repente, a mi lado izquierdo, un chico de tez oscura se sienta de un salto en la silla, asustándonos a los dos.

—Oye tíos, ¿sabéis qué clase es la primera? —inquiere, más perdido que Merle en una librería—. Joder, es el primer día de carrera y no sé ni en qué mundo vivo. Soy Damien Smith, por cierto.

Me tiende su mano también y la estrecho con firmeza, y Denisse responde igual. Abro mi carpeta y le entrego la hoja con el horario que me sobra, pues, por inútil con la tecnología, imprimí dos.

—Ahí lo pone, toma —digo, señalándole el horario—. Puedes quedártelo. Y yo soy Áyax Dixon.

—Gracias, tío. Me has salvado la vida —comenta alzando las cejas, agradecido de verdad.

El profesor entra en el aula y las casi treinta personas que somos sentadas en las mesas a modo de grada, nos callamos de golpe. El hombre, alto como un pino, debiendo de medir al menos casi dos metros, deja su maletín sobre la mesa y se quita la americana negra, remangando su camisa. Con la espalda ligeramente inclinada y una amplia y blanca sonrisa, nos observa divertido, como si fuéramos pequeños cachorros a los que adiestrar.

Miro fugazmente a Damien a mi lado, que ha palidecido tres tonos al ver al profesor, y eso que el chico es negro.

—¿Qué te pasa? —susurro.

Me mira como si hubiera visto un fantasma.

—Que es mi padre.

A los dos se nos escapa la risa a la vez, ganándonos la mirada de todos los compañeros, así como la del profesor. Este alza las cejas.

—¿Ya os he hecho gracia y ni siquiera he abierto la boca? Joder, es todo un logro —comenta este mordaz. Suspira y frota sus manos—. Bien, me presentaré antes de que los dos comediantes sigan riendo. —Me hundo en mi silla, avergonzado, y Damien también, ambos bajo la atenta mirada de Denisse, que muerde sus labios para no reírse de notros—. Mi nombre es Negan Smith, y seré vuestro profesor de anatomía en los próximos cuatro años.

El hombre se sienta en la mesa, apoyando ambas manos en la misma, observándonos con un brillo especial en la mirada.

—Realmente, también soy profesor de gimnasia en la Facultad de Deportes que tenemos justo al lado —añade—. Pero, y antes de que os preguntéis por qué mierda no voy en chándal... —Algunos de los compañeros se ríen por su comentario y yo arqueo la ceja ante su forma de hablar, fuera de lo común en un profesor universitario—. Es porque se está lavando, y he tenido que vestirme de persona pretenciosa para venir aquí.

Todos reímos ante sus palabras.

—Veréis, yo no vengo aquí a machacaros con gilipolleces. Yo vengo aquí a que aprendáis de verdad. Y algunas de las asignaturas de medicina, también se dan en algunos grados de mi Facultad, y viceversa. Es por eso que vamos a vernos las caras durante mucho tiempo, en varias asignaturas —dice bajándose de la mesa, comenzando a pasear de un lado a otro de la tarima, con las manos en los bolsillos de sus vaqueros de forma despreocupada—. Y si algo quiero de vosotros, no es que me vomitéis en los exámenes todo lo que hayáis sido capaces de memorizar, porque eso sabemos hacerlo todos, hasta los profesores de gimnasia.

Sonrío ladeadamente.

Y sus ojos, tras pasar por todos nosotros, se posan en mí.

—Quiero que me demostréis por qué estáis aquí —sentencia. Un escalofrío me recorre y trago saliva—. No quiero que me digáis que estáis aquí porque vuestros padres son médicos, o porque es lo que siempre habéis soñado, en serio, eso me importa una mierda. —Se escuchan algunas risas más, incluida la mía—. No quiero que me lo digáis, quiero que me lo demostréis. Pero no solo a mí, sino a vosotros mismos. En cada clase, en cada examen, en cada semestre... y cuando sintáis que queréis abandonar, porque creedme, haré que lo sintáis... —El silencio inunda la clase—. Recordad esa misma razón, y volvédmela a demostrar.

Su mirada se me clava hasta el alma y me hago pequeñito en mi sitio.

Y esto era solo el principio. 



Dejo caer el par de libros y el montón de apuntes apilados, sobre la mesa, causando un gran estruendo que reverbera por la biblioteca de la Facultad. Me derrumbo sobre la silla, golpeando mi cabeza contra la mesa.

—Tu padre me odia —sollozo teatralmente. Damien y Carl se carcajean—. ¡Eh! ¡No os riais de mí! —Miro a Carl arqueando una ceja—. Como vuelvas a hacerlo, te quedas una semana sin...

—¡Vale! —exclama Mickey, el amigo de Carl, y ahora también amigo nuestro, que había venido desde el centro de Georgia hasta Atlanta para estudiar la carrera de Criminología, tapándose los oídos—. ¡Bastante tengo con escucharos tres noches a la semana!

Denisse ríe con fuerza, levantando la cabeza de sus apuntes, para después quitarse las gafas y limpiarlas con un pequeño trapito, intentando no reírse demasiado de nosotros.

Resoplo y pongo los ojos en blanco.

—Bueno, una semana no, sería demasiado. —Carl ríe a carcajadas de nuevo y me mira con ojitos inocentes—. Pero dos días sí.

El hijo de Rick me mira con fingida ofensa.

—Eres un monstruo —sentencia, señalándome con su carpeta de apuntes de Criminología.

Porque esa era la carrera que Carl había elegido, puesto que quería ser policía como su padre (orgulloso como el que más con la elección de su hijo), pero quería tener toda la formación posible para poder ir escalando de rango con el tiempo. Y su Facultad estaba a tan solo una manzana de la nuestra, así que Mickey y él, que compartían piso de estudiantes junto a Denisse, se pasaban a menudo por aquí para estudiar en nuestra biblioteca con nosotros, alegando que allí solo había empollones llorando por la dificultad de su carrera. Dificultad que, con su impertinente inteligencia, ellos no veían demasiado.

Me enfurruño en el asiento, cruzándome de brazos, mientras Carl me consuela exageradamente, medio abrazado a mí.

—El monstruo es tu padre —gruño mirando a Damien, retomando mi frustración—. ¿Por qué narices me odia? ¡Soy un tío muy majo! ¡Mírame!

Damien ríe con fuerza y niega con la cabeza, pasando perezosamente las páginas del libro frente a él, queriendo prestarle atención sin mucho éxito.

—No te odia, solo... —Alza las cejas, intentando encontrar la palabra exacta—. Es muy exigente. Conmigo también lo es y soy su hijo. Es capaz de suspenderme y después preguntarme si querré repetir plato en la cena.

Intento no reírme.

—¿Y quieres?

Damien se encoge de hombros.

—Por supuesto, se le dan genial los espaguetis.

Río y niego con la cabeza, después retomo mi enfado y me hundo en el asiento, apoyando la cabeza en el respaldo y clavándome la barbilla en el pecho, en una postura no muy digna.

—Pues voy a ir a hablar con él, quiero que me revise la nota del trabajo, no la veo justa.

Damien vuelve a alzar las cejas y se rasca la cabeza con el lápiz.

—No es una buena idea, no le gustan los quejicas.

Abro los ojos de par en par, ofendido.

—¡No soy un quejica! —Carl me dedica una fugaz mirada incrédula y le pego un manotazo en el hombro—. ¡Es la única asignatura que me da problemas! ¡Solo quiero una explicación! Estuve todo el semestre con ese estúpido trabajo, durmiendo cuatro horas al día, investigando a la vez que trabajaba mientras un señor repelente me repetía una y otra vez que el surtidor cuatro no funciona ¡Pues váyase a otro surtidor, señor! ¡Tenemos cinco! ¡No se quede con el que no funciona! ¡Avance y siga con su vida! ¡Yo tengo que investigar sobre anomalías en un corazón humano! —Miro a Carl bruscamente—. ¿Sabes lo que es la atresia pulmonar con comunicación interventricular, Carl? ¡Porque yo ahora sí y el señor del surtidor cuatro no quería que lo supiera!

Los ojos de Carl están abiertos como platos. Muerde sus labios para no largarse a reír en mi cara, con tanta fuerza que temo que se haga daño. Entierro la cara en mis manos, suspirando profundamente.

—Nadie me quiere —farfullo—. El mundo me odia... El profesor Smith me odia... El señor del surtidor cuatro me odia...

Carl me frota la espalda con cariño, ahora sí, riéndose descaradamente junto al resto de mis amigos, y deja un beso en mi hombro.

—Si te sentirás mejor, ve a hablar con él —dice, apretando mi hombro cariñosamente.

Alzo la vista.

—Tú también crees que no es una buena idea que lo haga, ¿verdad?

—Efectivamente —afirma asintiendo, haciéndome reír.

Me levanto de la silla, arrastrándola escandalosamente, ganándome malas miradas del resto de compañeros por ello.

—Me da igual lo que digáis —aseguro con firmeza, alisando mi sudadera gris—. Pienso hacerle reconocer que está equivocado conmigo.

—Eso no va a salir bien en absoluto —comenta Damien sin levantar la vista de su libro.

—¡Me da igual lo que creáis! —respondo mientras camino hacia la salida con mi trabajo en la mano, alzándolo de forma victoriosa.

—Vas a fastidiarla —añade Denisse a mis espaldas.

—¡No os oigo!

—¡Yo confío en ti! —grita Mike, ahuecando las manos alrededor de su boca.

—¡Gracias, Mickey! ¡Tú sí que eres un buen amigo!

Y con esas palabras, salgo de la biblioteca, caminando a paso decidido hasta el despacho del profesor Smith. 



Golpeo la puerta de robusta madera suavemente con mis nudillos. Cuando oigo la voz del profesor indicándome que pase, la abro con delicadeza y asomo mi cabeza tras ella.

Todo alarde de valentía se ha ido por el retrete ahora que estoy frente a él.

El profesor Smith me observa de arriba abajo por encima de sus gafas de lectura, para después seguir corrigiendo exámenes con su boli rojo de la muerte con el que te arruina la vida.

—¿Y bien? —dice sin tan siquiera mirarme.

Mis dedos se aferran patéticamente al trabajo, retorciéndolo sin querer.

Toda la vida peleando contra tíos más grandes que yo y ahora me echo a temblar frente a un profesor de universidad.

Carraspeo.

—Eh... quería hablar con usted sobre la nota de mi trabajo. —Negan alza la vista con sorpresa y entonces me mira—. No me... no me parece justa.

—Recuerdo su trabajo perfectamente, señor Dixon. A mí me pareció bastante generoso por mi parte tener el detalle de aprobarle —comenta, dejando el boli sobre la mesa, aniquilándome con su mirada.

Trago saliva.

—No fue un detalle, yo lo logré esforzándome —corrijo indignado.

El profesor Smith suspira.

—Pues si quiere más nota, la próxima vez esfuércese más —espeta sin más, volviendo la vista a los exámenes—. Su trabajo es mediocre, señor Dixon. Estudie más y mejor, y quizá, con algo de suerte, logre aprobar la carrera con un suficiente justito.

Eres un puto inútil que no vale para nada.

Cierro los ojos con fuerza unos segundos ante ese pensamiento repentino que entra en mi mente a la velocidad de una bala.

Y haciendo prácticamente el mismo daño.

Aprieto la mandíbula, incrédulo, y casi arrugo el trabajo en mis manos.

—Lo hice, me esforcé más de lo que me he esforzado por algo en toda mi vida —replico mirándole fijamente. Este se quita sus gafas, dejándola sobre la mesa, prestándome atención—. He invertido meses en este proyecto y he creído en él como el que más. He investigado y presentado estudios de los que ni siquiera hemos hablado todavía. He defendido mis investigaciones hasta la última coma, aplicando dichos estudios en el supuesto problema que me dio para resolver y usted mejor que nadie sabe, que funcionaría perfectamente. Que, si este caso fuera el de un paciente real, le habría salvado la vida con estudios todavía en una fase primaria y temprana de desarrollo. Pero yo lo hice, me atreví, y si mis investigaciones eran correctas, que lo son, resolví el problema. —Dejo el trabajo sobre la mesa, de malas formas—. ¿Dónde mierda está la mediocridad en eso?

El silencio se hace en el despacho.

Y entonces me doy cuenta de lo muchísimo que acabo de fastidiarla.

Porque acabo de hablarle de una forma horrible a un superior, que puede echarme de la universidad solo con chasquear los dedos.

Trago saliva y aprieto los puños de nuevo, intentando ocultar el temblor en mis manos.

El profesor Smith no ha dejado de mirarme ante toda esa diarrea verbal que le acabo de soltar, con un brillo en la mirada que no logro identificar. Deja el boli sobre la mesa y entrelaza los dedos de ambas manos entre sí, apoyándolas en la superficie de madera cubierta de exámenes por corregir.

Va a matarme, debería haber mantenido cerrada mi estúpida bocaza.

—¿Por qué está estudiando esta carrera, señor Dixon?

Esa pregunta me desconcierta de tal forma que me siento desorientado.

Parpadeo y frunzo el ceño.

—¿Perdón?

Negan sonríe.

Y lo hace de tal forma, que no sé si está tranquilo o desea reventarme la cabeza con un bate de béisbol.

—¿Por qué eligió la carrera de Medicina? ¿Qué le trajo hasta aquí?

Trago saliva.

—Ah...

—Así que no tiene ni idea —comenta sonriente.

Dios, como le borraría esa estúpida sonrisa de un puñetazo.

Tenso la mandíbula.

—Llevo curando mis propias heridas desde que era un crío. —Esas palabras han salido de mi boca sin una orden expresa para ello. El profesor Smith me observa con ligero asombro. Y sé que ya no puedo arrepentirme de lo que he dicho. Muerdo mis labios y agacho momentáneamente la cabeza—. Y a mis hermanos mayores también. Y... eso... cuando lo hacía... sentía que era mi forma de estar salvándoles. De salvarles cómo podía. De salvarles de igual forma que ellos me salvaban a mí, pero a mi manera. —Carraspeo y le miro—. Y siempre me he preguntado si habrá por ahí más gente que necesite ser salvada de la misma forma. Personas que hayan perdido la esperanza ante sus heridas o enfermedades, porque no saben cómo curarlas. Porque necesitan que alguien lo haga. Que alguien les diga que están en buenas manos, que van a encargarse de su problema y que harán todo lo posible para salvarles. Que alguien les devuelva ese brillo en la mirada, esa sensación que se tiene... cuando recuperas la esperanza de que todo saldrá bien, que irá a mejor. —Inhalo y exhalo, alzando el mentón con algo de superioridad—. Yo quiero ser ese alguien.

Negan asiente, y francamente no parece para nada sorprendido. Es casi como si esperara esa respuesta por mi parte. Como si siempre hubiera creído que mis razones y motivos eran honorables.

Y entonces me mira fijamente, sin parpadear.

—Pienso presionarle hasta que desee, imagine y contemple seriamente la idea de abandonar la carrera.

Abro los ojos de par en par e, instintivamente, doy un paso atrás.

—¿Qué...? —susurro perplejo—. ¿Por qué?

Y entonces me dedica una honesta y orgullosa sonrisa.

—Porque tiene usted una mente brillante, señor Dixon —sentencia, dejándome completamente estático—. Y pienso llevarle hasta puntos inimaginables para que me demuestre, una y otra vez, que no estoy equivocado en mis suposiciones de que llegará tan lejos como quiera llegar.

Casi me atraganto al tragar saliva.

—Va... vale —murmuro sin saber muy bien qué debo decir.

Me doy la vuelta hacia la puerta, intentando no caerme de bruces en el proceso.

—Y... ¿señor Dixon?

Me giro hacia él una última vez.

—Rehaga el trabajo, aplicando también la última cardiopatía que impartimos en la clase anterior —responde sin más, señalando el trabajo para que lo recoja de su mesa.

Abro la boca, sorprendido.

—Eso implicará rehacerlo de cero, muchos de los estudios que apliqué no servirán. —Negan se encoge de hombros con una sonrisa que dice «ese no es mi problema»—. Me llevará al menos dos meses más.

Su sonrisa se ensancha.

—Le doy solo uno.

Abro la boca de nuevo con intención de replicar, pero su mirada me manda a callar. Resoplo y le dedico una mirada altiva.

—Lo tendrá —sentencio, recogiendo mi trabajo.

El profesor Smith sonríe con ligero orgullo.

—No esperaba menos.

Y, con sus palabras resonando en mi mente antes de marcharme del despacho, yo también lo hago. 



Muevo la pierna arriba y abajo con un rítmico nerviosismo, que además hace que me mordisquee el labio sin tan si quiera darme cuenta.

Joder, el tiempo había pasado deprisa.

Tanto, que ni siquiera lo había notado.

Había sido un orgullo presenciar a Carl graduarse, en un gran día de celebración para él y para todos nosotros. Hasta mis hermanos me habían acompañado a verle, todos sentados en la misma hilera de sillas, con ellos a un lado y una adolescente Judith a mi derecha. A su lado, Rick resoplaba nervioso mientras Michonne trataba de calmarle y esta, presa de sus propios nervios a su vez, se acariciaba su ya algo abultado vientre por el avanzado embarazo.

Qué curiosa es la vida con sus multitudinarias y extrañas vueltas.

Esas, en las que Rick y Michonne habían acabado juntos tras separarse el hombre de Lori. Porque a veces el amor se acaba, o eso dicen, pero yo no lo creo así. Yo creo que se transforma, que deja de ser intenso y se convierte en un cariño y aprecio diferente al que antes tenías. Y algo así había sucedido con Rick y Lori, o eso me había dicho Carl años atrás, puesto que él aseguraba que algo así terminaría por suceder.

El caso es que se había graduado, y Lori y Shane habían aparecido por allí para desgracia de casi todos. Estuve a punto de ser yo el que casi tiene que contener a Rick ese día, pero no porque le hiera ver a su mujer con ese hombre, al fin y al cabo, fue su decisión, sino porque Rick había pasado a odiar a Shane con fervor con el paso de los años. Poco tiempo después de que Carl y yo empezáramos nuestras respectivas carreras, Rick echó a Shane del cuerpo de policía del condado, pues varios detenidos le denunciaron por malos tratos y al final se hizo justicia. Porque Rick estaba muy concienciado en empezar a hacer las cosas bien por todas las personas de su pueblo. Es por eso que empezó a patrullar más a menudo mis suburbios y a visitar con frecuencia el gimnasio de Michonne, donde esta le mostraba alternativas para disminuir la delincuencia juvenil, aunque esto puede que fuera una excusa para pasar más tiempo con ella. Sea como fuere, el tiempo y el cariño les unió, y Rick comenzó a preocuparse más por los chicos que allí iban.

El condado de King era un lugar algo más limpio al fin, sobre todo el cuerpo de policía.

Y ahora, después de casi cinco años, era inevitable que me sintiera nervioso.

—Y por último... —La voz de la directora de la Facultad de Medicina se cuela en mi mente, despertándome de mi letargo, reverberando por los altavoces laterales del escenario en el que está subida, hablando a través del micrófono en el atril. Alzo la cabeza bruscamente—. Nuestro alumno, graduado con honores y el primero de su promoción... El señor Áyax William Dixon.

Mis compañeros estallan en vítores y aplausos.

Y yo tiemblo en mi sitio.

Pero Damien me da un codazo para que espabile y me pongo en pie de un salto. Inhalo y exhalo con profundidad y aliso la americana de mi traje de satén negro, que Carl me había obligado a comprar. Echo a andar, abrochando el botón de la chaqueta, y subo los escalones hasta el escenario. Los profesores me dan un alegre apretón de manos, uno a uno, incluida la directora, pero me detengo en Negan unos segundos.

Este sonríe ampliamente, estrechando mi mano con fuerza y firmeza, enérgico y alegre de vernos a su hijo y a mí consiguiendo lo que tanto ansiábamos.

—Lo sabía, Áyax. Siempre supe que lo lograrías —dice, haciéndose oír entre los aplausos—. Ha sido un placer acompañarte en el camino todo este tiempo, y verte crecer como hombre y como futuro médico.

Sonrío con ganas y parpadeo para que se esfumen las lágrimas.

—Gracias, profesor Smith... de... de verdad —murmuro casi sin voz—. Sin usted no habría sido posible.

Este palmea mi espalda con cariño y me entrega el diploma, que no puedo dejar de mirar con asombro, sosteniéndolo con temblor. La directora se hace a un lado y me señala el atril.

Balbuceo y trago saliva, dando un par de pasos hasta colocarme frente a él.

El silencio se hace por los jardines de la Facultad, donde se celebraba el acto. Mis ojos se pasean por el bonito atardecer que se cierne sobre nuestras cabezas, así como por todos aquellos alumnos y compañeros que han sido parte de este camino. Y, principalmente, por mi familia, sentada en la grada con el resto de familiares.

Me enfoco en Michonne, en Carl, en Judith, en Rick, en Daryl y en Merle.

Sonrío.

—Mierda, se me da fatal hablar en público —murmuro, haciéndoles reír. Muerdo mis labios y les miro a todos—. Veréis antes de... todo esto... yo estaba perdido —confieso—. Vivía cada día sin saber qué sería de mí al día siguiente. Como muchos sabréis, yo provengo de los barrios más humildes de este condado, y llegar hasta aquí ha sido un camino de rosas. Y no, no me he equivocado. Lo digo así porque las rosas, incluso en su aparente belleza, esconden las más dolorosas espinas...

Los ojos de Carl se clavan en los míos, intensos y penetrantes, atravesando mi alma. Su sonrisa se ensancha al verme aquí subido y yo no puedo evitar que me contagie ese orgullo.

—Y si en algo soy experto, es en clavarme todas las espinas posibles —digo, y mis compañeros ríen—. He cometido muchos errores, pero... ¿sabéis qué? Los volvería a cometer, todos y cada uno de ellos, una y otra vez. Porque así es como aprendemos, porque no hay otra forma, porque te caes constantemente y la fastidias mil veces, hasta que alguien viene a ti una madrugada, te invita a tomar un sándwich y un batido, y te dice que, a pesar de lo que el mundo parece opinar, él cree en ti.

Rick alza la cabeza bruscamente hacia mí y yo sonrío. Una lágrima se escapa y desciende por mi mejilla, hasta que la limpio con rapidez.

—Que... de todas las personas en el mundo, y estando lo roto o rota que puedas estar... es esa persona la que cree en ti —sentencio con fervor—. Y es ahí cuando te das cuenta... que, si alguien que apenas te conoce, puede ver lo bueno que hay en tu interior... ¿cómo no lo vas a ver tú también? ¿Cómo vas a hacer caso a lo que puedan decir si hay alguien que cree que realmente puedes con todo? —Algunos compañeros gritan en señal afirmativa—. Así que, mi consejo... ahora que esta etapa termina, ahora que empezamos algo diferente con un nuevo aprendizaje a nuestras espaldas... es que os equivoquéis de nuevo, que os equivoquéis y creáis en vosotros y en todos esos errores que estáis cometiendo, porque de ahí saldrá algo bueno. Porque incluso cuando creas que las cosas no mejorarán, siempre lo hacen, siempre mejoran. Y de eso que ahora te parezca un error, nacerá una nueva oportunidad, estoy seguro. Porque si yo lo he logrado y soy medio idiota... —Mis compañeros y yo reímos—. Contra qué no podréis vosotros.

Se ponen en pie aplaudiendo mi discurso, silbando hacia mí y riendo felices.

—¡Y ahora a emborracharse, cabrones, que es nuestro día! —grito hacia el micrófono alzando el diploma antes de irme.

Veo como Daryl y Rick estampan una mano en sus respectivos rostros, negando con la cabeza prácticamente a la vez.

Bajo los escalones a toda prisa y me uno a Damien y Denisse, saltando de alegría como si fuéramos simios con severos problemas mentales, y después voy corriendo a las gradas, pues todos los familiares están ya empezando a levantarse, hasta estamparme en los brazos de Carl.

Que tiene que mantenerse firme como un roble porque casi se cae de espaldas por mi culpa.

Me separo de Carl y varios brazos me hacen preso de su agarre, que pronto interpreto que son Daryl y Merle.

—Daryl... ¿estás llorando? —pregunto sorprendido.

Este niega categóricamente mientras se frota los ojos.

—No, es que se me ha metido grasa de la moto en el ojo —solloza.

Alzo las cejas. Y entonces me estrangula contra él en un abrazo acaparador mientras que repite muy seguido y casi sin respirar «que orgulloso estoy de ti» una y otra vez.

—¡Basta ya, Mamá Gallina! ¡Que asfixias a tu polluelo! —exclama Merle intentando abrazarme también.

—¡Qué te jodan, Merle! ¡Déjame!

—¡Qué te jodan a ti!

—¡No, a ti!

Miro a Carl cuando casi se me salen los ojos por la asfixia.

—Socorro —susurro pidiendo auxilio.

Entonces Rick me ayuda a salir del abrazo mortífero y palmea mi espalda con orgullo, dándome un agradable abrazo que no me rompe tres costillas a diferencia de los brutos de mis hermanos.

—Sí que te sirvió aquella conversación, ¿no? —comenta a modo de broma.

Me encojo de hombros.

—No te creas, solo la recuerdo porque el sándwich estaba muy bueno —respondo.

Y ambos reímos alegres.

Michonne me dedica unas bonitas palabras mientras me da un abrazo, al igual que hace Judith con sincero cariño. Y decidimos marcharnos a todos juntos a nuestra casa, pues Daryl y Merle aseguran haber encargado suficientes pizzas a domicilio para todos nosotros, en mi antiguo trabajo.

Carl y yo nos despedimos de Damien y Denisse, asegurándoles que nos reuniremos con ellos después de cenar para salir a celebrarlo todos juntos.

Y es en esa cena, tras comentar que empezaré a realizar las prácticas en el Centro de Salud de King ubicado en nuestros suburbios, ayudando a las gentes de aquí, aunque por mi nota podía permitirme elegir el mejor hospital de Atlanta, cuando me doy cuenta de todo lo que he conseguido hasta ahora. Cuando veo como Rick y Daryl se enfrascan en una conversación, cuando veo como Merle y Judith se lanzan bordes de pizza entre risas y bromas, cuando veo como Carl le dice a Michonne que, ahora que nos vamos a ir a vivir los dos juntos, la mujer puede aprovechar su antiguo cuarto para el futuro bebé.

Está en cada palabra, en cada conversación, en cada sonrisa, en cada mirada brillante.

Está en todos ellos.

Es ahí, en ese exacto momento, cuando comprendo que, ni por todo el oro del mundo, me arrepentiría de mis errores.

Porque no querría estar en ningún otro lugar, que no sea donde estoy ahora. 

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