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Capítulo 3

Mirai siguió en silencio al capitán del ejército. Internamente rogaba a todos los dioses que ese hombre fuera tan amable y justo como era reconocido, quería que su reputación le hiciera justicia, porque precisamente de eso dependía su vida.

La jóven recuperó el alimento por completo cuando se percató de que su camino los estaba alejando aún más del palacio, iban en dirección contraria. Ella no sabía muy bien dónde estaban porque esa era la capital y jamás había puesto pies ahí, pero recordaba a la perfección el camino que había tomado para escapar y no tenía nada que ver con ese.

De un momento a otro el ruidoso distrito rojo se fue convirtiendo en una tranquila calle. La fiesta había sido dejada atrás y, en tan solo unos minutos, Manjirō se estaba adentrando a un edificio.

Mirai se mantuvo detrás de él, callada, cuidando no molestarlo. Examinó en silencio toda la sala recibidora mientras su compañero caminaba hacia una especie de barra. Parecía un hotel lujoso, de esos que pagaban los nobles para tener encuentros con sus amantes.

—Una habitación, Honoka —dijo él, colocando su brazo sobre la barra, con una sonrisa despreocupada.

—Veo que trae a una acompañante atípica hoy, señor Sano —comentó la rubia, dándose la vuelta para buscar el libro de anotaciones del lugar. Comenzó a escribir con una sonrisa ladina dibujada—. ¿La de siempre?

—Sí —respondió Manjirō, mirando por el rabillo del ojo a la temblorosa joven a su lado. La concubina se había sonrojado hasta las orejas y, presa de la vergüenza, agachó la mirada hacia el suelo. Pero lo más importante era sin duda las ropas que traía y el aspecto que tenía—. Y un cambio para la chica —añadió, señalando con el dedo pulgar a Mirai. Dibujó una sonrisa socarrona acompañada de un baile de cejas para Honoka—. Ya sabes, para cuando terminemos.

La rubia soltó una risilla baja. Se llevó una mano a la boca y con la otra le dio un pequeño golpe en el hombro, tratando de verse coqueta.

Mirai abrió sus ojos de par en par, tratando de procesar lo que había insinuado Manjirō. Lo de llevarse las indirectas de primera y pata nunca había sido lo suyo, así que ahí estaba, un minuto más tarde, después de tanto pensarlo, al fin comprendiendo a lo que se refería el general. Aquello provocó que su sonrojo se agraviara y sus manos comenzaran a temblar aún más. Decida se dio media vuelta con la intención de lanzarse a correr, pero él la sostuvo del brazo antes de siquiera poder intentarlo.

Después de que todo estuviera arreglado, Manjirō casi arrastró del brazo a Mirai escaleras arriba. Conocía el camino de memoria y no necesitaba que nadie lo guiara, había estado ahí en  repetidas ocasiones.

Él abrió la puertas y pasó primero, soltando a la joven. Se volteó rápidamente, haciéndose a un lado para que ella hiciera lo mismo.

—Entra —ordenó, apoyándose en la puerta.

—Pero yo... —murmuró la castaña, apretando las mangas de su desgarrado vestido. Solo podía mirar la madera del suelo—. Yo quiero tener una noche de pasión con usted.

—¿Pero qué? —soltó Manjirō al aire, con los ojos bien abiertos. La chica frente a él no lo atraía sexualmente y desde un comienzo esa no había sido su intención—. Tú... Yo... Joder, ¿de dónde sacaste que yo quería eso contigo?

—Pero lo que le dijiste a la chica...

—Era para que te pusieras algo decente —dijo entre risas él, incapaz de creer que esa joven hubiera Sido tan ingenua.

Mirai se llevó ambas manos a las mejillas porque sentía que le explotarían en cualquier momento. Su cara ardió tanto que terminó por expulsar humo de las orejas.

—Aquí está el cambio que pidieron —comentó una chica, detrás de Mirai.

Manjirō, todavía entre risas, se inclinó hacia adelante, tomó a la concubina del brazo y la obligó a pasar, luego agarró el nuevo vestido y agradeció con un gesto de cabeza, para terminar cerrando la puerta.

—Anda, ponte cómoda. —El chico colocó el vestido sobre los brazos estirados de Mirai y comenzó a caminar rumbo a la cama, soltándose el cabello.

Mirai asintió levemente antes de salir corriendo con dirección a la esquina de la habitación, en donde había un biomo en el que se podía cambiar sin preocuparse por ser vista.

Detrás de las telas del vestidor, cuando el vestido que portaba anteriormente se encontraba en el suelo y ella observa el nuevo atuendo, Mirai pudo presenciar mejor sus moretones. Tenía varios arañazos a lo largo de su estómago y cuello, manchas por los pies y las manos y un dolor inmenso en su entrepierna que, si bien había desaparecido con la adrenalina de la carrera que había tenido que echar, ahora regresaba con potencia para recordarle que estaba marcada para siempre por las menos de ese hombre.

Después de varios minutos reconciderando su vida y todo lo que había hecho hasta ese momento, Mirai terminó de colocarse el nuevo vestido, recogió el anterior del suelo y lo dobló. Caminó hasta una pequeña mesa y depositó las ropas viejas y usadas, sobre ellas dejó las hebillas, pendientes, collares, anillos y pulseras que tenía, quedando completamente despojada de absolutamente todas las cadenas que la ataban al palacio. Su largo cabello castaño cayó por encima de su espalda, entonces, por primera vez desde que había huido, se sintió libre.

Se quedó estática ahí, mirando con dirección a la cama, lugar donde ya se encontraba acostado Manjirō, con un pie sobre su rodilla y ambas manos bajo su cuello.

El hombre alzó una ceja porque no había dejado de observar a la concubina, y la chica llevaba parada alrededor de dos minutos.

—¿Qué haces? —inquirió, frunciendo el ceño. Se sentó sobre la cama, cruzado de brazos.

—Es que yo... —comenzó ella, jugando con la punta de sus pies descalzos. No podía mirarlo a los ojos, así que se concentraba en las cortinas de tela casi transparente que caían a los lados de la cama—. No sé muy bien qué hacer.

—Ven a acostarte.

—Pero estás tú ahí.

—¿Y?

Mirai tragó en seco fuertemente, se encogió de hombros y comenzó a caminar arrastrando los pies hasta llegar al susodicho lugar. Con su mano apartó ligeras las cortinas y se metió entre las sábanas, tapándose hasta la nariz, mirando al techo, recta como una regla.

—Estás tan tiesa como un muerto —soltó él, todavía sentado. La miraba por el rabillo del ojo—. Relájate un poco.

—No quiero molestar —sinceró Mirai, girando levemente su rostro para poder mirarlo.

—Haberlo pensado antes de pedirme que no te llevara de regreso —espetó, dejándose caer hacia atrás.

—No quiero causar problemas. Sé que eres muy leal al emperador y que ayudes a una concubina como yo es algo que no te dejará dormir varias noches —platicó Mirai, tapándose la cara por completo debido a la vergüenza y las ganas de llorar que tenía. En el fondo sabía que todavía corría riesgo de regresar al palacio.

—Todavía no sé que voy a hacer contigo —confesó el rubio, mirando al techo de la cama.

—De igual manera has sido muy amable hoy. Jamás lo olvidaré, no importa que decidas —alegó ella, destapándose el rostro.

Manjirō no contestó, simplemente se quedó pensando. Hacía una pequeña lista en su cabeza sobre por qué debía ayudarla y por qué no. Zeno tenía su absoluta y completa lealtad, pero es que esa joven parecía preferir la muerte antes que regresar al castillo. Por una parte estaba su deber, por la otra lo que creía correcto. Al final solo había una respuesta.

—Esto... —susurró Mirai, cortando los pensamientos del general, se colocó de lado en la cama, para quedar de frente a él—. Mi nombre es Mirai Hoshisora.

Él esbozó una sonrisa de medio lado—. Sano Manjirō.

—Eso ya lo sabía —confesó ella, soltando una pequeña risita, pero a diferencia de la de Honoka, la de Mirai no sonaba forzada o coqueta, era espontánea y hasta armoniosa.

Manjirō volvió a colocar su vista en el techo, y justo cuando estaba por cerrar los ojos para intentar conciliar el sueño, sintió que la joven le jalaba camisa. Solo entonces él también se volteó, con el objetivo de encontrar sus miradas.

—Muchas gracias —completó al fin la castaña, dibujando una sonrisa sincera.

Manjirō tomó el extremo de la sábana y le dio una pequeña lamida, justo antes de acercar la tela a la frente de Mirai, precisamente al lugar donde se encontraba si diamante. Entonces, con sumo cuidado, fue raspando hasta que lentamente la marca había desaparecido, sinónimo de que había tomado ya su decisión.

La chica cerraba sus ojitos con fuerza y de vez en cuendo sus pestañas chocaban con más impacto contra sus mejillas, sin embargo, trató de no moverse mucho para no ser un obstáculo.

—¿Por qué no quieres volver?

Mirai se echó hacia atrás por puro instinto, y, aunque sus manos y cuero estuvieran debajo de las sábanas, sintió la inminente necesidad de de esconder sus heridas. No quería que él las viera, eran una deshonra.

—¿Otra vez esa pregunta? —inquirió, con un semblante sumergido en la tristeza—. La respuesta no ha cambiado.

—Si no querías perder tu libertad, en primer lugar nunca hubieras llegado al palacio. Algo te pasó —razonó el rubio, consciente de que sus palabras tenían sentido y eran una absoluta verdad.

Mirai se mordió el labio inferior y maldijo internamente al general.

—Si te lo dijera, lo más seguro es que dejarías de ayudarme. Seguramente te daría asco —confesó, tratando de contener las lágrimas. Le dio la espalda a Manjirō porque las imágenes de la noche anterior la azotaron nuevamente, como una pesadilla que la perseguiía el resto de su vida.

Mirai sintió que le ardían los ojos y que la garganta se le cerraba. Una serie de frecuencias de recuerdos se repitieron tormentosamente. Lo peor es que no solo eran recuerdos psicológicos, eran físicos. Ella podía sentir aquellas manos tocándola bruscamente, ahí en la cama con aquel generoso hombre. Se retorció ligeramente y limpió con sutileza las lágrimas que trascendían de sus orbes, no quería llamar la atención de Manjirō.

El varón, por su parte, vislumbró casi todo y decidió guardar silencio y no preguntar más. Algunos secretos era mejor no desvelarlos.

—Duerme, mañana será un largo día. —Esa fue su patética forma de decir buenas noches.

Para Manjirō, tratar con personas rotas nunca había sido su fuerte. No era que él era insensible o algo parecido, simplemente no encontraba qué decir o hacer, no podía empatizar por completo.

Mirai asintió, llevando ambas manos a su pecho para tratar de controlar sus latidos. Debía tranquilizarse y dejar dormir al general, que había estado ausente en el palacio tanto tiempo y seguramente lo único que necesitaba era descansar.

Manjirō se colocó boca abajo, apretó la almohada entre sus manos y cerró sus ojos. Él tenía su propia pesadilla, perseguido por los recuerdos de su hermano y las vidas que había visto perderse o había tomado. Porque a pesar de ser un hombre supuestamente bueno o bondadoso, algo por lo que se esforzaba, nada quitaba que era un guerrero y que, cómo consecuencia, la sangre de muchos estaba derramada sobre su lanza.

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Me da pereza corregir porque tengo mucho sueño 💕✨

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