Capítulo 8
AVISO*-> contenido +18 (agresión, violencia, hechos reales)
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Desde la última contemplación del río Este sentía que las agujas del reloj se habían encasquillado en una hora fija. Tras la entrevista con la preciosa psicóloga y de que mi actividad cerebral fuera examinada por una variedad sofisticada de aparatos mientras observaba una serie de imágenes, volví a verme las caras con el agente Anderson. Con un gesto de los dedos, me ordenó que lo siguiera hasta una habitación idéntica a la anterior.
En el centro de una mesa larga e igual de insípida que el resto de mobiliario había un hombre con unos documentos, una grabadora de mano y un equipo de registro. Anderson cerró la puerta y me invitó a sentarme.
Noté que me miraba de un modo distinto. Había estado tras el espejo unidireccional escuchando mi historia, y, por las rugosidades que cercaban sus ojos, parecía debatirse entre la lástima y el escepticismo.
—Va a escuchar una grabación —habló al tiempo que su compañero conectaba unos auriculares al dispositivo de audio. A continuación, me ajustó unos sensores para monitorizar mi tasa cardiaca, mi respiración y, al extender la palma de la mano para colocarme electrodos en dos dedos, la actividad de mi piel—. Dura aproximadamente quince minutos.
—¿Qué tengo que hacer?
—Nada, solo escuchar.
Cogí los auriculares con el presentimiento de que la segunda prueba a la que me enfrentaban era primordial.
—Adelante —avisó al agente uniformado. Pulsó un botón, arregló las hojas donde puntualizaría mi conducta y se sumó a la observación.
El ruido sordo de la cinta me taladró los oídos. Luego aprecié unas risas. Los murmullos se convirtieron en voces confusas. Distinguí a dos hombres y a una mujer. La agudeza de su timbre me dio a entender que no superaba la mayoría de edad. Poco a poco, fui percibiendo unas palabras.
Mantuve la vista en la mesa, sin pestañear, escuchando la crueldad más intolerable hacerse un hueco en mi mente. Lo que me estaban obligando a oír era la muerte de una mujer a manos de sus dos asesinos. Quince minutos de agonía que parecían días.
Las súplicas, el dolor y el miedo empañaban la voz de la chica. Jamás saldrán de mi cabeza. El mal tiene muchas caras, y en esa cinta creí estar oyendo a lo más detestable que había salido de las entrañas del infierno.
Morir era lo mejor que podía haberle pasado. Si hubiera sobrevivido, nadie habría logrado que se deshiciera de las evocaciones de aquel trauma. Los vería en sus pesadillas. El olor a sangre y sudor de las manos que la humillaron la embriagaría como una colonia pestilente. Se estremecería ante cualquier hombre que quisiera tocarla. Cerrar los ojos y olvidar lo sucedido sería, prácticamente, una tomadura de pelo. El destrozo en su cuerpo le recordaría el horror de esa noche. Estaría viva, pero desearía morir cada día.
Deposité los auriculares en la mesa al finalizar la grabación. Los dos agentes me miraban sin hablar. Ambos habían realizado la misma prueba que yo en sus inicios en el cuerpo, pero seguía afectándoles. Anderson se cuidaba de romper su formalidad protocolaria. Su compañero lo imitaba, componiendo sus labios una línea recta inescrutable.
—No se ha inmutado —dijo Anderson desde su lado de la mesa como si, de golpe, un muro invisible nos separara. El otro agente asintió al observar los parámetros obtenidos con todo el aparataje que me habían puesto.
—No sabía que debía hacerlo.
—Lo que ha escuchado es la grabación de la muerte de una adolescente realizada por los hombres que la asesinaron en 1979 —explicó—. Esa misma cinta ha avivado reacciones de todo tipo en los individuos que han tenido la mala suerte de escucharla. Algunos abandonaban la sala a mitad de grabación porque no podían soportarlo. Otros vomitaban. Una parte quería saltar por encima de la mesa y golpear a quienes los estaban forzando a oírlo. El detective que llevó el caso terminó suicidándose. Pero usted nada, ni un gesto o aspaviento. Nada.
—Entiendo lo que esa chica tuvo que sufrir.
—Lo entiende, pero no le perturba. —Se pasó la mano por la barbilla y exhaló con rudeza—. La asesinaron brutalmente. ¿Quiere que sea más explícito?
La inflexión de su voz creció a medida que relataba los destrozos que esos hombres habían hecho al cuerpo de aquella joven y lo que le habían forzado a practicarles.
—Qué quiere que le responda.
Mi contestación cortó al agente Anderson. Lo vi en su cara. No había encajado bien la pasividad que demostraba hacia la salvajada que había escuchado. Pero hizo lo que se esperaba de alguien como él: controló sus impulsos. En eso nos parecíamos.
Anderson giró la cabeza e hizo una seña a su compañero.
—Ha pasado la prueba. Llévalo a la siguiente.
Y salió de la habitación. Comprendía su animadversión. El problema era que él no estaba dispuesto a aceptar al tipo de personas que le habían ordenado reclutar.
¿Qué esperaba de mí? La parte racional de mi cerebro reconocía la perversidad de los hechos, pero mi carencia emocional imposibilitaba que mi expresión se descompusiera lo más mínimo.
—¿He dicho algo inoportuno?
—Más bien qué es lo que no ha dicho —me corrigió el agente que había grabado la sesión mientras me quitaba los electrodos—. Todos los que han oído esta grabación, como ya sabe, han salido de aquí aguantando el impulso de echarse a llorar. Más de uno ha golpeado la mesa hasta herirse los nudillos. Cada uno calma la furia a su manera. Que usted no muestre nada, como si no acabara de oír la agonía de un ser humano, es lo que altera los nervios del agente Anderson. Odia a los hombres de su calaña.
—No tengo culpa de ser así.
—Puede que no —accedió, dudoso—, pero eso a él no le importa.
La incapacidad de un hombre experimentado como Anderson para camuflar su punto débil en un entorno donde prevalece la objetividad me dio que pensar.
—¿Qué le ocurrió? —quise saber.
—La camaradería ha terminado —espetó con cierta mofa. Me abrió la puerta—. Por aquí.
Emprendimos un paseo entre corredores. Sumido en mis pensamientos, en el resquicio de una de las puertas que conectaba con el exterior distinguí de refilón a Anderson. Fumaba sin prestar mucha atención al cigarro que colgaba de sus labios. Tenía la mente en otra parte. Su rostro expulsaba aflicción, al igual que su postura encorvada y el repiqueteo constante de los dedos contra su antebrazo.
La voz del agente ordenándome que no me retrasara hizo que girara los ojos y recayera en mí. Se deshizo del cigarro pisándolo en el suelo. Me adelantó y se puso en cabeza de fila durante el minuto que duró aquella incursión entre pasillos.
—Puede marcharse, agente —informó a su compañero, que asintió y se perdió en una de las salas contiguas—. Pase —me dijo—. Después de esto, podrá descansar.
—No soy de su agrado —declaré de repente sin moverme del sitio.
Me salió sin más. Atrancado en un síndrome de Estocolmo involuntario, con Anderson en la figura del secuestrador con el que desarrollar una relación de complicidad, parecía la opción más acertada.
—¿Tendría que ser de otro modo? —arguyó.
—Mi reacción no fue la que deseaba.
—Al contrario —esbozó una sonrisa glacial—, era la adecuada. Usted es perfecto para esto. En fin —suspiró—, lo ideal para un trabajo como este es que no padezca ni sienta. Se ahorra el esfuerzo que nosotros gastamos en contener las ganas de apretar el gatillo.
—La piedad tiene un límite —atestigüé a su favor.
Anderson vaciló.
—Cuando reconduces esa piedad hacia ti mismo, a veces no encuentras justificaciones suficientes para no hacerlo.
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