Capítulo 7: Padres.
Bajo la luz de una lámpara de queroseno, Nix se mantenía totalmente callada delante de un serio Jonan. El incidente había dado paso a una larga conversación, no obstante, como ya era de costumbre, el único que se encargó de hablar fue el adulto. La joven, de ojos tan claros como un día soleado, se abrazaba a si misma como si la culpa del suceso hubiese sido sólo suya y, observada por la mirada preocupada de su padre adoptivo, jugaba nerviosa con los botones de su americana. Jonan suspiró, recordando fugazmente a Amanda, y se levantó de la silla de madera.
Nix levantó la mirada al notar como se acercaba a ella con cierta inseguridad y se arrodillaba para quedar a la misma altura. El miedo en las pupilas de la muchacha era tan visible que el hombre dudó en si debía alejarse. Era normal que se sintiera aterrorizada, cualquiera lo estaría si hubiera pasado por lo mismo que ella, aún teniendo en cuenta aquello, debía comenzar a entender que él no era ninguna de las personas con las que se había cruzado en la vida.
Le apartó el cabello que le sobresalía de la coleta y le regaló una de sus mejores sonrisas, cálida y tierna, tal y como lo hacía con Bella. La joven analizó el acto, intranquila. No sabía que pensar.
-¿Por qué me tienes miedo, Nix?- Le preguntó sin romper el contacto visual, se percató de las pequeña lágrimas que se agolpaban en los ojos de la adolescente y experimentó una sensación muy profunda de tristeza, como si todo el daño que le habían hecho se adhiriera a él.
- No lo sé-los labios le temblaron, dando la sensación de que le había costado demasiado contestar. -. Lo siento mucho, Jonan, yo... no pensé que fuese peligroso ir allí con Robert.- Intentó cambiar el tema, angustiada por no saber que contestarle y agobiada por todo lo que le estaba ocurriendo.
- No tienes que disculparte- el adulto le habló lo más calmado que pudo y la tomó de las manos con delicadeza, Nix cambió su atención a ellas y se fijó en el pequeño objeto que le estaba dando su padre. Apretó los labios, reconociendo el broche de su madre al instante. El escudo en forma de una verde serpiente descansaba ante sus perpleja visión. - Amanda me lo dio semanas antes del incendio. -No se atrevió a confesarle el suicidio, asustado por que pudiera afectarle.
La joven cerró el puño con el amuleto clavándose en su palma.
-¿La conocías?-Demandó incrédula, un pinchazo en el pecho provocó que se quedase sin respiración durante unos segundos. La sorpresa irrumpió en ella.
-Eramos muy amigos.- Mintió mordiéndose el labio inferior por dentro, le molestaba no poder confesar toda la verdad, pero, no era el momento indicado. -. Te he estado buscando desde entonces, Nix. Estoy seguro de que tu madre quería que estuvieras con nosotros, no te mereces estar sola nunca más.- Sus palabras golpearon fuertemente a la menor, emocionándose. Jonan tuvo que aguantar las lágrimas cuando los labios de la adolescente esbozaron una sincera sonrisa.
—Gracias, papá.— Su voz sonó frágil, alegre por tener un objeto personal de su difunta madre. Se levantó dispuesta a marcharse a su dormitorio, Jonan se alejó para darle su espacio y admirarla subir por las escaleras, sin embargo, Nix se quedó quieta a mitad del camino.
—¿Ocurre algo?—Murmuró extrañado cuando giró su rostro hacia él.
—A veces tengo la sensación de que mi madre me ocultaba muchas cosas.—El susurro fue casi inaudible, aún así, Jonan alcanzó a escucharlo muy bien.
El adulto no pudo contestarle, sumido en sus propios pensamientos. Era totalmente cierto, Amanda siempre había sido una mujer muy misteriosa, por lo que no era de extrañar que estuviera rodeada de secretos.
Suspiraron.
Robert Felton cayó al suelo como si fuera un saco de plomo, de su nariz pecosa descendió un fino río de sangre que recorrió su arco de cupido hasta llegar a sus rectos y blancos dientes. El sudor que caía de su frente se mezcló con el tinte rojo de sus heridas y sus puños se alzaron en una forma defensiva hasta el rostro de su robusto padre. Los golpes que proporcionaba contra su progenitor no eran más que suaves caricias a comparación de los del adulto.
Sus jadeos se revolvían contra los continuos insultos que salían de la boca de Neo Felton, los arañazos enrojecieron sus mejillas y una cruel patada se ciñó contra la boca de su estómago, cortándole el oxígeno.
—¡Neo! ¡Neo, ya ha aprendido la lección!—Sollozó la única espectante de la pelea, Margarita. La mujer analizó el estado de su hijo con impotencia, agonizante por ser incapaz de detener los golpes que proporcionaba su marido.
—¡Este maldito crío nada más que sabe meterse en problemas!—Exclamó el nombrado con exasperación, se agachó hacia el pelirrojo y tomó su cabello con fuerza, haciendo que lo mirase directamente a los ojos. La mirada retante de Robert, quien apenas podía mover un músculo por culpa de los moratones, ocasionó que la ira de Neo volviera a resurgir. —¿Aún te atreves a burlarte de mí?
Margarita lloró mientras que se apegaba al brazo libre de su esposo, tiró de él para que bajase su puño. La desesperación de su rostro rompió la valentía de Robert.
—¡Déjalo! No sabe lo que hace.—Trató de calmarlo inútilmente. El hombre gruñó y, empujandola con molestia, salió de casa, dejándolos una noche más solos en su pequeño hogar.
Robert dió una bocanada de aire, en busca del oxígeno que había estado reteniendo, y su joven madre se arrodilló en su ayuda. Los brazos maternos lo levantaron como ya era costumbre y lo atrajeron hasta su pecho, rompiéndose a llorar.
Aquel acto siempre lo destrozaba por dentro. Margarita no tenía la culpa de la mala relación que tenía con su padre, no obstante, ella era la única que intentaba poner paz entre ambos. No le importaba tener que pagar el enfado de Neo, aunque este le abriera heridas internas que no podía curar por más que quisiera. Y Robert, incapaz de protegerla, sufría. Demasiado.
El abuso de poder que el hombre empleaba sobre su família contrastaba con la personalidad rebelde del pelirrojo. Las peleas se habían vuelto una rutina y el dolor en el interior de Robert se hacía más y más profundo.
Le había suplicado a su madre que escapase junto a él numerosas veces, entre lágrimas y sangre, pero ella siempre negaba, convencida de que todo cambiaría algún día.
Algún día.
Aquellas palabras resonaron en el cuarto de baño donde le curaba las heridas a Robert, cuidadosamente y con un intenso amor maternal que era capaz de derretir su alma.
Él sollozó, sintiéndose inútil por no poder protegerla.
Ella le regaló un tierno beso en su frente.
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