Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 1

El arrebol del atardecer asolaba Nueva York. El aroma espectral a primavera convertía el puente de Brooklyn en el sitio idóneo para encontrar la calma. Turistas, parejas y estudiantes conocían la belleza que escondía aquel mirador apartado del colapso habitual del centro de la ciudad. Pero, por suerte, estaba solo. Nadie había sentido la necesidad de apreciar la alternancia de colores del cielo antes de que la noche la engullera.

Sin embargo, era la primera vez que la naturaleza en plena metamorfosis no me suscitaba una sensación de paz. Ni siquiera reparaba en ella.

Os preguntaréis qué es lo que rondaba mi cabeza.

Como un obseso saturado de dudas patológicas, debatía conmigo mismo sobre aquello en lo que todos creemos tener, al menos, una pizca de control: mi propia vida.

Mi mente reproducía los sucesos de hacía una hora como si el botón de pausa se hubiera atascado. Ni el paseo desde la Avenida Madison me abstrajo de la devastadora ausencia que ahogaba mis esfuerzos por dar con una solución que no me perjudicara.

Intuí que algo no marchaba bien nada más cruzar el recibidor de mi ático. Aún con la puerta entreabierta, identifiqué una inexactitud en el entorno que para alguien corriente habría pasado inadvertido. Los souvenirs que decoraban el buró habían roto su simetría. Desplazados unos milímetros, eso era todo, pero suficiente para que detectara la perturbación del estricto ángulo de noventa grados que mantenían sin modificación admisible. Caí en la cuenta de que en el interior de mi hogar había un intruso que se había detenido a inspeccionar meticulosamente la propiedad.

Como un rayo cegador, cinco fusiles de asalto me apuntaron a la cabeza. Oportunamente, los cascos antidisturbios y los pasamontañas dejaban a la vista un destello difuso de los ojos que me acechaban. Levanté las manos en un acto automático. Supongo que cualquiera habría reaccionado igual cuando te conviertes en la comidilla de un grupo de SWAT.

Y entonces lo supe. Supe por qué estaban allí, y supe que ya habían dado con mi secreto. Me obligué a no mover un músculo, a no cerrar los ojos ni expulsar el estrés en un suspiro instintivo que les confirmara lo que, sin embargo, ya habían requisado.

Uno de ellos gesticuló con el rifle para que me dirigiera al interior del piso. El círculo se deshizo y reestructuró a mi alrededor cuando eché a andar.

El punto discordante con las paredes blancas del salón se hallaba de cara a la cristalera. Tenía las manos en los bolsillos del traje negro que vestía, absorto en el mar de luces de la ciudad. He de reconocer que yo también sufrí el mismo enmudecimiento al mudarme a aquel ático en el centro de la Avenida Madison. Los metros de tarima flotante arropados por cielo descubierto alojan una mesa de reuniones y otra de cócteles, sillones y hamacas de cómodo plumón y, para los predilectos a un baño nocturno frente a los cientos de tintineantes estrellas o a un sexo con unas vistas inigualables, una piscina de cristal reforzado.

Pero ese hombre no estaba allí para admirar mi ático, claro que no.

—Siéntese —me habló desde su posición. Accedí mecánicamente. Me senté en la butaca que habían sustraído de la barra de la cocina y esperé a que continuara—. Tiene usted una panorámica de la ciudad predilecta.

El hombre que invadía mi hogar se dio la vuelta. En sus rasgos jóvenes comenzaban a apreciarse la aspereza de las líneas de expresión, pero su fisionomía era interesante. Sus ojos marrones, tan oscuros que se confundían con el azabache de la pupila, me inspeccionaban con una sonrisa de suficiencia. Unos cuantos mechones se le escapaban a ras de la frente. Percibí un leve cabeceo cada vez que alguno le cosquilleaba demasiado.

Anduvo hacia mí con firmeza. Yo no era la primera víctima de un asalto gestado en su nombre. No. Ese hombre era un profesional experimentado, se notaba en su actitud, ausente el nerviosismo o el titubeo del principiante. Había ejecutado esa acción tantas veces que ya le era algo rutinario. El único que debía temer ese acontecimiento era yo.

Y, en sí, la situación me impactaba, porque sabía lo que escondía al fondo del pasillo, en la única puerta cerrada con candado. Lo que no me cabía en la cabeza era cómo habían dado conmigo. Ingenuo de mí, había presumido de una sublime habilidad para el sigilo, de ser una sombra más en la oscuridad.

Aquella falta propia de modestia había tejido una trampa. Mi afición nocturna había sido desmantelada nada más y nada menos que por los federales. Y eso me despertó un insólito interrogante: ¿me habían estado vigilando?

Si era así... Joder, estaba en un grave problema.

—¿Hace algo más cuando su trabajo se lo permite?

Tardé en responder. Estudiaba mi alrededor, el correteo contra el parquet que configuraba una media luna a mis espaldas, el ruido de los fusiles en alto, la efímera carcajada que salía de boca de mi interrogador personal.

Pero yo era Oliver Lauder, un fotógrafo de éxito, e iba a sostener mi presunta inocencia todo el tiempo que pudiera.

—Mi trabajo me obliga a viajar por todo el mundo, señor...

—Perdone —abrió una ancha sonrisa—, ¿no me he presentado? Soy el agente especial Anderson. FBI, ¿le suenan esas siglas? Los que le apuntan a la cabeza son mi mano derecha.

—¿Y su izquierda? —pregunté, y doblé los labios con vanidad.

—Mi izquierda tiene esto. —Sacó un teléfono móvil con un número marcado que volvió a guardar en el bolsillo de la chaqueta—. Usted no hace falta que se presente, sé perfectamente quién es. —Paseó frente a mí—: Oliver Lauder, hijo de Jeff y Margie Lauder. Matrículas de honor en el Collegiate en primaria y secundaria. En Parsons más de lo mismo, graduado con honores en la diplomatura de Fotografía. Un currículum muy apropiado para una procedencia como la suya, aunque veo que ha decidido no perpetuar el legado de su padre. ¿No le gusta el entorno de las altas finanzas?

—¿Están aquí por él?

—¿Cuánto hace que no contacta con sus padres?

—Sé que siguen con vida. Con eso me basta.

—No quiere que le relacionen con el apellido Lauder —interpretó mi respuesta.

—¿Hay algún problema?

La insolencia con la que contestaba a sus preguntas, dada la situación, pareció divertir al agente Anderson. Se paró en seco y me miró por encima del hombro.

—Nuestra visita no es a causa de su padre, Oliver, él no nos importa. En realidad, estamos interesados en ese don que tiene usted para capturar imágenes. —Cruzó los brazos tras la espalda. Después de un breve reconocimiento de mi persona, reanudó la marcha—. Ha viajado de un país a otro realizando reportajes fotográficos para la revista en la que colabora. Hemos podido apreciar su ojo para plasmar la esencia del momento. Su tarifa debe ser abusiva, ¿me equivoco?

Me alcé de hombros.

—Decida usted. Un ático así no se paga con un sueldo medio.

—Es gracias a la movilidad que le proporciona su profesión —prosiguió, ignorando mi comentario— que ha tenido la posibilidad de ensanchar el perfil de escenarios hacia los que apunta el objetivo de su cámara.

Arqueé las cejas como si no le entendiera.

—No sé a dónde quiere ir a parar.

—Fotografiar la naturaleza y la vida social que la colapsa puede llegar a ser aburrido —enfatizó.

—Me gusta mi trabajo.

—Yo también pienso que le gusta. —El agente Anderson se giró de cara a la silla donde me tenían acorralado—. Pero puede que lo que muestran las portadas de esa revista suya no sea todo lo que fotografía. Oliver —compuso una mueca—, ¿puede explicarme esto?

El agente Anderson cogió unos documentos de la mesa y los lanzó sobre mis piernas. Obligado, bajé la vista hacia el cúmulo de imágenes que se desparramaba entre mi regazo y el suelo.

Sí, aquellas fotos eran obra mía.

¿Cómo lo habían averiguado? Mi actuación se basaba en la cautela. Me cercioraba de ser un fantasma, de que nadie percibiera mi presencia. Preveía los movimientos que podían delatarme, planificaba las vías de escape de cada posible escenario. Pero había cometido un error. Cuando me creía con el don de la invisibilidad, en realidad estaba bajo la luz de un foco grande, muy grande.

Reconocía el material gráfico de aquel caro papel de impresión, y también los días exactos que apreté el botón de la cámara. Había grabado en mi retina los actos de los que el ser humano disfrutaba cuando se deshacía de su disfraz de piel. Muchas de aquellas fotos se remontaban meses atrás.

¿Por qué no me detuvieron nada más averiguar mi entretenimiento nocturno? ¿Por qué habían aguardado a que me sintiera confiado y orgulloso de mi talento?

¿Qué querían de mí?

—¿Las reconoce? —indagó en un tono burlesco—. Es su estilo. Tienen el mismo toque, ese detalle especial que dota a los paisajes que caen bajo su lente.

Por extraño que pareciera, saboreé cierto placer al observar las fotos. Era instintivo, imparable. Evité mojar mi labio inferior con la lengua, ese gesto bien acomodado en mí podría suponer una escalada en la coerción del agente que me tenía al filo de la navaja.

—¿Cuándo se inició esa morbosa necesidad de reflejar el dolor y la muerte, Oliver? —Se posicionó de brazos cruzados—. ¿Cuándo se le fue a la mierda esa mente tan perfecta para que se amontonen en ese cuartucho oscuro una decena de asesinatos?

Ahí lo tenía, la misma pregunta que retumbó en mi cabeza al fotografiar ese nuevo plano. ¿En qué estaba pensando al retratar la violencia y la agresividad del ser humano?

Presumo que en la insólita reacción que estalló en mi interior al darme de lleno con un brutal crimen en plena madrugada.

—Le repito, ¿son suyas estas fotografías?

Expulsé el aire muy lentamente.

—Como usted ha dicho, contienen mi sello personal.

¿Cómo negar los indicios que tenía delante?

—Gracias, Oliver, por ser sincero. —Pude advertir entusiasmo en su voz por la batalla ganada—. Ahora que nos estamos entendiendo, ¿qué cree que va a pasarle?

Aquello me hizo soltar una carcajada.

—Dígamelo usted.

—¿No le asusta lo que pueda ocurrirle a partir de este momento?

—Me han estado espiando, han entrado en mi hogar sin mi consentimiento y han encontrado mis pequeñas transgresiones —contesté—. El miedo no es necesario.

Ni posible, pensé para mí. Aquellas imágenes en mi posesión eran pruebas fehacientes de mi compulsión nocturna.

—Oliver, Oliver, Oliver —pronunció en un tono presuntuoso—, estas fotografías significan que ha ocultado información a la policía. Ha permitido que unas ratas que deberían pudrirse en prisión paseen por las calles de esta ciudad como si no hubieran llevado a cabo lo que ha reflejado su cámara. ¿Sabe qué me dice eso de usted, Oliver? Que tiene la misma sangre fría que esa mugrienta fracción de sociedad.

En cierta manera, el agente Anderson no mentía. La realidad que mostraban las fotografías había aparecido tiempo después en los noticiarios. Los actos de violencia desmedida eran un pecado del que Nueva York no conseguía desprenderse. Y yo era un observador imparcial de dichos pecadores. Esos retratos eran mi recreo personal.

No era un asesino, pero lo que hacía rozaba la fina línea que separa el bien y el mal. Aun así, me mantuve inconmovible. Oliver Lauder era un hombre de acero cuando la incontrolabilidad y la incertidumbre tocaban a la puerta, y en ese momento no habían ni aporreado. La habían tirado al suelo.

—No pueden acusarme de nada. No he sido partícipe de tales hechos.

—¿Tan seguro está de ello? —El agente arrugó los labios, meditabundo—. ¿Quiere conocer un detalle de estas fotografías? Algunas parecen tomadas desde tan cerca, que hasta se aprecia el brillo de la sangre fresca. Eso nos hace sospechar que usted estuvo junto a los cuerpos que agonizaban en la oscuridad del callejón donde los encontraron horas después. Pudo haberse visto tentado a tocarlos para... Bueno, supongo que los artistas tienen su modo de impregnarse de la atmósfera que rodea a la musa de su cámara, pero usted no es tan idiota como para dejar sus huellas dactilares. —Sonrió; lejos de ser una conjetura, su equipo había peinado cada centímetro sin hallar ni un solo rastro que me involucrara directamente—. Pero aquí aparece el problema, Oliver. Si usted fotografió a esas personas con la proximidad que demuestran las imágenes y alguna de ellas aún respiraba, ¿qué implica eso para nosotros?

Me miró fijamente.

—Omisión del deber de socorro. Si le sumamos el ocultamiento de información a la ausencia premeditada de ayuda, la gravedad de sus acciones escala vertiginosamente. En especial, teniendo en cuenta los reportajes nocturnos que exhiben otra clase de actos más repulsivos...

—Está bien —le interrumpí. Aquel hombre estaba corrompiendo lo que a mí se me antojaba apasionante—. ¿Y qué espera de mí? ¿Todo este espectáculo para acusarme y meterme entre rejas? —Sacudí la cabeza—. Ya me tiene, ¿qué más quiere?

—Verá, Oliver, atraparle no es el asunto principal. Eso ha sido de lo más sencillo. —El agente tomó asiento en la silla que había situada frente a mí. De repente, su semblante vistió una expresión glacial—. Queremos hacer un trato con usted.

—¿Un trato? —inquirí desconcertado —. ¿Qué clase de trato?

—Uno en el que usted no va a prisión.

Tomé conciencia de inmediato de la realidad que había tratado de negar desde el inesperado recibimiento en el rellano. Me quedé en silencio.

—El trato es simple —Anderson abarcó parte del espacio que mediaba entre nosotros—: será reclutado por el FBI.

—¿Perdone? —Casi reí de la impresión.

—Es eso o recogerle el jabón a quien tenga detrás en las duchas de la cárcel.

Una sonrisa se perfiló en los labios del agente.

—¿Me está tomando el pelo?

—Esto no es un juego, Oliver. Trabajar para nosotros involucra un adiestramiento preciso y el acatamiento de las medidas que le impongamos, pero, sobre todo, significa que su vida no se acabará de la noche a la mañana. No, si no le pegan un tiro antes, por supuesto. —El agente apoyó los brazos sobre su regazo, desechando la rectitud—. Tiene veinticuatro horas para replantearse la oferta. Después del plazo que le ofrezco, será trasladado a la penitenciaría del Estado sin que ningún juez ni trámite legal medien en la decisión. Yo mismo me encargaré personalmente de ello.

—¿Y si acepto? ¿Qué esperan de mí?

Anderson acomodó la espalda contra el respaldo. Clavó sus oscuros ojos en los míos.

—Que cace al tipo de monstruos que retrata con su cámara.

Mi vida, o lo que quedaba de ella, estaba en manos de aquella disyuntiva.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro