Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 6

¿Es así como un hombre termina siendo un arma prescindible?

El FBI me veía como un psicópata incompleto. Un conjunto de rasgos perturbadores y despiadados que, para disgusto de analistas de conducta y criminólogos aficionados a lo macabro, solo un porcentaje ínfimo de población posee en su totalidad. El doctor Bertrand no erraba en su diagnóstico; saltando las aguas de un trastorno disocial no especificado, había caído en el fango de una psicopatía escasamente desarrollada.

Pero eso era lo que la agencia aspiraba localizar, psicópatas que tuvieran suspendido el morbo por lo sangriento. Espectadores de la barbarie que les pinta una sonrisa, pero sin capacidad para entrar en acción. Humanos detestables, integrados en la sociedad, cuyo principal síntoma patológico es el narcisismo del psicópata criminal, aderezado con algún rasgo antisocial limitado.

Estaba envuelto en una estratagema perfectamente maquinada. Joder, era el puto FBI, ¿cómo si no? Tres de sus agentes más reconocidos habían elaborado el modelo de perfilación criminal que venían usando desde los setenta. Aquellos de ferocidad extrema, con ese reflejo sádico en un semblante inalterable, eran la muestra selecta a la que esos tres hombres tenían acceso.

Que me equipararan con la frialdad estremecedora de asesinos como Kemper, Pierce o Bundy era ciertamente desconcertante. Supongo que, en el estudio clandestino al que los individuos como yo fuimos sometidos, llegaron a una conclusión: existía una alta probabilidad de que, en base a nuestro perfil, nuestra pulsión interna escalara hasta transformarnos en monstruos idénticos a los que se morían de asco en cárceles de alta seguridad.

¿Cómo controlar a esos factores de riesgo desperdigados por todo el estado que se servían del dolor ajeno para satisfacer su oscuridad interior?

Sospecho que el modo de gestionar la amenaza recibió un voto casi unánime: nos acogerían en el seno de una organización que ya había dispuesto nuestro futuro. Si íbamos a morir, qué mejor que en honor a la patria a la que no merecíamos pertenecer.

Nos usarían como carne fresca, una solución al problema crucial que había propiciado ese fichaje singular. Los trabajos que arriesgaban el bienestar mental de los agentes que estaban a días de volarse la sien los efectuaríamos esa fracción de población tan inusual.

Personalmente, jamás me había planteado experimentar lo que esa carencia afectiva propiciaba en terceros. Mi búsqueda era bien distinta. Estaba centrada en mí. El estallido emocional que origina la certeza de la muerte activaba un resorte interno, una chispa de... ¿vida? En el sentido meramente fisiológico de la palabra. Pero eso demostraba, a fin de cuentas, que yo era un ser humano. Defectuoso, pero humano.

—¿Así se define a sí mismo? —interpeló Anderson, posicionándose hacia mí.

—Hasta hoy pensaba que era tan normal como cualquier hombre de ahí fuera. Bueno —reí—, casi normal.

—Seré sincero con usted: sus evaluaciones no concuerdan necesariamente con esa denominación.

Meneé la cabeza. Anderson y su unidad habían estudiado en profundidad los archivos que narraban mi historia, excepto los que yo guardaba bajo hierros y candados. Y era esa información la que estaban dispuestos a sonsacarme.

—Una pregunta, agente Anderson —me centré en mirarle a los ojos y advertí que nada de mí le resultaba amenazante—, ¿soy su análisis de caso?

—El más interesante. —Anderson se acodó en la ventanilla e inspiró, pensativo—. Pero no el único. He observado que las revisiones psiquiátricas a las que fue sometido a lo largo de su infancia y adolescencia no delimitaron ningún trastorno específico. Ciertos rasgos de personalidad disfuncional, pero poco más. Los fármacos pautados —hizo énfasis en ese hecho para que tomara conciencia de que esa parte de mi vida también les pertenecía— fueron cuestión decisiva en su recuperación.

—¿Eso es todo?

—Le retiraron gradualmente la medicación —prosiguió— porque sus efectos habían sido, como a los psiquiatras les gusta decir, terapéuticos. Su diagnóstico mantuvo el no especificado como muletilla. No hubo progreso en el número de criterios que lo incluyera en algún trastorno de personalidad. Oliver Lauder seguía siendo un niño poco comunicativo, tendente al aislamiento social, pero sin perturbaciones que requirieran dosis más potentes. Y a partir de la mayoría de edad, nada. —Chasqueó los dedos, aumentando el dramatismo de aquella ausencia de datos—. Ni más psicólogos ni psiquiatras ni drogas. Permaneció en ese personaje manso y encantador, como si no existiera un escalón más en la evolución de Oliver Lauder.

—Supe reaccionar a lo que se esperaba de mí.

—Supo camuflarse —me corrigió—. Sabía el Oliver Lauder que la sociedad no tacharía de lunático, y se hizo pasar por él. Pero eso es todo. Es un disfraz que ha ido adecuando con los años. Hasta ahora.

—¿Entonces?

—¿Entonces? —repitió con cierta sorna—. Como ha demostrado su perfil, usted posee ciertas características afines a la descripción cualitativa del término psicópata. De todas ellas, la más fascinante es su falta de compasión por el prójimo. ¿Alguna vez ha escuchado hablar de ella? Resulta necesaria en una mierda de mundo como este. Usted carece de compasión, incluso disfruta de ese defecto, y eso lo convierte en un elemento crítico a contener por las fuerzas de la ley. Sin embargo, a la pregunta: ¿es usted un psicópata? Tengo suficiente experiencia de campo para afirmar que podría serlo, pero lo dudo.

La opinión del agente Anderson me descolocó. Los años en terapia y la búsqueda particular de mi ser concluían en esa etiqueta. Había aceptado a la insensibilidad como una amiga, le había estrechado la mano, la había controlado. Y ahora ese hombre ponía en tela de juicio mi reconocimiento interior.

—No es eso lo que me dijo hace unas horas.

—Todos aquí trabajamos para un superior, Oliver —se justificó—. Lo que opine un mandado como yo no es más que pura especulación, aunque yo pierda semanas tratando con chusma como usted y os conozca como si fuerais de mi propia familia. La burocracia es lo que tiene. —Su voz destilaba un ápice de resentimiento—. Pero he detenido, evaluado y entrevistado a decenas de hombres con las peculiaridades que entraña la psicopatía. Todos ellos con la misma frialdad inscrita en los ojos, la misma soberbia ante los hechos que señalaban su culpabilidad. Ni un estremecimiento, ni siquiera un amago de pánico. ¿Y sabe qué? —se giró hacia mí—, usted no me recuerda a ninguno. Tiene algo que lo hace diferente.

—No he matado a nadie —entoné con socarronería, y me dio la impresión, por los labios entreabiertos del agente Anderson, que agradecía que no estuviera a la defensiva.

—Si hubiera matado a alguien no estaríamos teniendo esta conversación. Es más que eso. Con ese fetichismo disfuncional perseguía algo en concreto.

—¿Y no es esa motivación común en el dictamen que me ha librado de la cárcel?

El sonido de una llamada entrante captó su atención. Descolgó el teléfono y se enfrascó en una conversación susurrada contra la ventanilla, ignorando que yo le contemplaba. Ese hombre se había tomado como trabajo personal el estudiar mis antecedentes, pero su afán iba más allá de la recolección de datos. Se había dado de bruces contra un muro, y no iba a parar de agujerearlo hasta hallar un acceso. Una pérdida de tiempo, como para tantos otros profesionales a los que había mirado a los ojos y que no habían logrado encontrar la grieta que revelara ese algo de mí que ansiaban conocer.

—Su vida como Oliver Lauder ha terminado —dijo Anderson nada más colgar—. Por ahora. Usted es uno más de la lista de aspirantes. Todavía tiene que superar una serie de pruebas que evaluarán si es óptimo o no.

—¿Y si no lo fuera? —inquirí. Mi futuro pintaba muy muy negro.

—Lástima —alargó la respuesta acomodándose en el asiento—. Si la evaluación es satisfactoria, recuperará su identidad. Volverá a su vida como fotógrafo, residirá en su ático, retomará las amistades que tenga en la ciudad. Seguirá siendo un Lauder. Y mientras despliega el espectáculo de su retorno a Nueva York, trabajará para nosotros.

Lo que quedaba de trayecto nos mantuvimos en silencio. El todoterreno rodeó uno de los aeropuertos de Nueva York. Bajamos en una zona casi a oscuras de la gran explanada de aterrizaje. El agente Anderson y el copiloto me escoltaron hacia un reactor.

Dos horas después, las luces desplegaban puntos brillantes en la inmensidad de Washington. Pude entrever el enorme obelisco de la planicie nacional y el techo del Partenón que conmemora a Lincoln. Y aunque quedaba fuera del alcance de mi visión, la sensación de estar sobrevolando la presidencia de los Estados Unidos consiguió imponerme cierto respeto.

Aterrizamos en el aeropuerto Ronald Reagan, donde aguardaba nuestra llegada un segundo todoterreno con otro guardia trajeado al volante. Notaba la presencia intimidatoria de aquellas figuran que hostigaban mis costados. Flaqueara o no, ya no podía echarme atrás.

Tras un viaje de cuarenta y cinco minutos, con el derecho que le permitía al agente al volante a adelantar a quien le estorbara y sobrepasar el límite de velocidad, estacionamos en las inmediaciones de unos grandes edificios. Si no los enfrentabas por voluntad propia, aquella localización sobrecogía de narices.

Frente a mí se alzaba la base del Cuerpo de Marines de Quantico, la academia de entrenamiento de los agentes del FBI. Me fue imposible tragar. En mi cerebro reinaba la confusión. No estaba del todo seguro de que el trato que había aceptado tuviera algo de real. Mi mente elaboraba una realidad alternativa en la que aquellos agentes del Departamento de Justicia se habían esmerado en ejecutar una actuación plausible. Todo ello para trasladarme hasta aquel enclave alejado de la civilización con un objetivo más lógico. Lo que debía ser una evaluación de aptitud se transformaba en un interrogatorio militar, en un encierro en el subsuelo sin opción de ver la luz del día el resto de mi vida.

Me bajé del coche, vacilante, y observé el cartel de entrada. Allí estaban, las siglas de la agencia de investigación criminal y su emblema.

Por primera vez en mi vida contemplaba el distintivo que ahora me doblegaba.

—Por aquí.

El agente echó a andar a través del sendero de entrada. Noté la presencia de sus dos subalternos a mis espaldas, por lo que perseguí la figura ensombrecida de Anderson sin mediar palabra. Una abrumadora sensación de aislamiento engullía el estrecho tramo que me separaba de ellos, y supe que era intencionado. Querían que los nervios me carcomieran y me sobreviniera una crisis de ansiedad a las puertas de aquella imponente estructura. Que, en aquel efímero instante de lucidez, comprendiera que mi vida pertenecía a aquellos que habían decidido utilizarme como conejillo de indias.

Por la mirada inquisitiva de Anderson, entendí que el adiestramiento había dado comienzo.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro