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Capítulo 10

Aguantar durante meses a nueve réplicas tuyas consigue que los impulsos que creías tener controlados se filtren poco a poco hasta emerger a la superficie. Los ánimos tras horas de instrucción y entrenamientos físicos estaban por los suelos. Si no habíamos caído en la tentación de partirnos la cara los unos a los otros era a causa de los hombres que custodiaban nuestras espaldas. La mano sobre el arma y una ligera negativa de cabeza ponía término a cualquier disputa en un abrir y cerrar de ojos.

En el entorno de capacitación donde nos habían rebajado a un nivelinferior al de seres humanos conseguí mantener la cabeza fría gracias ni más ni menos que al agentede mirada impertérrita.

En un principio nuestras comunicaciones se reducían a órdenes y silencio. Lo tenía pegado a mi nuca durante el adiestramiento académico, horas y horas sentado frente a una concurrida variedad de oficiales que trataban de insertar en nuestras cabezas una razón por la que morir sin perder la sonrisa. Lo quisiéramos o no, ahora éramos miembros de la organización, y lo que los nuevos agentes absorbían con motivación propia nosotros teníamos que interiorizarlo sin un fallo donde reluciera un entusiasmo forzado.

Y si un balazo o un encierro en el más puro de los confinamientos humanos prohibía que nos desahogáramos, los agentes se liberaban de esa carga durante las formaciones en habilidades operativas. Se mantenían al margen cuando alguno se desfogaba con el compañero que le había tocado de pareja. Alguna que otra vez distinguí rápidos intercambios de manos entre el corrillo de oficiales. Era el modo de convertir horas de tediosa vigilancia en un juego entretenido; apostaban quién sería el siguiente en salir de allí con un hueso roto o un ojo morado.

Las sesiones de boxeo habían propiciado más de un pómulo inflamado y numerosos labios partidos. Pero eran los contactos cuerpo a cuerpo del krav magá lo que había reducido a dedos fracturados y esguinces en los ligamentos de rodilla las ansias de descargar la ira entre nosotros. Soportábamos el dolor sin un alto en el adiestramiento.

Todo hay que decirlo, ejecutar de manera óptima una técnica de desarme, inmovilizar a tu contrincante hundiendo los nudillos en sus costillas y realizar una maniobra perfecta con las esposas suscitaba un extraño sentimiento de satisfacción que hasta ahora me parecía ajeno. Y la sensación se intensificaba cuando aplastabas la cara del compañero contra el barro y escuchabas vítores a tus espaldas. Delineabas una sonrisa disimulada por los aullidos que brotaban de esas bocas al notar que algo en ellos se partía. Supongo que era excitante. Por un segundo, olvidabas que luego eras tú el que correría la misma suerte.

Los episodios de mayor tensión se desarrollaban en las instrucciones en armamento. Una vez iniciados en los fundamentos de puntería, habilidades de manejo y orientaciones sobre la diversidad de armas que asola este país, había que demostrar la competencia de los nuevos alumnos. El recelo de nuestros canguros era comprensible. ¿A quién no se le habría pasado por la cabeza que nos gustara probar puntería con ellos, tal y como nos habían enseñado? Pero también estábamos al tanto de que el cargador completo de las armas de los agentes restantes agujerearía a quien llevara a cabo ese sueño.

Fue en la extraña ciudad simulada de Hogan's Alley donde Anderson y yo entablamos algo similar a una cercanía. Hogan's Alley es un escenario de Hollywood a lo grande. Los agentes del FBI y de la DEA realizan en ese espacio ficticio los entrenamientos que nosotros fuimos obligados a practicar. En los simulacros de tiroteos los agentes con la función paternal de sobreprotegernos participaban ejecutando los roles de criminales que tan bien habríamos representado nosotros.

El realismo está muy logrado. Hematomas de un desagradable color violáceo se diseminaban por mi torso y alguna que otra sección de piel de las piernas. Tuve suerte de que ninguna bala de paintball me diera en la cara. David se pasó un largo mes quejándose del diente que había perdido cuando una bala le explotó en la boca. Le tenían ganas desde el día en que se creyó con derecho a hablar sin una orden que le concediera la palabra. No me extrañaría que el hombre que puntualizó nuestra sumisión a sus pies estuviera tras aquel espontáneo error de tiro.

No obstante, lo que me llevó a conocer más a fondo al hombre de ojos oscuros fueron las vigilancias estipuladas en solitario.

En la oscuridad de Hogan's Alley, agazapados contra la pared a la espera de movimiento al otro lado del cristal, observé con mayor detenimiento al hombre que se adueñó de mi hogar aquel día de primavera. En los meses de adiestramiento apenas nos habíamos dirigido unas palabras. Le di largas vueltas a la idea de que mi poco tacto en la escucha del asesinato de aquella adolescente hubiera tenido algo que ver. Pero mis compañeros habían expuesto una insensibilidad similar a la mía. Entonces, ¿por qué ese hombre parecía jodidamente afectado por mi reacción?

—Hace una noche tranquila —comenté.

El sonido de los grillos frotándose el ala izquierda contra el abdomen colmaba los alrededores.

Anderson me miró de soslayo.

—Estamos de vigilancia —dijo para que cerrara la boca y representara debidamente mi papel.

—Ahí afuera no hay nadie. —Recibí su completa atención—. Cuadrante superior izquierdo despejado. —Señalé el territorio usando la Glock cargada con bolas de goma—. Los ruidos de pasos de la sección inferior tienen una duración aproximada de diez segundos, y vuelven a repetirse a los dos minutos. Atienda. —Levanté la mano a modo de silencio—: Tres, dos, uno... —Y allí estaban, unas tenues pisadas que hacían crepitar ligeramente el suelo y que desaparecieron a los diez segundos—. Esos ruidos están sincronizados para que se entremezclen con los del cuadrante derecho. En ese bosque improvisado se perciben correteos de animales entre los árboles. Para ser más específico, de ardillas. Y en los flancos derecho e izquierdo de esta estructura hay un ruido reiterativo, una especie de cric, cric, como de una puerta de madera crujiendo, pero nada más —expuse mi lectura del perímetro—. No hay movimiento humano en el exterior. Ni pisadas de enemigos ni el eco de una corredera o del seguro, que en este silencio acojonante se escucharía de narices.

—Esa seguridad suya puede grabarle un orificio de entrada y salida en la frente.

—Mi seguridad se debe también a la ausencia de un punto rojo intermitente en la esquina superior derecha de esta habitación. —Anderson entrecerró los ojos, confundido—. La mirilla telescópica de uno de sus compañeros rebota siempre en el mismo punto de la pared. Como el zigzagueo de una mosca. Parece que no controla mucho su pulso. Una desventaja para él —me alcé de hombros—, pues revela su localización exacta. Bueno, eso si eres buen observador y has memorizado el mapa del pueblo. —Fue consciente de la prepotencia con la que comunicaba mi hallazgo. Su ceja enarcada agregaba dosis de aversión a su expresión—. Qué pasa, ¿es que hace mucho que no tienen una revisión médica oficial? ¿O suelen encubrirse los unos a los otros? Déjeme adivinar —moví la boca de un lado a otro—: ¿alcohol o una enfermedad neuromuscular?

Me observó con su porte implacable, pero no abrió la boca.

—Pero no es solo gracias al examen de las inmediaciones y de su equipo que puedo afirmar que somos las dos únicas personas en este pueblo fantasma. Hemos efectuado demasiadas vigilancias como para tener la certeza de que estoy en lo cierto. No sé si el resto de novatos se habrá fijado, pero, si le soy sincero, me da exactamente igual. Pueden quedarse en vela toda la noche, a mí eso no me concierne. —Silencio. Me daba pie a continuar—: Hay un orden preestablecido en los escenarios. Dos, tres, tres, dos —canturreé dando golpecitos con el dedo sobre mi rodilla—. ¿Entiende a dónde quiero llegar?

De repente, y para mi sorpresa, sus labios se entreabrieron. Rio. Ancló las manos a su regazo y negó varias veces.

—Se ha dado cuenta —murmuró.

—¿De que dos vigilancias no implican movimiento alguno en el exterior, y que en las tres subsiguientes estamos toda la jodida noche de edificio en edificio? —le mostré con un tono virulento que ensanchó sus comisuras—. Por supuesto que me he dado cuenta. Y esta noche es la segunda que voy a pasar sin nada que hacer mientras espero a que baje el telón.

—Tiene buen ojo —valoró Anderson. Se había despojado de la chaqueta para estar más cómodo—. Pero esto es un simulacro. No puedo hacer nada por alterarlo a su gusto. Ni quiero —aclaró—. Debe permanecer aquí hasta que suene la alarma que ponga fin al ejercicio. Si le parece bien o no, no es mi problema.

—¿Tiene familia?

—¿Ahora somos amigos?

—Intento limpiar la imagen que se ha creado mí.

—¿Acaso le importa lo que pueda pensar sobre usted?

Volví la cabeza hacia él y suspiré.

—Estoy harto de hablar conmigo mismo todos los días —expuse la extraña necesidad de conversar con un ser humano que no contuviera el adjetivo psicópata en su historial—. Usted ya lo sabe todo sobre mí. Soy yo quien no conoce al hombre que me acecha todos los días.

—Y seguirá siendo así.

—¿Me tiene miedo? —le planteé con una risita que pretendía derribar su estricta reserva—. ¿Teme que pueda poner en riesgo su vida cuando salga de aquí?

—Sé que no. No debe —dejó entrever mi segundo destino entre rejas—, y tampoco quiere.

—¿Tan seguro está de ello?

—Le he observado, Oliver. Largo y tendido. Podría decirse que lo conozco tanto como sus padres.

—Entonces su labor ha sido toda una pérdida de tiempo.

—¡Oh, es cierto! —se hizo el lamentado—. Sus padres ni siquiera se acuerdan de que usted existe. Cierto, cierto... —Chasqueó los dedos en el aire—. Digamos entonces que yo soy su nueva figura paterna. Lo conozco como si fuera mi propio hijo. Y sé que no llevaría a cabo ninguna acción que lo pusiera entre las cuerdas. Ni lo ha hecho antes ni lo hará ahora.

—Confía demasiado en mí.

—No me fío nada. Pero si tuviera que elegir a uno de ustedes para cubrir mis espaldas, me aseguraría de que fuera usted quien sostiene el arma.

—¿Y eso no nos hace compañeros de alguna forma?

—¿Qué quiere que le diga, Oliver? —inquirió, asomando cierto desasosiego en su voz—. ¿Que no estoy casado, que no tengo hijos y que vivo para mi trabajo?

—Me imaginaba una bonita casa en mitad del campo con una preciosa mujer preparando el desayuno y una manada de niños corriendo a su alrededor.

Su rostro se transformó a la velocidad de la luz. La musculatura facial se había paralizado en un rictus de dolor. Y no un dolor cualquiera. Un dolor que excede los umbrales de tolerancia biológicos. Avasallador. Intransigente. Destructivo. Toda patología física queda reducida a la mínima expresión en comparación con él. Temerlo es natural.

Los ojos de Anderson me atravesaban.

—Veo que es un tema peliagudo...

Rehuyó mi pregunta orientando la vista al frente. No hubo más intercambios de palabras aquella noche.

No fue hasta la primera guardia tranquila después de tres correteando de un recodo a otro del escenario que Anderson decidió alzar bandera blanca.

—No tengo hijos —dijo sin mirarme. Su iris enfocaba el cristal de la ventana con tal intensidad que creí estar viendo plasmados los pensamientos que revoloteaban por su cabeza. «¿He hecho bien revelando ese dato al hombre al que superviso?», se replantearía.

—Porque no quiere o porque no ha tenido ocasión.

—¿Qué más da?

Vio mi cara de interés proyectada en el ventanal. Se rascó la barbilla.

—¿Trabajo o falta de una mujer junto a la que despertar?

—¿Estamos es un interrogatorio o qué?

—Esto es un coñazo, Anderson. O habla conmigo o voy a quedarme dormido.

—Mi evaluación puede valerle muy caro —me amenazó.

Sonreí. ¿Aún no entendía contra quién estaba jugando?

—Por lo que veo, no ha informado a sus superiores de que estoy al tanto de cómo efectúan las tandas de vigilancia. Si usted informa de que he mostrado un comportamiento negligente, tenga claro que yo también lo haré.

—Grandísimo hijo de puta —soltó sin perder las formas—. No, no es por falta de una mujer —agregó.

—Conque tiene a una preciosidad a su lado. —Me fijé en sus ojos, que me miraron en un desliz, y entreví una señal perceptible de aquel insidioso dolor. Quise profundizar en el tema, pero me habían adiestrado para no tomar el camino directo. Eso haría que me estampara contra un muro irrevocable de silencio. Había que analizar el terreno por donde uno se movía, establecer previamente una conexión. Anderson debía comprender que yo era un hombre al que contar sus inseguridades sin miedo de filtraciones a terceros—. Entiendo que el trabajo no ha tenido que ver en esa decisión.

—No.

No le presioné. Me volví al frente, imitando su postura. Si quieres que tu objetivo se deshaga de la incomodidad y sienta que está en un entorno seguro, la simbiosis es el arma perfecta. Convertirte en un actor que copia gestos y actitudes de la persona fuente de interés tiene el efecto de hacerte ver semejante a ella, y la suspicacia se evapora, desaparece. Del fondo negativo y malicioso que personificas empieza a componerse una figura blanca con aspectos medianamente neutrales. Y cuando aparece un mísero rasgo positivo, una contagiosa segunda oportunidad lo impregna todo. Empiezas a generar atributos erróneos pero aceptables de esa persona a la que, inconscientemente, ya no valoras como prescindible. Y aunque Anderson negara que un efecto tan trivial pudiera afectarle, los datos reales que poseía sobre mí eran tan pobres que la garantía de sus juicios me hacía reír.

A raíz de aquella confesión se fueron sucediendo escuetas conversaciones donde Anderson revelaba algún aspecto de su vida. Reclinados en la quejumbrosa pared a ras de la ventana, enfundábamos las armas y acondicionábamos las chaquetas como almohadas. Parecíamos amigos de toda la vida.

Descubrí que aquel agente de campo del FBI tenía un corazón de oro. Su ambición futura, ya desde niño, estaba destinada a salvar y proteger. Era el cabeza de familia, único hombre en una casa habitada por mujeres. Había asumido sin esfuerzo la función de hijo, hermano y, con el tiempo, la de padre. A diferencia de mí, su vida se regía por dos principios: devoción y perseverancia. No quiso ahondar en el fallecimiento de su padre, aunque deduzco que fue un hecho trágico para la familia y la causa de esa estampa seria y formal que presentaba. Puesto que su padre ya no estaba para traer dinero a casa, Anderson asumió toda la responsabilidad.

Por las mañanas era un estudiante ejemplar. Por las tardes, un camarero del pequeño restaurante familiar que surtía a todo el pueblo. Y nunca se quejó. ¿Cómo hacerlo cuando tres mujeres dependían de su esfuerzo? Él mismo se había negado a rendirse.

Tracé la imagen de un joven Anderson visitando la tumba de su padre. Acuclillado junto a la estructura de piedra, leía la frase que ensalzaba a ese hombre caído. Sus mejillas se teñían de lágrimas, sus labios titubeaban. Evadía el dolor en el pecho deshaciéndose de las flores mustias que descansaban sobre la tierra mojada. Limpiaba la lápida y depositaba en ella el ramo de gladiolos que había comprado de camino al cementerio. Cuando la inflamación de la garganta menguaba, ponía a su padre al día de los últimos acontecimientos en la familia. Le hablaba de cómo su madre no quería levantar cabeza, de cómo sus hermanas evitaban pronunciar su nombre. Luego se despedía. Le prometía que volvería el domingo siguiente.

Presentía que su padre había sido un buen hombre, de esos que te provocan una sonrisa al hablar, de los que rememoras momentos compartidos que te hacen sentir satisfecho. Que su peor acto contra ti se basa en unos cuantos gritos en el arrebato de una discusión, y que luego se escabulle hacia tu habitación con una disculpa y un abrazo. Un hombre sin miedo a demostrar lo que siente, que ama a sus hijas, a su mujer, a su hijo. Un hombre que cree en tu capacidad para ser mejor persona y construirte un futuro brillante. Que tiene fe en ti, que conoce tu valía.

Un hombre así no debería morir.

Supongo que fue debido a la lealtad de Anderson hacia su padre y a las expectativas puestas en él que no tardó en transferir ese afán humanitario a un grado en criminología y, posteriormente, a la inscripción para incorporarse a la grandeza del FBI.

Había colaborado en operaciones en el extranjero con la CIA, inmerso en personajes donde vestía a un Anderson completamente distinto. Había conocido en primera persona la sensación que te sobrecoge al matar a otro ser humano. La congelación de toda función corporal cuando tu conciencia asimila el papel de sicario que has desempeñado. Las náuseas en la boca del estómago, el estremecimiento corporal, los sudores fríos y la imparable taquicardia. Las rumiaciones en la madrugada sobre la familia a la que has arrebatado a uno de sus miembros, de los niños que crecerán sin un padre, de la mujer que llorará la muerte de su esposo. Se te pasa por la cabeza que toda tu tapadera ya no tiene sentido.

Y pese a que intuía la existencia de una mujer en su vida que soportaba todos los males de haber elegido como pareja a un agente de inteligencia, Anderson nunca la mencionó. No quise escarbar en esa parte de su historia, aunque en mis horas de soledad me encontrara, sin motivo alguno, buscando una razón a su evasiva.

—¿Y quién es Oliver Lauder? —formuló un día. Compartíamos dos cafés que había traído a hurtadillas.

Demoré la contestación degustando el amargo espresso que nos mantendría despiertos hasta las seis de la mañana. Con el vaso todavía rozando mis labios, rasgué los ojos.

—¿No era un expediente cerrado para ti?

Anderson apostó el puño en su sien derecha, tumbado de medio lado.

—Hay cosas que aún se me escapan. Cosas que precisan una respuesta sincera y que ni yo ni nadie va a sacarte si tú no lo deseas.

—Qué quieres saber.

—¿Por qué fotógrafo?

Divagué entre pensamientos. ¿Por qué fotógrafo?

—Supongo que era la única manera de sentir que algo estaba vivo dentro de mí.

Los ojos de Anderson se agradaron. De repente, comenzó golpear el suelo con la palma de la mano.

—No esperaba esa sensibilidad —se mofaba.

—Cuando te pasas toda la vida creyendo que no hay ni un gramo de bondad en ti, que la naturaleza en su máximo esplendor consiga accionar ese algo que te hace humano te plantea la necesidad de volver a sentirlo.

Por una vez en mi vida no quise guardarme ese secreto. Y Anderson se dio cuenta de ello, porque se quedó callado, apreciando la franqueza de un hombre que ya no tenía nada que perder.

—Descríbeme alguna de tus fotos.

—¿Cómo?

Se tumbó de espaldas. Puso las manos tras la nuca para estar más cómodo.

—Un escenario que haya robado tu cámara y que tenga tu nombre como autor en una de esas prestigiosas revistas.

Reviví mentalmente los cientos de paisajes que había fotografiado en mis años de profesión. Configuraban una segunda realidad cuando cerraba los ojos y evocaba los elementos que transformaban una simple instantánea en un mundo potencial. Fotos que para muchos no eran más que eso, para mí representaban mi vida. Desde la hoja de un ficus en la India por la que resbala tímidamente una gota de lluvia en la estación del monzón, hasta los robustos troncos de los árboles en Meghalaya. Como dioses en su propia parcela de tierra, otorgan a los que transitan por su seno puentes hechos con su piel. Un pase gratuito para que se adentren en las maravillas que esconden.

El Bosque Sagrado de Mawphlang es como pisar el cielo, un cielo de un esmeralda tan intenso que te invade una energía poderosa. Y te impresiona, te hace pensar que existe ese algo en ti que dabas por perdido. El piélago verde se confunde con el turquesa de sus cascadas. Una visión así logra que te replantees todo. Te condiciona. Contemplar su belleza era como entrar en un estado de equilibrio interno, como si mi parte de luz y mi parte de oscuridad se fusionaran en uno y, por una vez, encajaran. Sin luchas ni medias verdades.

Os prometo que no hay nada igualable a la sensación de estar flotando entre la consistencia envolvente de las nubes en Mawsynram.

—Uno de mis reportajes fotográficos me llevó a Glenfinnan, Escocia. En la linde interna del bosque, en el extremo norte del lago Shiel, hay construida una iglesia, la iglesia de Santa María y San Finnan. —Vi sus cejas enarcadas y asentí—: Yo pensé lo mismo —asumí su impresión—. Una pérdida de tiempo fotografiando una iglesia con poco encanto. Hasta que vi lo que realmente quería mostrarme.

Rememoré el color ceniciento de las piedras de la construcción que engalanaban aquel enclave entre árboles.

—Hacía un frío del carajo, los grados bajo cero se adherían a mi piel como una segunda capa. Nubes de diversos matices de gris se desperdigaban por el cielo y alguna que otra gota presagiaba que mi reportaje iba a ser un fiasco. Pero la luz del cielo... —Chasqueé la lengua—. Aquel blanco perlado trataba de abrirse camino a través de la densa capa de nubes que ocultaba las montañas de la costa sureste del lago. Aquel proceso natural se replicaba en la superficie ondulante de las aguas. Las hojas de la arboleda que cobija la iglesia se mecían como una masa sintónica debido a las ráfagas de viento, pero ni aquella fuerza sobrehumana era capaz de arrancarlas.

»Y los colores... El almendrado se esparcía entre los rastros de toscano, y una cuantiosa masa de jade y suculenta regía a sus anchas. Y lo vi, lo sentí —expuse la insólita sensación que me suscitó aquel momento—. Un remanso de paz ceñía la atmósfera de aquella iglesia, y supe que era a consecuencia de la naturaleza que la preservaba con vida. Eso hizo que cambiara mi perspectiva de aquel reportaje, y que no me importara el aguacero que me cayó al poco después. Las imágenes que pude tomar hablan por sí solas.

Anderson no dijo nada. No me quitó el ojo de encima mientras yo permanecía con la vista en la pared, aún en aquel viaje por tierras escocesas. Se percató de lo que significaba para mí el hecho de que mi interior no estuviera desierto.

A diferencia de lo que esperaba, solo asintió. No se burló de aquella manifestación de humanidad ni trató de rebatir que mis palabras fueran o no veraces. Solo asintió.

—Le echaré un vistazo a alguno de tus reportajes —mencionó al rato.

Le miré por el rabillo del ojo.

—¿Lo echas de menos? —me preguntó.

Solté el aire lentamente. Advertí la diferencia entre un entorno cerrado y falto de encanto como aquel y la esencia que se adecuaba dentro de mí cuando, en plena naturaleza, me sentía un trozo minúsculo que se abrazaba a ella. Sí, la echaba en falta. Tanto, que me sentía un inútil. Una sensación fiera y aplastante se me cogió al estómago con la idea de volver a tener una cámara entre las manos. Aquel instrumento que reflejaba lo que a mí me parecía hermoso era como mi mascota. Y no tenerla conmigo me hacía sentir desnudo, incluso desprotegido. Era mi arma para enfrentarme al mundo, y hasta esa inofensiva parte de mí ya no me pertenecía.

—Tanto como respirar.

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