Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

P R E L U D I O

En aquella estancia oscura y maloliente de la gran fortaleza de Enies Lobby, el atronador silencio se veía interrumpido por un goteo intermitente que repiqueteaba casi con burla en el frío suelo de mármol. Sus embutados sentidos no lograban identificar su procedencia, ¿una gotera? Quizá estuviese lloviendo, pero llevaba tanto tiempo sin sentir la luz del sol acariciando su agrietada piel, sin oír el rumor del mar, que ni siquiera de comprender ese sonido estaba segura. ¿Su propia sangre? Su cuerpo estaba cubierto por tantas heridas, algunas recientes, otras que siquiera lograban sanar y supuraban pus y un olor putrefacto. No dudaba tampoco, por el sonido grave al golpear contra la superficie, que podía ser su propio líquido vital.

No sabía qué día era, en qué posición se alzaba el sol o si ya la luna dominaba el firmamento. Siquiera lograba ubicar en qué año se encontraba, su fragmentada mente no alcanzaba a recordar apenas nada más que su nombre. Quería alzar su cabeza, mirar su alrededor, encontrar un resquicio de luz quizá. Pero hacía tanto que había perdido las fuerzas, que no había vuelto a alzar la vista desde hacía meses.

El único otro sonido que retumbaba en aquella celda olvidada de la mano de Dios eran sus cadenas. Aquellas que la mantenían sujeta al techo y suelo por unas gruesas esposas de kairōseki, además de otro tanto de estas oxidadas del mismo material que abrazaban casi cada rincón de su cuerpo. A la pesadez de este se unía el peso de aquel hierro que la inutilizaba totalmente.

Ya no lograba llorar, por mucho que sus ojos hicieran el amago de ello. Quizá porque ya no disponía de líquido alguno en su cuerpo deshidratado, quizá porque ya no tenía el qué llorar, no cuando la vida pareciera abandonar más pronto que tarde su cuerpo. Se sentía traicionada, derrotada, rota. No luchaba contra sus captores, tampoco colaboraba. No hubo, durante esos años de cautiverio, tortura alguna que lograse sacar alguna mínima información de su boca. Había asumido la ruina de su vida y solo esperaba, casi con impaciencia, el día que alguien lo suficientemente benevolente pusiese fin a su vida.

No suplicaba, no gritaba. Nada. Era una simple marioneta de la cual perdían interés a cada día que pasaba ahí presa. Guardaba la vaga esperanza de que, el día que su esencia no fuese útil, las puertas de aquel infierno se abrirían para ponerle fin a su sufrimiento. Posiblemente fuese el único sentimiento que todavía albergaba en su destrozado corazón.

Aquel día no esperaba novedad alguna en la rutina de los dos últimos años. Alguien abriría la pesada puerta de hierro de la que siquiera recordaba la forma y de la que únicamente intuía que estaría hecha del mismo material que sus cadenas. Algún soldado raso traería consigo una bandeja de metal roñosa con pan mohoso y agua turbia. No es que se negase a comer, es que en aquellas nefastas condiciones siquiera podía, así que sin delicadeza alguna le meterían la comida y el líquido por la boca y la obligarían a tragar, aunque se atragantase. No por su bien, sino para mantenerla más tiempo con vida (algo que no entendía) y extender su agonía.

Tras ello, le tirarían un balde de agua helada, que a esas alturas ya ni lograba despertarla, y procederían a una larga sesión que incluiría todo tipo de imaginativas torturas. Desde cortes en la piel, quemaduras con cigarrillos, tocamientos repulsivos, ahogamientos extremos... Todo con dos únicas finalidades: subyugarla lo suficiente para que jugase en aquella partida a mereced del Gobierno Mundial y obtener información de los grandes piratas con los que se había estado regodeando desde los doce años.

Pero ni una ni otra la habían logrado. La voluntad de hierro de que aquella joven había trascendido toda tortura posible y nada parecía lo suficientemente grave como para arrancar de ella una única súplica de detención. Muchos en Enies Lobby habían llegado a la conclusión que su función sería la misma viva que muerta, por lo que, de darle fin a su vida, todos allí se sentirían seguros de nuevo.

Sin embargo, aquel día algo había cambiado. El sonido chirriante de la puerta sonó diferente, los pasos que se adentraban en la estancia eran tan silenciosos, que una mariposa resultaría más ruidosa. El individuo en cuestión se detuvo a sus espaldas, y entre el frío que se clavaba en su piel, llegó a ella un resquicio de calidez corporal ajena. Sus frágiles nervios se crisparon, y sin necesitar señal alguna más, supo de quién se trataba. Algo borboteó en su interior. No descifró el qué.

—Mi dulce Mayia, ¿qué te han hecho estos salvajes?

El aire de sus maltrechos pulmones se tornó plomo, su respiración se volvió espesa y juró que, de quedarle fuerza alguna en el cuerpo, le gritaría, lo mataría con un único movimiento de meñique, le haría sentir una ínfima parte de lo que un monstruo como él le había provocado.

Pero no podía hacer nada. Nada porque ya no había vida en ella.

—El tiempo no ha sido solemne contigo, amor —dijo, rodeándola. Sus yemas de los dedos pasearon entre la piel expuesta que dejaba la ropa hecha jirones y las cadenas que la magullaban sin piedad. Mentiría si dijese que aquella caricia no le produjo cierta añoranza. Quizá real, quizá producto de ser lo único suave que había recibido en años—. ¿Era necesario todo esto? Me sorprende la sádica crueldad del hombre.

Un bufido cargado de hastío e ironía escapó de la mujer, haciendo que él se detuviese y la mirase atentamente, con curiosidad. Su cabello caoba, aquel que en sus buenos tiempos brillaba y era increíblemente sedoso bailando sobre sus hombros, ahora llegaba prácticamente hasta sus muslos sin vida, enredado y sucio. Su piel tersa y blanquecina estaba agrietada y cubierta por una gruesa capa de sangre reseca entremezclada con sudor y polvo. Las prominentes curvas atléticas que había acariciado tantas noches se habían esfumado, dejando en su lugar un cuerpo escuálido y sin musculatura alguna.

Rob Lucci no dudó en alzar su rostro descansando su dedo índice y corazón bajo la barbilla de la muchacha y obligándola a mirarlo. El tacto de piel con piel hizo que una sensación electrizante recorriese el cuerpo de ambos. Ahí estaban. Esos dos grandes orbes ámbar que siquiera aquellas circunstancias lograron apagar. La fiereza danzaba en sus pupilas como un fuego crepitante. Ni siquiera el desgaste físico, emocional y psicológico la habían roto lo suficiente como para ceder. Era simplemente admirable.

—¿Por qué sigues haciéndote esto, Mayia? —cuestionó el pelinegro—. Sería más fácil para todos. Para ti. Para mi —suspiró—. Si hubieras cedido, ahora estarías junto a mí, serías feliz.

El intento de carcajada que brotó de su garganta se vio ahogado por una tos seca y carrasposa. Creía haber perdido su voz, pues hacía tiempo que no emitía palabra alguna. Incluso llegó a pensar que no sabía el uso de las palabras entonces.

—¿Feliz? Contigo —se detuvo, tragó con fuerza. Apenas podía oírse a sí misma, pero tampoco se habría reconocido de hacerlo. Sonaba rota, grave. Cada palabra parecía incrustarse en las paredes de su faringe como un filoso cuchillo— todo fue una estúpida ilusión.

Lucci sonrió animosamente, con un deje de tristeza en su mueca—. No, no lo fue. Lo nuestro fue real. Mi amor por ti fue, es y será lo más real de lo que he gozado en toda mi vida.

—Que... extraña forma de amar tienes entonces —sentenció. El pelinegro no había dejado de alzar su mentón y aquello era lo único que le permitía mirarlo a los ojos.

¿Por qué de todos los habitantes de Water Seven que podría haber conocido, tuvo que ser aquel capataz de la Galley-La Company? Dos años de su vida en los que estuvo lo suficientemente enamorada para abandonar la vida de pirata y su pasión por la mar. Dos años en los cuales cambió todos sus planes de vida porque aquel Rob Lucci la había encandilado con sus caricias secretas, sus besos furtivos y sus promesas de amor. Cuando ingenuamente creyó haber descubierto la cara secreta de la luna, una faceta del atractivo y frío carpintero que nadie más conocía, una tibieza que no había hallado en brazos de ningún otro hombre.

Cambió lo suficiente de aspecto como para que nadie la reconociese. Pocos sabían que sobre sus hombros cargaba una recompensa de quinientos treinta millones de bellies y que se la conocía como el ''Rumor''. No pertenecía a ninguna tripulación concreta, pero se hallaba usualmente con los Piratas de Barbablanca y puntualmente con los Piratas del Pelirrojo, a quienes había conocido precisamente por el primero. El hecho de no pertenecer a ningún lugar también le había dado el título de ''la Nómada''. Algunos, incluso, decían que Mayia Leena Körther era un mito. Pues, producto de la misoginia pirata, ''una mujer no ostentaba tal poder''.

Fuese como fuere, cuando la muchacha asumió que sus sentimientos por Rob Lucci eran lo suficientemente intensos como para asentarse en Water Seven y pretender llevar una vida normal, decidió temerosa contarle la verdad a quien consideraba su pareja. Por suerte —o desgracia—, aquello no pareció importarle lo más mínimo al hombre, quien juró amarla junto con su pasado y pese a todo. Vivió lo suficientemente extasiada durante casi dos años junto a él como para ignorar todas las señales obvias que le había disparado. Había tenido tanto tiempo ahí dentro que había examinado prácticamente todos sus años de vida y de lo único de lo que se arrepentía era de haber cedido a los encantos de aquel hombre y no percatarse del engaño.

Tanto fue así que aquel día soleado, cuando Rob había sustituido su ropa de trabajo por una camisa negra holgada y unos zapatos de vestir, creyó sinceramente que él tenía una sorpresa para ella. Una sorpresa agradable, pensó. Quizá romántica.

No dijo nada cuando subieron a un tren marítimo prácticamente vacío. No parecía hora punta y quizá fuesen a un destino recóndito. No le importó especialmente, las caricias de sus manos ásperas en la piel desnuda de su espalda la mantuvieron adormilada sobre su hombro prácticamente todo el camino. Se sentía más somnolienta de lo normal, pese a haberse tomado dos cafés antes de partir. Sus ojos se sentían tan pesados que no había tardado en dormirse. Ya la despertaría él.

Cuando sintió un zarandeo en su hombro, le costó despegar los párpados. Un fuerte dolor de cabeza golpeaba su cráneo martilleantemente. No lograba ubicarse al vislumbrar por la ventana el mar. Se sentía desorientada y agotada, como si ningún sueño fuese lo suficientemente reparador. El pelinegro la miraba muy seriamente y en su mente aturdida no entendía exactamente por qué, ¿había pasado algo? ¿un choque? ¿un retraso en su viaje?

Al intentar incorporarse de su lugar un sonido metálico resonó en el vagón vacío. Casi parecía lejano, pero un peso extra sobre sus muñecas y sus tobillos le hizo centrar la atención en su cuerpo, ¿estaba esposada? Como si algo hiciese click en su cabeza, la nube que había ofuscado su mente hasta el momento se dispersó. Centró la atención velozmente en Rob, quien la miraba impasible desde el pasillo de sillones, con un gran abrigo de pelo negro y espeso, con una mirada benevolente. Hattori estaba sobre su hombro y emitió un sonido chirriante que recordaría toda su vida. Al fondo de la estancia identificó varios soldados de la Marina. Al mirar por las ventanas de la otra fila de sillones, las grandes letras de Enies Lobby se incrustaron en sus retinas.

Una incipiente rabia surgió de su pecho, un borboteo ardiente de su garganta que expulsó en un grito desgarrador y que logró hacer retroceder a los soldados, quienes alzaron sus armas temblorosas al ver el amago de levantarse del sillón que hizo. Su poder recorrió sus extremidades, alcanzando las yemas de sus manos. Sin embargo, nada más que una pequeña masa de energía salió de ellas. Se esfumó rápidamente.

—Las esposas son de kairōseki —dijo el hombre—, no tienes poder ahora, Mayia.

Se dejó caer de nuevo en el lugar. Sus ojos estaban abiertos casi dolorosamente. Una tela gruesa de lágrimas cubría sus pupilas y sus labios temblaban—. ¿Qué está pasando, Rob? ¿Qué es todo esto? —preguntó temblorosa—. ¿Qué estás haciendo?

Creyó ver un deje de dolor y arrepentimiento en los orbes oscuros del hombre ante la desesperación que empezaba de brotar en ella, pero enseguida desapareció para recuperar su instantánea frialdad y se dio la vuelta.

—Mayia Leena Körther, está detenida por los crímenes de piratería y asesinato, así como un total de cincuenta y siete cargos más —enumeró uno de los soldados cada crimen, leyendo de un pergamino frente a él que sujetaba de manera temblorosa—. Su juicio y sentencia serán dados en la Isla Judicial de Enies Lobby, entregada por el agente del CP9, Rob Lucci.

¿No iba a mirarla a la cara? ¿Sería tan cobarde de no enfrentar su mirada tras haberla traicionado? El supuesto agente salió del vagón si volver la mirada atrás, algo que le produjo mucha rabia. No de odio, sino de dolor, de traición, de agonía. Gritó tan fuerte que sus cuerdas vocales se resintieron. Lo llamó, lo insultó, pidió explicaciones entre llantos asfixiantes. Aquel al que dijo te amo no se volvió en ningún momento, no la salvó, no le ayudó a entender aquello.

Rob Lucci desapareció sin dejar rastro, llevándose con él pedazos de su corazón destrozado.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro