ACTO III
ACTO III
"La vida está en el deleite cuando no conocen el amor."
Flores blancas, silencio y lágrimas. Una pequeña urna de madera estaba rodeada de arreglos florales. Había una cola de niños y adultos que querían despedirse por última vez del fallecido. ¿Quién hubiera imaginado que sería tan querido? Caminé hasta acercarme al cuerpo hecho polvo. Estaba usando mi mejor traje. Sin embargo, ya no había sentido tenerlo puesto. Seguía con vida.
—¿Qué hace este anciano aquí? ¡Largo del velorio, asesino!
Pelusa era el nombre de mi víctima. Una perra de raza fina, ganadora de certámenes de agilidad y destreza. Había caído a más de tres metros de distancia y esa mascota había amortiguado mi caída. La muerte no estaba de mi lado. Se burlaba de mí. Incluso me dejó ileso.
La dueña de Pelusa seguía exigiéndome que me fuera. Me señaló la salida sin dejarme ofrecerle disculpas. Martín tuvo que pagar los daños que había causado mi intento de suicidio y logró evitar alguna denuncia de maltrato animal, alegando que yo era una persona de tercera edad con depresión psicótica. No sé si realmente esté loco, no fue mi intensión matar al perro, quería matarme a mí.
Caminé por el condominio hasta llegar al estacionamiento. Mi hijo me esperaba en su auto, con mis pertenencias en el maletero. Tomé asiento al lado del conductor y arrancó. Me había despedido de Laura y Mauricio antes de meterme a escondidas al velorio del afgano. Ambos seguían resentidos conmigo, que la despedida fue rápida.
—Cuídese, Manuel, y perdón por lo que dije ayer —me abrazó Laura de forma cortante—. Ahora debemos buscar otro departamento, los vecinos nos odian gracias a usted.
—También cuídate, Laura.
—Descansa en paz, abuelo.
—No me he muerto, muchacho.
—Para mí sí.
No sabía si era uno de sus juegos mentales. Su maquillaje ocultaba la verdadera expresión de su rostro. Igual lo abracé, con todas mis fuerzas, porque tenía la esperanza que sus días de querer quitarse la vida habrían culminado; todo gracias a mi fallido suicidio y el aprecio furtivo que me tiene. Sus padres habían decidido dejar la rehabilitación a un lado, e ir los tres a terapia de familia antes de que retomara la universidad. Iba a soltar a Mauricio, pero continuó abrazándome por un rato más.
El viaje había sido de treinta minutos. Llegamos a una especie de casona, donde se veían a vejestorios caminando con las justas en el jardín. Le dije a Martín que no bajara. Salí y saqué yo mismo mis cosas. Me despedí de lejos. Él miraba por la ventana como su viejo se dirigía a su merecida anatema. Aunque no duró mucho.
—Papá...—salió del carro—. Papá, papá.
Volteé al sentir que me quitaba la maleta de la mano para cargarla por mí. Insistí que no me ayudara. No me hizo caso.
—Esto te divierte, ¿no? —pregunté al ver que el peso le parecía ligero—. Ríete. Ganaste. Ya no me verás más la cara hasta que te devuelvan mi cuerpo sin vida. Ah, pero quizás ni lo recojas, porque después de todo, soy un problema para ti.
Le quité mi maleta y continué caminando solo.
—Papá.
—¿Qué más quieres de mí? —Giré enfadado hacía él—. Ya me disculpé por lo que hice ayer. Ya te agradecí lo que pagaste por mí. ¿Qué más? Ya me estás dejando en este lugar. Ya me quitaste mi música, mi libertad, mis últimos años de vida. Ah, verdad, es que me odias tanto por arruinar tu vida. Lo siento. Lamento no haber sido un buen padre. Lamento no haber sido un buen suegro. Lamento no haber sido un buen abuelo. Lamento que mi existencia te haya sido una carga todo este tiempo. Ahora lo pagaré. Con permiso.
—Papá... —Detuve el paso, pero esta vez le di la espalda—. ¿Alguna vez me has querido?
El no saber expresarme hacía Martín y a su madre, hizo que descarrillara su juventud. Buscaba él, el deleite en todo, hasta que apareció Laura y conoció el amor. Si no fuera por ella, quizás las cosas habrían sido distintas. Mauricio no existiría. Seguiría yo viviendo en mi antigua casa. Y mi hijo habría muerto de alguna sobredosis hace veinte años. Si yo le hubiera dicho desde un inicio que lo quería, al menos con acciones, quizás habría sido su mejor amigo, habría asistido a su boda y su madre habría aceptado mis disculpas antes de partir. Pensar en todo eso, me daba cuenta que el asilo no era un castigo, ni se estaba deshaciendo de mí por ser inútil. Lo hacía por el bienestar de su anciano padre, como último favor antes de irnos por caminos separados.
—Sabes que sí. Eres mi hijo.
Al entrar solo al lugar, una enfermera me dio la bienvenida. Era como un hostal, solo que con viejos y medicinas por doquier. Veía a algunos con visitas y a otros abandonados por sus familias.
—¿Verdi III? —Me asombré al ver a mi gato siendo acariciado por una señora.
—¡Es mi gato! —lo abrazó de inmediato como una niña.
No le quité al felino. Imaginaba que un familiar suyo encontró a Verdi en la calle y se lo entregó a su abuela para hacerle compañía. No fui un buen dueño, y el gato tampoco querría volver conmigo. Lo podía ver en sus colmillos mientras me iba a mi habitación.
Dejé mis pertenencias en el suelo. Era un dormitorio chico, pero con espacio suficiente para una cama y su cómoda. Abrí la ventana. Tenía una vista al patio y las rejas que nos recordaba que estábamos apartados de la realidad. ¿Llegaría a acostumbrarme a vivir acá? ¿O terminaré realmente quitándome la vida? Cuando uno piensa en el suicidio y fracasa su intento, la conserva para siempre. Y vivir con ella, creo que es estimulante. Ya no me molestaba tanto el mudarme acá. Estaba dispuesto a vivir. Subí el tocadiscos al mueble y lo conecté a la pared. Tenía que hacer a este sitio, mi nuevo hogar y sentirme en el cielo. El Brindis, aria compuesta por Verdi, empezó a resonar por el asilo. Los ancianos parados en el pasto se preguntaban de dónde venía esa melodía tan alegre, hasta que me hallaron en mi ventana, usando mi dedo índice como batuta. Podía ver a mis semejantes sonreír y con nostalgia en los ojos, de sus mejores años de vida.
Esto me hacía pensar que hasta que no llegue el último día de nuestra vida, no podríamos tener idea de lo que ha sido nuestra existencia. La gran paradoja, es que quizás sepamos lo que es la muerte el día que muramos, y entonces ya no tendremos conciencia para analizarla. Sí que la vida nos fue corta, pero aún no había terminado. Debíamos libarla hasta el final.
FIN
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