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Prólogo: Huérfana.

Guerra Civil. Winterseint.
Universo alternativo.

La última vez que Nix Leblanc vió a su madre tenía alrededor de nueve años, esa madrugada fría de noviembre se había despertado rodeada de llamas, el fuego acababa de comerse la mitad de su dormitorio y su progenitora yacía tirada en el casi calcinado suelo de madera.

La muerte había ido a por ella en la oscuridad y luchaba por llevarse a la niña de cabello castaño que, entre gritos, pedía que alguien las sacase de allí. Nix podría haber muerto esa noche, abrazada a un cadáver que se calentaba gracias al extremo calor que ahogaba el dormitorio, no obstante, su voz desgarrada consiguió ser captada por un joven militar que custodiaba las calles.

Luke White, de escasos veinte años, consiguió introducirse en el humilde hogar y, tosiendo por el humo, tomó a la chiquilla en sus brazos, medio incosciente.

Su salvador se marchó con el viento en el instante que la dejó en el hospital, sin permitirle un brazo a cual aferrarse. Fue justo en ese momento donde Nix entendió lo que significaba la palabra soledad.

No conocía a su padre, y él no quería saber nada de ella, por lo que rápidamente la mandaron a un pobre orfanato fuera de la ciudad. Su niñez se desarrolló sin afecto, nadie la quería, no tenía amigos y el dolor aumentaba gradualmente en su pecho.

La adoptaron varias veces pero siempre destruían su esperanza de volver a encontrar una família estable y regresaba a la institución con el corazón un poco más roto. No la amaban como a una hija, si no, como a una sirvienta sin sueldo.

Su primera familia la obligó a limpiar y a cocinar sin descanso, hasta que un fatídico día se quemó la piel del brazo con el agua hirviendo de una cacerola. Anne Hillman, su madre adoptiva por aquel entonces, la introdujo en una bañera de agua congelada para calmarle el dolor, no funcionó. Cuando Tom, el padre, llegó de trabajar le indicó a su mujer que no la llevara al hospital, de esta forma se ahorrarían la denuncia por parte de los servicios sociales.

La quemadura dolía tanto que el agonizante llanto de Nix llamó la atención de una vecina, la policía llegó horas después y les quitó la custodia, maldiciendo entre dientes lo malvados que podían llegar a ser las personas.

Su segundo hogar no fue mejor.

Con diez años recién cumplidos un pintor bastante reconocido visitó el orfanato, al verla, no dudó ni un día en adoptarla. Los educadores sociales parecían felices por ella y le desearon que tuviera una vida alegre, sin embargo, la niña no tardó mucho en regresar. Los primeros días parecían estar llenos de encanto, el hombre la consintió como nunca; regalos caros, ropa, comida... Creyó haber encontrado a la persona correcta.

Hasta que todo se volvió perturbador y terrorífico.

Para su lógica infantil que la tocara era un sinónimo de afecto. El adulto se aprovechó de su inocencia, palpando cada parte de su casi adolescente cuerpo.

Nix sufrió sus abusos por meses como si todo fuese normal, aún así, la profesora de su nueva escuela se percató de los moratones que sobresalían de la falda de su uniforme. La respuesta de la niña hizo que la joven rompiera en llanto; sólo son juegos, señorita, mi papá me quiere mucho.

La chiquilla lloró cuando se lo llevaron preso, el abandono se convirtió en rabia y ese sentimiento creció con ella conforme los psicólogos le abrían los ojos. Él nunca la había querido, nadie lo hacía.

Su adolescencia llegó y dejó de ser interesante para las personas que visitaban el orfanato, convirtiéndose en una olvidada.

Pero justo entonces, Jonan Lakes apareció en su vida.

Una mañana, la educadora social llamó a todas las chicas de su institución y, colocadas en fila delante de sus camas, admiraron al hombre de mediana edad que había entrado en sus dormitorios. Nix no se molestó en arreglarse para la visita, sin esperanza a ser elegida.

Que equivocada estaba.

El adulto llegó hasta su posición y la examinó de arriba a bajo, su media sonrisa la incomodó. Normalmente pasaba desapercibida pero aquel día no fue así.

Sin decir ni una palabra el hombre abandonó la habitación, creando un silencio ansioso entre las niñas. Nix suspiró, en el fondo de su corazón había una pequeña esperanza.

La tutora le dió la inesperada noticia: Jonan Lakes la sacaría de allí.

La confusión era palpable en la muchacha, pues de todas, ella se sentía la más inútil. ¿Por qué no había escogido a sus compañeras? ¿Qué había visto en especial en esta? Se pasó la noche en vela, asustada por que volvieran a hacerle daño.

Su nuevo padre adoptivo la recogió a la mañana siguiente.

La nieve caía sobre el jardín del centro cubriendo los pinos que rodeaban el edificio, Nix, sujetando con fuerza su maleta, admiró como el viejo vehículo del señor se detenía ante sus ojos. Dudó unos segundos, insegura. Jonan sacó la cabeza por la ventanilla al percatarse de que no se movía y le regaló una cálida sonrisa.

—Hace mucho frío. ¿Verdad?—Preguntó tratando de ser agradable. La jovencita asintió con las mejillas sonrojadas.—Aquí dentro tengo la calefacción encendida, sube.—La invitó con paciencia. Nix vaciló, no obstante, decidió entrar en el coche.

Jonan tomó su pequeña maleta y la colocó en la parte trasera, posteriormente, encendió el motor del automóvil. Emprendiendo el viaje hasta su nuevo hogar.

La menor no habló, miedosa. El hombre no le obligó a hacerlo.

Su triste historial se había clavado como una estaca en su viejo corazón, destrozandolo aún más cuando miró sus ojos azules; rotos, agonizantes.

Nix Leblanc no se merecía quedarse sola y él la ayudaría a tener una vida feliz, lejos de cualquier ser humano que intentase hacerle daño.

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